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Un nuevo desafío

 

 

 

«Estoy pensando en vender Pixar a Disney», anunció Steve. Decir que John y yo nos quedamos sorprendidos no se aproxima ni un ápice a lo que sentimos.

«¿Que estás qué?», respondimos ambos al unísono.

Era octubre de 2005, y acabábamos de llegar a casa de Steve, en Palo Alto, donde vivía con su esposa y sus tres hijos pequeños. Nos había invitado a cenar pero, de repente, John y yo nos habíamos quedado sin apetito.

Justo dieciocho meses antes, tras muchos y fructíferos años juntos, Disney y Pixar habían protagonizado un gran desencuentro público. Steve y Michael Eisner, presidente y director general de Disney por aquel tiempo, habían dado por finalizadas abruptamente las conversaciones para renovar su acuerdo de colaboración, y una atmósfera de hostilidad flotaba en el ambiente. Concretamente, nos sentíamos irritados porque Eisner había anunciado una nueva división dentro de Disney Animation, llamada Circle 7, que él había creado para ejercer el derecho del estudio a hacer secuelas de nuestras películas sin nuestra intervención. Se trataba de un golpe muy bajo, de un intento de neutralizarnos al impedirnos controlar los personajes que nosotros habíamos creado. Para John, era casi como si Eisner estuviera tratando de secuestrar a sus hijos. Quería a Woody, a Buzz, al perro Slinky, a Rex y al resto de los personajes tanto como a sus cinco hijos, y se sentía acongojado al pensar que ya no podría protegerlos.

¿Y ahora Steve estaba pensando en unir fuerzas con la empresa que le había hecho esto?

En retrospectiva, debo decir que yo tenía el presentimiento de que pudiera estar gestándose algo importante. Sabía que aunque la relación de Steve y Michael estuviera pasando por su peor momento, Steve todavía tenía una gran consideración por el resto de la plantilla de Disney. Por ejemplo, aunque no estuviera de acuerdo con una propuesta de los chicos de marketing de Disney, nos recordaba en privado que ellos sabían más del tema que él. Y Steve creía que la habilidad de Disney en el terreno del marketing, su dominio en el campo de los productos de consumo y sus parques temáticos, le convertía, sin lugar a dudas, en el socio perfecto para Pixar.

Cuando Steve nos dejó caer la idea de vender Pixar, yo también sabía que las cosas habían cambiado mucho dentro de Disney; en primer lugar, Eisner ya no estaba y había sido sustituido por Bob Iger. Y una de las primeras cosas que había hecho Bob como consejero delegado había sido ponerse en contacto con Steve para tratar de mejorar las relaciones. Más tarde llegaron a un acuerdo para hacer que los espectáculos más vistos en ABC estuvieran disponibles en iTunes y, fundamentalmente por esto, Steve confiaba en Bob. Para Steve ese acuerdo demostraba dos cosas: que Iger era un hombre de acción y que estaba dispuesto a hacer frente a la conservadora tendencia generalizada en la industria de oponerse a distribuir contenido de entretenimiento en internet. El acuerdo sobre iTunes no tardó ni diez días en estar listo; Iger no estaba dispuesto a que se interpusieran en su camino aquellas tendencias conservadoras por muy arraigadas que estuvieran. Pero había una realidad que seguía viva: Circle 7 estaba en funcionamiento y se preparaba para poner Toy Story 3 en producción sin nuestra intervención.

Mientras John y yo permanecíamos sentados tratando de hacernos a la idea de la fusión con Disney, Steve comenzó a recorrer la sala de estar mientras exponía las razones de por qué era la solución correcta. Había estudiado la cuestión desde todos los ángulos, por supuesto. En primer lugar, Pixar necesitaba un socio de marketing y distribución para conseguir que sus películas llegaran a los cines de todo el mundo; de acuerdo, eso ya lo sabíamos. Segundo, Steve creía que una fusión ayudaría a Pixar a aumentar su impacto creativo al permitirle moverse en una escena más grande y sólida. «Ahora mismo, Pixar es un yate —dijo—. Pero una fusión nos convertirá en un trasatlántico, en el que las grandes olas y el mal tiempo no nos afectarán tanto. Estaremos protegidos.» Al final de su discurso, Steve nos miró a los ojos y nos aseguró que no seguiría adelante sin contar con nuestras bendiciones. No obstante, nos pidió que le hiciéramos un favor antes de tomar una decisión.

«Quiero que conozcáis a Bob Iger —dijo—. Eso es todo lo que pido. Es una buena persona.»

Unos meses más tarde, en enero de 2006, se cerró el acuerdo. Pero la adquisición de los Estudios de Animación Pixar por parte de la empresa Walt Disney por 7.400 millones de dólares no fue una fusión típica. Steve se había asegurado bien de que no lo fuera. Propuso que John y yo estuviéramos al frente de Pixar y Disney Animation —yo sería el presidente, y John, el director creativo— porque, pensaba él y Bob estuvo de acuerdo, si el liderazgo de los dos estudios se encontraba en diferentes manos, surgiría una insana competencia que terminaría hundiendo a ambos. (También pensaba, sinceramente, que ponernos al frente de las dos entidades garantizaría que las tradiciones de Pixar no se vieran avasalladas por las de una empresa mucho más grande, la Walt Disney Company.)

El resultado fue que de repente John y yo tuvimos la rara oportunidad de retomar las ideas que habíamos pulido durante décadas en Pixar y ponerlas a prueba en otro contexto. ¿Funcionarían nuestras teorías sobre la necesidad de franqueza, audacia y autoconocimiento en este nuevo entorno? ¿O serían peculiaridades de nuestro pequeño taller? Encontrar las respuestas, por no mencionar cómo gestionar dos empresas muy diferentes de manera que ambas se beneficiaran, nos iba a corresponder a John y a mí.

John siempre ha considerado Pixar un estudio lleno de pioneros que se enorgullecen de haber inventado una nueva forma de arte, aspirando al mismo tiempo a alcanzar la máxima calidad narrativa. Disney Animation, en cambio, es un estudio con un gran patrimonio. Es el patrón oro de la excelencia en animación; sus empleados se mueren por hacer películas que estén a la altura de Walt, tan buenas como las que él hizo pero con el estilo de nuestra época. Para ser sincero, John y yo no teníamos ni idea de si nuestras teorías sobre cómo gestionar personas creativas funcionarían en este caso. El reto consistía en mantener la buena salud de Pixar y hacer que Disney Animation recuperara su grandeza.

Este capítulo está en gran parte dedicado a algunas de las maneras en que lo intentamos y es una de las principales razones por las que escribí este libro. Recordarán que mi nueva meta tras terminar Toy Story fue determinar cómo hacer un entorno creativo sostenible. La unión de Pixar con Disney constituyó nuestra oportunidad de demostrarnos, al menos a nosotros mismos, que lo que habíamos creado en Pixar podía funcionar también fuera. Tanto el proceso de la adquisición como su ejecución nos aportaron el estudio de caso definitivo y, en cuanto tal, fue enormemente emocionante formar parte de él. En primer lugar, hablaré de cómo se realizó la fusión porque creo que hicimos varias cosas en las primeras etapas que proporcionaron una sólida base a nuestra asociación.

 

 

«Tenéis que conocer a Bob Iger», había dicho Steve. De modo que unas semanas después fui a reunirme con él.

Quedamos para cenar cerca de los Estudios Disney en Burbank, y me cayó bien inmediatamente. Lo primero que hizo fue contarme una historia: un mes antes, durante la inauguración de Disneyland Hong Kong, tuvo una epifanía. Sucedió mientras estaba contemplando un desfile de los personajes de Disney: el pato Donald, Mickey Mouse, Blancanieves, Ariel y… Buzz Lightyear y Woody. «Pensé que los únicos personajes clásicos que habían sido creados en los últimos diez años eran personajes de Pixar», dijo Bob. Me contó que aunque la compañía Walt Disney estaba muy diversificada —desde parques temáticos hasta cruceros, o desde productos de consumo hasta películas con imágenes reales— la animación siempre sería su savia y estaba decidido a reanimar esa parte del negocio.

Una cosa de Bob que me llamó la atención fue que prefería hacer preguntas en lugar de hablar largo y tendido, y sus cuestiones eran incisivas y directas. Me dijo que en Pixar se había logrado algo inusual y él quería saber de qué se trataba. Por primera vez en todos los años que Pixar y Disney habían trabajado juntos, alguien de Disney estaba preguntando qué es lo que hacíamos para que nuestra empresa fuera diferente.

