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Animación

 

 

 

Durante trece años tuvimos una mesa en la gran sala de conferencias que en Pixar conocemos como West One. Aunque era bella llegué a odiarla. Era larga y estrecha, como una de esas que aparecen en las escenas de comedia en las que un matrimonio aristocrático se sienta para cenar, uno en cada extremo y con candelabros por en medio, que les obliga a gritar para entablar una conversación. La mesa la eligió un diseñador que le gustaba a Steve Jobs, y reconozco que era elegante, pero dificultaba nuestro trabajo. Manteníamos regularmente reuniones acerca de nuestras películas en torno a esa mesa; trece personas frente a frente en dos largas filas, muchas veces con otras personas sentadas a lo largo de las paredes, y todos tan diseminados que resultaba difícil comunicarse. A quienes tenían la desgracia de estar sentados en los extremos no les fluían las ideas porque era casi imposible establecer contacto visual sin romperse el cuello. Encima, como era importante que el director y el productor de la película escuchasen lo que decía todo el mundo, necesitaban situarse en el centro de la mesa. Lo mismo hacíamos los líderes creativos de Pixar: John Lasseter, jefe de creatividad, yo y un puñado de nuestros más experimentados directores, productores y guionistas. Para asegurarse de que esas personas podrían sentarse juntas, alguien empezó a reservar puestos mediante tarjetas. Parecía una cena de etiqueta.

Cuando se trata de inspiración creativa, la cualificación laboral y la jerarquía no tienen sentido. Esa es mi opinión. Pero de forma poco inteligente permitíamos que esa mesa, y el correspondiente rito de las tarjetas, lanzasen un mensaje diferente. Cuanto más cerca te sentaras del centro de la mesa más importante, y más decisivo, debías de ser. Y cuanto más lejos, menos probabilidades tenías de hablar, pues la distancia al núcleo de la conversación hacía que participar pareciese una intromisión. Si la mesa estaba muy concurrida, como pasaba muchas veces, solía haber más gente sentada en sillas en los extremos de la sala, con lo que se creaba una tercera clase de participantes (los que estaban en el centro de la mesa, los de los extremos y aquellos que no tenían mesa). Sin pretenderlo, habíamos puesto un obstáculo que desanimaba a la gente a intervenir. Durante diez años celebramos incontables reuniones en torno a esa mesa, totalmente inconscientes de que al hacerlo así minábamos nuestros principios más básicos. ¿Por qué no lo vimos? Porque la distribución de las plazas y las tarjetas fueron diseñadas a conveniencia de los líderes, incluyéndome a mí. Creyendo sinceramente que las reuniones propiciaban la participación no veíamos nada anormal porque nosotros no nos sentíamos excluidos. Mientras tanto, quienes no se sentaban en el centro de la mesa veían claramente que con ello se establecía una jerarquía, pero daban por sentado que era lo que nosotros, los líderes, pretendíamos. En cuyo caso, ¿quiénes eran ellos para quejarse?

Hasta que no celebramos una reunión en una sala más pequeña y con una mesa cuadrada John y yo no caímos en la cuenta del error. Sentados en torno a esa mesa la interacción mejoró, el intercambio de ideas se hizo más fluido, y el contacto visual, automático. Cada uno de los presentes, con independencia de su cargo, sentía que podía hablar libremente. Y eso no solo era lo que deseábamos, sino que era un principio fundamental para Pixar: la comunicación sin cortapisas era clave, con independencia de tu posición. En nuestra mesa alargada y estrecha, muy cómodos en nuestras sillas del medio, habíamos sido totalmente incapaces de reconocer que nos comportábamos de forma contraria a ese principio básico. Con el tiempo caímos en una trampa. Aunque éramos conscientes de que la dinámica de un espacio es fundamental para una discusión provechosa, y aun creyendo estar continuamente al acecho de los problemas, nuestra posición ventajosa nos cegó ante lo que teníamos justo delante de los ojos.

Envalentonado por esta nueva percepción fui a nuestro departamento de servicios. «Por favor —dije— no me importa cómo lo hagáis, pero quitad de ahí esa mesa.» Quería algo que permitiera formar un cuadrado más íntimo para que la gente pudiese dirigirse a los demás sin sentir que no eran importantes. Unos días más tarde, en vísperas de una reunión decisiva sobre una película en perspectiva, fue instalada la nueva mesa y se resolvió el problema.

