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La Bestia Hambrienta y el Niño Feo

 

 

 

A finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, mientras una ascendente Disney Animation encadenaba una notable serie de éxitos —La Sirenita, La Bella y la Bestia, Aladino, El Rey León—, comencé a escuchar una frase que se repetía una y otra vez en las salas de los ejecutivos: «Tienes que alimentar a la Bestia».

Como recordarán, Pixar había firmado un contrato para escribir un sistema de gráficos para Disney —el Computer Animation Production System, o CAPS— para pintar y gestionar los dibujos de la animación tradicional. Empezamos a trabajar en el CAPS mientras Disney estaba produciendo La Sirenita, por lo que dispuse de una posición privilegiada para presenciar cómo el éxito de esa película provocó la expansión del estudio y la necesidad de que más proyectos cinematográficos justificaran (y dieran empleo) al creciente personal. En otras palabras, estaba allí para ser testigo de la creación de la Bestia de Disney, y por Bestia entiendo cualquier gran grupo que necesite ser alimentado de manera ininterrumpida con una dieta de material nuevo y recursos para poder funcionar.

Debo decir que nada de eso sucedía por accidente o por error. El consejero delegado de The Walt Disney Company, Michael Eisner, y el presidente del estudio, Jeffrey Katzenberg, se habían empeñado en revivir la animación después del largo período de decadencia que siguió a la muerte de Walt. En su favor hay que decir que el resultado fue un florecimiento artístico que aprovechó el talento de artistas legendarios que llevaban décadas en el estudio, así como las nuevas ideas de personas recientemente contratadas. Las películas que produjeron no solo fueron enormes éxitos comerciales, sino que se convirtieron inmediatamente en iconos de la cultura popular y, a su vez, propiciaron la explosión de animación que en último término permitiría rodar Toy Story.

Pero el éxito de cada nueva película de Disney también hizo algo más: creó una avidez de triunfos. A medida que crecía la infraestructura del estudio para grabar, comercializar y promocionar las películas que triunfaban, la necesidad de que hubiera más productos en marcha no hacía sino crecer. Sencillamente, lo que estaba en juego era demasiado grande para dejar sin nada que hacer a todos aquellos empleados en todas aquellas mesas de todos aquellos edificios. Si en esa época lo hubiéramos preguntado en Disney, habríamos tenido problemas para encontrar a alguien que creyera que las películas de animación eran un producto que podía o debía hacerse en una cadena de montaje, aunque el término «alimentar a la Bestia» llevara implícita esa idea. De hecho, las intenciones y valores de la gente de alto calibre que trabajaba en producción eran sin duda admirables. Pero la Bestia es poderosa y puede abrumar incluso a los individuos más entregados. A medida que Disney ampliaba su calendario de estrenos, su necesidad de producción aumentó hasta el punto de abrir estudios de animación en Burbank, Florida, Francia y Australia, simplemente para calmar su apetito. La presión por crear, y con rapidez, estaba a la orden del día. Está claro que eso sucede en muchas empresas, no solo en Hollywood, y el efecto no buscado es siempre el mismo: se pierde calidad.

Tras el estreno en 1994 de El Rey León, película que produjo ingresos por valor de 952 millones de dólares en todo el mundo, el estudio comenzó un lento declive. Al principio fue difícil deducir la razón; se habían producido algunos cambios en la dirección, pero el grueso del personal seguía allí y todavía conservaba el talento y el deseo de hacer grandes cosas. Sin embargo, la sequía que estaba empezando se prolongaría durante dieciséis años: desde 1994 hasta 2010 ni una sola película de animación de Disney fue un éxito de taquilla. Creo que ello se debió a que sus empleados pensaban que su trabajo consistía en alimentar a la Bestia.

Al percibir las primeras manifestaciones de esta tendencia en Disney, sentí la necesidad de comprender los factores ocultos que se hallaban detrás. ¿La razón? Porque pensé que si seguíamos teniendo éxito, lo que estaba sucediendo en Disney Animation nos pasaría sin duda también a nosotros.

 

 

La originalidad es frágil. Y en sus primeros momentos es cualquier cosa menos bonita. Es la razón por la que llamo a los primeros esbozos de nuestras películas «niños feos». Esas versiones en miniatura de los adultos en que se convertirán no son atractivos. Son realmente feos: torpes e informes, vulnerables e incompletos. Necesitan cuidados en forma de tiempo y paciencia para poder crecer. Lo cual significa que lo van a pasar mal coexistiendo con la Bestia.

