Capítulo Cuatro

Afortunadamente nadie estaba mirando porque el hambre había hecho que olvidase sus buenas maneras en la mesa. Después de tomar el solomillo y la langosta, Kate probó la tarta de chocolate al ron. Estaba tan nerviosa antes de ir a Martha's Vineyard que no había tomado nada desde el desayuno y tenía más apetito del que pensaba.

Pero en lugar de vino decidió toma agua mineral. Debía mantener la cabeza fría esa noche con Duarte, especialmente después del beso.

Una promesa de placeres temporales que podría lamentar más tarde. No, que sin duda lamentaría más tarde.

Cuando oyó pasos en la entrada de la suite miró alrededor buscando sus zapatos… pero la puerta se abrió y no tuvo tiempo de recuperarlos, de modo que se quedó donde estaba, metiendo los pies descalzos bajo la mesa.

Duarte llenaba el quicio de la puerta con esos hombros imposibles, recordándole que estaban completamente solos.

–¿Te ha gustado la cena?

–Sí, mucho, todo estaba riquísimo. Mi enhorabuena al chef.

–Tenías hambre –dijo él, mientras se quitaba la corbata.

–¿Qué tal si te dejas el pantalón puesto por ahora, amigo? –sugirió Kate, intentando disimular su nerviosismo.

–Lo que tú digas, querida.

Sonriendo, Duarte dejó la corbata sobre el respaldo de un sillón y se sentó frente a ella.

–Debo confesar que es agradable que una mujer admita haber disfrutado de una comida porque últimamente todas quieren parecer modelos. Y comer puede ser una experiencia muy sensual.

Había pronunciado la palabra «sensual» con esa traza de acento exótico tan interesante. Pero Kate se recordó a sí misma que debía reunir la mayor cantidad posible de información para sus artículos. Para eso estaba allí, no para tontear con Duarte.

–Tú no pareces la clase de hombre que come demasiado. Al contrario, pareces muy disciplinado.

–¿Ah, sí?

–Yo diría que eres un obseso de la comida orgánica y que haces mucho ejercicio.

–¿Eso te molestaría?

–No, para nada.

–¿Tú haces ejercicio?

–Hago un poco de bicicleta cuando puedo, pero poco más. Y me gusta comer.

Un momento… ¿por qué estaban hablando de ella cuando deberían estar hablando de él?

–Pues deberías entrenarte si vas a seguir escalando balcones –bromeó Duarte.

–Antes has dicho que me habías visto en la cámara de seguridad. ¿Y si alguien de la prensa viera esas imágenes? ¿No descartaría eso la historia del repentino compromiso? ¿Y qué pasa con el artículo sobre tu hermanastra? ¿De verdad crees que alguien va a creer que estamos prometidos?

–Sobre el incidente del balcón, culparemos a los paparazzi, que estaban persiguiéndote. Y en cuanto a la información sobre mi hermanastra… diremos que la culpa es de Alys. Ella te lo contó, tú se lo comentaste a un colega y él lo publicó.

–Pero si decidieras usar esas imágenes contra mí, yo podría decir que todo es mentira.

–¿Crees que revelaría toda la munición en mi arsenal? –Duarte tomó una copa y empezó a jugar con ella.

–¿Estás intentando preocuparme?

–No, sólo digo que yo me muevo a otro nivel, uno al que tú no estás acostumbrada. Tengo que hacerlo porque me juego mucho.

–No lo dudo –asintió Kate, pensando en su hermana–. Pero también yo me juego mucho.

Duarte sacó un disquete del bolsillo.

–¿Qué contiene?

–Las fotos que hiciste con tus mini-cámaras y las de mi equipo de seguridad para que las compartas con Global Intruder.

–¿Todas mis fotos? –exclamó ella, sorprendida.

–No, la mayoría de tus fotos –Duarte sonrió–. Puedes enviárselas a tu editor, no me importa. Si le parece extraño que sigas trabajando para él cuando tienes un prometido millonario, dile que queremos controlar la información y que mientras se porte bien seguiremos dándosela. Pediré que te envíen un ordenador portátil a primera hora.

