Pedro Vera no podía dormir. Le faltaban sesenta mil pesos para completar el pago de los bloques de hormigón con que construiría su casita, y en la Textil ya le habían frenado los préstamos. De los amigos, ni hablar. No se animaba a pedirles ni el saludo. El suegro no contestaba a sus cartas de socorro. Y el documento que había firmado vencía el 23.
Se levantó a una hora imprecisa, moviéndose con cuidado por la habitación única que era su casa para no despertar a la mujer y al chico. Puso agua a hervir y se lavó la cara. El cielo estaba limpio y helado, con toda su cristalería iluminada: las Tres Marías, las Siete Cabritas, la Cruz del Sur. Cruzó hasta el terreno de enfrente, donde los bloques de hormigón estaban apilados desde el sábado anterior, y siguió limpiándolo de piedras y desperdicios. Miró su pieza de chapas y madera, construida a los apurones, y las otras piezas iguales del barrio Norte, la toldería miseria de Trelew. Pedro había llegado aquí junto a otros cien operarios textiles aventados por la desocupación, y se había instalado entre las lomas yermas, al mes de su casamiento. Ya no podría vivir en otro sitio, porque en la vecindad estaban todos sus amigos y las cosas que él más amaba en el mundo.
Se entretuvo mirando las curvas suaves del cielo, rayadas por unas pocas nubes. Luego, aburrido y soñoliento, amontonó las piedras y latas que había encontrado en el terrenito, para llevarlas al basural. Entonces, oyó el ruido. Era un ronquido suave, como el de los insectos. Alzó los ojos. Vio unas luces rojas y azules que se acercaban parpadeando desde el Norte, cada vez más bajo.
—Un avión a esta hora —se extrañó.
Lo siguió con la mirada un rato largo. Le pareció raro que volara en círculos, lejos del aeropuerto. Por fin lo vio desaparecer en las cercanías de la base aeronaval.
—A lo mejor vino para llevarse a los presos —pensó, y siguió ocupado con el acarreo de las piedras.
No vio la hora, pero meses después calcularía que, por la posición de las estrellas y el gris del horizonte, eran las cuatro y media de la madrugada.
Poco después de las seis, un empleado público de cuyo nombre no hay por qué acordarse, esperaba en la avenida Fontana de Trelew el ómnibus que debía llevarlo a su trabajo, en Rawson. Estaba apoyado en un poste, leyendo las informaciones políticas que publicaba el diario Jornada y peleando contra el viento que le desbarataba las hojas. Un camión militar se detuvo junto a él. Conocía al soldado que manejaba, y al suboficial que iba a su lado. Solía hablar con ellos sobre tapas de cilindros, doble carburación y parabrisas irrompibles, y así habían ido anudando una de esas amistades involuntarias que sólo se dan en los pueblos. “Subí, negro”, le dijeron. “Tenemos que salir rajando para Rawson.”
Volvió a abrir el diario apenas se acomodó en la cabina, porque todavía le faltaba leer las negociaciones sobre la extradición de los fugitivos que estaban en Chile y el último recurso de los abogados que pretendían trasladar a los diecinueve prisioneros de la base al penal. Cuando se trataba de este último punto, los diarios eran siempre mutis por el foro. Le sorprendió ver a sus dos amigos tensos, demasiado despiertos para esta hora de la madrugada.
—¿Algo nuevo en el pasquín? —preguntó el suboficial.
—Parece que Perón vuelve —dijo el civil—. Ayer anunció Cámpora que el Viejo tratará de volver en octubre.
—¿Y del amasijo, nada?
Amasijo. Había pasado por alto la página de crímenes, pero entre las informaciones destacadas no había ningún título que hablara de accidentes.
—A lo mejor el pasquín no pudo meter la noticia a tiempo —dijo el soldado.
—¿Qué amasijo? —preguntó el empleado, para que lo dejaran seguir leyendo.
—¿No te enteraste, boludo? ¡Los limpiamos a todos! —dijo el suboficial, que parecía orgulloso de ser el primero en dar la noticia—. ¡Les bajamos el copete a esos turritos! Quedan cuatro o cinco que no reventaron todavía, pero les falta poco.
El empleado entendió todo de golpe aunque no quiso entender —iba a pedir que lo bajaran pero le dio miedo—; le dieron ganas de llorar pero no pudo.
Sólo dejó caer algunos monosílabos e interjecciones tontas entre los silencios de la historia que empezaron a contarle.
María Antonia Berger no sabía ya qué hora era. Estaba desangrada, moribunda, aferrándose apenas a un débil hilo de su conciencia para no dejarse caer al otro lado, donde quizás estaba la muerte. Oyó entre tanta niebla unos pasos precipitados y una voz que se alzaba sobre las otras:
—¿Quién ha ordenado esto, carajo?