La idea del Niño Feo no es sencilla de aceptar. Después de ver y disfrutar de las películas de Pixar, mucha gente asume que salen al mundo siendo ya deslumbrantes, atractivas y llenas de sentido, totalmente adultas, por así decirlo. De hecho, conseguir que lleguen a ese estado no exige solo meses, sino años de trabajo. Si usted toma asiento y visiona las primeras bobinas de cualquiera de nuestras películas, la fealdad resultará pasmosamente clara. Pero el impulso natural es comparar las primeras bobinas de nuestras películas con las películas acabadas, es decir, comparar lo nuevo con estándares que solo el trabajo maduro puede satisfacer. Nuestra labor es impedir que nuestros niños sean juzgados demasiado pronto. Nuestro trabajo es proteger lo nuevo.

Antes de continuar, quiero decir algo sobre la palabra protección. Me preocupa que al tener una connotación tan positiva pueda parecer que cualquier cosa merece ser protegida. Pero no siempre sucede así. A veces, por ejemplo en Pixar, producción trata de proteger procesos que son cómodos y familiares pero que no tienen sentido; los departamentos jurídicos son famosos por ser demasiado prudentes a la hora de proteger a sus empresas de posibles amenazas externas; la gente de la burocracia trata a menudo de proteger el statu quo. En estos contextos, la protección se emplea para fomentar una actitud conservadora: no alteres lo que existe. Cuando un negocio tiene éxito, ese conservadurismo cobra impulso y se dedica mucha energía a proteger lo que ha funcionado hasta la fecha.

Cuando abogo por proteger lo nuevo estoy utilizando la palabra de una manera un poco diferente. Lo que digo es que cuando alguien aporta una idea original puede estar torpe y pobremente definida, pero también es lo opuesto de algo establecido y arraigado, y eso es precisamente lo más emocionante que tiene. Si mientras es vulnerable se expone a personas negativas e incapaces de ver su potencial o a quienes les falta paciencia para dejarla evolucionar, podría ser destruida. Parte de nuestro trabajo consiste en proteger lo nuevo de la gente que no comprende que para que surja la grandeza tiene que haber fases más humildes. Pensemos en una oruga que se transforma en mariposa; solo sobrevive porque está envuelta en un capullo. Sobrevive, en otras palabras, porque está protegida de lo que pudiera estropearla. Está protegida de la Bestia.

La primera batalla de Pixar con la Bestia tuvo lugar en 1999, después de estrenar dos películas de éxito y mientras estábamos poniendo en producción la que esperábamos fuera nuestra quinta película, Buscando a Nemo.

Recuerdo el rollo inicial que nos soltó Andrew Stanton sobre Marlin, un pez payaso sobreprotector, y su búsqueda de Nemo, el hijo raptado. Era un fresco día de octubre y nos habíamos reunido en una abarrotada sala de conferencias para que Andrew nos detallara las escenas. Su presentación fue magnífica. La narración, según nos dijo, estaría intercalada con una serie de flashbacks que explicarían lo que había sucedido para hacer del padre de Nemo un tipo tan sobreprotector con respecto a su hijo (La madre y los hermanos de Nemo, dijo Andrew, habían sido devorados por una barracuda.) De pie, frente a todos, Andrew entretejió dos historias: lo que sucedía en el mundo de Marlin durante la búsqueda épica que emprende después de que Nemo fuera atrapado por un buzo y lo que estaba sucediendo en el acuario de Sidney, donde había sido confinado Nemo junto a un grupo de peces tropicales llamado la «pandilla de la pecera». La historia que Andrew quería contar hacía referencia a la lucha por la independencia que a veces conforma la relación padre-hijo. Y encima, era divertida. Cuando Andrew terminó de hablar, los asistentes nos quedamos en silencio por un momento. Entonces John Lasseter habló en nombre de todos cuando dijo: «Me has convencido nada más pronunciar la palabra pez».