Aun así, hubo remanentes de ese problema que no desaparecieron inmediatamente solo porque lo hubiésemos resuelto. Por ejemplo, la siguiente vez que entré en la West One vi que la nueva mesa permitía formar, tal y como pretendía, un cuadrado más íntimo que invitaba a interactuar a más personas a la vez. Pero ¡estaba adornada con las mismas tarjetas de distribución de puestos! Aunque habíamos solucionado el asunto de que las tarjetas pareciesen necesarias, las propias tarjetas se habían convertido en una tradición que se conservó hasta que la descartamos definitivamente. No resultaba una cuestión tan perturbadora como la de la mesa, pero era algo que debíamos abordar porque las tarjetas implicaban jerarquía y eso era justamente lo que tratábamos de evitar. Cuando Andrew Stanton, uno de nuestros directores, entró aquella mañana en la sala de reuniones, recogió algunas de las tarjetas y se puso a distribuirlas aleatoriamente. «Ya no las necesitaremos nunca más», decía mientras tanto en un tono que todos los presentes captaron. Solo entonces logramos eliminar ese problema secundario.

Esta es la esencia de la gestión. Por lo general las decisiones se toman por una buena razón, que a su vez propicia otras decisiones. De manera que cuando surgen problemas, y siempre surge alguno, para desenmarañarlos no basta con corregir el error original. En numerosas ocasiones encontrar una solución es un esfuerzo que requiere muchos pasos. Pongamos un problema que usted cree estar solucionando —piense en él como si fuese un roble— y luego todos los demás problemas —piense en ellos como si fuesen retoños— que han nacido de las bellotas caídas en su derredor. Esos problemas persisten después de que usted haya cortado el árbol.

Incluso al cabo de todos estos años me sorprende a menudo encontrar problemas que los he tenido justo delante de mí, a plena vista. Creo que la clave para solventar esos problemas es descubrir formas de comprobar qué es lo que funciona y lo que no, lo cual es mucho más sencillo de decir que de hacer. Actualmente, Pixar se gestiona de acuerdo con ese principio, pero en cierto modo me he pasado la vida buscando mejores vías de agudizar mi percepción. Todo empezó varias décadas antes incluso de que existiera Pixar.

 

 

De niño, unos minutos antes de las siete de la tarde del domingo solía tumbarme en el suelo del cuarto de estar de la modesta casa de Salt Lake City donde vivíamos, para ver a Walt Disney. Esperaba concretamente su aparición en nuestra RCA en blanco y negro y su pequeña pantalla de 12 pulgadas. Incluso a un metro y medio de distancia —en aquel tiempo la opinión general era que los espectadores debían ponerse a treinta centímetros del aparato por cada pulgada de pantalla— me quedaba subyugado por lo que veía. Cada semana el propio Walt Disney abría la retransmisión de El maravilloso mundo de Disney. En pie ante mí con traje y corbata, como un amable vecino, desmitificaba la magia de Disney. Podía explicar el uso del sonido sincronizado en El botero Willie o referirse a la importancia de la música en Fantasía. Siempre resaltaba los méritos de sus antecesores, que entonces eran todos hombres, que habían realizado un trabajo innovador sobre el que él estaba construyendo su imperio. Familiarizó a la audiencia televisiva con pioneros como el Max Fleischer de Koko el payaso y de la famosa Betty Boop, y Winsor McCay, creador en 1914 de Gertie el dinosaurio, la primera película de animación en presentar un personaje que expresaba emociones. Reunió a un grupo de animadores, coloreadores y dibujantes de storyboards para explicar cómo surgieron Mickey Mouse y el pato Donald. Todas las semanas Disney creaba un mundo inventado utilizando tecnología punta para hacerlo posible y después nos explicaba cómo lo había hecho.

Walt Disney fue uno de mis dos ídolos de niño. El otro era Albert Einstein. Para mí, incluso desde tan joven, representaban los dos polos de la creatividad. Disney inventaba lo inexistente. Daba vida, tanto artística como tecnológicamente, a cosas que antes no existían. Por el contrario, Einstein era un maestro explicando lo que ya era. Yo leía todas las biografías de Einstein que caían en mis manos, así como un librito que escribió sobre su teoría de la relatividad. Me gustaba que los conceptos desarrollados por él obligasen a la gente a cambiar el concepto que tenían sobre la física y la materia y tuviesen que contemplar el universo desde una perspectiva diferente. Con su aspecto desgreñado convertido en un icono, Einstein se atrevió a transformar nuestra manera de pensar. Resolvió los mayores enigmas y, al hacerlo, cambió nuestro modo de ver la realidad.

