Estableciendo la identidad
de PIXAR
A partir de Toy Story surgieron dos principios creativos. En cierto modo se convirtieron en mantras, unas frases a las que nos aferrábamos y repetíamos continuamente en las reuniones. Creíamos que nos habían guiado durante la creación de Toy Story y las primeras etapas de Bichos: una aventura en miniatura, y en consecuencia nos proporcionaban una gran tranquilidad.
El primer principio era «Lo importante es la historia», con lo cual queríamos decir que no íbamos a permitir que nada, ni la tecnología ni las posibilidades de merchandising, se interpusiera en el camino de nuestra historia. Nos orgullecía el hecho de que los críticos hablasen sobre todo de cómo les había hecho sentir Toy Story y no de la genialidad tecnológica que nos había permitido llevarla a la pantalla. Pensábamos que ello era resultado directo de haber mantenido siempre la historia como nuestra luz de guía.
El otro principio del que dependíamos era «Confía en el proceso». Este nos gustaba porque era muy tranquilizador: aunque es inevitable que surjan dificultades y pasos en falso durante una iniciativa creativa, puedes apostar por que «el proceso» te hará salir adelante. En cierto modo no era muy diferente de cualquier aforismo optimista («¡Resiste, querida!») excepto por el hecho de que al ser nuestro proceso tan diferente al de otros estudios sentíamos que tenía un auténtico poder. Pixar concedía espacio a los artistas, otorgaba control a los directores y confiaba en su gente para resolver problemas. Siempre he recelado de las máximas o normas porque demasiadas veces terminan siendo lugares comunes vacíos que impiden la reflexión. Pero esos dos principios parecían ayudar a nuestra gente.
Lo cual era positivo, pues no íbamos a tardar en necesitar toda la ayuda que pudiésemos obtener.
En 1997 los directivos de Disney acudieron a nosotros con una petición: ¿podíamos hacer Toy Story 2 para distribuirla únicamente en vídeo, es decir, no en salas de cine? En aquel momento la petición de Disney tenía mucho sentido. En toda su historia los estudios solo habían estrenado en salas cinematográficas una secuela de una película de dibujos animados, Los rescatadores en Cangurolandia, en los años noventa, y había sido un fracaso. Desde entonces el mercado del vídeo había llegado a ser extremadamente lucrativo, de manera que cuando Disney propuso Toy Story 2 solo para vídeo —un producto con poca demanda y menos condicionamientos artísticos— dijimos que sí. Aunque cuestionábamos la calidad de la mayor parte de secuelas realizadas para el mercado de vídeo, pensamos que nosotros podríamos hacerlo mejor.
Inmediatamente comprendimos que habíamos cometido un terrible error. Todo lo relacionado con el proyecto estaba en contra de aquello en lo que creíamos. No sabíamos apuntar bajo. En teoría no teníamos nada contra el modelo solo vídeo; Disney lo trabajaba y estaba haciendo montañas de dinero. No sabíamos cómo hacerlo sin sacrificar la calidad. Y lo que es peor, no tardó en quedar claro que rebajar nuestras expectativas para hacer un producto solo para vídeo estaba teniendo un efecto negativo en nuestra cultura porque creaba un equipo A (Bichos: una aventura en miniatura) y un equipo B (Toy Story 2). A la gente encargada de trabajar en Toy Story 2 no le interesaba producir una obra de segunda, y más de uno vino a mi despacho para decir no. Hubiera sido una locura ignorar su pasión.
Cuando llevábamos unos meses con el proyecto convocamos a una reunión a los directivos de Disney para exponerles la idea de que el modelo solo vídeo no iba a funcionar con nosotros. No era aquello por lo que apostaba Pixar. Les propusimos cambiar de rumbo y hacer Toy Story 2 para distribución en salas de cine. Ante nuestra sorpresa, aceptaron de inmediato. De repente estábamos produciendo al mismo tiempo dos largometrajes ambiciosos doblando de la noche a la mañana nuestra producción para salas. Lo cual era un tanto alarmante, aunque también parecía una afirmación de nuestros valores fundamentales. Cuando creamos el equipo me sentí orgulloso de haber insistido en la calidad. Decisiones como esta, pensaba yo, nos aseguraban éxitos en el futuro.
