Capítulo Dos

–Pagar la deuda –repitió Kate, incrédula–. ¿Quiere que trabaje para usted?

–Quiero que sea mi prometida.

–¿Cómo dice?

–Ya me ha oído. Y lo digo completamente en serio. En caso de que no se haya dado cuenta, no suelo bromear.

Kate no sabía qué pensar. Por el momento, él tenía todas las cartas en la mano, incluyendo las mini-cámaras.

Y cualquier intento de salvar su artículo sería jugar con fuego.

–Pues para sugerir algo tan absurdo debe tener mucho sentido del humor. ¿Qué conseguiría con eso?

–¿No crees que deberíamos tutearnos? –sugirió Duarte entonces.

Kate se encogió de hombros.

–Como quiera… como quieras.

–Si mi padre creyera que tengo una relación contigo –empezó a decir él, pasando los nudillos por su brazo– dejaría de presionarme para que me casara con la hija de uno de sus amigos de San Rinaldo.

–¿Y por qué me has elegido precisamente a mí? –Kate apartó su mano con una despreocupación que no sentía–. Imagino que muchas mujeres estarían encantadas de hacerse pasar por tu prometida.

Él se apoyó en el respaldo del sofá, sus musculosas piernas destacadas por el pantalón de seda.

–Muchas mujeres querrían ser mi prometida, es cierto, pero luego querrían pasar por el altar.

–Qué pena que tengas un problema de autoestima tan grande –bromeó Kate.

–Yo sé que mi cuenta corriente es un incentivo muy interesante. Pero contigo, los dos sabemos dónde estamos.

Sí, claro que lo sabían. Y también eran evidentes las diferencias que había entre ellos. Los cuadros que colgaban de las paredes no habían sido comprados en un rastrillo, por ejemplo. Kate reconoció un cuadro del maestro español Sorolla de sus clases de Arte en la universidad.

–¿Y tu padre no se preguntaría por qué no había oído hablar nunca de mí?

–La mía no es una familia normal. No nos vemos a menudo… puedes decir eso en tus artículos si te parece. Una vez que hayamos terminado.

Artículos. En plural. ¿Pero podría escribirlos a tiempo para que no echaran a su hermana de la residencia?

–¿Cuánto tiempo duraría esa farsa?

–Mi padre me ha pedido un mes para que me encargue de sus negocios mientras él está enfermo, así que podrías acompañarme y tomar notas para tu exclusiva. Tendré que viajar por todo el país, incluyendo una parada en Washington para acudir a una cena con ciertos políticos que podrían poner tu nombre en el mapa. Y, por supuesto, conocerás a mi familia. Eso sí, yo tendría que aprobar tus artículos antes de que fueran publicados.

¿Treinta días?

Kate hizo un rápido cálculo mental… si se apretaba el cinturón podría aguantar hasta entonces. Claro que cualquier otro paparazzi podría adelantarse…

–La historia podría haberse enfriado para entonces. O podrían robármela. Necesito cierta seguridad.

Sonaba como si sólo le interesase el dinero… aunque así era. ¿Por qué los hombres conseguían «contratos fabulosos», pero cuando se trataba de una mujer la vara de medir era diferente? Ella tenía que cuidar de su hermana, además.

Duarte la miró, burlón.

–¿Quieres negociar? Es muy arriesgado por tu parte.

–Detenme entonces, te enviaré un artículo desde mi celda –replicó Kate–. Describiré el interior de esta suite, junto con algunos detalles como la colonia que usas y ese lunar que tienes sobre el ombligo. La gente sacará sus propias conclusiones y te aseguro que sacarán muchas.

–¿Piensas insinuar que hemos tenido una aventura? ¿Estás dispuesta a comprometer tu integridad profesional?

¿Por su hermana? No tenía más remedio.

–Trabajo para Global Intruder. Evidentemente, la integridad periodística no es una prioridad.

Duarte se encogió de hombros.

–Habrá una boda familiar a finales de mes en la finca de mi padre. Si haces el papel de mi prometida durante los próximos treinta días conseguirás fotos exclusivas. Imagino que pagarán bastante dinero por esas fotos.

¿La boda de un Medina de Moncastel? Pagarían una fortuna.

–¿Y lo único que debo hacer es fingir que soy tu prometida?

Parecía demasiado bueno para ser verdad.

–Por supuesto, sería una farsa. No quiero que seas mi prometida de verdad.

–¿De verdad me llevarías a la finca de tu padre?

–Ah, ya veo el símbolo del dólar en tus preciosos ojos.