Tanto Einstein como Disney me inspiraron, pero Disney me afectó más debido a sus visitas semanales al cuarto de estar de mi casa. El programa arrancaba con la canción «Cuando le pides un deseo a una estrella…», mientras un narrador con voz de barítono nos avisaba: «Cada semana, cuando entres en esta tierra intemporal, uno de estos mundos se abrirá para ti…». Y entonces el narrador los enumeraba: La tierra de la frontera («grandes y auténticas historias del pasado legendario»); La tierra del mañana («la promesa de cosas que vendrán»); La tierra de las aventuras («el mundo maravilloso del reino de la naturaleza») y La tierra de la fantasía («el mundo más feliz»). Me gustaba la idea de que los dibujos animados pudiesen transportarte a lugares en los que nunca habías estado. Pero el territorio que más deseaba conocer era el ocupado por los innovadores de Disney que creaban esas películas de dibujos animados.

Entre 1950 y 1955, Disney produjo tres películas que actualmente consideramos clásicas: Cenicienta, Peter Pan y La dama y el vagabundo. Más de medio siglo después todos recordamos el zapato de cristal, el País de Nunca Jamás y la escena en la que la cocker spaniel y el chucho vagabundo sorben espaguetis. Pero poca gente captó la sofisticación técnica de esas películas. Los animadores de Disney estaban a la vanguardia de la tecnología aplicada; en lugar de limitarse a emplear los métodos existentes se inventaban los suyos propios. Debían desarrollar las herramientas para perfeccionar el sonido y el color, el uso del fondo croma, las cámaras multiplano y la xerografía. Cada vez que tenía lugar un avance tecnológico, Disney lo incorporaba y después hablaba de él en su programa de una forma que ponía de relieve la relación entre tecnología y arte. Yo era demasiado joven para entender que esa sinergia era revolucionaria. A mí tan solo me parecía lógico que fuesen de la mano.

En abril de 1956, viendo a Disney un domingo por la noche, me ocurrió algo que iba a definir mi vida profesional. Me cuesta describir qué fue exactamente salvo si digo que sentí que algo se reorganizaba en mi cabeza. El episodio de aquella noche se llamaba «¿De dónde surgen las historias?», y Disney empezó elogiando la habilidad de sus animadores para convertir los sucesos cotidianos en dibujos animados. Sin embargo, lo que me impactó aquella noche no fue lo que Disney decía sino lo que ocurría en la pantalla mientras hablaba. Un artista estaba dibujando al pato Donald con un traje elegante y un ramo de flores y una caja de bombones para seducir a Daisy. Entonces, mientras el lápiz del artista se movía por la página, Donald cobraba vida y aprestaba los puños para hacer frente al lápiz, pero luego levantaba la barbilla y permitía que el artista le dibujase una pajarita.

Lo que define a una excelente animación es que cada personaje de la pantalla te haga creer que es un ser racional. Ya sea un tiranosaurio rex, un elegante perro o una lámpara de mesa, si los espectadores no solo perciben movimiento sino también intención —o por decirlo de otra manera, emoción— significa que el animador ha hecho bien su trabajo. Ya no son únicamente rayas sobre un papel; son una entidad viva y sensible. Eso es lo que experimenté por primera vez mientras veía a Donald saltar fuera de la página. La transformación de una línea de dibujo estática en una imagen totalmente dimensional y animada era tan solo un juego de manos, pero el misterio de cómo había sido hecho —no solo el proceso técnico sino también la forma en que el arte quedaba imbuido de tal emoción— es el problema más interesante que se me haya planteado nunca. Deseaba meterme dentro de la pantalla de televisión y formar parte de ese mundo.

 

 

La segunda mitad de la década de los cincuenta y los primeros años de la de los sesenta fueron, naturalmente, una época de gran prosperidad y desarrollo industrial en Estados Unidos. Por crecer en una comunidad mormona de Utah estrechamente unida, mis cuatro hermanos y hermanas más jóvenes y yo creíamos que cualquier cosa era posible. Puesto que todos los adultos que conocíamos habían vivido la Depresión y la Segunda Guerra Mundial y después la guerra de Corea, esa época posterior les parecía como la calma después de una tormenta. Recuerdo la energía optimista y la predisposición a prosperar que posibilitaban y respaldaban las tecnologías emergentes. Fue una época de boom en América, con la industria y la construcción en sus máximos históricos. Los bancos ofrecían préstamos y créditos, lo cual implicaba que cada vez más gente podía poseer una nueva televisión, una casa o un Cadillac. Había nuevas máquinas asombrosas, como trituradoras que se comían tu basura y aparatos que te lavaban los platos, aunque a mí me correspondió una buena ración de lavado de platos a mano. El primer trasplante de órgano tuvo lugar en 1954; la primera vacuna contra la polio surgió un año después; el término inteligencia artificial entró en el léxico. El futuro, por lo que parecía, había llegado. Entonces, cuando yo tenía doce años, los soviéticos lanzaron el primer satélite artificial —el Sputnik 1— en torno a la órbita terrestre. Fue una noticia bomba, no solo en los campos de la política y la tecnología sino en el aula de sexto grado del colegio, donde la rutina matutina se vio interrumpida por la visita del director, cuyo gesto adusto nos dijo que nuestras vidas habían cambiado para siempre. Puesto que nos habían enseñado que los comunistas eran el enemigo y que la guerra nuclear se podía desencadenar apretando un botón, el hecho de que nos hubieran derrotado en el espacio parecía una prueba preocupante de que ellos iban por delante.

