Epílogo

El viento sacudía el albornoz de Kate en el balcón de la suite de Duarte en Martha's Vineyard.

La luz del faro rompía la niebla, el ulular de la sirena cada veinte segundos para avisar a los barcos ahogando los sonidos de una fiesta de San Valentín en el primer piso.

Una mano la tomó por la muñeca, una mano fuerte, masculina.

Sonriendo, Kate se dio la vuelta. La mano de Duarte calentaba su piel por encima de la nueva pulserita que Jennifer le había hecho para celebrar su compromiso. El verdadero compromiso.

Duarte llevaba la chaqueta de kárate abierta, como la primera noche y, suspirando, Kate miró su bronceado torso, la fuerte columna de su cuello, la barbilla cuadrada que necesitaba un afeitado y esos ojos negros que había fotografiado tantas veces.

–No eres un ninja –bromeó.

–Y tú no eres una acróbata –el príncipe Duarte Medina de Moncastel no estaba sonriendo, pero le guiñó un ojo–. Deberíamos entrar, antes de que te quedes helada aquí fuera.

–La luna sobre el mar es tan bonita –murmuró Kate, besando la bronceada piel de su torso–. Vamos a quedarnos aquí un minuto más.

No habían parado mucho en las últimas semanas. Cuando volvieron de Chicago fueron a la isla para darle la noticia a su padre y Enrique anunció que pensaba ir a un hospital en Florida para consultar con un especialista.

Si lo hubiera pensado un poco habría sabido que la isla estaba en la costa de Florida, pero entonces estaba más preocupada por su relación con Duarte que por otra cosa. Además, tal vez no había querido saberlo porque saberlo implicaba un riesgo, no sólo para ella sino para la familia Medina de Moncastel.

Y ahora que era parte de la familia tenía una nueva perspectiva sobre el asunto. Sin duda, ser la jefa de prensa de los Medina de Moncastel sería un trabajo fascinante. Había convertido Global Intruder en Global Communications y pensaba tratar los artículos sobre la familia con el mayor de los respetos, como deberían tratarse todas las noticias.

Poniéndose de puntillas, Kate besó a su prometido, el orgulloso propietario de una mansión a las afueras de Boston, una casa con una preciosa habitación para Jennifer y para los hijos que tuvieran en el futuro.

–Te quiero, Duarte Medina de Moncastel.

–Y yo te quiero a ti –Duarte la tomó en brazos con la fuerza de un ninja.

Una fuerza y un honor con los que podría contar durante toda su vida.