La producción de Toy Story 2, sin embargo, se iba a ver severamente perturbada por una serie de falsos supuestos por nuestra parte. Puesto que «solo» era una secuela, nos dijimos, no iba a ser tan arduo como hacer la original. Como el equipo de creativos que había realizado Toy Story estaba centrado en Bichos: una aventura en miniatura, elegimos a dos experimentados animadores (y directores primerizos) para liderar Toy Story 2. Todos dimos por hecho que un equipo inexperto, siempre que estuviera apoyado por otro equipo experimentado, sería capaz de repetir el éxito de nuestra primera película. Reforzaba nuestra confianza el hecho de que las líneas maestras del argumento de Toy Story 2 ya habían sido pergeñadas por John Lasseter y el equipo original de Toy Story: por error, Woody era vendido en un mercadillo a un coleccionista que —con vistas a conservar el valor de los juguetes— los guardaba bajo llave para que nadie jugase con ellos y venderlos a un museo de Japón. Los personajes eran conocidos, el aspecto estaba creado, el equipo técnico tenía experiencia y destreza, y nosotros, en tanto que empresa, poseíamos un profundo conocimiento del proceso de producción de una película. Pensamos que lo teníamos todo previsto.
Nos equivocábamos.
Cuando llevábamos un año de producción empecé a captar síntomas de problemas. En esencia, los directores estaban uniendo fuerzas para pedirle más tiempo a John, y trataban de hacerse un hueco en su agenda para aprovechar sus conocimientos. Esto era aterrador. A mi modo de ver quería decir que, por mucho talento que tuviesen individualmente, a los directores de Toy Story 2 les faltaba confianza y no ligaban como equipo.
Y por otra parte estaban las bobinas. En Pixar los directores se reunían cada tantos meses para visionar las «bobinas», es decir, animaciones de sus películas montadas junto con lo que llamamos músicas y voces de referencia. Las primeras bobinas son una aproximación muy tosca de lo que será el producto final; son defectuosas y desordenadas con independencia de lo bueno que sea el equipo que las está creando. Pero visionarlas es la única forma de apreciar lo que necesita arreglarse. No se puede juzgar a un equipo por las primeras bobinas. Pero, sin embargo, esperas que con el tiempo las bobinas mejoren. En este caso no mejoraban, y pasaban los meses y las bobinas seguían mostrando diferentes grados de insuficiencia. Alarmados, algunos de nosotros comentamos nuestros temores con John y el equipo creativo original de Toy Story. Nos aconsejaron que concediésemos más tiempo y que confiáramos en el proceso.
Hasta después del estreno de Bichos: una aventura en miniatura durante el fin de semana de Acción de Gracias de 1998, John no tuvo tiempo de sentarse y echarle una penetrante mirada a lo que habían realizado hasta ese momento los directores de Toy Story 2. Entonces se metió en una de las salas de proyección para ver las bobinas. Un par de horas más tarde salió, vino directamente a mi despacho y cerró la puerta. La palabra que dijo fue desastre. La historia era vacía, predecible y sin tensión; y el humor no hacía gracia. Habíamos ido a Disney insistiendo en ir a fondo y rechazando la idea de apostar por un producto de segunda categoría. Ahora cabía preguntarse: ¿lo estábamos haciendo? No cabía la posibilidad de seguir adelante con la película tal y como estaba. Era una crisis total.
Sin embargo, teníamos la amenaza de una reunión en Disney antes de que lográsemos trazar un plan para arreglarla; había sido programada de antemano para mantener informados a los directivos de Disney sobre Toy Story 2. Andrew, que actuaba con frecuencia como el brazo derecho de John, en diciembre se llevó a Burbank una versión profundamente defectuosa de la película. Un grupo de directivos se reunió en una de las salas de proyección y cuando se apagaron las luces Andrew se mantuvo en su butaca apretando los dientes a la espera de que todo eso acabase. Y cuando se encendieron las luces entró de lleno en el asunto.
«Sabemos que la película necesita cambios importantes —dijo—. Y estamos en proceso de realizarlos.»
Ante su sorpresa, los directivos de Disney no estuvieron de acuerdo: la película era suficientemente buena, y encima no había tiempo para hacer una revisión. Se trata únicamente de una secuela. Educada pero firmemente, Andrew disintió: «Vamos a rehacerla», dijo.
Después, en Pixar, John le dijo a todo el mundo que descansase durante las vacaciones porque a partir del dos de enero íbamos a rehacer por completo la película. Al mismo tiempo tratamos de mandar un mensaje rápido y claro: enderezar el barco iba a requerir que todo el mundo acudiese al puente.
Pero primero debíamos tomar una decisión difícil. Resultaba obvio que para salvar la película se requería un cambio en lo alto. Sería la primera vez que me iba a ver obligado a decirles a los directores de una película que serían reemplazados, y eso no era nada fácil. Ni a John ni a mí nos apetecía darles la noticia de que estaban despedidos y que John se haría cargo de Toy Story 2. Pero tenía que hacerse. No podíamos ir a Disney pidiendo a coro la oportunidad de hacer un estreno en salas de cine, insistir en nuestra excelencia y después entregar un subproducto.
