–¿No olvidas algo? –le preguntó Enrique desde la cama.
La pregunta hizo que Duarte se detuviera cuando iba hacia la puerta.
–Me has pedido que te trajera el desayuno. Si algo no te gusta, será mejor que se lo digas al chef.
–Has olvidado traer a tu prometida.
¿Estaría perdiendo su padre la memoria? Duarte ya le había dicho que su compromiso estaba roto.
–Kate y yo hemos roto, ya te lo conté. ¿No lo recuerdas?
Enrique lo señaló con una cucharilla de plata de ley.
–Recuerdo perfectamente las tonterías que me has contado sobre que cada uno quería tomar un camino diferente. Y creo que has metido la pata dejándola escapar.
Él no la había dejado escapar, Kate lo había dejado. Y aunque creía saber quién podía haber robado las fotografías para venderlas a otras publicaciones, eso no cambiaba nada. La verdad era que Kate no confiaba en él. No sólo eso, creía que la había engañado.
Pero no pensaba dejar que el culpable se saliera con la suya. Como sólo había usado el ordenador para trabajar mientras estaba en la isla, apostaría cualquier cosa a que su editor estaba detrás de todo aquello. Y Harold Hough habría vendido las fotos a otras publicaciones para beneficiarse personalmente. Los ordenadores de su familia eran seguros, pero nadie estaba a salvo en el ciberespacio.
En unas horas, Javier y su equipo tendrían la prueba y, si estaba en lo cierto, se encargaría de que Harold no volviese a aprovecharse de Kate.
Aunque eso no curaría su corazón roto, seguía sintiendo el deseo de protegerla. Pensar que no iba a recibir el cheque que necesitaba y que de nuevo tendría dificultades para mantener a su hermana en la residencia lo volvía loco.
–¿Y bien? –insistió su padre.
Duarte se dejó caer sobre un sillón, al lado de la cama.
–Siento mucho haberte decepcionado –empezó a decir. Lo mejor sería contarle toda la verdad o seguiría insistiendo en que volviese con Kate–. Nunca estuvimos comprometidos.
–¿Crees que no lo sabía? –su padre lo miró por encima de la taza de café.
–¿Entonces por qué me dejaste traerla aquí?
–Sentía curiosidad por conocer a la mujer por la que estabas dispuesto a organizar ese teatro.
–¿Y tu curiosidad ha sido satisfecha?
–La verdad es que me has decepcionado dejándola ir.
–No tengo cinco años, no necesito tu aprobación –protestó Duarte.
–Como sé que estás dolido, te perdono la grosería. Sé cuánto duele perder a alguien a quien amas.
Duarte hizo una mueca, harto del sermón paternal. Estaba cansado de sus juegos. Si quería una reconciliación, tenía una manera muy extraña de demostrarlo.
–Pero el dolor no me empuja a acostarme con otra mujer ahora mismo.
Enrique asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando esa réplica.
–Seguramente me lo merezco –murmuró–. Pero me parece muy interesante que no niegues estar enamorado de Kate Harper.
Negarlo no serviría de nada.
–Ella ha tomado una decisión y no hay nada que decir. Cree que la traicioné y no hay manera de convencerla de lo contrario.
–No parece que te hayas esforzado mucho para hacer que cambiase de opinión –Enrique sacó el reloj del bolsillo del batín–. El orgullo puede costarle mucho a un hombre, hijo. Yo no creí a mis consejeros cuando me avisaron de un inminente golpe de Estado porque era demasiado orgulloso. Me consideraba invencible y esperé demasiado tiempo –mientras hablaba, jugaba con el reloj, como perdido en sus pensamientos–. Tu madre pagó el precio más alto por mi error. Tal vez no la lloré lo suficiente, pero no dudes ni por un momento que la amé con todo mi corazón.
–Lo siento. Yo no quería…
–He pasado muchos años recordando esos días, pensando cómo debería haber hecho las cosas. Es fácil atormentarse pensando cómo podría haber cambiado tu vida si uno hubiera hecho las cosas de otra manera, pero con el tiempo me he dado cuenta de que nuestras vidas no pueden ser condensadas en un solo momento. En realidad, somos la suma de todas nuestras decisiones.
El tiempo perdido perseguía a su padre como esos cuadros de Dalí, pensó Duarte. Durante esas lecciones sobre Historia del Arte, Enrique había intentado darle a sus hijos algo de sí mismo, algo que no era capaz de expresar con palabras.
–Kate ha cometido un error al pensar que la habías traicionado y tú no la has sacado de ese error. ¿Vas a arruinar tu vida por una cuestión de orgullo?