Bob ya había vivido dos importantes adquisiciones en su carrera como ejecutivo: cuando Capital Cities Communications compró la American Broadcasting Company en 1985 y cuando Disney compró Cap Cities/ABC en 1996. Una de ellas, dijo, fue una buena experiencia, y la otra fue negativa, de manera que conocía de primera mano lo destructivo que podía ser dejar que una cultura dominara a otra durante una fusión. En caso de que la adquisición de Pixar siguiera adelante, me aseguró, iba a poner todo su empeño para que tal cosa no pasara. Sus objetivos estaban claros: revivir Disney Animation manteniendo al mismo tiempo la autonomía de Pixar.

Unos días después, John cenó con Bob, y posteriormente nos reunimos para comparar nuestras notas. John estaba de acuerdo en que Bob parecía compartir nuestros valores fundamentales, pero le preocupaba que la adquisición destruyera lo que para nosotros era más valioso: una cultura de franqueza y libertad y la clase de autocrítica constructiva que permitía a nuestra gente, y a las películas que hacíamos, evolucionar hacia mejor. A menudo John compara la cultura de Pixar con un organismo vivo («Es como si hubiéramos encontrado una manera —me dijo una vez— de hacer que crezca la vida en un planeta en el que nunca antes había existido.») y no quería que nada amenazara su existencia. Creíamos que Bob tenía buenas intenciones pero nos preocupaba la capacidad que poseía la empresa más grande de aplastarnos, aunque no fuera deliberadamente. De todos modos, Bob había tranquilizado a John diciéndole que quería que trabajaran juntos para asegurarse de que eso no pasara. El acuerdo iba a ser caro, nos dijo, y al presionar a su favor ante la junta directiva de Disney, él se estaba jugando su propia reputación. ¿Por qué, preguntó Bob, iba a poner él en peligro el activo que Disney estaba comprando?

Estábamos en una encrucijada. Teníamos que tomar una decisión y había importantes factores que considerar. ¿Cómo sería en realidad la relación entre los estudios? ¿Podrían Pixar y Disney Animation prosperar independientes una de otra, seguir estando separadas pero en igualdad de condiciones?

A mediados de noviembre de 2005, John, Steve y yo nos reunimos para cenar en uno de los restaurantes favoritos de Steve en San Francisco. Mientras hablábamos de los retos que planteaba la fusión, Steve contó una historia. Veinte años antes, a principios de la década de los ochenta, Apple estaba desarrollando dos ordenadores personales —el Macintosh y el Lisa— y pidieron a Steve que dirigiera la división Lisa. No era un trabajo que le apeteciera y admitió que no lo hizo bien: en lugar de estimular al equipo del Lisa, básicamente les dijo que ya habían perdido la batalla con respecto al equipo Mac, en otras palabras, que su trabajo nunca iba a merecer la pena. Efectivamente, acabó con sus ilusiones, nos contó, y ello había sido una equivocación. En caso de que se produzca esta fusión, prosiguió, «lo que no tenemos que hacer es que la gente de Disney Animation se sienta como si fuera la perdedora. Tenemos que hacer que se sientan bien consigo mismos».

El hecho de que John y yo sintiéramos un gran cariño por Disney fue de gran ayuda para lograrlo. Ambos habíamos tratado durante toda nuestra vida de estar a la altura de los ideales artísticos de Walt Disney, de modo que atravesar las puertas de Disney Animation, con la misión de infundir nuevo vigor en su gente y ayudarles a recuperar su grandeza, resultaba abrumador pero al mismo tiempo era una misión valiosa e importante. Al finalizar la cena los tres estábamos de acuerdo. El futuro de Pixar, el de Disney y el de la propia animación serían más brillantes si uníamos nuestras fuerzas.

John y yo comprendimos que esta noticia sería recibida como una bomba por nuestros colegas de Pixar. («Imaginamos que todo el mundo se sentiría exactamente como nosotros cuando Steve dejó caer por primera vez la idea en el salón de su casa», recuerda John.) Por lo tanto, antes del anuncio oficial, teníamos que hacer todo lo que estuviera en nuestra mano para asegurarnos de que la gente se sintiera tranquila y de que habíamos tomado medidas para impedir que el cambio nos perjudicara. Con la bendición de Iger, nos pusimos a redactar un documento que llegaría a ser conocido como el Pacto Social a Cinco Años. En esta lista de siete páginas a espacio sencillo se encontraban enumeradas todas las cosas que no debían cambiar en Pixar, en caso de que la fusión siguiera adelante.

Los cincuenta y nueve puntos del documento recogían muchos temas previsibles: compensación, políticas de recursos humanos, vacaciones y prestaciones. (El punto número 1 garantizaba que el equipo directivo de Pixar seguiría ofreciendo primas a sus empleados, como siempre se ha hecho, cuando los ingresos de taquilla de una película alcanzaran un determinado límite.) Algunos de los puntos estaban estrictamente relacionados con la expresión personal. (El número 11, por ejemplo, indicaba que los empleados de Pixar deberían poder seguir ejerciendo su libertad creativa en cuanto a los nombres y cargos que figuran en sus tarjetas profesionales; el número 33 se ocupaba de que la gente de Pixar pudiera seguir «decorando el espacio de sus oficinas/cubículos como expresión de su personalidad».) Otros puntos trataban de mantener los rituales populares de la empresa. (Número 12: «Las fiestas conmemorativas (días especiales, fiestas de fin de películas, eventos varios) se mantendrán en Pixar. Celebraciones en diversos días festivos, fiestas al terminar las películas, la exposición anual de coches, el concurso de aviones de papel, las festividades del cinco de mayo y la barbacoa de verano son algunas de ellas».) Unos más tenían el objetivo de garantizar la supervivencia del espíritu igualitario de Pixar. (Número 29: «Ningún empleado gozará de plaza de aparcamiento asignada, ni siquiera los ejecutivos. El régimen de ocupación de las plazas se regirá por la ley “El primero que llega, la ocupa”».)

No podíamos decir con seguridad que estos puntos que tratábamos de salvaguardar fueran los que nos habían catapultado al éxito, pero creíamos firmemente en ellos e íbamos a hacer todo lo posible por impedir que cambiaran. Éramos diferentes y, dado que pensábamos que ser diferentes nos ayudaba a mantener nuestra identidad, queríamos seguir siendo de esa manera.

Había otro factor importante que formaba parte del trato y que no fue recogido en su momento. Se trataba de la cuestión de la confianza. Cuando estábamos a punto de concluir la fusión, a la junta directiva de Disney no le gustó el hecho de que los principales talentos de Pixar no estuvieran sujetos a un contrato.

Si Disney nos compraba y luego John o yo o algunos otros líderes abandonaban la empresa, creían ellos, aquello sería un desastre, de modo que pidieron que todos nosotros firmáramos contratos antes de proseguir con la operación. Nos negamos. Un principio de la cultura de Pixar es el de que la gente debe trabajar allí porque desea hacerlo, no porque se lo exija un contrato, y como resultado, en Pixar nadie estaba bajo contrato. Pero aunque este rechazo estuviera basado en uno de nuestros valores fundamentales, hizo que la operación resultara cuestionable para Disney. Al mismo tiempo, en Pixar existía una considerable preocupación por que la burocracia de Disney destruyera sin querer lo que habíamos construido. Ambas partes, por lo tanto, se sentían amenazadas. Sin embargo, las dos empresas habían apostado también por la confianza. Cada una sentía como obligación personal estar a la altura del acuerdo, y creo que aquella fue la mejor manera de comenzar nuestra relación.

El día de la venta Bob voló hasta la sede central de Pixar, en Emeryville, cerca de Oakland, para hacerla pública, y una vez que los documentos estuvieron firmados, y las bolsas, notificadas, Steve, John y yo subimos a un escenario en el extremo del patio de Pixar y saludamos a nuestros ochocientos empleados. Este era un momento crucial para la empresa y queríamos que nuestros colegas comprendieran su génesis y cómo iba a funcionar la fusión.

John, Steve y yo, uno por uno, hablamos de los motivos que habían conducido a aquella operación, de que Pixar necesitaba un socio fuerte, de que era una etapa positiva de nuestra evolución, y de lo decididos que estábamos, a pesar de los cambios, a proteger nuestra cultura. Al mirar las caras de nuestros compañeros, pude apreciar que estaban disgustados, tal como habíamos presentido que se sentirían. Nosotros también estábamos afectados. Queríamos a nuestros colegas y a la empresa que habían construido y conocíamos la enormidad del cambio que estábamos poniendo en marcha.

Hicimos subir a Bob al escenario y nuestra gente lo recibió con una calidez de la que me sentí orgulloso. Bob dijo al personal de Pixar exactamente lo que nos había dicho a nosotros: que sobre todo le gustaba el trabajo que hacíamos, pero también que había vivido una fusión mala y otra buena y que estaba decidido a que esta saliera bien. «Disney Animation necesita ayuda, de modo que tengo dos opciones —dijo—. Una, dejar el puesto en manos de la gente que ya está al cargo; o dos, acudir a las personas en quienes confío, personas que han demostrado saber contar buenas historias y han construido personajes que gustan a la gente. Esto es Pixar. Les prometo que la cultura de Pixar estará bien protegida.»