Los directores quedaron conmocionados, y nosotros también. En cierto modo les habíamos fallado y les habíamos hecho daño al ponerlos en un puesto para el que no estaban preparados. Nuestro papel en ese fracaso exigía de mi parte cierta reflexión. ¿Qué era lo que se nos había escapado? ¿Qué nos llevó a hacer unas suposiciones tan incorrectas y a no intervenir cuando crecía la evidencia de que la película tenía problemas? Era la primera vez que encargábamos a alguien una misión creyendo que podría cumplirla y luego descubríamos que no. Yo quería entender por qué. Mientras le daba vueltas a eso la presión de la fecha de entrega nos obligó a movernos. Disponíamos de nueve meses para entregar la película, un plazo insuficiente incluso para el equipo más experimentado. Pero estábamos decididos. Era inimaginable que no fuésemos a hacer todo lo posible. Nuestra primera ocupación fue mejorar el guion. Enderezar sus fallos sería responsabilidad del grupo que emergió orgánicamente durante la producción de Toy Story. Los componentes de este grupo, al que a partir de un momento determinado empezamos a conocer como el Braintrust, eran unos probados solucionadores de problemas que juntos trabajaban magníficamente a la hora de diseccionar escenas que eran un fiasco total. En el próximo capítulo hablaré más del Braintrust y de su forma de funcionar, pero su característica más sobresaliente era su capacidad para analizar el latido emocional de una película sin que ninguno de sus miembros se sintiera aludido o se pusiese a la defensiva. Debo aclarar que no era un grupo que hubiéramos de crear. Pero era una gigantesca ayuda para todos. El grupo iba a crecer más adelante, pero en ese momento se componía de cinco miembros: John, Andrew Stanton, Pete Docter, Joe Ranft y Lee Unkrich, un virtuoso editor procedente de una pequeña población de Ohio cuyo nombre parece sacado de una película de Pixar: Chagrin Falls. Lee se unió a nosotros en 1994 y se había hecho notar de inmediato por su extraordinario sentido del ritmo. Ahora John lo aupó al puesto de codirector de Toy Story 2. Los nueve meses siguientes supusieron el calendario de producción más extenuante que hayamos sufrido nunca, el crisol en que se había forjado la más auténtica identidad de Pixar.
Mientras John y su equipo de creativos trabajaban, yo reflexionaba sobre la dura realidad que teníamos por delante. Estábamos exigiendo a nuestra gente el equivalente cinematográfico de un trasplante de corazón. Teníamos menos de un año antes de que Toy Story 2 fuese estrenada en los cines. Llegar a tiempo iba a llevar a nuestro personal al borde del colapso, y seguramente habría que pagar un precio por ello. Pero pensaba también que la alternativa, aceptar la mediocridad, tendría consecuencias mucho más destructivas.
El problema más grave de la película, cuando John convocó a su equipo, era que se trataba de una historia de fuga con un arco predecible y no muy emotivo. La historia transcurría cuatro años después de los acontecimientos de Toy Story, y giraba en torno a si Woody decidiría aceptar la regalada y protegida (pero aislada) existencia —la vida de un «objeto de colección»— que Al, el coleccionista, le imponía. ¿Iba a luchar o no por la posibilidad de regresar a casa con Andy, su propietario original? Para que la película funcionase los espectadores debían creer que era real la disyuntiva sopesada por Woody: regresar a un mundo en el que Andy se haría mayor algún día y se desharía de él o permanecer en lugar seguro sin nadie que le amase. Pero como los espectadores sabían que la película era de Pixar y Disney, se limitarían a dar por descontado que habría final feliz, es decir, que Woody decidiría regresar para reunirse con Andy. Lo que la película necesitaba eran razones para creer que Woody se enfrentaba a un dilema. O dicho en otras palabras, lo que necesitaba era drama.
La película empieza con Woody preparándose para ir a un campamento de verano con Andy, pero se le descose un brazo y ello provoca que el chico lo deje en casa (y que la madre lo guarde en una estantería). En ese momento el Braintrust introdujo el primero de los dos cambios clave: añadió un personaje llamado Wheezy el pingüino, que le cuenta a Woody que lleva meses en esa misma estantería debido a que ya no le funciona el silbato. Wheezy introduce muy pronto la idea de que por muy querido que sea un juguete, cuando se rompe tiene muchas posibilidades de ser almacenado o descartado, quizá para siempre. En ese momento Wheezy establece el tono emocional de la historia.
El segundo cambio fundamental impulsado por el Braintrust fue dar fuerza a la historia de Jessie, una muñeca vaquera que amaba a la niña que era su dueña igual que Woody amaba a Andy, pero que fue abandonada cuando la niña dejó atrás sus juguetes. El mensaje de Jessie a Woody —que es dolorosamente transmitido con una secuencia de montaje acompañado por la canción de Sarah McLachlan «Cuando ella me amaba»— es que no importa lo que desees o lo mucho que te afecte: algún día Andy dejará de lado las cosas infantiles. Jessie recoge el tema introducido por Wheezy, y su atrevida interacción con Woody permite que dicho tema, antes solo implícito, sea discutido abiertamente.