En aquel tiempo el espectro de Toy Story 2, que les había cobrado un devastador peaje a todos nuestros empleados, seguía cerniéndose amenazadoramente sobre nuestros recuerdos. Después de darlo todo emergimos de aquella película entendiendo claramente que lo que habíamos pasado no era saludable para nuestros empleados ni para el negocio. Habíamos jurado no repetir esos errores en Monstruos S. A., y casi lo habíamos conseguido. Pero nuestra determinación al respecto también significó que terminar Monstruos S. A. nos llevara casi cinco años. En consecuencia, estábamos tratando activamente de mejorar y acelerar el proceso. Para ello nos guiábamos por una observación particular: era evidente para nosotros que una gran parte de nuestros costes derivaban del hecho de que parecíamos incapaces de dejar de retocar los guiones de nuestras películas, incluso tiempo después de haber comenzado a realizarlas. No hacía falta ser un genio para ver que si pudiéramos decidirnos por la historia con antelación, nuestras películas serían mucho más sencillas y, por lo tanto, más baratas de realizar. Lograrlo se convirtió en nuestro objetivo: finalizar el guion antes de empezar a rodar la película. Tras la portentosa charla de Andrew, Buscando a Nemo parecía el proyecto perfecto para poner a prueba nuestra teoría. Mientras le decíamos a Andrew que siguiera adelante, confiábamos en que concretar el guion de antemano nos permitiría conseguir una película fantástica y al mismo tiempo una producción rentable.

Al mirar atrás, me doy cuenta de que no tratábamos simplemente de ser más eficientes. Esperábamos evitar la parte enrevesada (y a veces desagradable) del proceso creativo. Intentábamos eliminar errores (y, al hacerlo, alimentar a nuestra Bestia de manera eficiente). Evidentemente, no pudo ser. Todos aquellos flashbacks que nos habían encantado durante la presentación de Andrew demostraron ser confusos cuando los vimos en las primeras pruebas. Durante una reunión del Braintrust, Lee Unkrich fue el primero en decir que eran crípticos poco detallados y abogó por una estructura narrativa más lineal. Cuando Andrew probó a hacerlo, surgió una inesperada mejoría. Antes, Marlin resultaba antipático porque se tardaba mucho en averiguar la razón de que fuera un padre tan represor. Ahora, con un planteamiento más cronológico, Marlin resultaba más atractivo y simpático. Además, Andrew descubrió que su intención de entretejer dos historias —una acción se desarrollaba en el océano y la otra en el acuario— era mucho más complicada de lo que había imaginado. La historia de la pandilla de la pecera, considerada en un principio el tema principal, se convirtió en un subtema. Y estos fueron solo dos de los muchos cambios difíciles que se hicieron durante la producción a medida que se planteaban problemas imprevistos; así que abandonamos nuestro objetivo de contar con un guion predeterminado y una producción simplificada

A pesar de nuestras esperanzas de que Buscando a Nemo fuera la primera película que cambiara nuestra forma de funcionar, terminamos haciendo tantos ajustes durante su producción como en cualquiera de las otras películas que habíamos realizado con anterioridad. El resultado, desde luego, fue una película de la que estamos terriblemente orgullosos; no en vano se convirtió en la segunda película de mayor recaudación de 2003 y en la película animada de mayor recaudación de todos los tiempos.

Lo único que no hizo fue transformar nuestro proceso de producción.

Mi conclusión en aquel tiempo fue que finalizar el guion antes de que empezara la producción seguía siendo una meta importante; sencillamente, nosotros todavía no lo habíamos conseguido. Sin embargo, a medida que seguíamos haciendo películas, llegué a pensar que ese objetivo no solo era poco práctico, sino ingenuo. Al insistir en tenerlo todo bien controlado desde el principio, habíamos estado peligrosamente al borde de aceptar una falacia. Mejorar el proceso, hacer que resulte más sencillo y más barato, es una aspiración importante, algo sobre lo que trabajamos continuamente, pero no es el objetivo. El objetivo es hacer algo grande.

Lo veo a menudo en otras empresas: se produce una especie de inversión de valores, según la cual racionalizar el proceso o aumentar la producción suplanta la meta última; todo el mundo piensa que está haciendo lo correcto pero, en realidad, la empresa ha perdido el rumbo. Cuando la eficiencia o coherencia del volumen de trabajo no está equilibrada por otras fuerzas compensatorias igualmente potentes, el resultado es que las nuevas ideas —nuestros niños feos— no reciben la atención y la protección necesarias para crecer y madurar. Son abandonadas o nunca llegan a ser concebidas. Se pone el empeño en hacer proyectos más seguros que remeden aquellos que dieron dinero, simplemente por seguir haciendo algo, lo que sea (por ejemplo, El Rey León 3, película dirigida al mercado del vídeo en 2004, seis años después de El Rey León 2: El Orgullo de Simba). Esta forma de pensar produce artículos previsibles y poco originales porque impide el tipo de fermento orgánico que estimula la auténtica inspiración. Pero da de comer a la Bestia.