Más tarde, durante una conferencia telefónica de una hora de duración con los analistas, Steve y Bob tomaron una medida decisiva para cumplir esa promesa: anunciaron que Circle 7 sería cerrado. «Para nosotros es importante —dijo Steve— que si se van a hacer secuelas, las hagan las personas que participaron en la película original.»

Al terminar la larga jornada John, Steve y yo tuvimos por fin la oportunidad de tomarnos un respiro; entonces enfilamos las escaleras y nos encerramos en mi despacho. En cuanto la puerta se hubo cerrado detrás de nosotros, Steve nos rodeó con sus brazos y comenzó a llorar, derramando lágrimas de orgullo y alivio y, por qué no, de amor. Había logrado proporcionar a Pixar —la empresa que, de proveedor de hardware que lucha por abrirse camino, él había ayudado a convertirse en bastión de la animación— las dos cosas que necesitaba para resistir: un valioso socio corporativo en Disney y un auténtico partidario en la persona de Bob.

A la mañana siguiente John y yo volamos a la sede central de Disney, en Burbank. Allí había muchas manos que estrechar y ejecutivos que conocer, pero nuestro principal objetivo era presentarnos a los ochocientos hombres y mujeres que trabajaban en Disney Animation para asegurarles que veníamos en son de paz. A las tres en punto entramos en el escenario 7 de los estudios de filmación Disney, un cavernoso espacio abarrotado con el personal de animación formando una piña.

Bob fue el primero en hablar. Dijo que la adquisición de Pixar no debía ser tomada por una falta de respeto al personal de Disney sino como una prueba de su amor por la animación y de que la consideraba el negocio principal de Disney. Cuando me tocó hablar a mí, lo hice brevemente. Expliqué a mis nuevos colegas que una empresa solo podía ser grande si sus empleados estaban dispuestos a hablar con franqueza. Desde aquel día, dije, todos los empleados de Disney Animation debían sentirse libres de hablar con cualquier compañero, fuera cual fuera su cargo, sin miedo a las represalias. Este era un principio fundamental de Pixar, aunque me apresuré a añadir que aquella era la primera vez que yo iba a importar una idea de Emeryville sin discutirla antes con ellos. «Debéis saber ante todo que no quiero que Disney Animation sea un clon de Pixar», dije.

Estaba ansioso por pasar el micrófono a John, el espíritu afín a quien tantos de los artistas de la sala reverenciaban. Intuía que la presencia de John les tranquilizaría con respecto a la transición, y estuve en lo cierto. John dio un apasionado discurso sobre la importancia del guion y el desarrollo de los personajes y sobre cómo ambos mejoraban cuando artistas y cineastas trabajaban juntos en una cultura de respeto mutuo. Habló sobre lo que significaba ser una compañía de animación enfocada a los directores que realizaba películas surgidas directamente del corazón de sus creadores y que conectaban de una forma auténtica con el público.

A juzgar por lo que aplaudían los empleados de Disney, deduje que nuestras palabras —tal como Steve nos había pedido— no les hicieron sentirse como si hubieran perdido la batalla. Años más tarde pregunté al director Nathan Greno, que llevaba una década en Disney Animation cuando nosotros llegamos, qué pensó aquella mañana cuando se anunció la fusión. «Quizá la Disney para la que yo quería trabajar cuando era un niño volverá a ser lo que era», eso es lo que cruzó por su mente aquella mañana.

 

 

El primer día que fui a Burbank, llegué a Disney Animation antes de las ocho de la mañana. Quería recorrer sus pasillos antes de que hubiera nadie, simplemente para ir conociendo el terreno. Había quedado con Chris Hibler, director de las instalaciones de Disney, para que me acompañara en mi recorrido. Comenzamos por el sótano y lo primero que me llamó la atención fue la extraña falta de objetos personales sobre las mesas de los empleados. En Pixar, las zonas de trabajo son, en la práctica, altares dedicados a la personalidad, decorados, adornados y modificados para expresar las peculiaridades y pasiones de la persona que ocupa ese espacio. En cambio, allí los despachos eran espacios estériles, cortados por el mismo patrón, totalmente carentes de personalidad. La primera vez que se lo mencioné a Chris murmuró alguna evasiva y siguió caminando. Pero el ambiente era tan inhóspito que a los pocos minutos se lo volví a plantear, y una vez más esquivó el comentario. Mientras subíamos la escalera en dirección al centro del edificio, me volví y pregunté directamente a Chris por qué razón la gente de un entorno tan creativo no personalizaba nada las zonas de trabajo. ¿Existía una política en contra? El lugar parecía, dije, como si allí nunca hubiera nadie. En este momento, Chris se detuvo y me miró a la cara. Antes de mi llegada, me confió, se había pedido a todo el mundo que limpiara sus despachos para causar una «buena primera impresión».

Ese fue el primer indicio de la cantidad de trabajo que nos aguardaba. Lo alarmante para mí no era la falta de cachivaches. Era la omnipresente sensación de alienación y miedo que representaba la total falta de individualidad. Daba la impresión de que se hiciera hincapié en impedir los errores; aunque se tratara de algo tan nimio como la decoración de una oficina, nadie se atrevía a conducirse con naturalidad o a cometer un error.

Esa sensación de alienación también se reflejaba en el diseño del propio edificio. Su distribución parecía impedir la colaboración y el intercambio de ideas que para Steve, para John y para mí eran tan fundamentales para el trabajo creativo. Los empleados se distribuían en cuatro pisos, lo cual convertía en toda una odisea dejarse caer por el despacho de alguien. Los dos pisos inferiores eran como mazmorras, con techos bajos y deprimentes, muy pocas ventanas y casi sin luz natural. En lugar de estimular y promover la creatividad, no podrían haber resultado más asfixiantes y propensos al aislamiento. En el último piso los despachos de los ejecutivos estaban protegidos por un imponente portal que disuadía de entrar y propagaba una especie de vibración procedente de una comunidad atrincherada. En pocas palabras, lo que encontré fue un malísimo entorno de trabajo.

Por lo tanto, una de las tareas más apremiantes fue realizar cierta remodelación básica. Lo primero que hicimos fue convertir la nada amistosa zona de los ejecutivos del piso superior en dos espaciosas salas en las que los cineastas pudieran reunirse para intercambiar ideas sobre sus películas. John y yo situamos nuestros despachos en el segundo piso, justo en medio de todo, y eliminamos los cubículos de las secretarias, que habían funcionado como una especie de barrera de acceso (en cambio, la mayoría de las secretarias consiguió una oficina propia). John y yo nos empeñamos en dejar abiertas las persianas de nuestro despacho para que la gente pudiera vernos y nosotros la viéramos a ella. Nuestra meta, en cuanto a lo que decíamos así como a lo que hacíamos, era comunicar transparencia. En lugar de un portal que nos separara a «nosotros» de «ellos», instalamos una alfombra cuyas brillantes bandas de colores, a modo de los carriles de una carretera, guiaban a la gente hacia nuestras oficinas, en vez de alejarla de ellas. Tiramos varias paredes para crear un espacio de reunión central justo enfrente de nuestras puertas, al que añadimos un nuevo café y un snack bar.

Puede que todo esto parezcan detalles simbólicos o incluso superficiales, pero los mensajes que transmitían sentaron las bases de otros cambios organizativos más importantes. Y había muchos por venir. En el capítulo 10 he contado que eliminamos al «grupo de supervisión» encargado de realizar informes de producción para asegurarse de que las películas iban avanzando según los planes, pero que en realidad no hacían más que minar la moral del personal. Lamentablemente ese grupo era uno más de diversos mecanismos jerárquicos que estaban obstaculizando la creatividad en Disney Animation. Hicimos todo lo posible por enfrentarnos a cada uno de ellos, pero debo admitir que al principio resultó muy duro.

Dado que no conocíamos a fondo a la gente, los directores y los proyectos de Disney, tuvimos que realizar un rápido repaso. John y yo pedimos que se nos informara de las películas que estaban en vías de realización y yo me entrevisté con cada uno de los responsables, productores y directores del estudio. A decir verdad, no pude deducir mucho de aquellas entrevistas, pero no fueron una pérdida de tiempo; puesto que John y yo éramos percibidos como los nuevos jefes del cotarro, resultó positivo demostrarles que simplemente yo era un ser humano, dispuesto a sentarme y a hablar. En general nos dimos cuenta de que el planteamiento que hacía el estudio de las películas no funcionaba, pero no sabíamos si era porque sus responsables carecían de habilidad o simplemente porque estaban mal preparados. Tuvimos que empezar por asumir que habían heredado malas prácticas y que nuestro trabajo consistía en volverles a enseñar. Esto nos condujo a buscar personas que estuvieran dispuestas a progresar y a aprender, pero eso es algo que no se puede apreciar rápidamente y teníamos a cerca de ochocientas personas a las que evaluar.