Quedó tendida en el mismo lugar hasta el amanecer, calculando el tiempo que tardaría en morir. Luego sintió que la subían a una camilla, frente al reloj de la enfermería, junto a otros cinco guerrilleros agonizantes. Se dijo entonces que no podía morir, que debía recordarlo todo y levantarse a contarlo apenas pudiera.
Siete guerrilleros sobrevivieron a los fusilamientos del 22 de agosto a las tres y media de la mañana: Astudillo, Berger, Bonet, Camps, Kohon, Haidar y Polti. El primero en morir desangrado fue Miguel Ángel Polti; luego cayeron Astudillo y Kohon. Bonet murió hacia las nueve de la mañana. Berger, Camps y Haidar vivieron, de manera inverosímil, para contar su historia.
Dos veces narraron sus odiseas. La primera fue ante un juez naval, en la enfermería de Puerto Belgrano, el lunes posterior a la matanza. María Antonia Berger, que todavía no estaba fuera de peligro, demoró su relato hasta el 5 de septiembre.
La segunda vez fue en el penal de Villa Devoto, ante un juez civil, el 26 de octubre y el 6 de noviembre. Los sobrevivientes habían sido entonces citados como testigos en el juicio que la esposa de Rubén Pedro Bonet y las hijas de Ana María Villarreal de Santucho iniciaron contra el Estado, el comando en jefe de la armada “o quien resultare responsable”.
Ambas narraciones coinciden hasta en los detalles, pero la segunda es más minuciosa. Una y otra tienen el insoportable —y en este caso insoslayable— lenguaje de los documentos judiciales.
TESTIMONIO DE RICARDO RENÉ HAIDAR. Cuando llegamos al aeropuerto de Trelew, luego de la fuga del penal de Rawson, y comprobamos que el avión ya había partido, nos quedaba una alternativa: dispersarnos en la dilatada meseta patagónica. Sin embargo desechamos de inmediato tal posibilidad porque las características geográficas de la zona eran adversas, y podíamos ser detectados fácilmente por las fuerzas represivas y muy probablemente eliminados sin darnos la oportunidad de rendirnos. En consecuencia optamos por rendirnos en el aeropuerto, exigiendo las máximas seguridades posibles, consistentes en hablar con el periodismo, para que el pueblo verificara que estábamos vivos y en óptimas condiciones, la presencia del juez y la de un médico para que constatara nuestra integridad física. Como es de conocimiento público todo esto se cumplió con exactitud. Creíamos nosotros que ello bastaría para asegurarnos la vida, que la dictadura no se atrevería a cometer ningún crimen desembozado. Por lo visto nos equivocamos.
El oficial de infantería de marina que dirigió las fuerzas de la dictadura en el aeropuerto, y ante quien nos rendimos formalmente, era el capitán Sosa. Al principio su comportamiento fue correcto y hasta podría decirse cortés. Cuando fuimos conducidos hasta la base de la marina en la que quedamos incomunicados, nos acompañaron en el viaje el juez federal y el doctor Amaya.
Una vez llegados a la base fuimos alojados en calabozos en la forma que indica el plano número 1. El primer día el trato que nos dan es bueno, tanto es así que nos dejan durante todo el día el colchón y las mantas, hecho que no volverá a repetirse en los días siguientes. Sin embargo el buen trato dura poco. Cuando a la tarde del día 16 llega el capitán Sosa, pudimos observar en él un cambio radical. Se dirige a nosotros en tono muy agresivo diciéndonos, por ejemplo: “La próxima no habrá negociación, los vamos a cagar a tiros”.
El primer día, la guardia especial de vigilancia estaba integrada por un oficial, tres suboficiales y un soldado armado por cada celda. Los soldados apuntaban permanentemente a los prisioneros sin el seguro puesto del arma. El segundo día son retirados estos soldados quedando sólo algunos en el pasillo, en la forma que indica el plano número 2.
La noche del día miércoles aparece por primera vez el oficial Bravo: éste es un sujeto alto, de tez blanca, pelo castaño claro casi rubio, bigotes espesos, de constitución delgada pero robusta, de 1,80 m de altura y unos 30 años de edad. Este oficial es el que observa la conducta más agresiva con los prisioneros. La noche del jueves nos quita los colchones y las mantas y nos inflige castigos, como por ejemplo hacernos apoyar la punta de los dedos contra la pared, con el cuerpo en plano inclinado en posición de cacheo, y tenernos así durante largo rato, hacernos acostar en el piso completamente desnudos también por largo rato, etcétera. Esta misma noche comienzan los interrogatorios, aproximadamente a las dos de la mañana. Eran efectuados por personas vestidas de civil entre los cuales había uno a quien Delfino reconoció como perteneciente a DIPA, lo que hace presumir que los demás también lo eran. Los interrogatorios se hacen todas las noches a partir de la madrugada del jueves entre las dos y las cinco de la mañana. Durante el día permanecíamos en las celdas de las cuales sólo éramos sacados para comer o para ir al baño. Al principio yo estaba en una celda con Bonet, Toschi y Ulla, pero el último día me trasladaron a la de Kohon, por prescripción médica, en razón de que el frío me había producido colitis.