 

 

Cuando hablo de la Bestia y el Niño puede parecer todo muy en blanco o negro: la Bestia es muy mala y el Niño es muy bueno. Pero la verdad se encuentra en un lugar intermedio. La Bestia es una glotona aunque también una valiosa motivadora. El Niño es puro y sin tacha, está lleno de potencial, pero también está necesitado, es impredecible y puede hacerte permanecer despierto toda la noche. La clave está en que tus Bestias y tus Niños coexistan de forma pacífica, y eso requiere que mantengas varias fuerzas en equilibrio.

¿Cómo equilibramos esas fuerzas que parecen llevarse tan mal, especialmente cuando siempre parece que la lucha es muy desigual? Da la impresión de que las necesidades de la Bestia superan siempre a las del Niño, teniendo en cuenta que el valor real del Niño suele ser desconocido o dudoso y puede seguir siéndolo durante muchos meses. ¿Cómo contenemos a la Bestia, doblegando su apetito, sin poner en peligro nuestras empresas? Porque está claro que cada empresa necesita su propia Bestia. El hambre de la Bestia se traduce en fechas límite y urgencia. Eso es algo bueno, siempre que la Bestia se mantenga en su sitio. Y esa es la parte difícil.

Muchos dicen que la Bestia es una criatura avariciosa e irracional, insistente e imposible de controlar. Pero, de hecho, cualquier grupo que fabrica un producto u obtiene ingresos podría considerarse parte de la Bestia, incluyendo el marketing y la distribución. Cada grupo opera según su propia lógica y muchos no son responsables de la calidad de lo que se fabrica ni comprenden bien su propio impacto sobre esa calidad. Sencillamente no es su problema; lo suyo es mantener el proceso en marcha y que fluya el dinero. Cada grupo tiene sus propias metas y expectativas y actúa de acuerdo con sus propios apetitos.

En muchas empresas la Bestia requiere tanta atención que adquiere un poder desmesurado. ¿Por qué? Porque es cara, si tenemos en cuenta los costes de la gran mayoría de las empresas. El margen de beneficio de cualquier negocio depende en gran medida de la eficiencia de su personal: los obreros de una cadena de montaje de automóviles cobran su sueldo tanto si la cadena está en funcionamiento como si no; los almacenistas de Amazon van a trabajar independientemente de los compradores online que haya ese día; los expertos en iluminación y sombreado (por elegir uno de las docenas de ejemplos del mundo de la animación) deben esperar a que otros muchos completen sus tareas en una toma particular antes de que puedan ponerse a trabajar. Si la gente tiene que esperar demasiado tiempo, o si la mayoría de sus empleados no se dedica a hacer lo que a usted le produce ingresos, corre el riesgo de ser devorado desde dentro.

La solución, desde luego, es alimentar a la Bestia, ocupar su tiempo y atención utilizando su talento. Sin embargo, aunque haga eso, la Bestia no quedará satisfecha. Una de las crueles ironías de la vida es que cuando se trata de alimentarla, el éxito solo crea más presión para volver a triunfar a toda prisa. Y esa es la razón por la que en demasiadas empresas la producción se rige por el calendario (es decir, la necesidad de producto) y no por la solidez de las ideas en la etapa inicial. Quiero dejar bien claro que el problema no son las personas individuales que componen la Bestia, pues hacen lo mejor posible aquello que se les ha encargado. A pesar de las buenas intenciones, el resultado es inquietante: alimentar a la Bestia se convierte en el tema principal.

Evidentemente, la Bestia prospera no solo en empresas de animación o de cine. Ningún negocio creativo está inmune, desde la tecnología hasta la industria editorial o la fabricación. Pero todas las Bestias tienen una cosa en común. La gente que se ocupa de ella son con frecuencia las personas más organizadas de la empresa, personas dedicadas a que las cosas se hagan puntualmente y dentro del presupuesto, o sea, lo que sus jefes esperan de ellas. Cuando estas personas y sus intereses se vuelven demasiado poderosos —cuando no hay suficiente estímulo para proteger nuevas ideas— las cosas se tuercen y la Bestia se hace con el poder.