Con la incorporación de Wheezy y Jessie, la decisión de Woody se hace más difícil: puede quedarse con alguien a quien ama, sabiendo que finalmente será descartado, o puede volar a un mundo donde se verá protegido para siempre, pero sin el amor para el que fue hecho. Esta es una auténtica elección, una cuestión real. La forma en que los miembros del equipo creativo se lo plantearon unos a otros fue: ¿tú optarías por vivir para siempre sin amor? Cuando llegas a sentir la agonía de esa encrucijada tienes una película.
Aunque Woody elija finalmente a Andy, lo hace consciente de que con ello se garantiza una tristeza futura. «No puedo impedir que Andy se haga mayor —le dice a Stinky Pete, el buscador de oro—. Pero no me lo perdería por nada del mundo.»
Con la historia replanteada, la empresa al completo se reunió una mañana en el comedor del edificio que habíamos alquilado al otro lado de la calle donde estaba el almacén primitivo de Point Richmond. El nombre de ese anexo, que habíamos ocupado cuando creció la empresa, era Frogtown* (estaba sobre un antiguo pantano). En el momento adecuado, John se dirigió a la cabecera de la sala y les expuso a nuestros colegas la nueva línea argumental de Toy Story 2, más emotiva y cautivadora, y fue aplaudido al acabar. En otra reunión más reducida con solo el equipo de Toy Story 2, Steve Jobs dio su aprobación. «Disney no cree que vayamos a lograrlo —dijo—, de manera que demostrémosles que están equivocados.»
Entonces empezó el gran lifting.
Durante los seis meses siguientes nuestros empleados vieron raras veces a sus familias. Trabajábamos hasta altas horas de la noche los siete días de la semana. Pese a las dos películas de éxito éramos conscientes de la necesidad de ponernos a prueba y todo el mundo dio cuanto tenía. Con varios meses todavía por delante, el personal estaba exhausto y empezaba a decaer.
Una mañana de junio un artista totalmente agotado vino en coche a trabajar con su hijo atado en el asiento de atrás; su intención era dejar al niño de camino en la guardería. Más tarde, cuando llevaba varias horas trabajando, su esposa (también empleada de Pixar) le preguntó cómo le había ido en la guardería, momento en que cayó en la cuenta de que había dejado al niño en el hirviente aparcamiento de Pixar. Fueron corriendo y encontraron al niño inconsciente y de inmediato lo rociaron con agua fría. Afortunadamente la criatura se encontraba bien, pero el trauma de ese momento, lo que podría haber pasado, me quedó profundamente grabado en la mente. Exigir tanto a nuestro grupo, incluso a pesar de que deseaba darlo, no era de recibo. Sabía que el camino iba a ser duro, pero hube de admitir que nos estábamos cayendo a pedazos. Cuando se completó la película la tercera parte del personal sufría algún tipo de enfermedad profesional. Al final cumplimos con la fecha de entrega y estrenamos nuestra tercera película. Los críticos destacaron entusiasmados que Toy Story 2 era una de las pocas secuelas que había mejorado el original y los ingresos en taquilla sobrepasaron los 500 millones de dólares. Todo el mundo estaba absolutamente quemado, pero también existía la sensación de que pese a tanto sufrimiento habíamos realizado algo importante, algo que iba a definir a Pixar durante los próximos años. Como dice Lee Unkrich, «Hicimos lo imposible. Hicimos lo que todo el mundo dijo que no podríamos. Y lo hemos hecho espectacularmente bien. Eso fue el combustible que nos ha seguido impulsando».
La gestación de Toy Story 2 ofrece una serie de lecciones que fueron decisivas para la evolución de Pixar. Recuérdese que el meollo de la historia, el dilema de Woody de quedarse o marcharse, era el mismo antes y después de que el Braintrust trabajase en él. Una versión no funcionaba en absoluto y la segunda conmovía profundamente. ¿Por qué? Unos guionistas de talento habían encontrado la forma de que los espectadores se involucraran, y el desarrollo del argumento me dejó suficientemente claro que si pones una buena historia en manos de un equipo mediocre, este la arruinará. Si le das una historia mediocre a un quipo brillante, este la arreglará o la dejará de lado y saldrá con algo mejor.
