Dos días después, Kate se dejaba llevar por un vals en el lujoso hotel de Washington. La orquesta había tocado una mezcla de clásicos que iban desde la banda sonora de Moulin Rouge al musical Oklahoma. Baja las lámparas de araña, Duarte la guiaba por la pista con mano firme y, por el momento al menos, Kate se dejaba llevar, disfrutando de la fiesta con su atractiva pareja.
Se había quedado impresionada por todo lo que había visto en el hotel y el salón de baile no era una excepción. Lujosamente diseñado, con detalles arquitectónicos greco-romanos y columnas dóricas, los murales del techo representaban personajes de la literatura clásica americana.
La reunión, llena de políticos y embajadores, era el sueño de cualquier periodista. Después de una cena de cinco platos, Kate había visto a un senador bailando con una secretaria del Departamento de Estado. Le encantaría hacer fotografías, pero sabía que debía cumplir las reglas y ser paciente.
Además, Duarte estaba siendo muy generoso y durante la conferencia de prensa que había dado en nombre de su familia, Kate había hecho varias fotografías interesantes.
La prensa lo estaba pasando en grande gracias al compromiso del príncipe con la mujer que había dado la exclusiva de su identidad y la historia de cómo se conocieron había sido publicada en todas partes.
Sin duda, también publicarían fotografías de los dos bailando, siguiendo con el manido tema Cenicienta, en las páginas de sociedad y en la blogosfera.
Su vestido de noche, que dejaba un hombro al descubierto, no se parecía nada a la copia de Dolce & Gabanna que había llevado la noche que entró por su balcón en Martha's Vineyard. La seda color champán parecía acariciarla con cada paso, tanto como la mano de Duarte en su espalda.
Y cuando levantó la mirada, en sus ojos oscuros vio la consideración que tanto intentaba disimular.
–Gracias por dejar que hiciera fotografías esta mañana. Has cumplido tu promesa.
–Te di mi palabra y yo siempre la cumplo.
–La gente miente todo el tiempo y yo lo acepto.
–No había esperado conocer a una mujer tan descreída como yo. ¿Quién te ha roto el corazón?
Kate echó la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos.
–Será mejor no estropear una noche tan agradable hablando del pasado. Que tú tengas muchas historias románticas no significa que las tenga todo el mundo.
Un momento. ¿De dónde había salido eso? Tal vez lo había dicho porque parecían encontrarse con ex novias de Duarte por todas las esquinas. Aunque a ella no le importaba, por supuesto.
Y tal vez si se lo decía a sí misma suficientes veces acabaría por creerlo.
En realidad, estaba disfrutando de su compañía y no quería que fuese una mala persona.
–¿Qué sabes tú de mis historias románticas?
–Eres como un George Clooney con título nobiliario, pero más joven.
Y más guapo aún. Y estaba con ella.
–¿Esperabas que fuese un monje? –Duarte aumentó un poco más la presión de su mano.
–Por lo que me han contado, nunca has tenido una relación que durase más de tres meses.
Sus ex novias le habían deseado suerte, pero el escepticismo era evidente. Y las mujeres con las que no había salido se habían mostrado igualmente incrédulas.
–¿Preferirías que las engañase manteniendo una relación que no va a llegar a ningún sitio?
–¿No te importa romperles el corazón?
Multimillonario, con título, atractivo, no era justo. Y entonces se dio cuenta de algo…
–Esas mujeres no sabían que fueras un príncipe. Ah, ahora veo que eres aún más peligroso de lo que yo creía.
¿Por qué seguía hablando del tema? Debería darle igual que aquel hombre tuviera novias en todas partes, que viviera en hoteles y que nunca se hubiera comprometido con una mujer.
Duarte dejó escapar un suspiro.
–Cualquiera que esté interesado en mí por mi dinero o por mi difunto título es alguien que a mí no me interesa. ¿Podemos hablar de otra cosa? Ahí está el embajador norteamericano en España.
–Ya lo conozco, gracias –Kate había conseguido fotografías imposibles no echándose atrás y eso no iba a cambiar–. ¿No te molestaba tener que mentirles a esas mujeres?
–Tal vez es por eso por lo que nunca he tenido una relación seria –Duarte sonrió mientras tocaba uno de sus pendientes, un diamante amarillo del que salía una cascada de brillantes que acariciaban sus hombros–. Y ahora, gracias a nuestro compromiso, no tendré ese problema.
El corazón de Kate dio un vuelco dentro de su pecho ante lo que entendió como una sugerencia. Y aun sabiendo que no podía hablar en serio, preguntó:
–¿Estás intentando seducirme?
–Por supuesto. Y pienso hacer que disfrutes cada minuto.
Duarte dio un paso atrás y sólo entonces Kate se dio cuenta de que el vals había terminado.