La clave para impedirlo es el equilibrio. Considero algo fundamental para el éxito de una empresa las concesiones mutuas entre sus diferentes integrantes. De modo que cuando hablo de domesticar a la Bestia en realidad me refiero a que hay que equilibrar sus necesidades con las necesidades de otros sectores más creativos de su empresa para que esta salga reforzada.

Permítame que le ponga un ejemplo de lo que quiero decir, sacado del negocio que mejor conozco. La animación se compone de muchas piezas: guion, arte, presupuesto, tecnología, financiación, producción, marketing y productos de consumo. La gente que integra esas piezas tiene prioridades que son importantes y, a veces, contradictorias. El escritor y director quiere contar la historia más conmovedora posible; el diseñador de la producción quiere que la película esté bien hecha; los directores técnicos quieren efectos impecables; los de finanzas no quieren salirse del presupuesto; marketing quiere un producto que se venda fácilmente a los espectadores; la gente de productos de consumo quiere personajes atractivos para convertirlos en muñecos de peluche y copiarlos en fiambreras y camisetas; los directores de producción tratan de que todo el mundo esté contento y de que el proyecto se mantenga bajo control. Y así sucesivamente. Cada grupo se centra en sus propias necesidades, lo cual significa que nadie tiene una visión clara de la forma en que sus decisiones afectan a los otros grupos; cada grupo siente la presión de tener que hacer las cosas bien, o lo que es lo mismo, de alcanzar las metas fijadas.

Especialmente durante los primeros meses de un proyecto esas metas —que en realidad son submetas en la realización de una película— resultan a menudo más fáciles de articular y de explicar que el propio film. Pero si el director logra todo lo que quiere, posiblemente terminaremos teniendo una película demasiado larga. Si la gente de marketing consigue lo que quiere, haremos una película que se parezca a otra que ya ha tenido éxito o, dicho de otro modo, que les resultará familiar a los espectadores pero será un completo fracaso creativo. Cada grupo, por lo tanto, trata de hacer las cosas bien, pero apuntando en diferentes direcciones.

Si «gana» cualquiera de esos grupos, nosotros perdemos en tanto que empresa.

En una cultura poco saludable cada grupo cree que si sus objetivos se imponen sobre los objetivos de los demás, la empresa saldrá ganando. En una cultura saludable todo el mundo reconoce la importancia de equilibrar los deseos contradictorios; quieren que se les escuche pero no tienen por qué salirse con la suya. Las relaciones entre unos y otros, el toma y daca que se produce de manera natural cuando las personas de talento tienen metas claras que alcanzar, reportan el equilibrio que buscamos. Pero eso sucede solamente si se comprende que conseguir el equilibrio es la meta principal de la empresa.

Aunque la idea de equilibrio siempre suena bien, no capta la naturaleza dinámica de lo que realmente significa lograrlo. Nuestra imagen mental del equilibrio está en cierto modo distorsionada porque tendemos a equipararlo con la quietud, el tranquilo reposo de un yogui que permanece en equilibrio sobre una sola pierna, un estado sin movimiento aparente. Para mí los ejemplos más precisos de equilibrio provienen del deporte, como cuando un jugador de baloncesto da vueltas en torno a un defensa, un corredor de fútbol americano cruza la línea de scrimmage o un surfista atrapa una ola. Todas ellas son respuestas extremadamente dinámicas a entornos que cambian muy rápidamente. En el contexto de la animación, los directores me han dicho que consideran su compromiso de hacer una película algo tremendamente activo. «Parece que es bueno psicológicamente esperar que las películas den problemas —me contó Byron Howard, uno de nuestros directores en Disney—. Es como si alguien te dijera: “Oye, hazte cargo de este tigre, pero cuidado con tu trasero, es un tramposo”. Siento que mi trasero está más seguro cuando espero que el tigre sea peligroso.»