Al verse superados, la respuesta de Estados Unidos fue crear una cosa llamada Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (ARPA, en sus siglas en inglés). Aunque fue asignada al Departamento de Defensa, su misión era claramente pacífica: apoyar a los investigadores científicos en las universidades estadounidenses para evitar la llamada «sorpresa tecnológica». Al financiar a nuestras mejores mentes, pensaban los creadores de la ARPA, dispondremos de mejores respuestas. Volviendo la vista atrás todavía me admira la tolerante reacción ante una amenaza seria: lo único que necesitábamos era ser más inteligentes. Esa agencia iba a ejercer una profunda influencia en Estados Unidos, al propiciar entre otras incontables innovaciones la revolución informática e internet. Había la sensación de que estaban ocurriendo grandes cosas en Norteamérica y que iban a ocurrir muchas más. La vida estaba repleta de posibilidades. De todas formas, aunque mi familia era de clase media, nuestra perspectiva fue conformada por la educación de mi padre. Y no es que él hablase mucho al respecto. Earl Catmull era uno de los catorce hijos de un granjero de Idaho, cinco de los cuales murieron de niños. Su madre, educada por pioneros mormones que se ganaban modestamente la vida buscando oro en el río Snake, de Idaho, no fue a la escuela hasta los once años de edad. Mi padre fue el primero de la familia que asistió a un colegio pagándose sus gastos ejerciendo diferentes oficios. Durante mi niñez, trabajaba de profesor de matemáticas durante el curso escolar y construía casas los veranos. Levantó nuestra casa desde los cimientos. Aunque nunca dijo explícitamente que la educación fuese primordial, mis hermanos y yo sabíamos que se esperaba de nosotros que estudiásemos duramente y fuésemos al colegio.

En el instituto fui un estudiante tranquilo y aplicado. Un profesor de arte les dijo una vez a mis padres que muchas veces estaba tan absorto en mi trabajo que no oía sonar la campana del final de la clase; seguía sentado a la mesa mirando un objeto, pongamos un jarro o una silla. Había algo absolutamente absorbente en el acto de reducir un objeto a un papel, la forma en que era necesario ver únicamente lo que había allí y rechazar las distracciones de mis ideas acerca de los jarros y las sillas y cómo se suponía que deberían ser. En casa encargué por escrito los kits de arte Aprenda a dibujar, de Jon Gnagy —que venían anunciados en la contraportada de los libros de cómics— y el clásico de 1948, La animación, de Preston Blair, el dibujante de los hipopótamos bailarines de Fantasía, de Disney. Compré una platina, esa lámina metálica lisa que los artistas utilizan para prensar el papel sobre la tinta, e incluso construí en contrachapado una mesa de animación iluminada por debajo. Dibujé álbumes —uno trataba de un hombre cuyas piernas se convertían en un monociclo— mientras mimaba a mi primer amor, Campanilla, que me había robado el corazón en Peter Pan. Sin embargo, no tardé en comprender que nunca tendría la destreza suficiente para formar parte del tan alabado equipo de Disney Animation. Y lo que era peor, no tenía ni idea de cómo llegar a ser un animador. No sabía en qué escuelas se enseñaba. Y al terminar el instituto, comprendí que conocía mucho mejor el camino para convertirme en científico. Un camino que parecía más fácil de discernir. Durante toda mi vida he visto sonreír a la gente cuando he contado que pasé del arte a la ciencia, pues parece un salto sin sentido. Pero mi decisión de dedicarme a la física en lugar de al arte me iba a conducir, indirectamente, a mi auténtica vocación.

 

 

Cuatro años después, en 1969, me gradué en la Universidad de Utah con dos títulos, uno de física y otro en el campo emergente de la ciencia informática. Al solicitar la entrada en un centro de estudios superiores mi intención era aprender a diseñar lenguajes informáticos. Pero poco después de matricularme en la propia Universidad de Utah conocí a una persona que me animó a cambiar de dirección: Ivan Sutherland, uno de los pioneros de los gráficos por ordenador interactivos.

