Con la luna escondiéndose en el horizonte, Duarte tomó a una dormida Kate en brazos para llevarla a su dormitorio.
No habían dicho nada después de aquel impulsivo encuentro, pero se habían acercado a la chimenea para seguir acariciándose y, después, ella se había quedado dormida.
Duarte miró la pulserita que llevaba en el tobillo, aquella sencilla pieza hecha de lana y bolitas de plástico. Una vez le había preguntado por qué no se la quitaba nunca y ella contestó que se la había hecho Jennifer como amuleto. Duarte no se consideraba un sentimental, pero eso lo había conmovido, que la llevase cuando su hermana nunca sabría si lo hacía o no, decía mucho sobre Kate.
Con cuidado, la dejó sobre la cama y miró hacia la puerta. Debería comprobar sus mensajes y hacer planes para viajar a la isla al día siguiente, pero no se movió.
Mirar a Kate mientras dormía era demasiado excitante. De modo que se sentó al borde de la cama para observar su pelo extendido sobre la almohada, recordando los sedosos mechones entre sus dedos...
Había conseguido lo que quería y debería estar celebrándolo. Pero desde el momento que estuvo dentro de ella supo que una vez no iba a ser suficiente con Kate.
La deseaba de nuevo, recordándola lo apasionada y desinhibida que había sido unas horas antes. Podría estar mirándola toda la noche…
¿Por qué no le había dicho que iban a la isla? Tal vez porque después del impulsivo beso en el ascensor había intuido que iban a dar un paso más, pero necesitaba que Kate lo deseara tanto como él. Sin embargo, en lugar de facilitar las cosas, hacer el amor las había complicado más.
Kate levantó un brazo en gesto de abandono y pestañeó un par de veces antes de clavar los ojos en él.
–¿Qué hora es?
–Las cuatro de la mañana.
–¿Has sabido algo más sobre tu padre? –Kate se sentó en la cama, cubriéndose con la sábana.
–No, nada nuevo –Duarte tragó saliva al pensar en un mundo sin la presencia de su padre–. Pero voy a dejar en suspenso el resto del viaje por Estados Unidos para ir a verlo… por si acaso.
–Me parece buena idea –Kate se abrazó las rodillas.
–Mi oferta de que hagas unas cuantas fotografías y te marches sigue en pie.
–¿Me estás pidiendo que me marche?
Él dejó escapar un suspiro.
–No, no, te quiero aquí, conmigo. Pero debes saber que cuando lleguemos a la isla tu vida cambiará para siempre. Ser parte de mi círculo hará que la gente te trate de otra manera. Incluso después de que te vayas, ya nada será igual.
Kate lo miró, pensativa.
–Me gustaría hacerte una pregunta.
Él tragó saliva. ¿Podría decirle adiós cuando el aroma de su piel seguía tentándolo?
–¿Qué quieres saber?
–¿A qué hora nos vamos?
El alivio que sintió hizo que se preguntara cómo podía aquella mujer haberse convertido en alguien importante para él en tan poco tiempo.
–Nos iremos por la mañana, cuando haya pasado la tormenta.
Con el sonido de los motores del avión como telón de fondo, Kate apoyó la cabeza en el torso de Duarte, sus ropas tiradas por el suelo del compartimento que hacía las veces de dormitorio.
Había hecho fotografías en el interior del avión, con dormitorio y despacho incluidos, pensando que daban una idea muy clara sobre el mundo de los Medina de Moncastel. Y descubrió que su cámara estaba menos interesada en el jet privado que en el propio Duarte, como si pudiera capturar su esencia sólo con mirarlo a través de la lente. Pero mirarlo a través de la cámara no había sido suficiente y se abrazaron sin decir nada, dejando sus asientos para ir al dormitorio.
Sí, estaba usando el sexo para no pensar y sospechaba que Duarte hacía lo mismo.
Iban hacia una isla en alguna parte con las cortinillas del avión cerradas, aunque no hubiera podido decir hacia dónde se dirigían en cualquier caso. Duarte sólo le había dicho que iban a un clima más cálido.
¿Cómo iba a informar sobre un hombre con el que se acostaba?, se preguntó entonces. ¿Debería haber aceptado su oferta de marcharse?
Él puso un dedo sobre su ceño fruncido.
–¿Qué te preocupa?
–Nada –contestó ella–. Nunca había hecho el amor en un avión.
–Yo tampoco –dijo Duarte–. ¿Por qué me miras así?
–Porque me sorprende. Pensé que lo habrías hecho con alguna de esas mujeres con las que sólo has tenido una relación de tres meses.