Como dice el director Brad Bird, toda empresa creativa —sea ya un estudio de animación, ya un sello discográfico— es un ecosistema. «Necesitas todo tipo de climatología —asegura—. Necesitas tormentas. Es como un sistema ecológico. Considerar algo óptimo la falta de conflictos es como decir que un día soleado es lo mejor. En un día de sol este ha vencido a la lluvia. No hay conflicto. Está claro quién es el ganador. Pero si cada día hace sol y no llueve, no hay cosechas. Y si hace sol todo el tiempo (si, de hecho, ni siquiera se hiciera de noche) no sucedería nada y el planeta se secaría. La clave es considerar el conflicto como algo esencial, porque así es como sabemos que las mejores ideas serán puestas a prueba y sobrevivirán. Usted sabe que no se puede vivir solo del sol.»

Es trabajo de la dirección ayudar a los demás a ver que el conflicto es saludable, una vía hacia el equilibrio que a largo plazo nos beneficiará a todos. Un buen gerente siempre debe vigilar en qué áreas se ha perdido el equilibrio. Por ejemplo, al ampliar nuestro personal de animación en Pixar, lo cual tiene el efecto positivo de permitirnos hacer más trabajo de calidad, aparece también un efecto negativo con el que debemos lidiar: las reuniones se han vuelto más concurridas y menos íntimas, y cada participante tiene una parte proporcionalmente más pequeña de responsabilidad en la película terminada (cosa que puede equivaler a sentirse menos valorado). Por esa razón, hemos creado subgrupos más pequeños en los que se anima a departamentos e individuos a hacerse oír. Para poder efectuar correcciones de este tipo, para restablecer el equilibrio, los gerentes deben estar atentos y prestar mucha atención.

En el capítulo 4 mencioné un momento clave del desarrollo de Pixar, cuando nos embarcamos en la realización de Toy Story 2, y nos dimos cuenta de que nunca fuimos partidarios de una cultura en la que unos empleados fueran considerados de primera clase, y otros, de segunda; en la que algunos formaran parte del equipo de primera y otros fueran relegados a uno de segunda. A algunos quizá les parezca idealista, pero era simplemente otra forma de decir que en nuestra cultura se debe preservar el equilibrio. Si se percibe que algunos empleados, o grupos o meta, son más importantes, o que son los «ganadores», entonces no puede haber equilibrio.

Imagine una tabla de equilibrio, uno de esos tableros de madera apoyados sobre un cilindro tumbado. El truco consiste en colocar un pie en cada extremo de la tabla, y luego trasladar el peso para ir logrando el equilibrio a medida que el cilindro se desplaza por debajo. No se me ocurre un ejemplo mejor del equilibrio y la capacidad de combinar dos fuerzas opuestas (la izquierda y la derecha). Pero aunque trate de explicarle cómo funciona, aunque le muestre vídeos y le sugiera diferentes métodos para hacerlo, nunca podré llegar a explicar del todo cómo lograr el equilibrio. Lo aprenderá únicamente haciéndolo, permitiendo que su mente, consciente e inconsciente, lo descubra mientras usted se mueve. En algunos trabajos no hay otra forma de aprender más que con la práctica: colocándose usted mismo sobre un lugar inestable y viendo qué pasa.

Suelo decir que los gerentes de empresas creativas deben aferrarse ligeramente a las metas y firmemente a las intenciones. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que debemos estar abiertos a que nuestras metas cambien a medida que obtengamos más información o nos veamos sorprendidos por cosas que erróneamente creíamos saber. Mientras nuestras intenciones, o valores, permanecen constantes, nuestras metas pueden variar según sea necesario. En Pixar tratamos de no renunciar nunca a nuestra ética, nuestros valores y nuestra intención de crear productos originales y de calidad. Estamos dispuestos a ajustar nuestras metas a medida que aprendemos y a esforzarnos por hacer las cosas bien, aunque no necesariamente la primera vez. Porque esa es, a mi parecer, la única manera de establecer esa otra cosa tan necesaria para la creatividad: una cultura que proteja lo nuevo.