A pesar de todo, nos dispusimos a preparar una estrategia.

Necesitábamos crear una versión del Braintrust y enseñar a la gente del estudio a trabajar con ella. Aunque los directores se llevaban bien, en Disney cada película debía competir con las demás por los recursos, de manera que no tenían cohesión como grupo. Teníamos que invertir la tendencia para crear un saludable circuito de feedback.

Había que descubrir quiénes eran los líderes reales del estudio (es decir, no dar por sentado que lo eran las personas del departamento ejecutivo).

Estaba claro que había una rivalidad interna entre los departamentos de producción y los grupos técnicos. En mi opinión, esa rivalidad surgía de malentendidos y no de algo realmente sustancial. Era preciso solucionarlo.

Desde el principio tomamos la decisión de que mantendríamos Pixar y Disney Animation completamente separadas. Fue una decisión fundamental que no resultaba obvia para la mayoría de la gente. En general se suponía que Pixar haría las películas en 3D, y Disney, las que eran en 2D. O que fusionaríamos ambos estudios u ordenaríamos que Disney utilizara las herramientas de Pixar. Pero la clave, para nosotros, era la separación.

John y yo comenzamos a desplazarnos, al menos una vez a la semana, de Emeryville a Burbank. Al principio se nos unió el director financiero de Pixar para ayudarnos a planear y a poner en marcha los cambios de procedimiento, y uno de nuestros jefes técnicos ayudó a Disney a reformar su grupo técnico. Aparte de eso, no permitimos que ninguno de los estudios realizara ningún trabajo de producción para el otro. Una vez establecidas estas estrategias, podíamos ponernos a pensar en lo que haríamos a continuación.

 

 

Un alto ejecutivo de Disney me sorprendió muy pronto al decirme que no entendía por qué Disney había comprado Pixar. Este supuesto amante de las analogías deportivas me dijo que Disney Animation se encontraba cerca de la meta, dispuesta a marcar un tanto. Pensaba que Disney estaba a punto de solucionar sus problemas y poner fin a un improductivo período de dieciséis años sin ninguna película de éxito. Me gustaba su coraje y su disposición a hablar claro, pero le dije que si quería continuar en la empresa tenía que averiguar por qué, en realidad, Disney no se encontraba cerca de la meta y no estaba a punto de marcar ningún tanto ni a punto de solucionar sus problemas. Era un ejecutivo inteligente, pero con el tiempo me di cuenta de que pedirle ayuda para desmontar la cultura que él había construido era demasiado, así que tuve que despedirlo. Estaba tan obcecado en los procesos establecidos y en la noción de tener «razón» que no podía ver lo sesgado de su forma de pensar.

Al final, la persona a la que acudí en busca de liderazgo fue la que muchos suponían sería la primera que yo descartaría: Andrew Millstein, el jefe de Circle 7. Muchos pensaban que John y yo automáticamente consideraríamos maldito a cualquiera relacionado con aquellas «secuelas» de Pixar, pero en realidad nunca se nos había pasado por la cabeza algo así. La gente de Circle 7 no tenía nada que ver con la decisión de hacer secuelas de las películas de Pixar; simplemente la habían contratado para realizar un trabajo. Cuando me senté a trabajar con él, Andrew me sorprendió por lo atento y dispuesto que se mostraba a comprender el nuevo rumbo que estábamos marcando. «Nuestros realizadores han perdido su capacidad de expresión —me dijo, para resumir el problema—. No es que no tengan deseos de expresarse, sino que hay un desequilibrio de fuerzas en la organización, no solo dentro de ella, sino entre ella y el resto de la corporación, que merma la validez de la expresión creativa. El equilibrio es inexistente.»

Es fácil apreciar que Andrew hablaba mi idioma. Era alguien con quien yo podía trabajar. Al final le nombramos director general del estudio.

Otro golpe de suerte para nosotros fue que nuestro responsable de recursos humanos en Disney Animation fuera Ann Le Cam. Aunque estuviera impregnada del viejo estilo de hacer las cosas, Ann tenía curiosidad intelectual y estaba dispuesta a remozar la imagen del estudio de animación. Ella me guiaba por los entresijos de Disney, mientras yo la animaba a concebir su trabajo de forma diferente. Por ejemplo, poco después de mi llegada vino a mi oficina y me presentó un plan a dos años que describía exactamente cómo deberíamos gestionar diversas cuestiones de personal que estaban en marcha. El documento concretaba los objetivos que debíamos alcanzar y cuándo hacerlo. Era un trabajo meticuloso y Ann había dedicado dos meses a prepararlo, así que fui muy amable con ella cuando le dije que no era eso lo que yo quería. Para mostrarle lo que deseaba, le dibujé una pirámide en una hoja de papel. «Lo que has hecho en este informe es afirmar que en dos años estaremos aquí —dije, señalando con el lápiz la punta de la pirámide—. Una vez que lo has afirmado, es humano centrarse en lograr que se haga realidad. Dejarás de pensar en otras posibilidades. Limitarás tu pensamiento y defenderás ese plan porque tu nombre estará puesto en él y te sentirás responsable.» Entonces comencé a dibujar líneas en la pirámide para mostrarle cómo prefería que lo planteara.

 

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La primera línea que tracé (Fig. 1, arriba) representaba dónde podríamos plantearnos llegar en tres meses. La siguiente (Fig. 2) representaba dónde podríamos llegar en tres meses más (y observarán que no se correspondía con los límites del plan a dos años de Ann). Lo más probable es que terminemos en algún lugar que no sea la cima de la pirámide que ella había imaginado, dije yo. Y así era como debería ser (Fig. 3). En lugar de fijar un rumbo «perfecto» para lograr metas en el futuro (y aferrarse a ellas firmemente), quería que Ann estuviera dispuesta a introducir reajustes a lo largo del camino, que se mostrara flexible y aceptara los cambios que fueran surgiendo. No solo captó intuitivamente lo que le estaba diciendo, sino que inmediatamente emprendió una penosa reestructuración de su propio equipo para adecuarlo a la nueva forma de pensar.

Algunas de las cosas del estudio que debían ser solucionadas saltaban a la vista. Por ejemplo, a medida que hablábamos con los directores de Disney, descubrimos que estaban habituados a recibir tres series de notas con comentarios sobre sus películas. Unas procedían del departamento de desarrollo del estudio; otras, del director del estudio, y otras, del propio Michael Eisner. En realidad no se trataba de «comentarios». Eran órdenes que se entregaban en forma de lista, con casillas en cada una de ellas que había que marcar a medida que se iban cumpliendo. Lo peor era que ninguna de las personas que daban esas órdenes había hecho jamás una película, y las tres series de notas a veces se contradecían entre sí, dotando los comentarios de una especie de cualidad esquizofrénica. Este concepto chocaba frontalmente con lo que creíamos y practicábamos en Pixar, y lo único que podía originar era un producto de mala calidad, así que hicimos un comunicado: desde aquel día, no habría más notas de obligado cumplimiento.

Los directores de Disney Animation necesitaban un sistema de comentarios que funcionara, de modo que nos pusimos inmediatamente a ayudarles a crear su propia versión del Braintrust, un entorno seguro en el que solicitar respuestas sinceras sobre los proyectos en curso e interpretarlas. (El hecho de que se llevaran bien y confiaran unos en otros ayudó mucho. Incluso antes de nuestra llegada, nos dijeron, habían formado su propio sistema para contrastar opiniones, llamado Story Trust, pero la falta de comprensión del concepto por parte de la dirección le había impedido evolucionar hasta convertirse en un foro coherente.) Enviamos lo antes posible a Pixar a una docena de guionistas y directores de Disney para que presenciaran una sesión del Braintrust dedicada a Ratatouille, de Brad Bird. John y yo les dijimos que solamente tenían permitido observar, no participar. Queríamos que actuaran de meros observadores para que vieran lo diferentes que pueden ser las cosas cuando la gente se siente libre de hablar con franqueza y cuando los comentarios se dan para ayudar y no para ridiculizar a nadie.