La conclusión merece repetirse: reunir el equipo adecuado es el requisito necesario para tener las ideas correctas. Es fácil decir que quieres gente de talento y lograrla, pero la forma en que esa gente interactúa entre sí es la auténtica clave. Incluso las personas más inteligentes pueden constituir un equipo ineficaz si no están bien equilibradas. Lo cual implica que es mejor centrarse en cómo funciona un equipo y no en el talento de los miembros que lo componen. Un buen equipo está formado por personas que se complementan. Hay un importante principio al respecto que puede parecer obvio pero que, según mi experiencia, no lo es en absoluto. Encontrar a la gente adecuada y la química que hace falta es más importante que tener la buena idea.
Esta es una cuestión a la que le he dado muchas vueltas durante años. Una vez, mientras almorzaba con el presidente de otro estudio cinematográfico, este me dijo que su mayor problema no era encontrar gente buena, sino buenas ideas. Recuerdo haber quedado asombrado cuando lo dijo y que me sonó meridianamente falso porque me había ocurrido exactamente lo contrario con Toy Story 2. Decidí comprobar si lo que a mí me parecía obvio era, en realidad, una creencia generalizada. Y durante los dos años siguientes tomé por costumbre al dar conferencias plantear la cuestión a los presentes: ¿qué valen más, las buenas ideas o la gente buena? Ya estuviese hablando a directivos jubilados ya a estudiantes, a decanos de facultades o artistas, cuando pedía que alzasen la mano, el público solía dividirse por la mitad. (Los estadísticos le dirán que si encuentra una partición tan exacta como esta no significa que la mitad conozca la respuesta correcta sino que está adivinando o eligiendo a ojo, como quien lanza una moneda al aire.)
La gente piensa tan poco acerca de ello que, en todos estos años, solo una persona del público me ha señalado que se trata de una falsa dicotomía. Desde mi punto de vista la respuesta debería ser obvia: las ideas surgen de las personas. Por lo tanto, las personas son más importantes que las ideas.
¿Por qué estamos equivocados al respecto? Porque muchos de nosotros pensamos que las ideas son singulares, como si flotasen en el éter, perfectamente formadas e independientes de la gente que se pelea con ellas. Pero las ideas no son singulares. Se forman mediante decenas de miles de decisiones, muchas veces tomadas por docenas de personas. En cualquiera de las películas de Pixar cada línea de diálogo, cada rayo de luz o trazo de sombra, cada efecto de sonido está ahí porque contribuye a la totalidad. En definitiva, si lo haces bien la gente va al cine y dice: «Una película sobre juguetes que hablan, qué idea más inteligente». Pero una película no es una sino multitud de ideas. Y detrás de esas ideas hay personas. Esto es cierto con todos los productos; el iPhone, por ejemplo, no es una idea singular, hay una increíble cantidad de hardware y software que lo avala. Sin embargo, demasiadas veces vemos un objeto en particular y lo concebimos como una isla que existe separada y para sí misma.
Por decirlo una vez más, lo que es absolutamente fundamental en cualquier aventura creativa es centrarse en las personas, en sus hábitos de trabajo, su talento y sus valores. Y en el caso de Toy Story 2, lo vi más claro que nunca. Esa claridad, por su parte, me movió a introducir cambios. Al mirar en derredor caí en la cuenta de que algunas de nuestras tradiciones no daban preferencia a las personas. Por ejemplo, teníamos un departamento de desarrollo, como todos los estudios cinematográficos, encargado de buscar y desarrollar ideas para hacer películas. Ahora veía que eso no tenía sentido. En adelante, el objetivo de ese departamento sería no el desarrollo de guiones sino contratar gente buena, averiguar lo que necesitaba y asignarla a proyectos que se acomodaran a sus capacidades, y asegurarse de que funcionaban bien juntos. Hoy en día seguimos ajustando y afinando ese modelo, pero los objetivos subyacentes continúan siendo los mismos: buscar, desarrollar y apoyar gente buena que a su vez encontrará, desarrollará y tendrá buenas ideas.
En cierto modo esto tiene relación con mis reflexiones sobre el trabajo de W. Edwards Deming en Japón. Aunque Pixar no dependía de una cadena de montaje tradicional —es decir, con cintas transportadoras que conectan cada centro de trabajo—, la realización de una película se hace en orden y cada equipo le pasa el producto o la idea al siguiente, que lo hace avanzar en la cadena. Para garantizar la calidad yo pensaba que cualquier persona o equipo debía ser capaz de identificar un problema y, en ese caso, tirar de la cuerda para detener la cadena. Para crear una cultura en la que eso sea posible se necesitaba más de una cuerda de fácil acceso. Era preciso demostrar a la gente que hablabas en serio al decir que aunque la eficiencia era una meta, la calidad era la meta. Cada vez veía más claro que al dar prioridad a las personas —no solo de boquilla sino demostrándolo con las medidas que tomamos— estábamos protegiendo esa cultura.