Habían pasado setenta y dos horas desde que intentó colarse por su balcón y ya estaba preguntándose cuánto tiempo podría resistir…
Pero Duarte frunció el ceño y metió la mano en el bolsillo del esmoquin para sacar su iPhone.
–Perdóname un momento… ¿Javier?
Mientras escuchaba frunció el ceño aún más y Kate se puso alerta. Ocurría algo, eso estaba claro.
Después de cortar la comunicación, Duarte le pasó un brazo por la cintura. El gesto era diferente ahora, en absoluto seductor más bien posesivo.
Protector incluso.
–¿Qué pasa?
–Tenemos que irnos ahora mismo –contestó él, llevándola hacia la puerta–. Hay una alerta de seguridad.
Duarte llevó a Kate casi en volandas hacia el ascensor. Nadie los seguía, pero no pensaba arriesgarse. Incluso un segundo de retraso podría ser catastrófico.
La antigua puerta de hierro forjado se cerró, encerrándolos en el compartimento.
Por fin la tenía para él solo, lejos de las cámaras y de la gente que deseaba acercarse a ella porque llevaba su anillo. Desde niño había odiado el aislamiento que su padre les había impuesto, pero en aquel momento no le importaba en absoluto.
Duarte pulsó el botón para detener el ascensor entre dos pisos y volvió a sacar el iPhone del bolsillo para leer un mensaje.
–¿Qué ocurre? ¿No vamos a la suite?
–Enseguida –murmuró él. Tenía que comprobar si el problema de seguridad había sido resuelto para estar tranquilo–. Vamos a quedarnos aquí hasta que Javier me diga que todo está solucionado.
Se había dado cuenta de que la resistencia de Kate se debilitaba poco a poco, pero no podía pensar en eso ahora. Tenía que llevarla a un sitio seguro y enterarse de quiénes eran los que habían entrado en el hotel y cuáles eran sus intenciones.
–¿Podemos hablar aquí? –le preguntó ella.
–Sí –contestó Duarte, guardando el iPhone en el bolsillo de la chaqueta.
–¿Seguro? ¿No hay micrófonos o cámaras ocultas? Yo sé lo astutos que pueden ser los paparazzi.
–Éste es mi hotel, con mi sistema de seguridad.
–Sí, pero estamos encerrados en un ascensor –replicó Kate, burlona.
Era cierto. Alguien había logrado saltarse las medidas de seguridad. Según Javier, eran un par de actores de segunda fila que habían querido salir en las fotografías, pero aún no habían comprobado si la historia era cierta.
–Javier está custodiando a dos personas, pero aún no sabemos qué motivos tenían para entrar aquí.
–¿Entonces la crisis ha pasado?
–Pronto lo sabremos. Están interrogándolos ahora mismo.
Ahora que el asunto de seguridad había dejado de tener importancia, otros sentidos despertaron a la vida, llevándole su perfume, el suave movimiento de sus pechos cada vez que respiraba.
–¿Estás enfadado?
–No, no lo estoy. ¿Por qué?
–Porque te has puesto muy serio. Pero da igual, un príncipe enfadado es más fácil de resistir que un príncipe encantador.
Duarte dio un paso adelante.
–¿Te parezco irresistible?
Kate levantó las manos para ponerlas sobre las solapas del esmoquin.
–Debo admitir que tienes cierto encanto.
–Me alegra saberlo.
–Bueno, ¿qué hacemos aquí?
–Esperando que Javier me diga que podemos salir –Duarte rozó su cuello con los labios.
–¿Y ese espejo? ¿Seguro que es un espejo normal? Podría ser como los de las comisarías…
–Sigues pensando como una reportera –Duarte pasó los nudillos por su clavícula y Kate tuvo que disimular un suspiro.
–No, más bien pienso como la paranoica prometida de un príncipe. A menos que quieras que alguien nos haga fotografías besándonos en el ascensor, claro. Supongo que así creerían que el compromiso es auténtico.
–Lo que me gustaría hacer ahora mismo va mucho más allá de unos besos y no quiero que lo vea nadie más que yo. Pago muy bien a mi equipo de seguridad, éste es mi territorio –murmuró él, buscando sus labios–. Aunque tienes razón, siempre es buena idea comprobar los espejos. Éste está colgado en la pared del ascensor, no montado. Y cuando presionas… ¿lo oyes? No suena hueco. Es un espejo normal en el que puedo mirar tu preciosa espalda.
–Duarte… –Kate se mordió los labios.
–Aunque no necesito ver tu reflejo cuando lo que tengo delante es tan provocador –siguió él, besando su cuello.
Y entonces sintió que Kate acariciaba su espalda con manos urgentes, insistentes.
Exigentes.