–Sí, bueno, todo el mundo tiene que pagar facturas… bueno, todo el mundo salvo los Medina de Moncastel.

Un momento, ¿había dicho que tenía unos ojos preciosos?

–¿Qué periodista en su sano juicio diría que no? Pero tiene que haber una trampa, seguro. No entiendo que alguien que lleva más de veinte años intentando librarse de la prensa de repente quiera un periodista en su círculo íntimo.

–Digamos que estoy intentando controlar los daños. Mejor conocer la identidad de la serpiente que estar siempre preguntándose. Además, contaría con tu encantadora presencia durante cuatro semanas.

Kate tuvo entonces una fea sospecha.

–No pienso acostarme contigo para conseguir esa exclusiva.

Sin darse cuenta miró la cama y, de repente, su cerebro creó una imagen de los dos revolcándose por las sábanas, su ropa tirada en el suelo…

–Estás obsesionada con acostarte conmigo –bromeó Duarte–. Primero crees que te había tomado por una prostituta, luego que quiero intercambiar mi historia por un revolcón… No estoy tan necesitado.

Ella parpadeó varias veces para borrar de su mente la absurda fantasía erótica.

–Es que me parece tan… raro.

–Mi vida no es precisamente normal –dijo él.

–¿Y debería aceptar lo que me ofreces así, por las buenas?

–Es un mes de tu vida. Sólo tendrás que fingir que eres la prometida de un príncipe, no creo que sea tan difícil. Mi familia tiene muchos contactos y conocerás a gente muy influyente.

Desde luego, aquel hombre sabía cómo tentar a una chica. En todos los sentidos.

–Si no vamos a acostarnos juntos, ¿qué sacarías tú con esto?

–Ya te lo he dicho, que mi padre dejara de preocuparse por mi futuro mientras yo recupero el control de mi vida…

–Pero yo voy a publicar fotos –le recordó Kate–. Fotos que verá todo el mundo.

–Yo controlaría las cámaras. Tú no podrás hacer fotografías a menos que yo diga que puedes hacerlo. Y antes de que te emociones, cuando vayamos a la finca de mi padre tú no sabrás dónde está.

Ella hizo una mueca.

–¿Y cómo piensas hacer eso? ¿Vas a taparme la cabeza con una bolsa?

–Nada tan plebeyo, querida –Duarte sonrió mientras pasaba un dedo por su brazo–. Pero subirás a un avión con destino desconocido y aterrizaremos en una isla privada.

–¿Dónde?

–Un sitio más cálido que Massachussets, es lo único que debes saber. Aparte de eso…

–Piensas matarme y tirar mi cuerpo al mar por haber publicado ese artículo sobre tu familia –dijo Kate, asustada.

–¿Lanzarte a los tiburones? –Duarte soltó una carcajada–. Tienes mucha imaginación. No, nadie va a matar a nadie. Vamos a contarle a todo el mundo que estamos prometidos y si desaparecieras todos me señalarían a mí.

–Si pudieran encontrar esa misteriosa isla.

–Gracias a ti, me temo que la fortaleza de mi padre será descubierta tarde o temprano –Duarte abrió un cajón de la cómoda para sacar varias cajas, todas de famosas joyerías–. Una cosa más: si no respetases las reglas sobre la publicación del artículo le daré a seguridad la cinta en la que estás saltando por mi balcón y te demandaré por allanamiento de morada. Dará igual que seas mi prometida, todos creerán que la cinta fue grabada después de que rompiéramos y que no estabas actuando como periodista sino como una mujer despechada y dispuesta a vengarse.

Evidentemente, no estaba lidiando con un novato, pensó Kate.

–¿De verdad me enviarías a la cárcel?

–Sólo si me traicionas. Si no te gustan los riesgos no deberías haberte colado en mi balcón. Eso es allanamiento de morada, por si no lo sabes. Y nada justifica que alguien entre en casa de otra persona. Pero puedes marcharte si quieres –Duarte abrió una de las cajas para mostrarle un rubí rodeado de diamantes–. Las negociaciones han terminado. O lo aceptas o no, tú decides.

Kate miró el anillo. Era una joya anticuada pero muy elegante, nada llamativa como las que llevaban las grandes estrellas de Hollywood sino algo… eterno. La clase de joya que tendría un príncipe.

Y, por Jennifer, aceptaría tomar parte en aquella absurda farsa. Tenía que hacerlo. Lo lamentaría durante el resto de su vida si no se arriesgaba porque era la oportunidad de mantener a Jennifer en la residencia.