Básicamente Toy Story 2 fue un toque de alerta. Según se avanza, las necesidades de una película no pueden imponerse a las necesidades de la gente. Era preciso hacer algo más para mantenerla saludable. Cuando terminamos una película nos dedicamos a solventar las necesidades de nuestros maltrechos y estresados empleados y a poner en pie estrategias para prevenir que la presión de las futuras entregas vuelvan a perjudicar otra vez a nuestros trabajadores. Esas estrategias iban más allá de lugares de trabajo diseñados ergonómicamente, clases de yoga y terapia física. Toy Story 2 fue un estudio de caso acerca de cómo algo que usualmente se considera un plus —unos empleados motivados y adictos al trabajo yendo todos a una para cumplir un plazo— podía ser destructivo en sí mismo si no se controlaba. Aunque me sentía inmensamente orgulloso de lo que habíamos logrado, rezaba por no tener que hacer otra vez una película de esa forma. Era tarea de la dirección mirar a largo plazo para intervenir y proteger a nuestra gente de su predisposición a perseguir la excelencia a toda costa. No hacerlo hubiera sido irresponsable.
Esto es más complicado de lo que pueda parecer. Como grupo, la gente de Pixar está orgullosa de su trabajo. Son grandes perfeccionistas, consiguen los mejores resultados y desean dar lo mejor y algo más. Desde el punto de vista de la dirección, aspiramos a que el próximo producto sea mejor que el último, mientras que simultáneamente necesitamos cumplir los requisitos del presupuesto y el calendario. Los buenos jefes impulsan a su gente hacia la excelencia. Eso es lo que esperamos de ellos. Pero cuando las poderosas fuerzas que crean esta dinámica positiva se vuelven negativas son difíciles de contrarrestar. Hay una delgada línea. En cualquier película hay períodos inevitables de crisis y estrés profundos, algunos de los cuales pueden ser saludables si no se prolongan demasiado. Pero las ambiciones, tanto de los directivos como de los equipos, pueden exacerbarse mutuamente y resultar perniciosas. Es responsabilidad del líder ser consciente de ello y conducirlo, no explotarlo.
Si queremos mantenernos en este negocio, debemos cuidarnos, implantar hábitos saludables y estimular a nuestros empleados para que lleven vidas satisfactorias fuera del trabajo. Además, su vida familiar cambia a medida que ellos y sus hijos, si los hay, se van haciendo mayores. Eso significa crear una cultura en la que pedir la baja por paternidad o maternidad no se vea como un obstáculo para la trayectoria profesional. Puede que esto no parezca revolucionario, pero en muchas empresas los padres saben que pedir la baja supone un coste; un empleado realmente comprometido, se les dice sin palabras, quiere trabajar. Eso no es verdad en Pixar.
Apoyar a nuestros empleados significa animarles a alcanzar un equilibrio no por decirles sin más «Sé equilibrado», sino facilitándoles también que puedan lograrlo. (Tener una piscina, una pista de voleibol y un campo de fútbol les transmite a nuestros trabajadores que valoramos el ejercicio y la vida más allá de la mesa de trabajo.) Pero liderazgo significa también prestar atención a las siempre cambiantes dinámicas en el lugar de trabajo. Por ejemplo, cuando nuestros empleados más jóvenes —los que no tienen familias— trabajan más horas que aquellos que son padres, debemos tener cuidado de no comparar el rendimiento de esos dos grupos sin tener en cuenta el contexto. No hablo ahora de la salud de nuestros empleados; hablo de su productividad y felicidad a largo plazo. Invertir en esta cuestión resulta rentable en el futuro.
Conozco una empresa de juegos de Los Ángeles que tenía establecido el objetivo de cambiar en torno al 15 por ciento de su personal cada año. El razonamiento detrás de semejante política era que la productividad se incrementa cuando contratas a chicos jóvenes e inteligentes recién salidos de la universidad y los matas a trabajar. El desgaste era inevitable bajo tales condiciones, pero se aceptaba porque las necesidades de la empresa eran superiores a las de los trabajadores. ¿Les funcionaba? Hasta cierto punto. Pero si quieren saber mi opinión, ese tipo de razonamiento no solo es erróneo, es inmoral. En Pixar he dejado claro que debemos tener flexibilidad para reconocer y apoyar la necesidad de equilibrio en la vida de todos nuestros empleados. Pese a que todos creíamos en ese principio —y había sido así desde el primer momento—, Toy Story 2 me ayudó a ver como todas esas creencias podían ser dejadas de lado ante las presiones inmediatas.