Los días miércoles y jueves se nos efectuaron reconocimientos por las ventanillas de las celdas, las que para impedir que nosotros viéramos a los observadores, habían sido cubiertas por un papel que poseía un pequeño visor para el observador. A partir del jueves Mariano Pujadas es maltratado especialmente. En una oportunidad el oficial Bravo lo obligó a barrer el pasillo completamente desnudo.
Nunca nos sacaban a todos juntos de las celdas, salvo en dos oportunidades. Cuando nos llevaban a comer éramos conducidos de a uno o de a dos. Al baño éramos conducidos individualmente. El día lunes a las 10.30 fue la primera vez que nos sacaron a todos juntos de las celdas y nos hicieron formar en tres grupos mezclados con soldados vestidos con ropas civiles en el hall de la guardia. Estaba presente el juez Quiroga. Allí se realizaron reconocimientos en rueda de presos. Mientras éramos reconocidos los varones, las mujeres eran interrogadas por un grupo numeroso de personal vestido de civil, distinto al que había hecho los primeros interrogatorios. Luego fuimos interrogados nosotros y pasaron las mujeres a formar rueda de presos.
En esos días, aparece un tercer oficial, alto, delgado, tez morena, pelo oscuro, vestido siempre con capote color azul de oficial de la marina, cuyo apellido posiblemente sea Fernández y a quien podría reconocer con facilidad si lo viera nuevamente. Solía recorrer el pasillo y observar las celdas, pero no hacía guardia.
La noche del día lunes nos permitieron acostarnos temprano, más o menos a las 23 horas, pero a las 3.30 fuimos despertados violentamente por el capitán Sosa y el oficial Bravo. Nos ordenaron que dobláramos los colchones y las mantas. Un cabo abrió celda por celda. A medida que nos levantábamos nos hacían parar contra la pared mirando el piso. A mí me hizo levantar el capitán Sosa y me ordenó que mirara el suelo. Como lo hice con cierta displicencia, me ordenó que pusiera la barbilla contra el pecho. Seguramente no cumplí esta orden en la forma que él pretendía, pues de inmediato sacó su pistola, la preparó para disparar y me dijo apuntándome: “Si no ponés la barbilla contra el pecho te pego un tiro”. Puse la barbilla contra el pecho, aunque pensaba que la actitud de Sosa no podía ser más que una amenaza.
Sosa se retira inmediatamente de mi celda y unos minutos después ordena formar en el pasillo. Salimos todos los prisioneros y en completo silencio formamos dos filas, mirando hacia la salida, cada uno parado al lado de la puerta de su celda. En el extremo abierto del pasillo, había dos o tres suboficiales armados con metralletas PAM. Bravo y Sosa recorrieron las hileras hasta el final y volvieron. Hicieron ese recorrido profiriendo amenazas e insultos y diciendo cosas tales como “Lo peor que podían haber hecho era meterse con la marina” y “Ahora van a ver lo que es el terror antiguerrilla”, etcétera. Nosotros permanecíamos en silencio. Nadie contestaba. Nadie se movía. Cuando Sosa y Bravo ya terminaban su recorrido, en forma completamente sorpresiva y sin que mediara el menor incidente, el menor movimiento, comenzó el tableteo de una ametralladora. Miré sobresaltado hacia el extremo abierto del pasillo y vi caer a Susana y Clarisa.
Giré rápidamente y me introduje en mi celda. Detrás mío lo hizo mi compañero. Allí nos quedamos Kohon y yo, durante un instante parados, escuchando las ráfagas y sin atinar a hacer nada. Enfrente mío vi caídos a Bonet y a Toschi, alcanzados por los disparos cuando intentaban introducirse en su celda. Bonet se apoyaba en su codo derecho y me miraba en silencio, nadie atinaba a hablar. Sólo se oían los quejidos de dolor de los heridos. Inmediatamente Kohon y yo nos acostamos debajo de la losa de cemento que, empotrada en la pared, hacía las veces de única cama en la celda. Yo estaba contra la pared, y Kohon a mi izquierda, ambos boca abajo. Desde allí seguimos escuchando el ruido de las ráfagas, hasta que de pronto éstas se interrumpen.
