Capítulo Tres

Ni en un millón de años hubiera imaginado que esa noche iba a presentar a su prometida a las personas más influyentes de Martha's Vineyard. Aunque los novios se habían marchado ya, la orquesta y el banquete seguirían durante muchas horas más.

Duarte había esperado pasar la noche en el gimnasio, pensando qué iba a hacer con la petición de su padre de que llevara sus asuntos mientras estuviera enfermo. Él quería simplificar su vida y, en lugar de eso, se la había complicado aún más con su seductora acompañante.

Pero después de presentar a Kate en Martha's Vineyard, ella quedaría marcada para siempre. Cualquiera que se relacionase con la familia Medina de Moncastel se convertía en objetivo de la prensa… y de personas con peores intenciones.

Duarte cerró la puerta del ascensor y guardó su iPhone en el bolsillo. Acababa de enviarle un mensaje a su jefe de seguridad ordenando que protegiese a Jennifer Harper.

Cuando llegaron abajo pudo oír el sonido de risas, conversaciones y brindis. Los organizadores del evento se encargaban de todo, pero Duarte solía comprobar los detalles, especialmente cuando se trataba de eventos preferentes.

Aquella parte de la mansión, que debía tener más de cien años, era de reciente construcción y estaba conectada con el salón de banquetes. Duarte había creado una cadena de hoteles de lujo para tener sus propios ingresos, independientes de su familia.

Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en Martha's Vineyard, comprar propiedades por todo Estados Unidos le permitía viajar con frecuencia y ésa era la clave para no ser detectado. No había un nombre común para sus adquisiciones, cada hotel llevaba uno diferente, pero todos eran exclusivos. No le interesaba tener una casa propia porque la suya le había sido robada muchos años atrás, de modo que ir de hotel en hotel no era ningún problema para él.

Pero aún seguía nervioso después de la mirada que habían intercambiado mientras se ponía el esmoquin.

Sí, mientras escuchaba la conversación con su hermana se había sentido intrigado. De repente, la pulserita de lana y plástico que llevaba en el tobillo cobraba sentido. Aquella mujer era más complicada de lo que había creído y eso hacía que quisiera conocerla mejor.

Y tenía intención de hacer que Kate lo deseara del mismo modo antes de llevársela a la cama.

Duarte se detuvo frente a las puertas del salón de baile y puso la mano en el picaporte…

–¿De verdad vamos a hacerlo? –le preguntó Kate.

–El anillo no es de plástico, te lo aseguro.

–No, ya –Kate levantó la mano para mirarlo a la luz de la lámpara de araña–. Parece una herencia familiar.

–Lo es, Katie.

–Kate –lo corrigió ella–. Sólo Jennifer me llama Katie.

Jennifer, la hermana que quería llamarlo Artie. Si sus hermanos se enteraban no dejarían de reírse.

–Muy bien, Kate, hora de anunciar nuestro compromiso.

Se preguntó entonces qué pensaría ella de su otro nombre, el que había usado desde que se marchó de la isla a los dieciocho años. Un nombre supuesto que ya no podría usar gracias a Kate. Ahora todo el mundo sabía que era Duarte Medina de Moncastel y no Duarte Moreno, el nombre que había usado desde que se marchó de la isla.

Abriendo las puertas del salón, Duarte miró las mesas y la pista de baile buscando al padre del novio. Ramón, el heredero de una empresa farmacéutica, sonrió mientras se acercaba al micrófono.

–Queridos amigos y familiares –empezó a decir. Algunos invitados seguían cenando, otros estaban alrededor de la pista, esperando que la orquesta volviese a tocar–. Démosle la bienvenida a nuestro anfitrión, el príncipe Duarte Medina de Moncastel.

Aplausos, exclamaciones y las típicas tonterías de las que Duarte estaba cansado. En momentos como aquél casi entendía la decisión de su padre de vivir como un recluso.

Cuando los murmullos terminaron, Ramón tomó el micrófono de nuevo.

–Y démosle también la bienvenida a su bella acompañante…

Duarte le hizo un gesto para que lo dejase intervenir y anunció, sin necesidad de micrófono:

–Espero que se unan a mí para celebrar el segundo evento feliz de la noche. La bellísima mujer que está a mi lado es Kate Harper, que ha aceptado ser mi esposa.

Después besó su mano, mostrando estratégicamente el anillo para la media docena de periodistas que habían sido invitados al evento.