El campo de los gráficos por ordenador —en esencia, realizar imágenes digitales a partir de números o datos que pueden ser manipulados por una máquina— estaba entonces en pañales, pero el profesor Sutherland ya era una leyenda. Al principio de su carrera había diseñado una cosa llamada Sketchpad, un ingenioso programa de ordenador que permitía dibujar figuras, copiarlas, moverlas, girarlas o cambiarlas de tamaño manteniendo sus propiedades básicas. En 1968 fue uno de los creadores de lo que se considera el primer casco de visualización de imágenes estereoscópicas generadas por ordenador. (El dispositivo fue llamado, en referencia al mito griego, La Espada de Damocles, porque pesaba tanto que para poder ser usado tenía que estar suspendido de un brazo mecánico atornillado al techo). Sutherland y Dave Evans, que era catedrático del departamento de ciencia informática, atraían a estudiantes de gran talento con diversos intereses y nos dirigían con mucho tacto. En definitiva, nos daban la bienvenida a su programa, nos proporcionaban un espacio para trabajar y acceso a los ordenadores, y a partir de ahí nos permitían investigar cualquier cosa que se nos ocurriera. El resultado fue una comunidad que colaboraba y se apoyaba, tan inspiradora que más tarde traté de emularla en Pixar. Uno de mis compañeros de clase, Jim Clark, fundaría más tarde Silicon Graphics y Netscape. Otro, John Warnock, cofundaría Adobe, conocida por el Photoshop y el formato PDF, entre otras cosas. Y un tercero, Alan Kay, encabezaría una serie de frentes, desde la programación orientada a objetos hasta las interfaces gráficas de usuario con «sistema de ventanas». En muchos aspectos, mis compañeros de estudios fueron la parte más estimulante de mi experiencia universitaria; el ambiente universitario y de colaboración fue vital no solo para que todos disfrutáramos del programa, sino para la calidad del trabajo que realicé.

La tensión entre la aportación creativa de una persona y el rendimiento de un grupo es una dinámica que existe en todos los entornos creativos, pero esa fue mi primera experiencia con ella. En un extremo del espectro, según comprendí, teníamos al genio que parecía hacer cosas asombrosas por sí mismo; y en el extremo opuesto teníamos al grupo que sobresalía precisamente por la multiplicidad de sus perspectivas. ¿Cómo equilibrar ambos extremos?, me preguntaba. Aún carecía de un buen modelo mental que me ayudara a dar una respuesta, pero estaba desarrollando un intenso deseo de encontrarlo. Gran parte de la investigación llevada a cabo en el departamento de ciencia informática de la Universidad de Utah fue financiada por la ARPA. Como dije, la ARPA fue creada en respuesta al Sputnik, y uno de sus principios organizativos clave era que la colaboración podía llevar a la excelencia. En realidad, uno de los logros que más enorgulleció a la ARPA fue la vinculación de las universidades con algo que ellos llamaban ARPANET y que más adelante se convertiría en internet. Los primeros cuatro nodos de ARPANET fueron el Instituto de Investigación de Stanford, la UCLA, la Universidad de California en Santa Barbara y la Universidad de Utah, de modo que dispuse de un lugar privilegiado para observar ese gran experimento, y lo que vi me influyó poderosamente. La misión de la ARPA —apoyar a las personas inteligentes en una serie de campos— se llevó a cabo bajo el inquebrantable principio de que los investigadores intentarían hacer lo correcto; en opinión de la agencia, dirigirlos en exceso sería contraproducente. Los administradores de la ARPA no escrutaban el trabajo de los investigadores por encima de su hombro en los proyectos que ellos financiaban, ni exigían tampoco que nuestro trabajo tuviese aplicaciones militares directas. Se limitaban a confiar en que innovaríamos.

Esa confianza me concedió libertad para abordar toda clase de problemas complejos, y lo hice con placer. No fui el único que durmió con frecuencia en el suelo del laboratorio para estar el mayor tiempo posible sentado ante mi ordenador, también lo hicieron muchos de mis compañeros. Éramos jóvenes, nos impulsaba el sentimiento de estar inventando un nuevo campo desde cero y eso era indeciblemente excitante. Por vez primera vi la forma de crear arte y desarrollar simultáneamente una nueva clase de imágenes. Crear imágenes con un ordenador apelaba a los dos hemisferios de mi cerebro. Obviamente, las imágenes que en 1969 podían ser reproducidas en un ordenador eran muy toscas, pero el hecho de inventar nuevos algoritmos y obtener mejores imágenes me resultaba apasionante. En cierta manera, mis sueños de infancia se estaban reafirmando.