Él siempre se había considerado un hombre de acción y, sin embargo, dudaba cuando se trataba de Kate. No sabía si por orgullo o por otra razón. Pero cuando volvió a mirar a su padre se dio cuenta de que no podía dejarla escapar sin hacer todo lo que estuviera en su mano para recuperarla.
Una vez tomada la decisión, supo cómo encargarse de Harold y hacerle saber a Kate que tenía fe en ella. Pero antes, debía ofrecerle a su padre una rama de olivo, algo que debería haber hecho mucho tiempo atrás.
–Gracias, papá –Duarte apretó la mano de Enrique, agradeciéndole que le hubiera abierto los ojos.
El mes de enero era helador en Boston. Kate se envolvió en la bufanda, caminando con cuidado por la acera cubierta de nieve hacia el edificio de ladrillo rojo de Global Intruder. Había soñado con retirarse de manera más ventajosa el día que decidiera colgar su cámara, pero había tomado una decisión firme.
Si tenía que pasar el resto de su vida haciendo fotografías en bodas y bautizos, que así fuera. Había encontrado una residencia de día para Jennifer, pero su hermana viviría con ella. Al menos le quedaría su integridad, pensó.
Pero cuando pensó en Duarte tuvo que apretar los labios. Llevaba dos días llorando hasta quedarse dormida…
El motor de un deportivo sonó a lo lejos y Kate se acercó a la pared para evitar que el coche la salpicase al pasar a su lado. Pero unos segundos después, un Jaguar clásico se detenía a un metro de ella. Un Jaguar rojo, pensó, con el corazón latiendo a toda velocidad, como el que Duarte le había dicho que tenía cuando estaban creando la falsa historia de su primera cita.
La puerta se abrió entonces y Duarte salió del coche. Tan guapo y tan alto como siempre, la miró por encima del techo del deportivo. No podía ver sus ojos porque llevaba gafas de sol, pero no pudo disimular la alegría que sentía al verlo.
–¿Qué haces aquí?
–He venido a buscarte. Jennifer me dijo que estarías aquí.
–No por mucho tiempo –contestó Kate–. Voy a dejar mi trabajo en Global Intruder.
–¿Por qué no esperas unos minutos y das un paseo conmigo antes de hacerlo? Puede que no te hayas dado cuenta, pero estamos empezando a llamar la atención.
Kate miró alrededor y vio que los coches frenaban para mirar el fabuloso Jaguar. Y los transeúntes, que en circunstancias normales irían a toda prisa por culpa de la nieve, miraban con curiosidad al hombre que se parecía a…
Oh, no, eran famosos.
Kate abrió la puerta del coche a toda prisa.
–Vámonos.
Unos segundos después se habían puesto en marcha. Aquel hombre era capaz de arrastrarla a su mundo cuándo y cómo quería, pensó, enfadada.
Duarte puso un sobre sus rodillas.
–¿Qué es esto?
–La escritura de transferencia de la propiedad de Global Intruder. A tu nombre.
Kate lo miró, convencida de haber oído mal. Tenía que haber oído mal.
–¿Qué has dicho?
–Que Global Intruder es de tu propiedad.
–No entiendo… –empezó a decir Kate. Y no podía aceptar tal regalo si se lo ofrecía porque se sentía culpable–. No, lo siento. A mí no se me puede comprar.
Ya no.
–No es eso lo que pretendo –Duarte conducía el deportivo con manos expertas por las calles de Boston–. Te quedaste sin el cheque que esperabas por las fotografías de la boda. Incluso dejaste en la isla otras que nadie había visto. ¿Por qué hiciste eso?
–¿Por qué has comprado Global Intruder?
–Porque sé que eres una periodista honesta y que llevarás humanidad a las historias que publiques.
–¿Quieres que trabaje para ti?
–No me estás escuchando –Duarte se detuvo en un semáforo y, suspirando, se quitó las gafas de sol–. Global Intruder te pertenece pase lo que pase, pero espero que aceptes mis disculpas por no aclarar el asunto inmediatamente después de la boda.
Kate apartó la mirada, intentando proteger su corazón. Porque si lo miraba a los ojos acabaría por declararle su amor.
–Muy bien –murmuró, apretando el sobre contra su pecho como si fuera un escudo protector y preguntándose cómo podía haber hecho la transacción en tan poco tiempo–. Acepto la disculpa y la revista. Puedes marcharte con la conciencia tranquila.
Duarte aparcó unos metros después, las ventanillas tintadas del coche protegiéndolos de las miradas curiosas.
–No quiero marcharme –empezó a decir, mirándola a los ojos–. Te quiero a mi lado. Y no sólo hoy, sino para siempre si me aceptas.
Kate apartó la mirada, nerviosa. Sería tan fácil dejarse llevar… pero debía ser sensata.
Entonces vio la pulserita de lana dorada de la que colgaba la llave del coche. Era el regalo de Jennifer.