Una vez tomada la decisión, Kate le ofreció su mano.

–¿Por qué iba a traicionarte si hemos llegado a un acuerdo que nos beneficia a los dos?

Duarte sacó el anillo de la caja y lo puso en su dedo. Era una herencia familiar, una joya antigua. Podría comprarle algo más moderno más adelante, pero ahora que Kate había aceptado no pensaba dejar que se echase atrás. Tenía un mes para vengarse de ella. Y no, no iba a tirarla al mar para que se la comieran los tiburones.

En lugar de eso pensaba seducirla. Deseaba a aquella mujer y le habría gustado en cualquier circunstancia, pero no podía olvidar lo que le había hecho a su familia y la mejor manera de desacreditarla sería dándole el papel de ex novia despechada.

En un mes habría conseguido su objetivo.

–Los novios ya se habrán ido, de modo que no estaremos robándoles atención si bajamos juntos ahora.

–¿Juntos, esta misma noche?

Duarte sonrió mientras movía el anillo hasta que el rubí quedó justo en el centro de su dedo.

–Ya te he dicho que quería hacer pública la noticia.

–Pero es demasiado pronto –protestó Kate, frotando su pie desnudo con la pulserita que llevaba en el tobillo.

–Lo mejor será anunciar que somos una pareja lo antes posible –sólo con decir la palabra «pareja» su cerebro se llenaba de imágenes de cuánto y cómo quería emparejarse con ella–. Especialmente si sigues temiendo «dormir con los peces».

–Sí, bueno, imagino que no hay mejor momento que el presente –Kate tiró hacia arriba del escote de su vestido y Duarte tuvo que tragar saliva.

Le gustaba pensar que él apreciaba todo el paquete en lo que se refería a las mujeres: el cuerpo y el cerebro. Pero el escote de aquella chica tentaría a un santo. Le gustaría tirar del vestido para revelar esos pechos blancos, tomarse su tiempo para acariciarlos con las manos y la lengua…

«Paciencia».

–Abajo hay un salón lleno de gente importante… y tú podrás contarle todos los detalles a tu jefe. Te doy mi palabra. En quince minutos, yo tendré la seguridad de que has aceptado el acuerdo y tú estarás segura de que no podría matarte sin despertar sospechas.

–Muy bien, muy bien, como quieras –Kate rió y su risa fue como una caricia–. Pero tengo que hacer una llamada antes de bajar.

–¿A tu editor? No, de eso nada –Duarte tiró de ella, las suaves curvas femeninas rozando su torso–. Necesito saber que no vas a salir corriendo.

Kate lo miró a los ojos con expresión decidida.

–Necesito llamar a mi hermana. Puedes poner el altavoz si no te fías de mí, pero tengo que hablar con ella antes de bajar. Y no es negociable. Si la respuesta es no, acepto tu oferta de marcharme y conformarme con escribir un artículo sobre ese lunar que tienes sobre el ombligo.

Duarte no recordaba cuándo había deseado tanto a una mujer. Y, aunque intentaba decirse a sí mismo que era por culpa de su larga abstinencia desde que salió la noticia del paradero de su familia, sabía bien que le hubiera ocurrido lo mismo con ella en cualquier otra circunstancia.

¿Por qué las fotos que le había enviado su investigador privado no habían llamado su atención? Le pareció una chica atractiva, pero no había sentido aquel deseo incontrolable.

–¿No quieres hablar con el resto de tu familia?

–No, sólo con mi hermana. ¿Y tu familia, por cierto?

¿Debería contarle la verdad a sus hermanos?, se preguntó Duarte. Tendría que pensarlo bien y decidir cuál era la estrategia a seguir.

–Se enterarán cuando tengan que hacerlo. Y tú podrás llamar a tu hermana cuando hayamos hecho el anuncio abajo.

Kate negó con la cabeza, el movimiento haciendo que un mechón de pelo cayera sobre su frente.

–No quiero arriesgarme a que se entere antes por otros medios. Tengo que decírselo yo –insistió, levantando la barbilla en un gesto de desafío, como preparándose para una batalla–. Mi hermana es una chica… especial y sería muy desconcertante para ella enterarse de la noticia por alguien que no fuera yo.

Por primera vez, Duarte se dio cuenta de que había algo más en Kate Harper de lo que se veía a primera vista. Pero ella se lo había buscado cuando se coló en su balcón. De hecho, cuando publicó ese artículo identificándolo como miembro de la familia Medina de Moncastel.