Empecé este capítulo hablando de dos frases que, en mi opinión, nos ayudaron y nos engañaron en los primeros tiempos de Pixar. Al acabar Toy Story creímos que «Lo importante es la historia» y «Confía en el proceso» eran principios fundamentales que nos harían avanzar y nos mantendrían centrados, y que las frases mismas tenían el poder de ayudarnos a trabajar mejor. Por cierto, no solo lo cree la gente de Pixar. Compruébelo usted mismo. Dígale a cualquiera del mundo creativo que «Lo importante es la historia» y asentirá vigorosamente con la cabeza. ¡Pues claro! Sencillamente, parece verdadero. Todo el mundo sabe lo importante que es para cualquier película un argumento bien estructurado y que impacte emocionalmente.
«Lo importante es la historia» nos diferenciaba, pensábamos, no solo porque lo decíamos sino también porque lo creíamos y actuábamos en consecuencia. Sin embargo, según hablaba con otras personas de la industria y aprendía más cosas acerca de otros estudios, descubrí que todos repetían alguna versión de ese mantra: no importa si estaban haciendo una auténtica obra de arte o una completa basura, todos decían que la historia es lo más importante. Lo cual era un recordatorio de algo que parece obvio pero no lo es: limitarse a repetir ideas no sirve de nada. Debes actuar, y pensar, consecuentemente. En Pixar repetir como un loro la frase «Lo importante es la historia» no ayudó a los bisoños directores de Toy Story 2. Lo que trato de decir es que este principio rector no nos puso a salvo de que las cosas se torcieran. De hecho nos dio una falsa seguridad en que las cosas irían bien.
Por idéntica razón confiábamos en el proceso, pero este tampoco salvó a Toy Story 2. «Confía en el proceso» se transformó en «Asume que el proceso nos arreglará las cosas». Nos proporcionó un alivio que creíamos necesitar. Pero también nos incitó a la guardia y, en definitiva, nos hizo pasivos. Y lo que es peor, nos hizo poco rigurosos. Una vez que lo vi claro, empecé a decirle a la gente que la frase carecía de sentido. Expliqué a nuestro personal que se había convertido en una muleta que nos distraía a la hora de encarar los problemas de manera coherente. Debíamos confiar en las personas, les dije, no en el proceso. Nuestro error fue olvidar que «el proceso» carece de calendario y no tiene gusto. Es tan solo una herramienta, un marco. Debíamos asumir más responsabilidad sobre nuestro trabajo, nuestra necesidad de autodisciplina y nuestros objetivos.
Imagine una maleta vieja y pesada con un asa desgastada y que cuelga de unos hilos. El asa es «Confía en el proceso» o «Lo importante es la historia», una concisa afirmación que, a primera vista, parece significar mucho más. La maleta representa todo lo que ha sido necesario para formar la frase: la experiencia, la profunda sabiduría y las verdades que surgen de la lucha. Muchas veces asimos el asa y, sin ser conscientes de ello, echamos a andar sin la maleta. Lo peor es que ni siquiera pensamos en lo que hemos dejado atrás. Al fin y al cabo el asa es mucho más fácil de llevar que la maleta.
Cuando eres consciente del problema del asa y la maleta lo ves por todas partes. La gente se aferra a las palabras y las historias, que no son más que sustitutos de la acción real y el significado. Los publicistas buscan palabras que implican el valor del producto y las utilizan como sustitutos del valor mismo. Las empresas nos hablan continuamente de su compromiso con la excelencia, implicando que eso quiere decir que solo van a fabricar productos especiales. Palabras como calidad y excelencia se aplican mal con tanta frecuencia que bordean la falta de sentido. Los directivos investigan en libros y revistas buscando entender mejor, pero se resignan a adoptar una nueva terminología pensando que utilizar palabras frescas les acercará a sus objetivos. Cuando alguien encuentra una frase pegadiza se convierte en un meme que emprende su camino aunque se aleje de su significado original.
Para garantizar la calidad, pues, excelencia tiene que ser una palabra ganada, que nos es atribuida por otros y no proclamada por nosotros acerca de nosotros mismos. Es responsabilidad de los buenos líderes garantizar que las palabras sigan siendo fieles a los significados e ideales que representan.
Debo decir aquí que pese a despotricar contra «Confía en el proceso» por considerarlo una herramienta de motivación errónea, sigo entendiendo la necesidad de fe en un contexto creativo. Debido a que muchas veces nos afanamos en inventar algo que todavía no existe, puede dar miedo ir a trabajar. Al inicio de la producción de una película reina el caos. El grueso de lo que el director y sus equipos están haciendo todavía no es coherente y las responsabilidades, presiones y expectativas son intensas. De manera que, ¿cómo seguir adelante cuando hay tan poca cosa visible y tantas otras se desconocen?