A los veintiséis años me planteé un nuevo objetivo: hacer animación no con un lápiz sino con un ordenador, y lograr que esas imágenes fuesen lo bastante bellas y verosímiles como para ser usadas en películas. A lo mejor, pensaba, puedo después de todo convertirme en animador.

 

 

En la primavera de 1972 me pasé diez semanas haciendo mi primer corto animado: un modelo digitalizado de mi mano izquierda. Mi proceso combinaba lo viejo y lo nuevo; una vez más, como todos mis colegas en este campo, que cambiaba a gran velocidad, estaba ayudando a inventar el lenguaje. En primer lugar sumergí la mano en un recipiente con escayola (por desgracia olvidé untarla primero con vaselina, y liberarla me costó hasta el último pelo del dorso de la mano); después, una vez que obtuve el molde, lo rellené con más escayola para hacer una réplica de mi mano; y a continuación cubrí la réplica con 350 triángulos pequeños y entrelazados para crear algo parecido a una malla de líneas negras en la «piel». Cabe pensar que no se puede construir una superficie curva a partir de unos elementos tan planos y angulares, pero si los haces lo bastante pequeños puedes acercarte mucho.

 

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Elegí ese proyecto porque estaba interesado en reproducir objetos complejos y superficies curvas, aparte de estar buscando un desafío. En aquella época los ordenadores no eran gran cosa reproduciendo objetos planos, y no digamos nada de los curvados. Las matemáticas de las superficies curvas no estaban bien desarrolladas y la memoria de los ordenadores tenía una capacidad limitada. En el departamento de gráficos por ordenador de la Universidad de Utah todos ansiábamos realizar imágenes con ordenador que pareciesen fotografías de objetos reales, y nos impulsaban tres objetivos: velocidad, realismo y la capacidad de reproducir superficies curvas. Mi película aspiraba a cumplir los dos últimos.

La mano humana no tiene una sola superficie plana. Y a diferencia de una superficie curva más sencilla, por ejemplo una pelota, posee numerosas partes que se oponen entre sí dando como resultado lo que parece un número infinito de movimientos. La mano es un «objeto» increíblemente complejo cuando se trata de captarlo y traducirlo a una serie numérica. Dado que la mayor parte de las animaciones por ordenador de la época consistían en reproducir objetos poligonales sencillos (como cubos o pirámides) mi tarea era muy complicada. Una vez dibujados los triángulos y polígonos en mi modelo, medí las coordenadas de cada uno de sus ángulos y después introduje los datos en un programa de animación en 3D que yo había creado. Eso me permitió visualizar los numerosos triángulos y polígonos que configuraban mi mano virtual en el monitor. En mi primera encarnación se podían ver aristas rígidas en las junturas de los polígonos. Pero después, gracias al «suavizador de sombreado» —una técnica desarrollada por otro estudiante que reducía la rigidez de esas aristas— la mano cobró una mayor apariencia de realidad. El auténtico reto, sin embargo, era hacerla moverse.

 

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Hand, que fue estrenada en 1973 durante una conferencia de ciencia informática, causó cierta sensación porque nadie había visto nada igual antes. En ella mi mano, que al principio parece estar cubierta de una red blanca de polígonos, empieza a abrirse y cerrarse como si fuese a adoptar la forma de un puño. Después la superficie de mi mano se hace más suave, más parecida a la real. Hay un momento en que mi mano apunta directamente al espectador como diciendo: «Sí, le hablo a usted». Entonces la cámara se introduce en la mano y echa una ojeada en derredor, dirigiendo las lentes al interior de la palma y a lo largo de cada dedo, una perspectiva un tanto complicada que me gustaba porque únicamente podía ser realizada con ordenador. Me costó sesenta mil minutos completar esos cuatro minutos de película.

Junto con un film digital que hizo por la misma época mi amigo Fred Parke a partir del rostro de su mujer, Hand representó durante años lo último en animación por ordenador. La película Futureworld, de 1976, incluía fragmentos de los trabajos de Fred y míos, y aunque está casi olvidada por el público actual, muchos aficionados todavía la recuerdan como la primera película larga que utilizó animación generada por ordenador.

 

 

El profesor Sutherland solía decir que amaba a sus alumnos de Utah porque desconocíamos lo imposible. Aparentemente, a él le ocurría lo mismo: fue de los primeros en creer que los ejecutivos de Hollywood terminarían interesándose por lo que estaba ocurriendo en las universidades. A tal fin intentó crear un programa de intercambio regular con Disney, según el cual el estudio enviaría a Utah uno de sus animadores para conocer las nuevas tecnologías de realización mediante ordenador y la universidad enviaría un estudiante a Disney Animation para que aprendiera a contar historias.