 

 

Durante muchos años formé parte de un comité que leía y seleccionaba artículos para ser publicados en SIGGRAPH, la conferencia anual de gráficos por ordenador que he mencionado en el capítulo 2. Se suponía que esos artículos presentaban ideas que hacían avanzar el campo. El comité se componía de las figuras más prominentes del área y a todos ellos les conocía; la tarea del grupo consistía en elegir artículos concienzudamente. En cada una de las reuniones me llamaba la atención que hubiera dos tipos de seleccionadores: los que buscaban fallos en los artículos y luego trataban de cargárselos, y quienes intentaban buscar y promover las buenas ideas. Cuando los «protectores de ideas» veían fallos, los señalaban amablemente, con objeto de mejorar el artículo, no de destriparlo. Lo curioso es que los «asesinos de artículos» no eran conscientes de que estaban realizando otra labor (que, en mi opinión, a menudo consistía en mostrar a sus colegas lo mucho que sabían ellos). Ambos grupos pensaban que estaban haciendo lo correcto, pero solo uno comprendía que al buscar algo nuevo y sorprendente estaba ofreciendo la clase más valiosa de protección. Puede que hacer comentarios negativos resulte divertido, pero es mucho menos valiente que dar la cara por algo no demostrado y ofrecerle una oportunidad de crecer.

Espero que se haya dado usted cuenta de que no trato de afirmar que proteger lo nuevo debe significar aislarlo. Por mucho que admire la eficiencia de la oruga dentro de su capullo, no creo que los productos creativos deban desarrollarse en el vacío (podría decirse que ese fue uno de los errores que cometimos en la película sobre los tritones de pies azules). Conozco a gente a quien le gusta guardar su gema únicamente para sí misma mientras la está puliendo. Pero este tipo de conducta no equivale a proteger. De hecho, puede ser contraproducente y denota una incapacidad de proteger a los empleados de sí mismos. Si la historia sirve para aprender algo, algunos estarán poniendo todo su esfuerzo en pulir un ladrillo.

En Pixar, protección significa que a las reuniones para deliberar sobre el guion asisten «protectores de ideas», personas que comprenden el necesario proceso, difícil y efímero, para desarrollar lo nuevo. Significa apoyar a nuestra gente porque sabemos que las mejores ideas surgen cuando está permitido trabajar aunque aparezcan problemas. (Recuerde: las personas son más importantes que las ideas.) Por último, tampoco significa proteger eternamente lo nuevo. Llegados a cierto punto, lo nuevo debe adaptarse a las necesidades de la empresa y a las de sus muchos componentes y, desde luego, a las de la Bestia. Mientras no se permita a la Bestia pisotearlo todo y mientras no la dejemos subvertir nuestros valores, su presencia puede ser un estímulo para seguir avanzando.

En algún momento la nueva idea tiene que pasar del capullo protector a las manos de otras personas. Este proceso de compromiso suele ser muy complicado y puede resultar doloroso. En una ocasión, uno de nuestros empleados del departamento de software para efectos especiales, después de dimitir, me escribió un e-mail con dos quejas. En primer lugar, decía, no le gustaba que su trabajo consistiera en solucionar tantos pequeños problemas causados por el nuevo software. Y, en segundo lugar, se sentía decepcionado por el hecho de que no asumiéramos más riesgos técnicos en nuestras películas. Curiosamente, su trabajo consistía en resolver los problemas que surgían precisamente de asumir un importante riesgo técnico al utilizar nuevos sistemas de software. La dificultad que encontraba, y razón por la cual dimitió, radicaba, de hecho, en la complejidad de tratar de hacer algo nuevo. Me sorprendió su incapacidad para comprender que asumir un riesgo implicaba estar dispuesto a hacer frente a la dificultad creada por este.

De modo que, ¿cuándo se produce ese momento mágico en que pasamos de la protección al compromiso? Es algo así como preguntar a mamá pájaro cómo sabe cuándo tiene que expulsar del nido a su polluelo. ¿Tendrá fuerza suficiente el pajarito para volar solo? ¿Sabrá cómo tiene que utilizar las alas cuando esté cayendo para no aplastarse contra el suelo?

El hecho es que nos enfrentamos a esta pregunta en cada película. En Hollywood se utiliza el término luz verde para hacer referencia al momento, en el desarrollo de un proyecto, en que un estudio decide oficialmente que dicho proyecto es viable (otros muchos se quedan para siempre encerrados en «el limbo de los proyectos», y no llegan a ver nunca la luz). En la historia de Pixar, sin embargo, solo hemos desarrollado una película que no llegó a completarse.