–Pareces tener muchas nociones preconcebidas sobre mí. Creí que los periodistas debían ser objetivos.
–Y lo soy, la mayoría del tiempo. Pero es que tú eres… bueno, no lo sé.
Era diferente, pero decírselo le daría demasiado poder sobre ella. ¿Estaba siendo injusta con Duarte por miedo? ¿Estaba sacando conclusiones basándose en la imagen de aristócrata privilegiado?
Kate saltó de la cama y tomó su ropa interior del suelo mientras él acariciaba su espina dorsal.
–Háblame del hombre que te rompió el corazón.
–No es lo que tú crees –Kate sonrió mientras se ponía las braguitas y el sujetador–. Ningún novio me ha roto el corazón.
–¿Tu padre entonces?
Después de ponerse un vestido con mangas estilo kimono, Kate se dio la vuelta para mirarlo.
–No era un hombre malo o un padre abusivo, es que… le daba igual –la indiferencia de su padre la había hecho sentir muy sola, pero no le gustaba hablar de ello–. No importa tanto por mí como por mi hermana. Jennifer no lo entiende y es lógico ¿Cómo va a entenderlo? Se marchó y no volvió nunca.
–¿Dónde está ahora?
–Su mujer y él viven en Hawai, donde no hay ninguna posibilidad de encontrarse con nosotras.
–Ah, ya, el tipo de hombre que envía cheques pero no quiere involucrarse para nada, imagino –cuando Kate no contestó, Duarte puso una mano en su hombro–. Tu padre os ayuda económicamente, ¿verdad?
–No, en absoluto. Cuando Jennifer cumplió dieciocho años firmó un documento renunciando a su paternidad. Iban a llevar a mi hermana a una residencia estatal porque no puede vivir sola, pero yo no podía dejar que eso pasara. He visto algunas de esas residencias y…
–¿Has pensado denunciar a tu padre? Es su obligación cuidar de tu hermana.
–No, ¿para qué? –Kate se encogió de hombros–. No quiero volver a verlo nunca. Jennifer y yo estamos bien… nos las arreglaremos.
Él la miró, sorprendido.
–Pero tu padre debería ayudar a pagar la residencia. Así no tendrías que escalar balcones para pagar las facturas.
–Yo haría cualquier cosa por mi hermana.
–Incluso acostarte conmigo.
Kate lo miró, perpleja. Su tono, helado, la había hecho sentir un escalofrío. ¿De verdad la creía tan calculadora? Lo que habían compartido no había sido especial para Duarte si pensaba tan mal de ella.
Dolida, lo miró a los ojos.
–Estoy aquí porque quiero estar aquí.
–¿Pero te hubieras acostado conmigo para cuidar de tu hermana?
–Dile al piloto que dé la vuelta, quiero irme a casa.
–Oye, no… –Duarte levantó las manos en un gesto de derrota–. No te estoy criticando. No te conozco lo suficiente como para juzgarte, por eso te pregunto.
–Muy bien, de acuerdo. No ha pasado nada.
–¿Tu padre te ha llamado al ver que aparecías en los periódicos? La gente suele intentar pegarse cuando creen que pueden tener acceso a una familia como la mía.
–No he sabido nada de él –dijo Kate. Aunque ahora que Duarte lo había mencionado, dejaría que saltara el buzón de voz si a su padre se le ocurría llamar–. Aparte de alguna tarjeta navideña, no hemos sabido nada de él. Imagino que eso es mejor que dejarlo entrar y salir de nuestras vidas cada tres por cuatro.
Duarte tiró de su mano para abrazarla.
–Tu hermana tiene suerte de contar contigo.
–Las dos somos afortunadas de tenernos la una a la otra –Kate se apartó, negándose a dejarse distraer por sus caricias.
Aquella conversación le recordaba demasiado bien que apenas sabían nada el uno del otro. Ella conocía bien a su padre y se había llevado una triste sorpresa cuando abandonó a su hermana. ¿Qué sorpresas amargas habría detrás del atractivo rostro de Duarte?
–Bueno, dejaremos esta conversación para más tarde porque falta poco para aterrizar. ¿Quieres echar un vistazo a la isla?
–¿Ha terminado el secreto?
–No revelar el sitio en el que vamos no es mi decisión –dijo Duarte, levantando la cortinilla.