Luego oímos el vozarrón de Bravo. Dijo: “Éste todavía está vivo”, y a continuación un disparo aislado. Esto ocurrió varias veces. Instantes después, Bravo entró en nuestra celda y nos ordenó que nos pusiéramos de pie. Obedecimos. Bravo nos pregunta entonces: “¿Van a declarar como corresponde ahora, sí o no?”. Mientras, nos apuntaba con su pistola. Kohon y yo contestamos que sí. Bravo se retira entonces de la celda pero de inmediato aparece el oficial cuyo nombre podría ser Fernández y sin mediar palabra me apunta a la cara. Instintivamente giré mi cuerpo hacia la izquierda en el exacto momento en que me disparaba. Recibí el impacto en el ángulo superior derecho del hemitórax izquierdo, debajo de la clavícula.
El impacto me levantó en vilo y me hizo caer sobre el camastro de cemento quedando de bruces sobre él con las rodillas apoyadas en el suelo. Sentí un profundo dolor en la espalda y comencé a sangrar abundantemente por la herida y por la boca. Sin embargo no emití queja ni sonido alguno y permanecí inmóvil. A continuación escuché los disparos que el mismo oficial efectuó sobre Kohon, no recuerdo cuántos. Y luego los quejidos de dolor de mi compañero. Hubo un largo rato de silencio, luego nuevamente la voz de Bravo que en tono muy fuerte decía a alguien: “¡Se quisieron fugar! ¡Pujadas quiso quitarle la pistola al capitán, intentó resistirse!”.
Minutos más tarde, alguien me tomó el pulso y comentó: “Éste tiene el pulso bastante bueno”. Poco después me colocaron sobre una camilla y me condujeron hasta el hospital de la base. Allí me taparon la herida y me aplicaron un calmante. Pude ver a los otros heridos: Astudillo, Kohon, María Antonia, Polti y Camps.
En el curso de la mañana del martes me trasladan, junto con Camps, al hospital de Puerto Belgrano. Allí soy intervenido quirúrgicamente aproximadamente a las 21 horas. Posteriormente me visita en este hospital el juez naval capitán de navío Bautista, a quien le relato los hechos precedentemente descriptos.
Cuando leo los diarios, me entero de la versión oficial dada por el almirante Hermes Quijada. Es completamente falsa. No hubo ninguna tentativa de fuga; es totalmente falso que Pujadas haya intentado arrebatar el arma a un oficial. Fue una masacre alevosa y premeditada contra diecinueve prisioneros desarmados.
Plano 1
Este plano, copiado del dibujado por los sobrevivientes, muestra algunos detalles de la vida en la base durante la semana previa a la matanza.
REFERENCIAS:
1) Oficina donde los guerrilleros fueron requisados la noche del 15 de agosto. Allí se les retiraron sus pertenencias.
2) Baño fuera de uso.
3) Oficina donde fueron interrogados el lunes 21 por el juez Jorge V. Quiroga. El juez dijo entonces, como al pasar, que el día siguiente serían trasladados al penal de Rawson.
4) Oficina donde los interrogaron las otras veces.
5) Sala con mesa de arena.
6) Puerta de acceso a la guardia de la base aeronaval.
7) Lavatorios.
8) Inodoros y mingitorios.
9) Duchas.
10) Oficina con paredes de vidrio, donde se colocó el mirador a través del cual los guerrilleros fueron reconocidos por testigos citados el miércoles 16, el jueves 17 y el lunes 21.
11/12) Oficinas donde el personal de la Policía Federal tomó las impresiones digitales.
13) Vestíbulo central donde se realizó la rueda de detenidos.
• Ubicación de soldados armados y en posición de disparar que cubrían los recorridos al baño.
∘ Cartel que decía: “Área restringida, pida permiso para entrar”.
Plano 2
Plano que describe la ubicación de los prisioneros la noche del 21 al 22 de agosto, y la ubicación de los centinelas durante las horas de comida.
REFERENCIAS:
A: SOLDADO CON FAL.
B: SOLDADO CON FAP SOBRE UNA MESA.
C Y D: SUBOFICIALES CON PAM.
F: OFICIAL
G: UBICACIÓN DEL QUE COME.
TESTIMONIO DE MARÍA ANTONIA BERGER. Queridos compañeros: No puedo sino dirigirme a ustedes para informarles acerca de los acontecimientos que los inquietan y que yo he vivido. Después de concretarse la toma del aeropuerto de Trelew, nos planteamos mis compañeros y yo la necesidad de garantizar nuestra seguridad física en el trato posterior a la rendición; de tal forma se logró una amplia certificación de nuestro estado físico, por parte de médicos y periodistas.
El juez federal que intervino en la negociación de nuestra rendición prometió acceder a nuestro requerimiento de que se nos retornara al penal de Rawson en forma inmediata; dicho juez, al igual que el oficial de policía que lo acompañaba, se portaron en forma correcta. Al llegar las tropas de infantería de marina, las tratativas de la rendición se celebran con el oficial al mando de las mismas, capitán de corbeta Sosa, ante quien Mariano Pujadas, Rubén Pedro Bonet y yo insistimos en lograr que se nos reintegre a la unidad carcelaria, como condición previa a la rendición. Ante la oposición del capitán Sosa, se hace saber a él y al juez federal que a nuestro entender la base naval no reúne las mínimas garantías de seguridad en cuanto a nuestras vidas; para el supuesto caso de que el penal de Rawson aún se encontrara ocupado militarmente por los compañeros alojados en éste, los tres nos ofrecíamos a gestionar y obtener la rendición incondicional de ellos.