Al día siguiente varios directores, escritores y editores de Pixar acompañaron a la tropa de Disney de vuelta a Burbank para observar una reunión del Story Trust sobre una película que se estaba realizando llamada Meet the Robinsons. También en este caso insistimos en que el equipo de Pixar observara en silencio, sin decir nada. Creo que aquel día noté un poco más de relajación en la sala, como si la gente de Disney estuviera calibrando cautamente los límites de su nueva libertad, y la productora de la película me dijo más tarde que fue la sesión de comentarios más constructiva que había presenciado nunca en Disney. Sin embargo, tanto John como yo detectamos que aunque todo el mundo asumía la idea de la franqueza a un nivel intelectual e intentaba acercarse a ella cuando se le decía que lo hiciera, la franqueza todavía tardaría un tiempo en ser algo natural.

Un momento clave de esta evolución tuvo lugar en otoño de 2006, nueve meses después de la fusión, durante una reunión del Story Trust en Burbank. Sucedió tras un visionado bastante desastroso de American Dog, una película estructurada en torno a un famoso y mimado actor canino (una especie de Rin Tin Tin) que se creía el personaje del superhéroe que había representado en televisión. Cuando se encontró perdido en el desierto, tuvo que aceptar por primera vez que su vida ordenada y totalmente escrita de antemano no le había preparado para afrontar que carecía de poderes especiales. Todo eso no estaba mal, pero en algún punto el argumento introducía también a una chica exploradora radioactiva, vendedora de galletas, zombie y asesina en serie. Me encantan las chifladuras, pero esta, en concreto, había hecho metástasis. La película estaba todavía buscando su rumbo, por decirlo de forma suave, de modo que John inició la reunión, como hace siempre, centrándose en las cosas que le gustaban de la película. También indicó que veía algunos problemas, pero quería dar a los chicos de Disney la oportunidad de tomar la iniciativa, de manera que en lugar de profundizar y concretar mucho, cedió la palabra a los presentes. Durante toda la reunión los comentarios mantuvieron un nivel superficial, extrañamente optimistas, ya que a juzgar por las opiniones nadie había adivinado que la película era un completo caos. Más tarde uno de los directores de Disney me confió que mucha de la gente que había en la sala tenía grandes reservas con respecto a la película, pero no dijeron lo que pensaban porque John había comenzado exponiendo las cosas de manera tan positiva. Basándose en sus comentarios, no querían atacar lo que parecía gustarle. Al no confiar en su propio instinto, se mantuvieron callados.

John y yo organizamos inmediatamente una cena con los directores, y les dijimos que si volvían a recurrir de nuevo a ese tipo de planteamiento, estaríamos acabados como estudio.

«Disney Animation era una especie de perro al que habían apaleado muchas veces —me dijo Byron Howard, el director, cuando le pedí que describiera la forma de pensar aplicada en aquel caso—. El equipo quería tener éxito, pero le daba miedo entregarse a algo que no iba a tenerlo. Se podía sentir ese miedo. Y en las reuniones de comentarios todo el mundo temía tanto herir la sensibilidad de los demás que se reprimían. Teníamos que aprender que no estábamos atacando a la persona, sino al proyecto. Solo entonces podríamos crear un crisol en el que quemar todo lo que no funciona y dejar lo más consistente.»

Adquirir confianza lleva tiempo; no existe un método abreviado para comprender que, en realidad, ganamos y perdemos juntos. Sin un entrenamiento atento —hablar en privado con personas que no dijeron lo que pensaban en una reunión concreta, por ejemplo, o animar a aquellos que parecen estar siempre dudando si salir o no a la palestra— nuestros progresos podrían haberse estancado fácilmente. Decir la verdad no es fácil. Pero puedo asegurar que, hoy, el Story Trust de Disney se compone de personas que comprenden no solo que tienen que afrontar la dura labor de hablar con franqueza, sino que saben hacerlo bien.

En aquellos primeros meses también logramos fortalecer la confianza en el estudio de otra manera: al igual que nosotros nos habíamos negado a firmar contratos laborales, procedimos ahora a eliminar los contratos de todo el mundo. Al principio la gente pensó que se trataba de una jugada para quitarles poder a los empleados y darles menos seguridad. De hecho, lo que pienso de los contratos laborales es que dañan tanto al empleado como al patrono. Los contratos en cuestión eran unilaterales a favor del estudio, y tenían consecuencias negativas inesperadas. En primer lugar suprimían toda comunicación efectiva entre jefes y empleados. Cuando a alguien le surgía un problema con la empresa, no tenía mucho sentido quejarse ya que estaban sujetos a un contrato. Si alguien no cumplía bien con sus obligaciones, por otro lado, tampoco tenía sentido echárselo en cara; su contrato simplemente no sería renovado, y esa podría ser la única ocasión en la que se hablaría con el empleado sobre su necesidad de mejorar. Todo el sistema desalentaba y devaluaba la comunicación cotidiana y era culturalmente disfuncional. Pero como todo el mundo se había habituado a él, estaban ciegos al problema.

Yo quería romper ese ciclo. Creía que era responsabilidad nuestra asegurarse de que Disney Animation fuera un lugar en el que la gente quisiera trabajar; si nuestra gente con más talento podía marcharse, tendríamos que espabilarnos para que estuviera contenta. Cuando alguien tuviera un problema, queríamos que emergiera cuanto antes a la superficie, no que se enconara. La mayoría de las personas sabe que no siempre puede salirse con la suya, pero es muy importante que adviertan que están siendo tratadas con honradez y que también ellas serán escuchadas.

 

 

Como he dicho, desde el principio decidimos que Pixar y Disney Animation deberían ser entidades completamente separadas. Lo que eso significaba era que ninguna de las dos haría trabajo de producción para la otra, por muy apremiantes que fueran las fechas de entrega o por muy dura que fuera la situación. Sin excepciones. ¿Por qué? Porque mezclar las dos plantillas habría sido una pesadilla burocrática. Pero también había implantado un principio general de gestión. En pocas palabras, queríamos que cada estudio supiera lo que podía asumir por sí mismo y que solucionara sus propios problemas. Si permitíamos que un estudio tomara personal y recursos prestados del otro para resolver un problema, el resultado sería que el problema quedaría encubierto. No permitir esos trasvases fue una decisión consciente por nuestra parte; así obligábamos a aflorar a los problemas para poder hacerles frente.

Casi inmediatamente, tuvimos una crisis con Ratatouille que pondría gravemente a prueba esta política.

Ya he mencionado antes que a mitad de esta película cambiamos de directores y trajimos a Brad Bird, recién salido de los Los Increíbles, cuyos cambios en el guion exigieron una importante remodelación técnica. Concretamente, mientras en la anterior versión todas las ratas caminaban sobre dos patas, Brad creía con firmeza que deberían andar sobre cuatro (con la excepción de Remy, nuestro héroe), como ratas auténticas. Eso significó que el rigging de las ratas, una serie de complejos controles que permite a los animadores manipular la forma y la posición del modelo informatizado, tuvo que ser sometido a grandes cambios. Al encontrarse retrasado con relación al calendario, el equipo de producción de Pixar creyó que no contaba con los recursos necesarios para rehacer el rigging tal como la decisión de Brad sobre las cuatro patas exigía. El productor dijo que no podrían terminar la película para la fecha acordada a menos que llamaran a algunos empleados de Disney que se encontraban en una pausa entre proyectos, para que ayudaran. Nosotros dijimos que no. Ya habíamos explicado las razones a todo el mundo, pero supongo que querían comprobar si hablábamos en serio. No puedo culparles; conseguir personal extra era más sencillo que tener que resolver los problemas. Pero al final, el equipo de Ratatouille logró terminar a tiempo la película con los recursos que tenía.

Poco después, Disney tendría su propia crisis con American Dog. Ya he hablado de la aparición de la historia de una asesina en serie, la cual, aunque siempre nos enorgullecíamos de estar abiertos a nuevas ideas, resultaba muy siniestra para una película familiar. A pesar de nuestros recelos, decidimos dar una oportunidad a la película para que evolucionara. Encontrar la línea argumental de un film siempre lleva tiempo, nos dijimos. Pero después de que el Story Trust se reuniera durante diez meses —y con muy pocos avances— llegamos a la conclusión de que la única opción era empezar de cero el proyecto. Pedimos a Chris Williams, un veterano guionista conocido sobre todo por Mulan y El emperador y sus locuras, y a Byron Howard, por aquel entonces supervisor de animación de Lilo y Stitch, que se incorporaran como directores. Se pusieron inmediatamente a rediseñar la película. La asesina en serie fue suprimida y la película fue rebautizada como Bolt. Uno de los principales problemas, pensaban, era que el propio Bolt no era lo bastante atractivo visualmente para soportar el peso de la película. «Sencillamente no estaba listo —recordaba Byron, y añadió:— Justo antes de la Navidad de 2007, tuvimos una reunión llamada “Este perro pinta mal”, en la que nos preguntamos qué demonios íbamos a hacer al respecto. Entonces dos de nuestros animadores dieron un paso al frente y se ofrecieron para trabajar con nuestros riggers durante las vacaciones de Navidad para rehacer al perro. Pasaron allí las dos semanas de vacaciones, pero, cuando regresamos, Bolt había pasado de un 20 por ciento a un 90 por ciento de atractivo.»