Había hecho bien en llamar a su hermana, pensó Kate, porque la noticia estaría siendo enviada a todas partes en ese mismo instante.

Los periodistas no dejaban de hacer preguntas, pero ella se limitaba a sonreír. Una chica inteligente, pensó Duarte.

–¡Enhorabuena!

–¿Cómo se conocieron…?

–Es lógico que dejara a Chelsea…

–¿Por qué no sabíamos nada del noviazgo?

Duarte decidió contestar sólo a las preguntas que le interesaban.

–¿Por qué iba a dejar que la prensa se comiera viva a Kate antes de convencerla para que se casara conmigo?

Naturalmente, los periodistas no cejaron en su empeño. Tenía que darles algo que los hiciera callar. ¿Y cuál era la mejor manera de hacerlo?

El beso que se había prometido conseguir esa misma noche, el que llevaba deseando desde que la vio en el balcón.

Tiró suavemente de su brazo para atraerla hacia sí y enseguida notó que sus pupilas se dilataban ligeramente, un claro signo de deseo. No le caía bien y tampoco ella era su persona favorita después de lo que había hecho, pero ninguno de los dos podía apartar la mirada.

Duarte olvidó el murmullo de los invitados y las preguntas de los periodistas mientras se concentraba en ella. Inclinando la cabeza, rozó sus labios y ella dejó escapar un gemido, momento que aprovechó para apoderarse de su boca. Aunque le hubiera gustado aplastarla contra su pecho, había mucha gente mirando y aquel beso servía para un propósito que no tenía nada que ver con la seducción.

Era hora de sellar el trato.

Kate tuvo que agarrarse a las solapas de su esmoquin para no perder el equilibrio. La sorpresa, debía ser la sorpresa, se dijo a sí misma.

Pero el escalofrío que la recorrió de arriba abajo decía que estaba mintiendo.

El seductor roce de sus manos en la cara, el suave tironcito de su labio inferior, que había atrapado con los dientes, amenazaba su equilibrio mucho más que la sorpresa. Kate tuvo que cerrar los ojos, olvidándose de la gente, de los periodistas… aunque ellos eran la razón por la que estaban besándose. Pero aunque estuvieran solos, la verdad era que quería besar a Duarte.

Sí, la atracción entre ellos había sido evidente desde el principio, pero Kate no estaba preparada para eso. Había besos…

Y luego había besos.

Los de Duarte estaban entre estos últimos.

La tensión de aquella noche loca la aturdía y la firme presión de los labios de Duarte, seguros y persuasivos, hacía que se apoyara en su torso casi sin darse cuenta.

No podía dejar de recordar esa piel de bronce. ¿Qué más vería de él durante el próximo mes? Y si estaba mareada por un beso, ¿qué pasaría después de un mes haciéndose pasar por su prometida, cuando habría más besos y más abrazos?

El aroma de su colonia masculina la envolvía tan seductoramente como una caricia.

¿Qué le pasaba?, se preguntó. ¿Cómo podía dejarse seducir por un hombre al que acababa de conocer? Su cuenta corriente y el futuro de su hermana dependían de que mantuviese la cabeza fría.

Claro que era más fácil decirlo que hacerlo. Pero se apartó de golpe, antes de hacer algo de lo que se arrepintiera después, como pedirle que siguiera besándola.

Kate intentó sonreír, dándole una palmadita en el pecho como para quitarle importancia al asunto, mientras miraba a los invitados, las mujeres con joyas tan valiosas como el anillo que llevaba en el dedo. Aquél era su mundo, no el de ella.

Duarte la tomó del brazo y, al ver las bandejas de comida y la tarta nupcial, su estómago empezó a protestar. Le encantaría tomar un trozo de tarta. Tenía una absurda debilidad por las tartas nupciales y eso la enfadaba mucho porque no se consideraba una romántica. Pero era como si aquella tarta la llamase, riéndose de ella.

Y hablando de vibraciones negativas, Kate notó que varias mujeres la fulminaban con la mirada. Le gustaría decirles que no debían preocuparse, que Duarte estaría libre de nuevo en un mes. Incluso vio a una secándose una lágrima con el pañuelo. ¿Sería aquélla a la que decían que Duarte había dejado plantada?

–¿Quién es Chelsea? –le preguntó.

–¿Chelsea? –repitió él–. ¿Ya estás tomando notas para Global Intruder?