–Muy bien, de acuerdo –asintió por fin–. Llama a tu hermana antes de que se entere por Internet. Todos sabemos lo rápido que se extienden las noticias en la red. Deban extenderse o no.

Kate arrugó la nariz, pero no dijo nada.

Cómo la deseaba, pensó Duarte. Tendría que esperar, pero no terminaría la noche sin haberle dado un beso.

–Date prisa. Tienes unos minutos, hasta que me cambie de ropa –le dijo, mientras desabrochaba el cinturón de la chaqueta.

Kate estuvo a punto de atragantarse.

–¿Quieres que salga al pasillo?

–No, usa mi teléfono –dijo él, ofreciéndole su iPhone–. Y prometiste poner el altavoz para que pudiese escuchar la conversación –le recordó, volviéndose para abrir un armario de caoba mientras se quitaba la chaqueta.

Ella tragó saliva. Le parecía ver puntitos de colores tras sus retinas…

Ah, se le había olvidado respirar.

Aquel hombre tenía un cuerpazo de escándalo. Lo había tocado antes, en el balcón, y mirándolo ahora de cerca debía reconocer que era impresionante.

Pero al pensar en Jennifer recordó por qué estaba allí: para asegurar el futuro de su hermana, que era lo más importante.

De modo que marcó el número de su móvil… el de Duarte se quedaría grabado en el de su hermana. Interesante, pensó, mientras activaba el altavoz.

–¿Quién es? –escuchó la voz de Jennifer al otro lado.

–Hola, cariño, soy Katie. Te llamo desde… el teléfono de un amigo. Tengo que darte una noticia.

–¿Vas a venir a verme?

Kate imaginó a Jennifer en pijama, comiendo palomitas con sus compañeros de la residencia.

–No, esta noche no, cielo.

Esa noche tenía una cita con un príncipe. Lo absurdo de la situación casi la hizo reír.

–¿Entonces cuándo?

Eso dependía de cierto extraño que, en aquel momento, estaba desnudándose tranquilamente delante de ella.

–No estoy segura, pero prometo ir en cuanto me sea posible.

Duarte sacó un esmoquin del armario y lo colgó en la puerta, el reflejo de su torso desnudo en el espejo…

–¿Qué noticia tenías que darme, Katie?

–Ah, sí –Kate se aclaró la garganta–. Estoy prometida.

–¿Para casarte? ¿Cuándo?

Kate decidió fingir que había entendido mal la pregunta para ganar tiempo.

–Me ha regalado un anillo esta noche.

–Y tú has dicho que sí –su hermana lanzó un grito de alegría–. ¿Quién es tu novio?

–Una persona que he conocido en el trabajo. Se llama Duarte.

–¿Duarte? Qué nombre tan raro. ¿Tú crees que podría llamarlo Artie?

Duarte miró por encima de su hombro con una ceja levantada, la primera señal de que estaba prestando atención a la conversación.

–Artie es un bonito nombre –dijo Kate–. Pero creo que prefiere que lo llamen Duarte.

Él sonrió mientras ponía los dedos en el elástico del pantalón…

Y, de nuevo, Kate se quedó sin respiración. No hubiera podido apartar la mirada aunque le fuese la vida en ello.

Sus ojos eran oscuros e indescifrables, pero no estaba riéndose de ella. No, en sus ojos había algo…

Kate se dio la vuelta cuando empezó a bajarse el pantalón.

–Seguramente leerás algo en las revistas, por eso te llamo. Duarte es un príncipe.

–¿Un príncipe como en los cuentos? –le preguntó su hermana.

–Eso es.

–¡Ya verás cuando se lo cuente a mis amigas!

¿Qué dirían sus amigas cuando lo supieran? ¿Intentaría alguien llegar a Duarte a través de la vulnerable Jennifer? Kate se dio cuenta entonces de las complicaciones de aquella situación.

–Cariño, prométeme que cuando la gente te pregunte les dirás que hablen con tu hermana. Sólo eso.

Jennifer vaciló.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Hasta mañana al menos. Mañana volveré a llamarte, lo prometo.

Y ella siempre cumplía las promesas que le hacía a su hermana. Siempre.

–Bueno, te lo prometo. No diré una palabra. Te quiero mucho, Katie.

–Yo también a ti, cariño. Para siempre.

La comunicación se cortó y Kate se preguntó si había hecho bien dándole la noticia a su hermana. Pero la realidad era que debía cuidar de ella. Por el momento, sus opciones eran muy limitadas y las fotos de la boda muy tentadoras. Un miembro de la familia, había dicho Duarte. ¿Uno de sus hermanos? ¿Un primo? ¿Su padre incluso?