En la primavera de 1973 me envió a Burbank para intentar vender esa idea a los directivos de Disney. Para mí fue muy emocionante atravesar la entrada de ladrillo rojo de los estudios Disney camino del Edificio de Animación original, construido en 1940 con planta en forma de «doble H» y supervisado personalmente por el propio Disney con vistas a que tuvieran luz natural la mayor cantidad de despachos posible. Aunque conocía el lugar, o lo que pude percibir de él a través de nuestro RCA de 12 pulgadas, verme allí dentro fue un poco como acceder por vez primera al Partenón. Allí conocí a Frank Thomas y Ollie Johnston, dos de los Nueve Ancianos de Walt, el legendario grupo de animadores que creó tantos de aquellos personajes de las películas de Disney que yo adoraba, desde Pinocho hasta Peter Pan. En algún momento me llevaron a los archivos donde se guardaban todos los dibujos en papel de las películas animadas, con estanterías y más estanterías repletas de las imágenes que habían inflamado mi imaginación. Entré en la tierra prometida.

De inmediato me quedó clara una cosa. La gente a la que conocí en Disney —uno de los cuales, lo juro, se llamaba Donald Duckwall— tenía un interés nulo por el programa de intercambio de Sutherland. El Walt Disney aventurero de la tecnología había desaparecido hacía tiempo. Mis entusiásticas explicaciones eran recibidas con miradas impenetrables. Para ellos, sencillamente, ordenadores y animación no ligaban. ¿Cómo podían saberlo? Porque la única vez que habían pedido ayuda a los ordenadores —para representar imágenes de millones de burbujas en la película con actores titulada La bruja novata— parece que estos les habían fallado. La tecnología en aquel momento estaba tan atrasada, especialmente para las imágenes curvadas, que las burbujas quedaban fuera del alcance de los ordenadores. Por desgracia eso no ayudó a mi causa. «Mire —me dijo más de un ejecutivo de Disney ese día—, hasta que la animación por ordenador no pueda hacer burbujas no será una realidad.»

En cambio trataron de tentarme para que aceptase un empleo en lo que actualmente se conoce como Disney Imagineering, la división que diseña los parques temáticos. Podrá parecer extraño, teniendo en cuenta la importancia que Disney había tenido siempre en mi vida, pero rechacé la oferta sin dudarlo. El trabajo en los parques parecía una diversión que me adentraría por un camino que yo no quería recorrer. No deseaba ganarme la vida diseñando atracciones. Yo quería hacer animación por ordenador.

 

 

Al igual que habían hecho décadas atrás Disney y los pioneros de la animación dibujada a mano, aquellos de nosotros que tratábamos de realizar películas por ordenador estábamos buscando crear algo nuevo. Cuando uno de mis colegas de la Universidad de Utah inventaba algo los demás nos apuntábamos inmediatamente a ello para llevar más allá la nueva idea. Por descontado que había también reveses. Pero la actitud predominante era la de progresar, seguir moviéndonos sin interrupciones hacia un objetivo lejano.

Mucho antes de conocer los problemas de Disney con las burbujas, lo que nos mantenía despiertos por las noches a mis compañeros estudiantes y a mí era la necesidad de afinar nuestros métodos de crear fluidas imágenes curvas con el ordenador, así como la manera de hacer más rico y complejo aquello que íbamos creando.

Mi tesis doctoral, Un algoritmo de subdivisión de pantalla de ordenador de superficies curvas, ofrecía una solución a ese problema. La cuestión a la que dedicaba mis pensamientos cada minuto del día era extremadamente técnica y difícil de explicar, pero lo voy a intentar. La idea que había detrás de lo que llamé «superficies de subdivisión» era que en lugar de pretender reproducir toda la superficie de una reluciente botella roja, por ejemplo, podíamos dividir esa superficie en muchas piezas más pequeñas. Resultaba más sencillo entender cómo había que colorear y colocar cada pequeña pieza, que luego se podía juntar con las demás para crear nuestra reluciente botella roja. (Como ya he señalado, en aquella época la capacidad de memoria de los ordenadores era muy pequeña y tuvimos que dedicar un montón de energía a desarrollar trucos para superar esa limitación. Y ese era uno de los ellos.) ¿Qué pasaba si deseabas que la brillante botella roja fuese rayada como una cebra? En mi tesis exponía una forma de tomar un dibujo de cebra, o un veteado de madera, y envolver con él cualquier objeto. El «mapeo de texturas», según lo denominé, era como disponer de un papel de envolver elástico que podías aplicar a una superficie curva de modo que se adaptase perfectamente. El primer mapa de textura que hice exigía proyectar una imagen de Micky Mouse sobre una superficie ondulada. Utilicé asimismo a Winnie the Pooh y el Tigre para ilustrar mi propósito. Puede que no estuviese dispuesto a trabajar para Disney, pero sus personajes todavía eran las piedras de toque que usaba como referencia.