–Muy bien –dijo ella–. Pero tengo que pasar por mi apartamento mañana, antes de irnos.

–¿Perro o gato?

–¿Qué?

–¿Tienes un perro o un gato?

–No sabía que los ninjas supieran leer el pensamiento. Y sí, tengo un gato. Estoy poco tiempo en casa, así que no puedo tener un perro. En general, mi vecina se encarga de él cuando tengo que viajar.

–No hace falta que molestes a tu vecina. Mi gente se encargará de todo.

–Gracias.

–Y antes de que digas que tienes que hacer la maleta, olvídalo. Mañana traerán tu nuevo vestuario y tendrás todo lo que necesites.

Kate miró su patética copia de Dolce & Gabanna.

–¿Me vas a convertir en Cenicienta?

–Tú no necesitas un cambio de imagen. Incluso llevando un… –Duarte no terminó la frase.

–¿Una mala copia querías decir? No te preocupes, no me ofende. No me avergüenza que mi cuenta corriente no pueda compararse con la tuya.

–Me alegra mucho que no vayamos a tener discusiones tontas. Tienes que darme tu número de pie, talla de sujetador…

–¿Perdona?

–¿Qué talla de sujetador usas? Tengo entendido que algunos de los vestidos de noche llevan un corpiño que hay que ajustar a la talla de sujetador. Se pueden hacer arreglos de última hora, pero ayuda mucho tener una idea…

–Una noventa.

Duarte estaba mirando su iPhone, pero Kate se dio cuenta de que disimulaba una sonrisa. Aquel hombre tenía mucha cara, pensó.

–Parte del nuevo vestuario llegará por la mañana. El resto de la ropa llegará a finales de la semana –le dijo, volviendo a colocar el rubí en el centro de su dedo.

El simple roce la excitó tanto como el beso de antes y esta vez estaban solos y no en un salón lleno de gente. La mirada de Duarte se clavó en sus labios, los ojos castaños cargados de deseo.

Le había dicho que el acuerdo era beneficioso para los dos, pero Kate se preguntó si tendría otras intenciones. ¿Podría tener tanto interés en acostarse con ella como para exponerse a la voracidad de los medios? Que la deseara tanto era increíble. ¿Qué mujer no se sentiría halagada?

Le parecía tan imposible que se sintió presumida por pensarlo siquiera. No, la venganza parecía un objetivo más lógico.

Y debía tener cuidado.

–El reportero que publique el artículo se dará cuenta de que eres muy considerado.

–Unos cuantos vestidos no harán mella en mi cuenta corriente.

–No me refería a eso sino a tu consideración por pensar en mi gato.

–No tienes que darme las gracias –Duarte apretó su mano–. Sólo me encargo de solucionarlo todo para que podamos marcharnos sin problemas.

La personalidad de aquel hombre podría eclipsar a cualquiera, pensó Kate.

–Claro que en mis artículos también tendré que decir que eres un poco mandón.

–Yo prefiero pensar que me gusta controlar las cosas.

–Podrías haber sido un buen general.

Duarte volvió a acariciar el rubí.

–¿Por qué tengo la impresión de que eso no es un cumplido?

–¿No te preocupa la imagen que dé de ti? Yo suelo publicar fotografías, pero escribo artículos de vez en cuando.

El calor de su mano parecía quemarla. Y sólo estaba apretando su mano, por Dios bendito, algo completamente inocente.

Pero estaban solos y Kate se preguntó si era sensato dejar que la tocase cuando no había nadie alrededor. Porque el brillo de sus ojos no era precisamente inocente.

–No me importa lo que la gente piense de mí, si quieres que te sea sincero. Sólo me importaba vivir tranquilamente y me temo que eso ya es imposible –Duarte levantó su barbilla con un dedo–. Así que hablemos de lo sexy que estás te pongas lo que pongas y cuánto mejor estarías sin nada de ropa…

Kate sabía lo que estaba haciendo: ponerla a prueba. Podía echarse atrás o hacerle saber que no era tonta. Ella siempre se enfrentaba con las situaciones de frente y no tendría sentido hacer otra cosa en aquel momento.