Con mucho trabajo por delante y poco tiempo para hacerlo, Clark Spencer, el productor de Bolt, preguntó si podían contar con gente de producción de Pixar. Una vez más, John y yo dijimos que no. Creíamos que era importante que cada estudio supiera, una vez terminada la película, que nadie les había echado un cable, que la habían hecho ellos solos.

Chris me dijo más tarde que estar al frente de una producción cuyo equipo mostraba un compromiso tan fuerte, bajo tanta presión, era muy estimulante. «Era asombroso verme dirigiendo algo tan electrizante para todo el estudio —recordaba—. En mis quince años en Disney, nunca había visto a la gente trabajar tan duro y quejarse tan poco. Estaban realmente entregados al proyecto; sabían que era la primera película a las órdenes de John y querían que estuviera a su altura.»

Lo cual fue algo bueno, porque resultó que se estaba avecinando otra crisis.

Con la película ya muy avanzada, surgieron problemas con Rhino el Hámster, el fiel aunque iluso secuaz de nuestro héroe, y el personaje más divertido de la película. A comienzos de 2008, cuando solamente faltaban unos pocos meses para pasar a producción, los animadores informaron de que la animación de Rhino estaba demostrando necesitar un tiempo prohibitivo. Lo curioso es que el problema era el contrario del que Pixar había tenido en Ratatouille. El nuevo guion exigía que Rhino fuera capaz de caminar sobre dos patas, aunque originalmente hubiera sido diseñado para hacerlo sobre cuatro. Dicho así no da la impresión de ser demasiado grave, pero animar un personaje de dos patas con un rigging diseñado para un movimiento a cuatro patas es extremadamente difícil de conseguir sin que el personaje parezca distorsionado. Se trataba de un contratiempo importante. Rhino era fundamental para el humor y el desarrollo de la película, pero los animadores dijeron que era tan difícil de animar que les resultaba imposible terminar la película a tiempo. Desesperados, acudimos en busca de ayuda a los directores técnicos y les preguntamos si podían simplificar el rigging del personaje para que fuera más sencillo de animar. ¿Su respuesta? Rehacer el rigging nos llevaría seis meses, que era todo el tiempo del que disponíamos para terminar la película. En otras palabras, estábamos fastidiados.

John y yo convocamos una reunión de toda la empresa. Explicamos la situación y soltamos lo que en Disney algunos siguen llamando «el discurso Toyota», en el que yo describí el compromiso de la empresa fabricante de automóviles de delegar responsabilidades en sus empleados y permitir que los trabajadores de la línea de montaje tomen decisiones cuando surgen problemas. En particular, John y yo hicimos hincapié en que en Disney nadie necesitaba esperar un permiso para aportar soluciones. ¿De qué sirve contratar personas inteligentes, dijimos, si no se les permite arreglar lo que se ha estropeado? Durante demasiado tiempo, una cultura del miedo había bloqueado a quienes deseaban saltarse los protocolos aceptados en Disney. Esa clase de pusilanimidad no iba a hacer grande a Disney Animation, dijimos. En cambio, la innovación sí, y sabíamos que eran capaces de aportarla. Les retamos a que se acercaran y nos ayudaran a solucionar el problema.

Después de esta reunión, tres miembros del equipo se encargaron de rehacer el rigging de Rhino durante el fin de semana. En una semana, el proyecto estaba de nuevo en marcha.

¿Por qué se había pensado en un principio que un problema que se tardó unos días en arreglar llevaría seis meses hacerlo?

La respuesta, creo, se encuentra en el hecho de que durante demasiado tiempo los directores de Disney Animation concedieron un gran valor a la prevención de errores por encima de cualquier otra cosa. Sus empleados sabían que habría represalias si se cometían fallos, de modo que el principal objetivo era no tenerlos nunca. En mi opinión, ese miedo institucional era lo que se ocultaba tras la complicación de rehacer el rigging de Bolt. Con las mejores intenciones, los directores de producción de la película habían respondido a la crisis con un calendario que garantizara un personaje totalmente funcional y sin errores. (Lo irónico es que si solo se tarda unos días en hallar una solución, no te preocupas demasiado si hay errores porque tendrás un montón de tiempo para enmendarlos.) Pero en este caso, y creo que en la mayoría de ellos, tratar de suprimir los fallos era precisamente lo que no había que hacer.

Para que tres personas se reunieran por su cuenta e idearan soluciones, teníamos que inculcar un espíritu en Disney Animation que alentara esa conducta independientemente de si tenían o no éxito. Ese espíritu había existido antes en el estudio, pero estaba tristemente ausente cuando nosotros llegamos. Fue realmente estimulante presenciar su regreso, a todo trapo, con Bolt. Chris, Byron y su equipo creativo estaban dispuestos y reaccionaron positivamente, y lo más importante es que eran capaces de descartar el concepto de la forma «correcta» de solucionar un problema y sustituirlo por el de arreglar realmente el problema, una distinción sutil pero fundamental.

Antes incluso de que Bolt recibiera buenas críticas e hiciera una sustanciosa recaudación en taquilla, el impacto de estas victorias internas había revitalizado las filas de Disney Animation. Al unir fuerzas habían convertido un proyecto aburrido y estancado en otro apasionante, y encima en un tiempo récord. A principios de 2009, cuando la película fue nominada al Oscar como mejor largometraje de animación, la noticia fue recibida como una gratificación adicional. A veces resulta difícil percibir la diferencia entre lo que es imposible y lo que es posible (pero que requiere un gran esfuerzo). En una empresa creativa, confundir ambas cosas puede ser fatal y, sin embargo, saber distinguirlo siempre recompensa. En Disney, Bolt fue la película que demostró que esto es verdad. Y nosotros tuvimos algo que ver con ello.

 

 

No se suele hablar de ese tema, pero después de la fusión se estuvo discutiendo la posibilidad de cerrar completamente Disney Animation. El argumento a favor, expresado entre otros por Steve Jobs, se basaba en que John y yo tendríamos que abarcar demasiado para poder hacer un buen trabajo en ambos lugares y en que deberíamos centrar nuestras energías en mantener la fuerza de Pixar. Pero John y yo queríamos a toda costa ayudar a revivir Disney Animation, y Bob Iger nos apoyó. Estábamos profundamente convencidos de que el estudio podría recuperar la excelencia.

No obstante, la preocupación de Steve por nuestra resistencia o, dicho de otra manera, por nuestra incapacidad de estar en dos lugares a la vez, no carecía de fundamento. Solo contábamos con ciertas horas al día y, por definición, Pixar recibiría menos atención que antes. Desde el momento en que se anunció la fusión, John y yo tratamos de mitigar los miedos de nuestros colegas celebrando varias reuniones con cualquiera que quisiera saber algo más sobre por qué pensábamos que la fusión tenía sentido. Por lo tanto, en cuanto empezamos a pasar más tiempo en Disney, la sensación general en Pixar, que muchas personas nos transmitían directamente a John y a mí, era que nuestra menor presencia en Emeryville, y nuestra mayor concentración en las necesidades de Burbank, era un mal síntoma para la empresa. Un director de Pixar comparó la situación con las secuelas de un divorcio, cuando tus padres se vuelven a casar y adoptan a los hijos de los nuevos cónyuges. «Nos sentíamos como los hijos originales, y aunque habíamos sido buenos, los niños adoptados recibían todas las atenciones —nos dijo—. Estamos siendo castigados, en cierto sentido, por necesitar menos ayuda.»

Yo no quería que Pixar se sintiera abandonada, pero tengo que admitir que vi un aspecto positivo en esta nueva realidad. Era la oportunidad de que otros directivos de Pixar asumieran nuevas responsabilidades. Como John y yo llevábamos tanto tiempo en la empresa, se había construido una peligrosa mitología en torno a la idea de que aunque no fuéramos los únicos en afrontar los problemas, éramos una parte esencial para su resolución. La verdad, sin embargo, era que al igual que otras personas reconocían a menudo los problemas antes que nosotros porque los tenían más cercanos, ellas a su vez nos planteaban las cuestiones y nos ayudaban a resolverlos. Nuestra menor presencia en la oficina era una oportunidad para que la gente de Pixar viera lo que ya sabía: que otros líderes de la empresa también tenían respuestas.