En estos términos se planteaba la discusión, aunque luego el capitán Sosa accede a los requerimientos y afirma que nos llevará hasta el penal. De esta forma se hace efectiva la rendición, y todos entregamos nuestras armas; momentos antes de ascender al micro que nos llevaría de regreso a la cárcel de Rawson, nos enteramos de que se nos lleva a la base naval Almirante Zar, bajo pretexto de que la zona se había declarado en estado de emergencia, por lo cual las órdenes recibidas por Sosa eran el traslado de los prisioneros a la base, para su alojamiento en ésta.
Ascendemos al micro, un poco confiados por la garantía que nos ofrece el juez federal, siempre acompañado por el doctor Amaya; ambos nos acompañan en el micro hasta la base y en ésta hasta el pasillo mismo que conduce a nuestras celdas. Al despedirse de nosotros, el juez reitera que hará todo cuanto fuera necesario para garantizar nuestra seguridad física.
Una vez en nuestras celdas, aproximadamente cuatro horas después, bajo pretexto de revisación médica, se procede a realizar prolija requisa a órdenes de oficiales médicos, quienes nos ordenan quitarnos la ropa hasta quedar totalmente desnudas; miran nuestros cuerpos prolijamente, tal vez en busca de algún arma aunque todos sabemos que la piel no tiene bolsillos ni mochilas. Esa madrugada, a las cinco horas recién nos hacen llegar mantas y colchones.
La custodia inicialmente se compone de doce conscriptos armados con fusiles FAL, FAP y otra arma larga automática que no conozco, y suboficiales armados con PAM; todos ellos, en detalle que luego se convertiría en común, con sus armas amartilladas, sin seguro y apuntando hacia nosotros. Posteriormente, al tercer día de nuestra permanencia en la base, son remplazados los soldados conscriptos por personal militar permanente, es decir cabos y suboficiales principales al mando de uno o dos oficiales, quienes ya forman parte de la dotación de custodia habitual.
Comienza a endurecerse el trato dado a los prisioneros. Para ir al baño y a comer se nos lleva de a uno, con ambas manos apoyadas en la nuca, mientras nuestros carceleros nos apuntan con sus armas montadas y sin seguro, en forma continua se procede a maltratarnos; a los muchachos se les ordena hacer repetidas veces cuerpo a tierra totalmente desnudos, a pesar del intenso frío característico de la zona. También se nos obliga a hacer numerosos movimientos parándonos y sentándonos en el suelo, o sostener el peso del cuerpo con los dedos estirados y apoyados de punta en la pared durante mucho tiempo, hasta que el dolor es insoportable. Todo ello, mientras nos encañonan permanentemente con sus armas. Es de remarcar que este trato era conocido por todos los integrantes de la base, ya que muchos oficiales concurrían a vernos, deteniéndose a observar cuanto nos ordenaban hacer.
Recuerdo una ocasión en la cual habíamos estado haciendo toda clase de movimientos ordenados por nuestros carceleros; en tal oportunidad, el teniente de corbeta Bravo colocó su pistola calibre 45 en la cabeza de Clarisa Lea Place, al tiempo que amenazaba con matarla porque ésta se negaba a colocarse boca arriba en el suelo. Clarisa, atemorizada, contesta con un débil “No me mate”; el oficial vacila; luego baja su arma.
La tensión va aumentando; cada vez que un prisionero es sacado de su celda para ir al baño o para comer, y se lo llevan encañonándolo con las armas sin seguro, nunca sabemos si volveremos a ver con vida al que se aleja. Es notorio cómo la situación es progresivamente más tensa; lo sienten aun nuestros carceleros; tres disparos aislados y hasta una ráfaga entera de ametralladora cuyas marcas quedaron en las paredes son muestras de un nerviosismo manifiesto que hacía que sus armas se les dispararan sin ellos darse cuenta.
Una noche asistimos a un simulacro de fusilamiento, y como tal lo asumimos posteriormente. Aproximadamente a la medianoche nos despiertan con gritos; a oscuras nos obligan a tirarnos cuerpo a tierra repetidas veces, sentarnos y pararnos en el suelo, etcétera, al tiempo que simulan ir a buscarnos para llevarnos, abren los candados, los cierran nuevamente; encienden y apagan las luces al tiempo que montan y desmontan repetidas veces sus armas. Escuchamos los cuchicheos de nuestros carceleros con otros oficiales que han llegado. Por señas le pregunto a un cabo qué estaba pasando y me contesta moviendo su dedo índice como si apretara el gatillo de un arma. Como cierre de una noche agitada, comienza un nuevo interrogatorio por los oficiales, ante quienes reiteramos nuestra negativa a declarar; amenazan a Alfredo Kohon con ser torturado si insiste en su negativa de declarar.