Uno de mis ejemplos favoritos de cómo la protección puede dar lugar al compromiso no proviene de una película de Pixar sino de nuestro programa interno. En 1998 decidí que la empresa tendría un programa de verano, como los que ofrecen en muchas empresas de creación. Ese programa atraería gente joven a Pixar durante un par de meses para hacer prácticas con gente experimentada de producción. Pero cuando transmití la idea a nuestros directores de producción, a estos no les gustó: no tenían interés en aceptar becarios. Primero pensé que se debía a que estaban demasiado ocupados para dedicarse a atender a estudiantes sin experiencia y mostrarles cómo funcionaba todo. Pero cuando los sondeé un poco más descubrí que la resistencia no era una cuestión de tiempo sino de dinero. No querían el gasto extra de pagar a los becarios. Preferían gastar el dinero que tenían en gente con experiencia. A pesar de contar con mucho tiempo y recursos, la Bestia no dejaba de presionarles. Supongo que su reacción era una forma de protección motivada por el deseo de cuidar la película y emplear hasta el último dólar en que esta fuera un éxito. Pero esa actitud no beneficiaba a la empresa. Los programas de prácticas profesionales son mecanismos para detectar el talento y descubrir gente que encaje en la empresa. Además, los recién llegados aportan un soplo de energía. Para mí, era una decisión con la que todo el mundo salía ganando.

Supongo que sencillamente podría haber ordenado a nuestros directores de producción que añadieran el gasto de incorporar estudiantes en prácticas a sus presupuestos. Pero eso habría convertido esta nueva idea en algo antipático y molesto. Lo que hice, en cambio, fue que los becarios constaran como un gasto de la empresa. De ese modo estarían a disposición de cualquier departamento que quisiera aceptarlos, sin gastos extras. El primer año, Pixar contrató a ocho becarios, que fueron asignados a los departamentos técnico y de animación. Eran tan entusiastas y trabajadores, y aprendían tan deprisa, que todos ellos, al final, realizaban un auténtico trabajo de producción. Siete de ellos volvieron, después de terminar la carrera, a trabajar para nosotros a tiempo completo. Desde entonces el programa ha ido creciendo cada año y han sido más los directores que han estado encantados con los jóvenes becarios. No solo porque estos aprendices aligeraban el volumen de trabajo al hacerse cargo de proyectos, sino porque al enseñarles a hacer cosas a la manera de Pixar nuestra gente tenía que examinar cómo las hacía, lo que supuso mejoras para todos. Después de unos años resultó claro que no necesitábamos financiar a los becarios a partir de las arcas corporativas; a medida que el programa probaba su valía, la gente se mostraba dispuesta a absorber los costes en sus presupuestos. En otras palabras, el programa de prácticas profesionales al principio necesitó protección para abrirse camino, pero luego logró valerse por sí mismo. El año pasado tuvimos diez mil solicitudes para cien puestos.

Tanto si se trata del núcleo de la idea de una película como de un programa de prácticas en ciernes, lo nuevo necesita protección. Al contrario de lo que ya está en funcionamiento. Los gerentes no tienen que esforzarse por proteger ideas o formas de hacer negocios consolidadas. El sistema siempre trata de favorecer lo que ya forma parte de él. Es el recién llegado quien necesita apoyo para establecerse. La protección de lo nuevo —del futuro, no del pasado— debe consistir en un esfuerzo consciente.

No lo puedo evitar, pero de todas las películas de Pixar uno de mis momentos favoritos es aquel en que Anton Ego, el hastiado y temido crítico gastronómico de Ratatouille, entrega su reseña del Gusteau’s, el restaurante dirigido por nuestro héroe, la rata Remy. Con la voz del gran Peter O’Toole, Ego dice que el talento de Remy «ha puesto en cuestión todas mis ideas preconcebidas sobre la gastronomía … [y] me ha hecho ver las cosas claras». Su discurso, escrito por Brad Bird, tuvo el mismo efecto sobre mí, y resume hasta la fecha lo que pienso sobre mi trabajo.

«El trabajo de un crítico es fácil en muchos sentidos —dice Ego—. Arriesgamos muy poco y sin embargo disfrutamos de una posición superior a la de quienes ofrecen su trabajo y a sí mismos a nuestra crítica. Nos encanta hacer malas reseñas, porque son divertidas de escribir y de leer. Pero la amarga verdad a la que debemos enfrentarnos los críticos es que en el gran esquema de las cosas, cualquier mal producto es probablemente más valioso que la crítica que nosotros hacemos de él. Pero hay ocasiones en las que el crítico se arriesga al descubrir y defender algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento, con las creaciones nuevas. Lo nuevo necesita amigos.»