He visto a directores y guionistas que se quedaban paralizados y no lograban desbloquearse debido a que no sabían adónde ir a continuación. Algunos de mis colegas insisten en que me equivoco en esto y que «Confía en el proceso» tiene sentido, pues lo ven como un código para decir «Sigue adelante incluso cuando las cosas se ponen negras». Cuando damos confianza al proceso, razonan, podemos relajarnos, dejar que las cosas sigan su curso y hacer una apuesta radical. Podemos aceptar que una determinada idea tal vez no funcione y, sin embargo, al minimizar nuestro miedo al fracaso confiamos en que finalmente llegaremos adonde queríamos. Cuando confiamos en el proceso recordamos que somos resilientes y que ya hemos sufrido antes el desaliento para emerger por el lado contrario. Cuando damos confianza al proceso, o por decirlo con mayor exactitud, cuando confiamos en la gente que utiliza el proceso, somos optimistas pero también realistas. La confianza proviene de saber que estamos a salvo, que nuestros colegas no van a juzgar nuestros fallos, sino que nos van a animar a ampliar nuestras fronteras. Pero en mi opinión la clave está en no permitir que esa confianza, nuestra fe, nos apacigüe hasta el extremo de abdicar de nuestra responsabilidad personal. Cuando tal cosa ocurre, caemos en la aburrida repetición y producimos versiones vacías de lo que ya ha sido hecho antes.
Como acostumbra a decir Brad Bird, que se incorporó a Pixar como director en 2000, «El proceso te hace o te deshace». Me gusta el punto de vista de Brad porque al tiempo de dar confianza al proceso implica que también tenemos un papel activo que desempeña en él. Katherine Sarafian, una productora que está en Pixar desde Toy Story, me dice que prefiere poner en marcha el proceso en lugar de confiar en él y observarlo para ver dónde falla y, a continuación, sacudirlo un poco para espabilarlo y estar seguros de que está despierto. Una vez más, quien tiene un papel activo es la persona, no el proceso mismo. O por decirlo en otras palabras, le corresponde a la persona recordar que es normal utilizar el asa siempre y cuando no se olvide de la maleta.
En Pixar, Toy Story 2 nos enseñó una lección: debemos estar alerta para cambiar las dinámicas porque, de una vez por todas, nuestro futuro depende de ello. El proyecto que empezó como una secuela únicamente para vídeo demostró que no solo era importante para todos no tolerar películas de segunda clase, sino que cualquier cosa que hiciésemos, cualquier cosa asociada con nuestro nombre, debía ser buena. Esta forma de pensamiento no se circunscribía a la moral; se trataba de enviar a toda la gente de Pixar el mensaje de que eran copropietarios del principal activo de la empresa: su calidad.
Por aquellas fechas John acuñó una nueva frase: «La calidad es el mejor plan de negocio». Lo que quería decir era que la calidad no es consecuencia de seguir una serie de comportamientos. Es más bien un prerrequisito y una mentalidad que debes tener antes de decidir qué te propones hacer. Todo el mundo dice que la calidad es importante, pero hay que hacer algo más aparte de decirlo. Hay que vivirlo, pensarlo y respirarlo. Cuando nuestra gente afirmó que solo deseaba hacer películas de la máxima calidad y cuando nos forzamos hasta el límite para demostrarnos nuestro compromiso con ese ideal, la identidad de Pixar quedó cimentada. Íbamos a ser una empresa que nunca pactaría. Lo cual no quería decir que no fuésemos a cometer errores. Estos forman parte de la creatividad. Pero cuando los cometiésemos, procuraríamos hacerles frente sin ponernos a la defensiva y con voluntad de cambio. La lucha durante la producción de Toy Story 2 nos hizo volver la cabeza y nos obligó a examinarnos, a ser autocríticos y a modificar la forma de pensar acerca de nosotros mismos. Cuando digo que ese fue el momento que definió a Pixar, lo hago en el sentido más dinámico. Nuestra necesidad de adoptar la introspección acababa de empezar.
En la segunda parte de este libro deseo explorar cómo se desarrolló esa introspección. Los capítulos giran en torno a cuestiones que íbamos a abordar como empresa: ¿cuál es la naturaleza de la sinceridad? Si todo el mundo está de acuerdo acerca de su importancia, ¿por qué resulta tan difícil ser sincero? ¿Qué pensamos de nuestros propios fallos y temores? ¿Hay alguna vía para que nuestros directores estén más cómodos con resultados inesperados, esas sorpresas que surgen con independencia de lo bien que se haya planificado? ¿Cómo podemos solventar la imperativa tendencia a controlar en exceso el proceso que afecta a muchos directivos? Con lo que hemos aprendido hasta hora, ¿podemos finalmente encauzar el proceso correctamente? ¿En qué punto nos engañamos todavía?
Esas preguntas iban a seguir desafiándonos durante los años venideros, incluso hoy en día.