Duarte enredó los dedos en su pelo y los pendientes cayeron al suelo.
–Los pendientes… –murmuró Kate sobre sus labios.
–Los encontraremos después, no te preocupes.
Al demonio con los pendientes y con cualquier cosa que no fuera ella. Duarte se sentía borracho de Kate. No recordaba cuándo había deseado tanto a una mujer, tal vez nunca. La había conocido tres días antes y en esos tres días el deseo que sentía por ella se incrementaba con cada segundo.
Nunca había conocido a nadie como Kate.
Su iPhone sonó en ese momento, pero Duarte decidió ignorarlo mientras buscaba sus labios, ardiendo de deseo.
–¿No vas a contestar? Podría ser Javier… o algo más importante aún –dijo Kate–. Me has dicho que tu padre está enfermo y…
Las palabras de Kate lograron romper la niebla que envolvía su cerebro. Por supuesto que debía contestar, ¿en qué estaba pensando?
Pero cuando sacó el iPhone del bolsillo y miró la pantalla se le encogió el estómago.
–¿Pasa algo? –le preguntó Kate.
–Era mi hermano Antonio –Duarte pulsó el botón del ascensor, preparándose para lo peor: que su padre hubiera muerto–. Vamos a la suite. Tengo que devolverle la llamada.
En el vestidor de la suite, del tamaño de un apartamento, Kate se quitó el vestido de princesa y lo colgó con cuidado en una percha, junto con el resto de su extravagante vestuario.
Duarte le había pedido que lo dejara solo un momento para hablar con su hermano y Kate decidió cambiarse de ropa. Pero la angustiaba pensar en la noticia que podría estar escuchando en ese momento.
Le gustaría estar a su lado para consolarlo si había ocurrido lo peor, pero sin la menor duda el orgulloso príncipe no querría su consuelo. Aparentemente, Duarte dejaba las emociones sin control para los encuentros en los ascensores.
Y aún temblaba al recordar sus caricias. En ropa interior, también de color champán, y con los pendientes que habían recuperado del suelo del ascensor, la brisa del aire acondicionado la hizo sentir un escalofrío.
Qué diferente habría sido aquella noche si Duarte no hubiera recibido esa llamada. La cosa no habría quedado en unos besos, eso seguro. En aquel momento podrían estar viviendo su fantasía de hacer el amor en un ascensor…
O allí, en la habitación, con él quitándole las medias poco a poco.
¿Qué iba a pasar ahora?, se preguntó. ¿Se marcharían de inmediato o dormirían allí?
Su móvil sonó entonces y Kate se sobresaltó. Jennifer. No habían hablado en todo el día y había prometido llamarla…
–¿Jennifer?
–No, me temo que no –contestó una voz al otro lado. Era Harold, el editor de Global Intruder.
–¿Hay alguna emergencia, jefe? Porque es un poco tarde para llamar, ¿no crees?
–Ahora que eres famosa no es fácil dar contigo. Espero que no te hayas olvidado de los amigos.
Dejándose caer sobre el borde de la cama, Kate suspiró.
–Ya te he explicado que a mi prometido no le importa que hable contigo, pero no quiero contar nada que no deba contar.
Afortunadamente, no le había contado sus planes de colarse en la suite de Duarte en Martha's Vineyard. Harold creía, como todo el mundo, que había estado ocultando su relación con el príncipe durante unos meses.
–Pero has estado en esa cena tan exclusiva, ¿no? Me han llegado rumores de que alguien se había colado y esperaba algunas fotografías. ¿Has recibido mi e-mail? ¿Hay algo que no me hayas contado?
–¿Te he mentido alguna vez, Harold? –replicó Kate–. He trabajado mucho para la revista y ahora mismo tal vez necesite unas vacaciones.
Colocándose el teléfono entre el hombro y la oreja, empezó a quitarse una media mientras esperaba la respuesta de su editor.
–Creo que te estás distanciando de nosotros. ¿Has olvidado que pagas tus facturas gracias a mí?
Después de quitarse la otra media, Kate se puso una camiseta ancha.
–Tú sabes cuánto agradezco que me dieras esta oportunidad, Harold. Y también agradezco mucho lo flexible que has sido siempre –le dijo. Era cierto, Harold se había portado bien y podría necesitar ese trabajo si el falso compromiso con Duarte no resultaba creíble–. Pero espero que recuerdes que te doy la información a ti en exclusiva.
–Y tú debes recordar que sé muchas cosas de ti, Kate Harper –el tono de Harold pasó de agradable a amenazador–. Si no recibo las fotos que necesito puedo enviar a un reportero a entrevistar a tu hermana. Tú mejor que nadie deberías saber que ni siquiera un príncipe se puede librar de un reportero de Global Intruder.