–No, lo pregunto por curiosidad. Veo que no soy muy popular entre las mujeres.

Duarte apretó su brazo.

–Nadie será antipático contigo, no te preocupes. Todos creen que vas a ser una princesa.

–Durante un mes, al menos.

Y treinta días le parecían mucho tiempo en aquel momento.

–Bueno, yo creo que hemos estado el tiempo suficiente –dijo Duarte, antes de llevarla hacia el pasillo.

Las puertas del ascensor estaban abiertas, como esperando las órdenes del príncipe.

Una vez dentro del ascensor, Kate lo miró.

–¿Por qué me has besado de ese modo?

–Todos esperaban un beso y les hemos dado un beso.

–Eso no ha sido un beso. Ha sido… bueno, más de lo que nadie esperaría.

–¿Ah, sí? –murmuró Duarte, burlón.

El ascensor se detuvo y Kate lo miró a los ojos. Qué momento para pensar que nunca había hecho el amor en un ascensor. No, peor, qué momento para pensar que le gustaría hacerlo en un ascensor.

Con Duarte.

Nerviosa, levantó las manos para quitarse los pendientes.

–Llama a un taxi para que pueda marcharme.

–¿Cómo has llegado hasta aquí, por cierto? Espera, espera, no tires así o te arrancarás las orejas.

–He venido en taxi. Aunque le pagué para que me esperase una hora, imagino que ya se habrá ido. Pero no te preocupes, puedes quedarte con tu rubí y puedes ponerme un guardia de seguridad para que me vigile, si quieres.

–Si te quitas el anillo de compromiso no hay acuerdo.

Duarte le hizo un gesto para que saliera del ascensor. ¿Iba a hacerle proposiciones?, se preguntó.

–Nuestro trato no incluye sexo, ya lo sabes.

–Yo siempre cumplo mi palabra. No habrá sexo, no te preocupes… a menos que tú quieras. Pero sí habrá más besos durante estas semanas. Todo el mundo esperará que me muestre afectuoso con mi prometida y también se esperará que tú lo seas conmigo.

–Sí, bueno… pero sólo en público.

–Naturalmente. Aunque estaremos solos en muchas ocasiones. Esta noche, por ejemplo.

–¿Por qué?

–Tenemos que conocernos mejor el uno al otro, así que deberías quedarte a dormir en el hotel.

Tenía sentido, pensó Kate.

–Pero que conste que me quedo bajo presión.

–Recuerda esa cena en Washington, con políticos y embajadores.

–Se te da muy bien tentar a una mujer.

Duarte la miró de arriba abajo, con esos ojos oscuros que parecían desnudarla.

–No creo que tú puedas sermonearme sobre ese asunto.

–Pensé que íbamos a hablar.

–Lo haremos, pero antes tengo algo que hacer. Pediré que te suban la cena a la suite mientras esperas.

–Y tarta –exigió Kate–. Necesito un trozo de tarta.

Duarte vio a su jefe de seguridad tomar un trozo de tarta mientras repasaba las cintas de seguridad y las noticias de Internet en múltiples pantallas. Un adicto al trabajo, Javier Gómez-Cortés comía frecuentemente en la oficina en lugar de tomarse una hora libre. Incluso guardaba un traje en el armario para cuando no iba a su casa a dormir.

Apartando una silla, Duarte tomó asiento a su lado.

–¿Qué has descubierto sobre Jennifer Harper?

Javier se limpió con una servilleta antes de dejarla sobre su rodilla.

–Dos miembros del equipo se dirigen ahora mismo a esa residencia a las afueras de Boston en la que vive. Se han puesto en contacto con la seguridad de allí y me llamarán dentro de una hora.

–Buen trabajo, como siempre.

Su jefe de seguridad había tenido un mes horrible al descubrir la traición de Alys, su prima y ayudante personal del depuesto rey de San Rinaldo, que había pasado información a Global Intruder, incluso contando cosas sobre su hermanastra, Eloísa, fruto de una aventura que su padre había tenido poco después de llegar a Estados Unidos.

Javier había presentado la renuncia, pero Duarte la había rechazado porque confiaba en él por completo.

Qué curioso que le resultase más fácil confiar en Javier que en su propio padre, pensó. Aunque eso podría tener algo que ver con Eloísa. Su padre, que había perdido a su esposa durante el golpe de Estado en San Rinaldo, había mantenido una aventura amorosa con otra mujer poco después y Eloísa era el resultado. La aventura duró poco y Duarte intentaba no juzgarlo, pero no siempre era fácil.