–Has conservado el llavero que te hizo mi hermana.
–Sí, claro.
Un llavero de lana en un deportivo que valía cientos de miles de dólares. Otra persona lo habría guardado en un cajón o lo habría tirado, pero Duarte…
Eso le abrió los ojos y, como si alguien hubiera quitado la tapa de una lente, lo vio. Vio a Duarte Medina de Moncastel por primera vez.
–Tú no distribuiste las fotografías. No querías vengarte de mí.
–No, yo no te traicioné –murmuró él–. Pero entiendo que te resulte difícil confiar en mí después de todo lo que ha pasado.
En sus ojos veía total sinceridad y el amor que sentía por él empezó a florecer de nuevo.
–Gracias… por todo. No sé cómo empezar a disculparme por haber pensado tan mal de ti.
Debía haber sido muy difícil para un hombre tan orgulloso como Duarte olvidar sus acusaciones e ir a buscarla. Pero lo compensaría por todo, se prometió a sí misma.
–Sé que tu padre no te dio razones para confiar en los hombres –empezó a decir él, apretando su mano–. Pero quiero que me des una oportunidad. Necesito tiempo para hacer que olvides el pasado, pero sobre todo te necesito a ti.
Ella asintió con la cabeza.
–Me gustaría hacerte una pregunta.
–Dime.
–¿Podemos pasar gran parte de ese tiempo haciendo el amor?
–Desde luego que sí –Duarte tiró de ella y la besó, con la confianza de un hombre que sabía lo que excitaba a su amante.
Unos segundos después, Kate apoyaba la frente en su pecho.
–No puedo creer que hayas comprado la revista.
–Tenía que encontrar la forma de despedir a Harold Hough.
–¿Has despedido a Harold? –exclamó ella, sorprendida.
–Por supuesto. Él fue quien vendió las fotos.
–¿Harold?
–En ese sobre están las pruebas de que él es el responsable. Por lo visto, accedió a tu ordenador gracias a un virus que introdujo en uno de sus correos. Y después de… charlar un rato conmigo decidió que lo más prudente era marcharse discretamente y evitar una demanda judicial.
–¿Por qué no me lo habías contado antes?
–Tenía mis sospechas, pero necesitaba pruebas. No le perdono lo que te ha hecho a ti y a nuestra familia.
Nuestra familia.
Lo había dicho sin la menor vacilación y Kate entendió la importancia de esa frase.
–Quiero que me ayudes a buscar una casa.
Esa declaración la sorprendió aún más. Hablaba como un hombre dispuesto a echar raíces, a hacer las paces con el pasado.
–¿De verdad vas a dejar de vivir en hoteles?
–Estaba pensando en algo a las afueras de Boston, una casa grande con una bonita habitación para Jennifer –su acento se hizo más fuerte, como le pasaba siempre que estaba emocionado–. Te quiero, Kate. Y aunque estoy dispuesto a darte el tiempo que necesites para responder, yo no necesito más tiempo para estar absolutamente seguro.
–Duarte…
–Esto es tuyo –la interrumpió él, sacando el rubí del bolsillo de la chaqueta–. Aunque me digas que no, ninguna otra mujer lo llevará nunca. Siempre estará esperándote.
Emocionada por la belleza de esas palabras, Kate se quitó un guante y le ofreció su mano sin la menor vacilación. Y cuando Duarte le puso el anillo supo que no se lo quitaría nunca más.
–¿Te has fijado en el coche? –le preguntó él entonces, poniendo esa mano sobre su corazón.
–Sí, es un Jaguar clásico…
Qué lejos habían llegado desde aquella noche en Martha's Vineyard, pensó.
–Te dije que iría a buscarte en este coche durante nuestra primera cita. ¿Qué debíamos hacer después?
–Ir al Museo de Fotografía Contemporánea de Chicago.
–Y, antes de que protestes, recuerda que Global Intruder es tuya ahora, así que puedes tomarte unos días libres. Si te parece bien, me gustaría llevar a Jennifer. Y a tu gato. Al fin y al cabo el avión es mío y…
–No me des más detalles –lo interrumpió Kate, buscando sus labios–. Sí, confío en ti. Te confiaría a mi hermana, a mi gato, mi vida, mi corazón.
–Gracias –Duarte cerró los ojos un momento, emocionado, y Kate juró demostrarle de todas las maneras posibles cuánto lo amaba.
Un segundo después, él le dio un beso en la frente.
–¿Nos vamos entonces?
Kate le echó los brazos al cuello.
–Iré contigo a Chicago y cuando volvamos buscaremos una casa a las afueras de Boston. Llevaré tu anillo, seré tu princesa, tu mujer y tu amiga durante el resto de nuestras vidas.