–Deja de intentar asustarme. No me ha temblado la mano mientras hacía fotografías en un bombardeo o durante un terremoto, así que puedo ser firme tratando con alguien como tú.

Kate vio un brillo de aprobación en sus ojos. Qué tonto emocionarse por haberlo impresionado con algo más que su talla de sujetador, pensó. Aunque no podía negar que le gustaba mucho ese ligero acento suyo. Duarte era un hombre muy guapo, un ganador. Y había tenido suerte en la lotería genética en lo que se refería a carisma y personalidad.

Pero eso no significaba nada. No iba a dejarse impresionar tan fácilmente.

–No vas a asustarme ni vas a hacerme perder la cabeza, te lo aseguro.

–Me alegro porque una victoria fácil no sería tan divertida –Duarte sonrió mientras le ofrecía un albornoz de algodón blanco–. Que disfrutes de la ducha.

Kate estaba desnuda bajo el albornoz.

El algodón era grueso, suave y la cubría completamente, pero Duarte sabía que no llevaba nada más.

Se quedó muy quieto en el sillón, frente a la chimenea. Había esperado durante media hora en la suite, una habitación grande con un salón. Ella estaba en el quicio de la puerta, con el pelo mojado y suelto…

Kate lo miró sin decir nada durante unos segundos y después se sentó en un sillón, a su lado. Era más valiente de lo que había imaginado.

Y magnífica.

Cuando cruzó las piernas dejó al descubierto una cremosa pantorrilla...

–¿De qué más tenemos que hablar antes de enfrentarnos con el mundo?

Duarte había encendido la chimenea para darle un ambiente íntimo a la habitación, pero ahora ese ambiente íntimo lo atormentaba.

–Tú te dedicas a inventar historias partiendo de un gramo de verdad… ¿qué tal si inventas cómo nos conocimos?

–Muy bien –Kate movió el pie de un lado a otro, llamando la atención sobre la pulserita de lana en su tobillo–. Cuando revelé la identidad de tu familia, tú… fuiste a mi apartamento para hablar conmigo porque no querías arriesgarte a que te viera nadie. Imagino que sabes dónde vivo, ¿no?

–Sé que resides en Boston, aunque viajas frecuentemente, y que vives en un estudio.

–Ya veo que tus detectives han hecho su trabajo. ¿Sabías lo de Jennifer?

–No, no lo sabía. Pero dime una cosa: ¿cómo es posible que una persona que ha cubierto la guerra en Irak y Afganistán trabaje ahora para Global Intruder?

–La industria periodística ya no es lo que era y una tiene que buscarse el sueldo.

–¿Y cuidar de tu hermana no tiene nada que ver con esa decisión?

–Jennifer me necesita –dijo Kate, quitando una pelusilla del brazo del sillón.

–Para cuando conseguiste llevar a tu hermana a la residencia, otros reporteros te habían quitado el puesto, ¿es eso?

–¿Qué tiene esto que ver con nuestro acuerdo? Si saliera el tema de Jennifer, le diremos a los periodistas que no es asunto suyo.

–Vaya, ¿por qué no se me había ocurrido antes? –bromeó Duarte–. Y pensar que nosotros hemos tenido que escondernos y cambiar de identidad cuando sencillamente podríamos haber dicho: «lo sentimos mucho, señores, pero nuestra vida no es asunto suyo».

Kate apartó la mirada, un poco avergonzada.

–¿Seguro que podremos convencer a alguien de que nos caemos bien? Ya no hablo de estar enamorados.

Duarte intentó contener su enfado. Aquella mujer lo afectaba demasiado y no podía permitirlo.

–Sólo estamos hablando de los datos básicos de tu vida. Imagino que podrás confiarme eso.

–Dame una buena razón para que confíe en ti. No te conozco de nada, pero tal vez si me contaras algo sobre tu pasado…

Touché –murmuró él–. Pero sigamos hablando de nuestra supuesta relación.

–El día que nos conocimos, yo llevaba un pantalón vaquero, una camiseta de Bob Marley y sandalias. Tú lo recuerdas perfectamente porque te quedaste encantado con… el color rojo de mis uñas. Y terminamos hablando durante horas.