Y hacer las paces con él era más urgente que nunca debido a su enfermedad.

–¿Seguro que sabes lo que estás haciendo? –le preguntó Javier.

Nadie se atrevería a hacerle una pregunta tan personal, pero el pasado de su jefe de seguridad no era muy diferente al suyo porque su familia había escapado de San Rinaldo junto con la familia real. Enrique había comprado una fortaleza en Argentina, donde todo el mundo creyó que residían durante mucho tiempo. Y en esa fortaleza vivía también su círculo íntimo, incluyendo a los Gómez-Cortés. Javier entendía la necesidad de mantener la vigilancia constantemente, pero también entendía que algunos miembros de la familia no quisieran vivir recluidos.

Duarte señaló una pantalla en la que había una imagen de Kate, mirando el carrito de la cena.

–Sé muy bien lo que estoy haciendo: presentando públicamente a mi prometida.

–¿Ah, sí? Pues hace una hora, esa prometida estaba escalando tu balcón para conseguir una foto tuya.

Al pensar en la sorprendente aparición de Kate, Duarte tuvo que sonreír.

–Sí, una entrada espectacular.

Javier sacudió la cabeza.

–¿Por qué no le das una entrevista y te olvidas de ella?

–¿Qué mejor manera de vigilar al enemigo que tenerlo cerca? Kate sólo verá lo que yo quiera que vea. Y el mundo sólo sabrá lo que yo quiera que sepa.

–¿Y si cuenta después que el compromiso era falso?

–Para entonces todo el mundo creería que son los delirios de una mujer despechada. Y si un puñado de gente la creyese, ¿qué me importa? Kate habrá servido su propósito, que es lo fundamental ahora.

Javier lo miró, un poco sorprendido.

–Tienes un corazón de hielo, ¿eh?

–Y tú no eres muy respetuoso con el hombre que te paga el sueldo –bromeó Duarte.

–Sólo sigo trabajando para ti porque no te gustan los que te hacen la pelota. Tal vez por eso te gusta Kate Harper.

–Ya te he dicho…

–Ya, ya, tener al enemigo cerca y todo eso.

–Tal vez no sea tan frío como tú crees. Y la venganza sería muy dulce.

¿Entonces por qué no quería vengarse de la prima de Javier? Alys era muy atractiva. Incluso habían salido juntos brevemente en el pasado.

–Si quisieras vengarte podrías hacer que detuvieran a Kate Harper. No, lo que pasa es que esa chica te gusta.

Javier era demasiado astuto, seguramente por eso era un excelente jefe de seguridad. Claro que tampoco había nada malo en acostarse con Kate. De hecho, una aventura tendría mucho sentido y le daría credibilidad a su compromiso.

–Kate es… divertida.

Y su vida era últimamente tan aburrida.

El trabajo ya no era un reto. ¿Cuántos millones podía ganar un hombre? Duarte se consideraba un guerrero sin ejército.

Si hubiera crecido en San Rinaldo habría servido en el ejército, como su padre y su abuelo antes que él.

Qué irónico ser un multimillonario de treinta y cinco años y estar aburrido de la vida, se dijo.

–Además, mi compromiso con ella tranquilizará a mi padre. Ya sabes que quiere ver una nueva generación antes de morir.

–Lo que tú digas, amigo –Javier tomó un trago de agua mineral.

Ah, demonios. No podía esconderle la verdad a su amigo y tampoco podía escondérsela a sí mismo. Kate Harper le gustaba más de lo que era recomendable. Además, le había prometido a su madre que cuidaría de Enrique… ¿pero qué podía hacer contra sus problemas de salud?

A veces se preguntaba por qué su madre se lo había pedido a él cuando Carlos era el mayor. Pero ella solía decir que era el soldado de la familia y Duarte haría lo que fuese para protegerlos. Lo mismo que haría Kate. Lo había visto en sus ojos cuando hablaba de su hermana.

Qué irónico que tuvieran objetivos similares, pero eso los convirtiera en enemigos.

Duarte se levantó y señaló la pantalla en la que se veía a Kate tomando su cena… con gran apetito, por cierto.

–Apaga esa pantalla. A partir de ahora, yo me encargo de Kate Harper.