El día anterior a los sucesos, concurre el juez a presenciar nuevos reconocimientos en rueda de presos; claro que sin enterarse del interrogatorio a que nos sometía personal de DIPA en una habitación cercana al lugar donde él presenciaba los reconocimientos.
A las 3.30 de esa noche, me despiertan los gritos que profiere el teniente de corbeta Bravo, el cabo Marchan y otro cabo del cual ignoro su nombre [¿Marandino?]. Bravo es rubio, mide 1,85 m, lleva bigote, es bien parecido y tendrá treinta años; Marchan es morocho, de tez mate; su estatura es mediana y tendrá veintiún años; el otro cabo es de características obesas, mide 1,75 m, es de tez blanca. Todos ellos profieren insultos a nuestros abogados, al tiempo que aseguran: “Ya les van a enseñar a meterse con la marina”; a gritos, nos dicen que esa noche vamos a declarar, lo querramos o no.
Escucho otras voces de otras personas diciendo cosas semejantes, pero no alcanzo a distinguirlas puesto que inmediatamente nos ordenan salir de nuestras celdas, caminando sin levantar los ojos del piso; noto que es la primera vez que nos dan tal orden, pero no logro adivinar el motivo de la misma. Una vez en el pasillo que separa las dos hileras de celdas que son ocupadas por nosotros, nos ordenan formar en fila de a uno, dando cara al extremo del pasillo y en la puerta misma de nuestras celdas. También observo que es la primera vez que nos ordenan tal dispositivo para sacarnos de nuestras celdas.
De pronto, imprevistamente, sin una sola voz que ordenara, como si ya estuvieran todos de acuerdo, el cabo obeso comienza a disparar su ametralladora sobre nosotros, y al instante el aire se cubrió de gritos y balas, puesto que todos los oficiales y suboficiales comenzaron a accionar sus armas. Yo recibo cuatro impactos; dos superficiales en el brazo izquierdo, otro en los glúteos, con orificio de entrada y de salida y el cuarto en el estómago; alcanzo a introducirme en mi celda, arrojándome al piso, María Angélica Sabelli hace lo mismo, al tiempo que dice sentirse herida en un brazo, pero momentos después escucho que su respiración se hace dificultosa, y ya no se mueve. En la puerta de la celda, en el mismo lugar donde le ordenaron integrar la fila, yace Santucho, inmóvil totalmente.
Reconozco las voces de Mena y Suárez por su acento provinciano, dando gritos de dolor. Escucho también la voz del teniente Bravo dirigiéndose a Alberto Camps y a Cacho Delfino, gritándoles que declaren; ambos se niegan, lo cual motiva disparos de arma corta; después no vuelvo a escuchar a Alberto ni a Cacho. Escucho, sí, más voces de dolor, que son silenciadas a medida que se suceden nuevos disparos de arma corta; ahora sólo escucho las voces de nuestros carceleros, que con gran excitación comienzan a inventar una historia que justifique el cruel asesinato, aunque sólo sea válida ante ellos mismos.
Escucho que se aproximan los disparos de arma corta. Es evidente que quien se halla abocado a la tarea de rematar a los heridos está cerca de mi celda; trato de fingir que estoy muerta, y entrecerrando los ojos lo veo parado en la puerta de mi celda; es alto como de 1,80 m, de cabello castaño aunque escaso, delgado; lleva insignias de oficial de marina. Apunta a la cabeza de María Angélica y dispara, aunque ésta ya estaba muerta. Luego dirige el arma hacia mí y también dispara; el proyectil penetra por mi barbilla y me destroza el maxilar derecho alojándose tras la oreja del mismo lado. Luego se aleja sin verificar el resultado de sus disparos, dando por sentado que estoy muerta.
Continúan los disparos de arma corta, hasta que se hace el silencio, sólo quebrado por las idas y venidas de mucha gente; ellos llegan, nos miran; tal vez para cerciorarse de si estamos ya muertos; cuando descubren algún herido parece que se tranquilizaran unos a otros, pues dicen que al desangrarse morirá; mientras, yo continúo tratando de no dar señales de vida.
A la hora llega un enfermero que constata el número de muertos y heridos; también llega una persona importante, tal vez un juez o un alto oficial, a quien le cuentan una historia inventada. Cuatro horas después llegan ambulancias, con lo cual comienzan a trasladar, de a uno, los heridos y los muertos. Cuando llego a la enfermería de la base observo la hora, son las 8.30; todo había comenzado a las 3.30. Me llevan a una sala en la enfermería, en la cual veo seis camillas en el suelo, con seis heridos; yo soy la séptima.