–¿Qué llevaba yo?

–El ceño fruncido –bromeó ella.

–Ah, ya, y te quedaste prendada de eso.

–Casi me desmayo –Kate se inclinó hacia delante y el albornoz se abrió un poco, lo suficiente para revelar el nacimiento de sus pechos–. La atracción fue instantánea y mutua. Innegable.

–Esa parte será fácil de recordar –dijo Duarte con voz ronca, intentando apartar la mirada de sus generosos pechos.

–Intentaste conquistarme y, al principio, yo me resistí –siguió ella, echándose de nuevo hacia atrás–. Pero al final caí rendida.

–Dime qué hice para convencerte.

–Te ganaste mi corazón cuando me escribiste un poema.

–No, me temo que no.

–Era una broma.

–Lo siento, pero yo no sé escribir poemas de amor. Puedo ser romántico sin escribir poesías.

–Entonces, oigamos cuál sería tu versión de nuestra primera cita.

–Fui a buscarte en mi Jaguar.

Kate arrugó la nariz.

–Eso no me emocionaría en absoluto.

–Es un Jaguar clásico. Y de color rojo.

–No sé… bueno, tal vez.

Duarte se quedó pensando un momento.

–Llevaba caviar y comida para gatos en lugar de flores y bombones.

–Ah, mi pobre Ansel, qué contento se pondría.

–¿Ansel? Como Ansel Adams, el fotógrafo –murmuró Duarte, intrigado.

–Ni flores ni bombones… qué raro. Pensé que serías de los que regalan flores exóticas y trufas al coñac o algo así.

–No, demasiado obvio –dijo él–. Cenamos en mi jet privado para no llamar la atracción yendo a un restaurante.

–¿En tu jet privado? ¿Y dónde fuimos?

–Al museo de fotografía contemporánea de Chicago.

–He leído muchos artículos sobre ese museo, pero nunca he estado allí –dijo Kate.

Duarte pensó que la llevaría antes de que todo terminase.

–Descubrimos muchas cosas el uno del otro esa noche. Por ejemplo, cuáles eran nuestros platos favoritos…

–Perritos calientes con cebolla y tarta nupcial, de lo que sea. Es un capricho mío –dijo Kate–. ¿Y el tuyo?

–Paella, un plato español que se hace con arroz y mariscos –respondió Duarte. Aunque no había encontrado nunca a un chef que pudiera darle el toque que le daban en San Rinaldo–. ¿Y tu color favorito?

–El rojo. ¿El tuyo?

–No tengo un color favorito. ¿Café o té?

–Café, siempre. Sin leche y sin azúcar, servido con bollitos de Nueva Orleans.

–Estamos de acuerdo en el café, aunque yo prefiero tomarlo con churros. ¿Y dónde te gusta que te besen? –Duarte decidió empezar por lo que era realmente importante.

Kate, nerviosa, jugaba con el cinturón del albornoz.

–Eso no tiene por qué ser de conocimiento público.

–Sólo quiero saberlo para cuando nos hagan fotografías. Por cierto, en nuestra primera cita nos besamos, pero tú no dejaste que fuéramos más allá hasta que…

–No pienso contarle nada de eso a los periodistas –lo interrumpió ella.

–Pero nos besamos en nuestra primera cita –insistió Duarte.

–Después de lo que ha pasado en el salón, creo que todo el mundo sabrá que… en fin, que nos besamos.

Duarte alargó una mano para tomar su tobillo y jugar con la pulserita.

–Por lo que sé de ti, creo que tienes unas orejas muy sensibles.

Kate abrió la boca para protestar, pero después se aclaró la garganta.

–Creo que ya sabemos bastantes cosas el uno del otro por esta noche. Deberíamos dormir un poco.

Su tono no dejaba lugar a dudas: no iba a seguir hablando y, aunque él hubiera preferido terminar la noche descubriendo cada centímetro de su cuerpo, se consoló pensando que tenía un largo mes por delante.

Y cuando se levantó le pareció ver un brillo de pesar en sus ojos. Estupendo. De modo que estaba más interesada de lo que quería dar a entender…