En la Universidad de Utah estábamos investigando un lenguaje nuevo. Uno de nosotros podía contribuir con un verbo, otro con un nombre y a continuación un tercero podía encontrar la forma de enlazar esos elementos para que dijeran algo. El llamado Z-buffer que inventé fue un buen ejemplo de ello porque se creó a partir de los trabajos de otros. EL Z-buffer, o buffer de profundidad, fue diseñado para resolver el problema de lo que ocurre cuando un objeto animado por ordenador queda tapado, o parcialmente tapado, por otro. A pesar de que los datos que describen cada aspecto del objeto oculto están en la memoria del ordenador (implicando que pueden ser visionados en caso de necesidad), la deseada relación espacial supone que no debe ser visto en su totalidad. El reto era encontrar la forma de decirle al ordenador que cumpliera ese requisito. Por ejemplo, si una esfera estaba frente a un cubo, tapándolo parcialmente, la superficie de la esfera debería quedar visible en la pantalla, al igual que las porciones del cubo no tapadas por la esfera. El buffer lograba eso asignando una profundidad a cada objeto en el espacio tridimensional para luego decirle al ordenador que equiparase cada píxel de la pantalla con el objeto más próximo. Como ya he dicho, la memoria del ordenador era tan limitada que esa no era una solución práctica, pero yo había encontrado una nueva vía para solventar el problema. Aunque parece sencillo, es cualquier cosa menos eso. Actualmente hay un Z-buffer en todos los juegos y todos los chips de PC fabricados en este mundo.

Tras doctorarme, en 1974, dejé Utah con una estupenda lista de innovaciones en el bolsillo, pero era totalmente consciente de que todo ello se había hecho únicamente al servicio de un objetivo común mucho más amplio. Al igual que les sucedía a mis compañeros de clase, el trabajo que yo había realizado se debía en gran parte al entorno protector, ecléctico e intensamente estimulante en el que había vivido. Los jefes de mi departamento entendían que para crear un laboratorio fecundo debían ensamblar diferentes clases de pensadores y estimular su autonomía. Tenían que ofrecer sugerencias cuando fuera necesario, pero también mantenerse apartados para concedernos espacio. Comprendí instintivamente que un entorno así era poco frecuente y que merecía la pena crearlo. Sabía que la enseñanza más valiosa que iba a recibir en la Universidad de Utah era el modelo que mis profesores me proporcionaron para liderar e inspirar a otros pensadores creativos. En aquel momento lo que yo me planteaba era cómo implicarme en otro entorno como ese, o cómo crear uno por mí mismo.

Salí de Utah con un claro sentido de mi objetivo, y estaba preparado para dedicarle mi vida: realizar el primer largometraje animado por ordenador. Pero conseguirlo no iba a resultar fácil. Sospechaba que iba a necesitar al menos otros diez años para averiguar cómo crear y animar personajes y presentarlos en un entorno complejo antes de empezar a pensar en realizar un corto, y no digamos nada de un largometraje. Tampoco sabía entonces que mi autoimpuesta misión iba mucho más allá de la simple tecnología. Para llevarla a cabo debíamos ser creativos no solo técnicamente, sino también en las maneras que teníamos de trabajar juntos.

Volviendo a esa época, ninguna empresa o universidad compartía mi objetivo de realizar una película animada por ordenador; de hecho cada vez que exponía mi objetivo durante las entrevistas de trabajo en las universidades se creaba una atmósfera deprimente. «Pero lo que queremos es que enseñe ciencia informática», solían decirme mis interlocutores. Lo que proponía les parecía, a la mayoría de los universitarios, un sueño imposible, o una fantasía carísima. Entonces, en noviembre de 1974, recibí una misteriosa llamada de una señora que dijo trabajar para un tal Instituto de Tecnología de Nueva York (NYIT, en sus siglas inglesas). Me contó que era la secretaria del presidente del instituto y que llamaba para reservar mi billete de avión. No sabía de qué me hablaba y así se lo manifesté. ¿Podía repetirme el nombre del instituto? Se produjo un silencio embarazoso. «Lo lamento —dijo ella—, se suponía que alguien le iba a llamar antes de que lo hiciera yo.» Dicho lo cual colgó. La siguiente llamada telefónica me iba a cambiar la vida.