Dos médicos y algunos enfermeros nos miran, pero se abstienen de intervenir. Sólo uno de ellos, un enfermero, animado por algo de compasión, quita sangre de mi boca; nadie atiende a los heridos, se limitan a permanecer atentos al momento en que dejan de serlo para integrar la estadística de muertos.
A pesar de la cercanía de la ciudad de Trelew no requieren asistencia médica de allí, sino que esperan a que arriben los médicos desde la base de Puerto Belgrano, quienes lo hacen sólo a mediodía, o sea cuatro horas después de nuestra llegada a la enfermería. Los médicos recién llegados nos atienden muy bien; me operan allí mismo, surgiendo dadores de sangre entre los soldados. Recupero el conocimiento veinticuatro horas después de la operación, ya en un avión que me transporta a la base de Puerto Belgrano, donde la atención médica continúa siendo muy buena.
TESTIMONIO DE ALBERTO CAMPS. Después de nuestra rendición en el aeropuerto de Trelew, fuimos trasladados a la base aeronaval. Lo hicimos en compañía del juez federal Godoy y del doctor Amaya, quienes entraron junto con nosotros hasta el pasillo interior del cuerpo de edificio donde se encuentran las celdas en las que fuimos luego alojados. Nos hacen avanzar en grupos de tres y nos alojan en los diez calabozos existentes, uno de los cuales, el Nº 2, no estaba habilitado. Yo quedo en el calabozo Nº 10 juntamente con Kohon, Delfino y Mena.
Entre la noche del martes 15 y la madrugada del miércoles 16 nos revisan individualmente dos personas de civil, que más tarde identificamos como médicos navales. Uno de ellos gordo, pelado, de aproximadamente cuarenta años de edad, de 1,70 m de estatura; el otro algo más joven, de treinta y cinco años, pelo castaño claro, bigotes y anteojos. Ambos de piel blanca. La revisación es prolija. Previamente me desnudan de manera total. Existe preocupación por constatar si tengo lesiones, especialmente magulladuras, lastimaduras o heridas. No advierten lesión alguna.
Me toman fotografías de frente y de perfil; me retiran todas mis pertenencias: cinturón, dinero, reloj.
A las cinco de esa madrugada nos entregan colchonetas y dos mantas por persona, nos encierran en las celdas con cerrojo y candado y nos dejan dormir aproximadamente hasta el mediodía del miércoles 16.
Esa noche aparece el oficial de marina Bravo, de treinta años aproximadamente, rubio, bigotes, quien luego está casi permanentemente con nosotros, actúa desde el comienzo con rudeza y nos somete a un rígido trato militar.
Esa misma noche fui víctima de un castigo que me impuso el capitán Sosa. Yo conversaba con mis compañeros en la celda. Sosa me prohibió hacerlo y me impuso silencio. Me ordenó entonces ponerme de pie y dispuso, impartiendo a un suboficial la orden correspondiente, que pasara toda la noche de plantón. Invocó el honor del ejército y la marina y nuestro sometimiento a las autoridades militares. Más tarde, mientras yo cumplía dicho plantón, dejó sin efecto la sanción. Esa noche dormimos sin ser molestados de manera especial.
La custodia, a la vez que impresionante, era en cierto modo ridícula.
En el pasillo entre las dos líneas de celdas estaban apostados soldados y suboficiales con las armas sin seguro, en número tal que para caminar era menester abrirse camino entre soldados y oficiales.
Para sacarnos de las celdas se usó al comienzo un procedimiento muy singular. Obtenido el permiso para salir con diversos motivos, por ejemplo, para ir al baño, se desalojaba el pasillo, se abría la celda y se nos hacía caminar en dirección al hall encajonados de frente por varios hombres uniformados con las armas sin seguro y apuntando. Luego, al llegar a la puerta de salida de ese hall, nos daban la voz de alto y desde allí nos conducían al baño encajonados desde atrás a muy corta distancia, caminando lentamente entre soldados y oficiales armados apostados cada dos metros. Un soldado ingresaba con cada uno de nosotros al baño y permanecía allí, encañonándonos, hasta que concluyéramos nuestras necesidades.
Así transcurrió el día miércoles 16 hasta la noche del jueves 18. Desde entonces, regularmente, nos entregaban las colchonetas y las mantas a las diez de la noche y las retiraban alrededor de las cuatro, hora en que nos conducían individualmente para someternos a interrogatorios en el ala contigua del mismo edificio, en una habitación en donde éramos interrogados por oficiales de la marina y del ejército y por personas de civil, funcionarios policiales de organismos nacionales de seguridad.
Todos sin excepción —yo desde luego— nos negamos a responder a las diversas preguntas que nos formulaban, negativa que provocaba las consiguientes amenazas, agravios e insultos cada vez más agresivos y apremiantes. Las noches siguientes no nos daban las colchonetas y mantas sino después de esos frustrados interrogatorios, es decir después de las cuatro de la madrugada.