Kate se acercó para mirar. Veía una isla con palmeras en medio de kilómetros y kilómetros de océano. Todo era muy verde, totalmente diferente al invierno helado que habían dejado atrás. Había una docena de edificios formando un semicírculo alrededor de uno más grande, que debía ser la casa principal: una mansión blanca frente al mar en forma de U, con un enorme jardín y una piscina. No podía verlo todo con detalle desde allí, pero pronto estaría en el sitio en el que Enrique Medina de Moncastel había vivido recluido durante más de veinticinco años, una jaula dorada por decirlo así. Incluso a distancia se daba cuenta de que la mansión era tan impresionante como un palacio.
El avión empezó a descender sobre una islita paralela a la isla grande, dirigiéndose a un aeropuerto con una sola pista de cemento y dos avionetas frente al hangar. Atracado en el muelle podía ver un ferry… para llevarlos a la isla principal tal vez.
El piloto anunció entonces que iban a aterrizar y poco después subían al ferry que los llevaría a la isla. Kate, con la cámara colgada al hombro porque Duarte le había pedido que no hiciera fotografías por el momento, se limitó a admirar el paisaje. Un delfín los escoltaba, nadando alegremente delante del ferry y sumergiéndose de nuevo para volver a salir a la superficie. Aquello parecía una imagen del National Geographic… hasta que miró con más atención y vio una torre de vigilancia.
Había un guardia de seguridad en el muelle, al lado de un pequeño grupo de gente que había ido a recibirlos. Reconoció a un hombre y una mujer que habían salido frecuentemente en la prensa últimamente…
–Son tu hermano Antonio y su prometida, ¿verdad?
Duarte asintió con la cabeza.
De modo que ésa debía ser la boda de la que le había hablado. Ella misma había intentado encontrar más información sobre el príncipe y su novia, una joven camarera, pero no logró encontrar mucho. Aparentemente, Alys no se lo había contado todo.
Los dos hermanos tenían el mismo pelo oscuro, aunque el de Antonio era más largo y un poco rizado en las puntas. Duarte tenía cuerpo de atleta mientras en el caso de Antonio, casi podría jurar que había hecho lucha libre o boxeo.
Cuando el ferry llegó al muelle vio a Javier Gómez-Cortés con una mujer a su lado. Pero no podían haber dejado que su prima Alys siguiera en la isla después de haberlos traicionado. Aunque estaban dejando entrar a una periodista…
Duarte puso una mano en su espalda para ayudarla a bajar del ferry.
–Ha venido alguien a verte.
Kate guiñó los ojos cuando Javier se apartó…
¿Jennifer?
Incrédula, se volvió para mirar a Duarte y él se limitó a sonreír, como si fuera algo normal haber llevado a su hermana allí sin consultarle a ella. Aunque Jennifer parecía muy contenta mientras la llamaba desde el muelle. Con el pantalón vaquero y la camiseta, su coleta moviéndose con la brisa, podría ser una universitaria de vacaciones.
Físicamente, no había ninguna señal de su problema, pero Kate sabía muy bien lo vulnerable que era.
Una vulnerabilidad que la asustó más que nunca al darse cuenta de lo fácil que sería para cualquiera secuestrarla. ¿Cómo iba a marcharse al otro lado del mundo para hacer su trabajo sin preocuparse por su hermana? ¿Y si había sido su editor quien la llevó allí?
Kate quería a Jennifer más que nadie en el mundo y la protegía como si fuera su madre.
¿Cómo se atrevía Duarte a sacar a Jennifer de la residencia sin contar con ella?
Kate intentó contener su furia. Hacer una escena delante de Jennifer sólo serviría para asustar a su hermana.
Jennifer se echó en sus brazos en cuanto bajó del ferry.
–Katie, ¿te has llevado una sorpresa? Aquí no está nevando, como en casa. ¿Podemos nadar aunque sea el mes de enero?
Kate se obligó a sí misma a sonreír.
–Puede que haga un poco de frío para eso, pero podemos ir a dar paseos por la playa. Espero que hayas traído zapatillas de deporte.
–Él me ha dicho que aquí tengo de todo –Jennifer señaló a Javier–. Me lo dijo cuando fue a buscarme al colegio. Y vine en avión y tenían mi película favorita. Son muy simpáticos.
Duarte le presentó a todo el mundo y eso evitó que tuviera que mirarlo.
Podría parecer un gesto considerado, pero debería haberlo consultado con ella. Imaginar a su hermana con gente a la que no conocía de nada le daba pánico.
Y la residencia… ¿cómo podían haberla dejado ir sin llamarla antes por teléfono?
Evidentemente, Duarte Medina de Moncastel creía que podía hacer lo que le diese la gana. Pero ella no iba a formar parte de la lista de mujeres rechazadas a los tres meses porque le diría adiós en cuanto se hubieran cumplido los treinta días de su acuerdo.