Sin embargo, a pesar de las medidas que habíamos tomado, llevó un tiempo hasta que la gente de Pixar se dio cuenta de que no iba a venir nadie a cambiar nuestra cultura o que no les estábamos abandonando. Finalmente, el sentimiento que habíamos esperado que surgiera en Pixar, una sensación de fuerte responsabilidad local, combinada con el orgullo de los resultados obtenidos en Disney, hizo que la relación con la sociedad matriz fuera más sana. La lección para los directivos es que aquello no sucedió por casualidad. Esta tregua corporativa, si me permiten, no habría sido posible, creo, sin el Pacto a Cinco Años.

Este documento, aunque proporcionó una gran seguridad a los empleados de Pixar, dio lugar a varias quejas del departamento de recursos humanos de los estudios Disney. Las quejas se reducían al hecho de que no les hacía gracia el carácter excepcional de las políticas que nosotros tanto protegíamos. Mi respuesta provino no tanto de una lealtad hacia Pixar como de mi compromiso con una idea más general: en las empresas grandes la uniformidad tiene sus ventajas, pero creo firmemente en que los grupos más pequeños que hay dentro de ellas deberían poder diferenciarse y actuar de acuerdo con sus propias reglas, siempre y cuando estas funcionen. Esto promueve un sentido de responsabilidad personal y de orgullo en la empresa que, creo yo, beneficia a la organización en general.

 

 

En una fusión de este alcance, según parece, cada día hay innumerables asuntos grandes y pequeños que requieren atención. Una de las principales medidas que tomamos John y yo en Disney fue precisamente la de revocar la decisión, tomada en 2004, de cerrar la sección de animación manual del estudio. El auge de la animación por ordenador —y del 3D en particular— había convencido a los anteriores directores de Disney de que la era de la animación manual había terminado. Contemplándolo desde lejos, John y yo creíamos que era una tragedia. Pensábamos que el declive de la animación manual no se debía al atractivo del 3D sino simplemente a la mediocridad de los guiones. Queríamos que Disney Animation recuperara lo que había constituido su grandeza. De modo que cuando oímos que nuestros predecesores habían optado por no renovar los contratos de uno de los dúos más importantes del estudio, el formado por John Musker y Ron Clements, en cuyo historial aparecían clásicos de la animación manual como La Sirenita y Aladino, este asunto en particular nos pareció pan comido.

En cuanto pudimos recuperamos a John y a Ron y les dijimos que comenzaran a buscar nuevas ideas. Enseguida nos propusieron una nueva versión del cuento clásico El príncipe rana, que se desarrollaría en Nueva Orleans y tendría, como heroína, a la primera princesa afroamericana de Disney. Dimos luz verde a Tiana y el sapo y comenzamos a reagrupar a una serie de personas que se habían dispersado a los cuatro vientos. Pedimos al equipo de Disney que hiciera tres propuestas para reconstruir las instalaciones de producción de animación manual. La primera consistía en restablecer el viejo sistema exactamente como era antes de nuestra llegada, pero nosotros la rechazamos por ser demasiado caro. La segunda propuesta era mandar hacer fuera el trabajo de producción, subcontratando empresas de animación extranjeras más baratas; también la rechazamos por miedo a que disminuyera la calidad de la película. La tercera propuesta, sin embargo, era sencillamente la adecuada: combinaba contratar gente con talento para que trabajara dentro del estudio y subcontratar ciertas partes del proceso que no afectaran a la calidad. El número de empleados que necesitábamos para ponerlo en marcha, me dijeron, era de 192. De acuerdo, contesté. Pero no podrían superar esa cifra.

John y yo estábamos entusiasmados. No solo íbamos a revivir la forma de arte original del estudio, sino que esta sería la primera película de Disney que se haría, de principio a fin, bajo nuestra mirada. Podíamos sentir la energía que se desprendía del estudio. Era como si todos quienes trabajaban en Tiana y el sapo sintieran que tenían algo que demostrar. Empezamos por darles algunas de las herramientas que empleábamos en Pixar y por enseñarles a utilizarlas.

Les hablamos de los viajes de investigación, por ejemplo. Nos explayamos a gusto sobre la importancia de la investigación mientras se está puliendo el guion de una nueva película. Para ser sinceros, nos llevó un tiempo conseguir que la gente de Disney asimilara esta idea. Parecían querer concluir el guion rápidamente para poder empezar a hacer la película y, al principio, no entendían en qué les podría ayudar la investigación; lo consideraban una distracción. «Es como si resolvieras un problema de matemáticas y luego te preguntaran a ver qué has hecho», dice Byron Howard para expresar cómo se sentía la gente de Disney Animation al principio ante la insistencia de John a que la gente abandonara su despacho mientras escribía los guiones. «John piensa que si te empapas del mundo exterior podrás ofrecer calidad en la pantalla. Eso se aplica a personajes, trajes e historia. John está convencido de que la autenticidad se transmite en cada detalle.»

Insistimos en el tema porque sabíamos que era un componente esencial de la creatividad y no estábamos bromeando sobre su importancia. De manera que durante la preparación de Tiana y el sapo el equipo al completo se trasladó a Louisiana. Presenciar el Desfile de Baco el domingo antes del Mardi Gras les permitió tener un vívido marco de referencia cuando animaron una secuencia basada en ese festival; la travesía en el barco de vapor Natchez les ayudó a diseñar una escena que se desarrollaba en un barco fluvial similar; una vuelta en tranvía por la avenida St. Charles les dio la oportunidad de captar el inconfundible tintineo de la campana del tranvía, los sonidos y los colores. Allí estaba todo, ante su vista. A la vuelta, Ron y John, los directores, me dijeron que las investigaciones realizadas habían enriquecido la producción de manera inimaginable. Fue el comienzo de un enorme cambio: hoy en día, directores y guionistas de Disney no pueden concebir desarrollar una idea para una película sin investigarla a fondo.

Al acercarse el estreno de Tiana y el sapo mantuvimos muchas conversaciones acerca de cómo se llamaría la película. Durante un tiempo barajamos el título «The Frog Princess» (La princesa rana), pero la gente de marketing de Disney nos avisó: la palabra princesa en el título haría que los espectadores supusieran que era una película solo para chicas. Nosotros contraatacamos, pensando que la calidad de la película haría olvidar esa asociación y atraería a espectadores de todas las edades y de ambos sexos. Creíamos que la vuelta a la animación dibujada a mano, al servicio de un precioso cuento de hadas, los atraería en masa.

Al final resultó que estábamos equivocados.

Cuando se estrenó Tiana y el sapo (La princesa y el sapo en la versión inglesa), estábamos seguros de haber hecho una buena película; las críticas lo confirmaron y la gente que la vio disfrutó con ella. Sin embargo, pronto nos dimos cuenta de que habíamos cometido un grave error; consistió simplemente en que nuestra película se estrenó en todo el país solo cinco días antes de Avatar, la fantasía de ciencia ficción de James Cameron. Esta programación hizo que los espectadores se limitaran a echar un vistazo a la película con la palabra princesa en el título y pensaran: es una película para niñas. Decir que habíamos hecho una buena película pero sin escuchar a los colegas con experiencia de la empresa puso en peligro la calidad de la que tanto nos enorgullecíamos. Calidad significaba que cada aspecto, no solo la renderización y el guion, sino también el posicionamiento y el marketing, tenía que ser cuidado, lo cual entrañaba estar abierto a opiniones bien fundamentadas, aunque contradijeran las nuestras. La película se había ajustado al presupuesto, que es el logro más raro en el negocio del espectáculo. La calidad de su animación era de lo mejor que se había hecho nunca en el estudio. La película resultó rentable, ya que habíamos mantenido los costes bajo control, pero todo ello no fue suficiente para convencer a nadie del estudio de que deberíamos dedicar más recursos a las películas dibujadas a mano.

Aunque teníamos muchas esperanzas puestas en que la película demostrara que el 2D volvía a tener futuro, nuestra estrechez de miras y una mala decisión hizo que nos equivocáramos. Aunque pensáramos entonces, y lo seguimos pensando aún, que la animación manual es un maravilloso medio de expresión, me doy cuenta ahora de que me dejé llevar por mis recuerdos infantiles de las películas de Disney que tanto me hicieron disfrutar. Me gustaba la idea de rendir un homenaje innovador a la forma de arte de la que Walt Disney había sido pionero.

Después del estreno un tanto deslustrado de Tiana y el sapo, llegué a la conclusión de que debíamos replantearnos lo que estábamos haciendo. Por aquella época, Andrew Millstein me llevó aparte y me indicó que nuestro doble empeño de revivir el 2D y ser al mismo tiempo los paladines del 3D estaba confundiendo a la gente del estudio, ya que nosotros hacíamos hincapié en que había que apostar por el futuro. El problema con el 2D no era tanto la validez de una forma de arte consagrada, sino que los directores de Disney necesitaban y deseaban comprometerse con las nuevas formas.