Ya a esta altura, dentro de las mismas celdas nos sometían a un trato muy duro, típicamente militar: cuerpo a tierra, sostener el cuerpo con los dedos apoyados sobre la pared, órdenes militares de echarse a tierra y levantarse, etcétera. Las órdenes imperativas nos eran dadas a través del ventanuco de la celda y quien especialmente lo hacía era el oficial naval Bravo y un suboficial de nombre Marshall o Marchal.
Los insultos y amenazas eran cada vez más habituales y el tratamiento cada vez más duro y agresivo. Se insistía siempre en la orden de que debíamos declarar y todas las presiones y amenazas se dirigían a ese objetivo.
La noche del 22 de agosto se advirtió, con la natural sorpresa nuestra, un cambio bastante notorio. Por una parte, los cabos —ya a esa altura no se advertía la presencia de simples soldados, y todos los que actuaban en nuestra custodia eran oficiales y suboficiales de marina— se mostraron más “blandos” y hasta amables, incluso entablaron diálogos con alguno de nosotros; y, por la otra, nos llamó la atención que nos entregaran las colchonetas y mantas bastante temprano, a una hora entonces desacostumbrada, inmediatamente después de habernos dado de comer, aproximadamente a las diez de la noche.
No nos interrogaron esa noche y alrededor de las 3.30 de esa madrugada nos despertaron dando patadas sobre la puerta de las celdas y haciendo sonar violentamente pitos por el mismo ventanuco.
Además, por primera vez, abrieron todas las celdas. Antes siempre lo hicieron celda por celda. Nos ordenaron salir y colocarnos de espaldas a las puertas de las celdas. Nos dieron la orden de bajar la vista y poner el mentón sobre el pecho. Yo estaba con Delfino en la mencionada celda Nº 10 y ambos acatamos la orden. Pasaron uno o dos minutos desde que salimos de la celda y apenas instantes desde que todos bajamos la mirada y colocamos el mentón sobre el pecho.
Sentí entonces, casi de inmediato, dos ráfagas de ametralladora. Pensé en fracción de segundos que se trataría de un simulacro con balas de fogueo. Vi caer a Polti, que estaba de pie sobre la celda Nº 9, a mi lado; y de modo casi instintivo me lancé dentro de mi propia celda. Otro tanto hizo Delfino. De boca ambos en el suelo, Delfino a mi derecha, permanecimos en esa posición, en silencio, entre tres y cuatro minutos. Nuestro único diálogo fue el siguiente: Delfino dijo: “Qué hacemos”, yo contesté algo así como: “No nos movamos”.
Durante ese breve lapso escuché una o dos ráfagas de ametralladora al comienzo, luego varios tiros aislados de distinta arma, gemidos y ayes de dolor y respiraciones agotadas o sofocadas. Luego se introdujo en la celda, pistola en mano, el oficial de marina Bravo. Nos hizo poner de pie con las manos en la nuca.
Dirigiéndose a mí me requirió en tono muy duro —parecía muy agitado— si iba o no a declarar. Respondí negativamente y sin nuevo diálogo ni espera me disparó un tiro en el estómago con su pistola calibre .45. No apuntó y disparó desde la cintura. Acto continuo le disparó a Delfino. La distancia no alcanzaba al metro o metro y medio. Estábamos en la mitad de la celda y Bravo había traspuesto la puerta y se encontraba dentro.
Yo caí sobre el lado izquierdo mirando hacia la puerta; y Delfino a mi derecha. Sus pies quedaron a la altura de mi abdomen y me oprimían. No sentí que Delfino se moviera. Con mucho esfuerzo corrí unos centímetros sus pies. Quedamos allí entre diez y treinta minutos. No puedo precisar con exactitud el tiempo. No perdí totalmente el conocimiento. Entraron algunas personas. Les oí decir que yo estaba herido. Adopté el temperamento de no moverme ni quejarme.
Al cabo de ese lapso que no puedo precisar con exactitud, llegaron enfermeros navales. Usaban chaquetas azules y un gorro blanco. Nos colocaron sobre camillas y me transportaron esquivando cuerpos caídos en el pasillo, pasando de hecho sobre ellos. Me depositaron en una ambulancia. Era aún de noche.
Me llevaron a una sala médica. No me sometieron a ninguna curación. Apenas si me limpiaron la herida y creo que me dieron un calmante. Presumo que así fue porque me dormí. Allí pude ver a María Antonia Berger, Alfredo Kohon, Carlos Astudillo y Haidar.
Luego, en avión, ya de día —ignoro la hora— me trasladaron a Puerto Belgrano. Allí fui operado. También allí me entrevistó el juez naval ante quien declaré sobre estos hechos y ante quien firmé mi declaración.