Cuando oyó que descolgaba una percha tuvo que hacer un esfuerzo para no volverse, pero en su imaginación podía ver esas largas y poderosas piernas…

Unos segundos después se volvió por fin, pero Duarte aún no se había puesto la camisa. Y cuando la miró en sus ojos pudo ver un brillo de deseo. La deseaba tanto como lo deseaba ella, era innegable. E irónico, ya que llevaba un horrible vestido de imitación y él un elegante esmoquin.

–Tenemos que hablar de mi hermana –le dijo.

–Habla.

Duarte estaba llevando eso de ser príncipe demasiado lejos, pero Kate no estaba de humor para hablar del asunto. Tenía cosas más importantes que discutir.

–Te he dicho que mi hermana era una chica especial… no sé si habrás entendido cuál es el problema después de escuchar la conversación.

–Lo que he pensado es que sois dos hermanas que se quieren mucho –respondió él mientras se ponía la camisa–. Pero antes has dicho que no tenías que llamar a nadie más. ¿Qué ha sido del resto de tu familia?

Kate lo vio sacar unos gemelos de una caja y ponérselos en los puños de la camisa, sorprendida por la intimidad de la situación.

–Nuestra madre murió al dar a luz a Jennifer.

Duarte la miró entonces con un brillo de compasión en los ojos.

–Lo siento.

–Me gustaría recordar más cosas de ella, pero la verdad es que sólo tenía siete años cuando murió.

Jennifer tenía veinte ahora y Kate había cuidado de ella desde que su padre las abandonó.

–Entonces no recuerdas muchas cosas.

–Tenemos unas cuantas fotos y vídeos domésticos, pero poco más.

–¿La muerte de tu madre tuvo algo que ver con la discapacidad de tu hermana?

–Mi madre sufrió un aneurisma durante el parto y los médicos sacaron a Jennifer en cuanto les fue posible, pero estuvo privada de oxígeno durante mucho tiempo. Físicamente está sanísima, pero sufrió daños cerebrales.

Duarte se puso la corbata con una eficiencia que sólo podía ser debida a la frecuente repetición.

–¿Cuántos años tiene?

–Es una niña de ocho años en el cuerpo de una chica de veinte.

–¿Y dónde está tu padre?

Lamentablemente, aún no estaba en el infierno.

–Nos dejó hace años. Se marchó del país cuando Jennifer cumplió los dieciocho. Si quieres saber algo más, contrata a un investigador privado.

–De modo que tú cuidas de tu hermana –dijo Duarte, mientras se ponía la chaqueta–. Ninguna ley dice que tengas que hacerte cargo de esa responsabilidad.

–No lo digas como si fuera una carga –protestó Kate–. Es mi hermana y la adoro. Puede que tú no tengas una buena relación con tu familia, pero yo haría cualquier cosa por Jennifer. Y te aseguro que si le haces daño…

–Un momento, un momento. No tengo la menor intención de hacerle daño a tu hermana. A contrario, me encargaré de que tenga protección las veinticuatro horas del día. Nadie podrá acercarse a ella.

Qué sorpresa que quisiera hacer eso por Jennifer. Kate bajó la guardia, aunque no del todo.

–¿Y no la asustarán esos guardias de seguridad?

–No los verá siquiera, son profesionales y siempre tienen en cuenta la personalidad del sujeto al que deben proteger.

–Gracias.

No había esperado que fuera tan comprensivo.

–Date la vuelta –dijo Duarte entonces.

Sin pensar, Kate obedeció y enseguida notó el roce de algo frío, metálico…

–¿Qué haces?

–Te estoy poniendo un collar –contestó él, tomándola por los hombros para colocarla frente al espejo–. Por el momento, sólo puedo ofrecerte lo que guardo en la caja fuerte, pero creo que no está mal.

Un collar de diamantes. Un collar con el que podría pagar los cuidados de Jennifer de por vida.

–No te muevas, voy a ponerte unos pendientes a juego.

¿Y si los perdía?, se preguntó Kate entonces, asustada.

–¿No puedes devolverme los míos?

–No –contestó Duarte, poniéndole los pendientes y admirando el resultado–. Enviaré a alguien a buscar tus zapatos antes de irnos.

–¿Ir dónde? –preguntó ella, atónita por la familiaridad con que le había puesto las joyas. Evidentemente, era algo que hacía a menudo.

Duarte le ofreció su brazo.

–Es hora de presentar a mi prometida.