Después de la fusión mucha gente me preguntó si íbamos a dejar que Disney se dedicara al 2D, y Pixar, al 3D. Esperaban que Disney se ocupara de las cosas antiguas y Pixar de las nuevas. Tras Tiana y el sapo, reparé la importancia de cortar de raíz esa forma de pensar. La verdad era que los directores de Disney respetaban el patrimonio del estudio, pero querían seguir avanzando y, para hacerlo, tenían que sentirse libres de forjar su propio camino.

 

 

Paradójicamente, la carrera hacia lo nuevo de Disney Animation comenzó a despegar cuando decidieron reformular y replantear algo antiguo: el cuento de Rapunzel. Se trataba de un proyecto que llevaba años languideciendo en el limbo de las cosas por hacer y dando vueltas por los despachos; experimentó unos cuantos falsos arranques y al fin fue dado por muerto. Pero ahora el estudio se sentía creativamente más fuerte y la gente se comunicaba más. John solía decir que el problema de Disney Animation nunca fue la falta de talento, sino los años de condiciones de trabajo sofocantes que hacían perder a la gente su brújula creativa. Ahora, y a pesar de los desalentadores resultados de taquilla de Tiana y el sapo, estaban desempolvando de nuevo sus brújulas.

Durante años mucha gente de Disney había tratado (sin éxito) de contar la historia de Rapunzel —esa princesa de fabulosa melena— de una manera que parecía destinada a convertirse en una gran película. El principal problema era que una chica encerrada en una torre no constituye un planteamiento muy estimulante para un largometraje. En un momento dado, el propio Michael Eisner había propuesto actualizar el cuento, llamándolo Rapunzel Unbraided, y situándolo en el moderno San Francisco. Luego, de algún modo, nuestra heroína sería transportada al mundo de los cuentos de hadas. El director de la película, Glen Keane, uno de los mejores animadores de todos los tiempos, conocido por sus trabajos en La Sirenita, Aladino, y La Bella y la Bestia, no lograba hacer funcionar la idea, por lo que el proyecto quedó aparcado. La semana antes de que John y yo llegáramos, nuestros predecesores habían dado el proyecto por cerrado.

Una de las primeras cosas que hicimos en Disney fue pedir a Glen que pusiera en marcha Rapunzel. Era un clásico, razonamos, perfecto para la marca Disney. Tenía que existir una manera de hacer que funcionara como película. Por aquel entonces Glen tuvo un problema de salud y se vio obligado a reducir su papel en la película al de asesor. En octubre de 2008 incorporamos a los directores Byron Howard y Nathan Greno, que tenían aún reciente el éxito de Bolt (Howard lo había dirigido con Chris Williams; Greno había sido el responsable del guion). Dieron un giro diferente al guion, formando equipo con el guionista Dan Fogelman y el compositor Alan Menken, que había compuesto los temas de los icónicos musicales de Disney de los años noventa. Esta Rapunzel tenía más carácter que la del cuento clásico y su pelo poseía poderes mágicos curativos que ella podía emplear diciendo un conjuro. Esta versión del cuento resultaba familiar pero al mismo tiempo era atrevida y moderna.

Decididos a no repetir el error que habíamos cometido con Tiana y el sapo, cambiamos el nombre de Rapunzel por el de Enredados, más neutro. A nivel interno la decisión fue controvertida ya que algunas personas creían que estábamos permitiendo que cuestiones de marketing dictaran las decisiones creativas, con lo que estábamos corrompiendo un clásico. Nathan y Byron refutaron la acusación, diciendo que dado que su historia estaba protagonizada por un personaje femenino y otro masculino, un antiguo ladrón llamado Flynn Rider, Enredados captaba mejor el hecho de que la película trataba sobre un dúo.

Como dijo Nathan, «Nadie le habría puesto por título Buzz Lightyear a Toy Story».

Estrenada en noviembre de 2010, Enredados fue un éxito arrollador, tanto en lo artístico como en lo comercial. A. O. Scott, del The New York Times, escribió: «Su apariencia y su espíritu transmiten un estilo actualizado y cambiado, aunque con el auténtico e inconfundible toque de las antiguas películas de Disney». La película obtuvo unos ingresos de taquilla de más de 590 millones de dólares en todo el mundo, y se convirtió en la segunda más taquillera de Disney Animation, después de El Rey León. El estudio había logrado su primer éxito en dieciséis años y las repercusiones dentro del estudio eran palpables.

 

 

Podría detenerme aquí, pero esta historia tiene un colofón con el que se sentirá identificado cualquier directivo, de cualquier empresa. Tuvo que ver con la determinación de John y mía de utilizar el éxito de Enredados como un acto sanador para el estudio, y pensamos que sabíamos cómo hacerlo.

Hace tiempo aprendimos que aunque todo el mundo aprecia las primas en efectivo, hay otra cosa que valoran casi tanto: ser mirado a los ojos por alguien a quien respetas y que te diga: «Gracias». En Pixar habíamos diseñado una manera de dar a nuestros empleados dinero y también gratitud. Cuando una película hace el suficiente dinero para conceder primas, John y yo nos reunimos con los directores y productores y entregamos personalmente los cheques a las personas que han trabajado en la película. Esto concuerda con nuestra convicción de que cada película pertenece a todos los del estudio (y está relacionada con nuestro credo de que «las ideas pueden provenir de cualquier parte»; se anima a todo el mundo a hacer comentarios y a enviar sus ideas, y lo hacen). La distribución de primas de manera personalizada puede llevar su tiempo, pero pensamos que es esencial dedicar el que haga falta a estrechar la mano de cada persona y decirle lo importante que ha sido su aportación.

Tras el éxito de Enredados, pedí a Ann Le Cam, nuestra vicepresidenta de recursos humanos, que nos ayudara a hacer algo semejante en Disney. Imprimió una carta personalizada para cada miembro del equipo explicando los motivos de la prima, y una mañana de primavera de 2010, el director general de Disney Animation, Andrew Millstein, los directores Nathan Greno y Byron Howard, y el anterior director (e inspirador de la película) Glen Keane, el productor Roy Conli, John y yo pedimos a todos quienes habían trabajado en Enredados que se reunieran en una de las grandes salas de Disney. A medida que se iban congregando, nadie sabía lo que les esperaba; habíamos dejado caer que se trataba de una asamblea general. Pero cuando vieron los sobres en nuestras manos, supieron que algo estaba pasando. Fue idea de Ann entregar a cada miembro del equipo un DVD con todas las críticas aparecidas en la prensa, un pequeño gesto que hizo que nuestra gratitud resultara aún más auténtica. Todavía hoy algunos veteranos de Enredados siguen teniendo la carta que recibieron aquel día enmarcada en la pared de su despacho.

¿Habría sido más sencillo transferir las primas a las cuentas de los empleados? Sí. Pero como siempre digo cuando se habla de hacer una película, que sea sencillo no es el objetivo. El objetivo es la calidad.

La nave estaba empezando a virar y continuaría haciéndolo.

Mencioné antes que el Story Trust de Disney se ha llegado a convertir en un sólido grupo de apoyo, pero durante los primeros años que pasamos allí carecía de expertos en la estructura de los guiones que fueran brillantes. Aunque el grupo fuera muy bueno, yo no estaba seguro de que fuera a evolucionar hasta dar el tipo de moderadores que habían surgido en Pixar. Esto me preocupaba, porque conocía el grado de confianza que Pixar tenía en la capacidad de Andrew Stanton y de Brad Bird para detectar los fallos de una historia y mejorarla. Pero todo lo que podíamos hacer en Disney, pensaba yo, era crear un saludable entorno creativo y ver hasta dónde llegaba.

Me sentí enormemente recompensado, cuando, mientras el estudio estaba haciendo ¡Rompe Ralph! y Frozen (dirigida por Chris Buck y Jennifer Lee, que también escribió el guion) me di cuenta de que las cosas estaban cambiando por dentro. Los guionistas del estudio se habían unido para formar un grupo que había empezado a desempeñar un papel fundamental en las reuniones del Story Trust, especialmente cuando se trataba de estructurar las películas. Este grupo de feedback había llegado a ser tan bueno como el Braintrust de Pixar, pero con su propia personalidad. Era un indicio de algo más general que estaba ocurriendo: el estudio entero estaba funcionando mejor. Y quiero hacer hincapié en que seguía estando poblado por casi las mismas personas que se encontraban allí cuando llegamos John y yo. Aplicamos nuestros principios a un grupo disfuncional y lo habíamos transformado, liberando todo su potencial creativo. Se había convertido en un grupo unido, en el que abundaba el talento. Ello hizo que Disney Animation ascendiera a un nuevo nivel. Contábamos con un equipo creativo tan bueno como el de Pixar y, sin embargo, muy diferente. El estudio que Walt Disney había construido volvía a ser de nuevo digno de él.