«Esos guachos de mierda son del barrio», dijo David en la seccional. «Roban en el barrio, viven en el barrio y si los sacás de ahí no saben qué hacer. Los suben a un auto y los bajan en 18 y Convención y no saben ni dónde están parados. Roben acá, les dice usted, y no saben qué hacer. Esos hijos de puta fueron los que lo mataron». Se refería al asesinato de su sobrino.
Dos días antes, en medio de una encarnizada persecución, el Jona, su otro sobrino, el menor, después de huir desesperadamente por las calles del barrio se bajó en la puerta de su casa, dejó la moto tirada y se escondió en el fondo. Los que lo perseguían vieron el vehículo en el suelo y comenzaron a dispararles a los que estaban tomando mate en la entrada. Fue una balacera tremenda, inexplicable, pero solo uno, el sobrino mayor de David, cayó muerto con un tiro en la cabeza. Sin pestañear, los pandilleros hicieron rugir las dos motos y se marcharon.
«Fueron esos guachos. Chorros hijos de puta. En la casa venden drogas, toda la familia está metida. Se la querían dar a uno de mis sobrinos y mataron al otro. No sé por qué, pero seguro que están defendiendo la boca de la familia. Venden dos o tres tizas por noche, diez mil pesos por día, trescientos mil pesos por mes. ¡Cómo no la van a defender!».
David trabajaba en un reparto de quesos y chacinados. Hacía su ruta en La Teja, Cerro, Paso de la Arena y barrios aledaños. Siempre vivió en la zona. De niño jugó al fútbol en el Tobogán, practicó en las inferiores de Progreso cuando el club tenía comedor en la sede, después dejó el deporte —era metedor, pero también calentón, y no tenía demasiadas condiciones— y finalmente se alejó de sus amigos. David conoció el Cerro de los frigoríficos y los dos quilos de carne que repartían a cada trabajador. Conoció el Cerro como barrio de residencia de los empleados del Frigonal y el Swift, con sus casas muchas veces construidas por ellos mismos. Recordaba especialmente la falda del Cerro, verde y llena de flores rosadas y amarillas de los macachines, donde jugaban, aprendiendo a ser mayores, los niños de otra época.
Pero eso ya no existía. Los frigoríficos cerraron y después abrieron las plantas pesqueras —Urumar, Inperagro, Export Mares, Pesquera Montevideo, Promopes y Pescamar—, además de los galpones clandestinos donde se cortaba pescado para las ferias y a veces se hacía façon para alguna de las plantas formales. Por la falda del Cerro de a poco comenzaron a subir los asentamientos, sobre todo cuando los barcos tuvieron más dificultades para pescar merluza y las pesqueras trabajaron cada vez menos. Aquel barrio donde se había acunado la solidaridad entre los obreros y los vecinos empezó a trastocar sus valores.
En ese momento, la publicidad de Seven Up ganaba espacios en los medios de comunicación. El Colorado y David la veían en la televisión y varios de los conceptos que expresaba quedaban rondando en sus cabezas: «Ese personaje, Fido Dido, está a la orden del día. Todos hacen la suya. Lo que importa es su sed». Uno pensaba qué bien, y el otro, qué mierda. Todavía se mantenía lo de no ser buchón, pero ¿dónde había quedado lo que enseñaban los viejos? ¿Cuánto tiempo pasó entre una época y la otra? Una legión de zombis estaba dejando el tendal desde que aspirar cemento se había extendido por las calles de la villa.
El Jona era uno de los que se juntaban en la puerta de la casa de Lucy —que trabajaba gran parte del día en Urumar— a esperar turno para usar el revólver que compartían todas las noches los pibes del barrio. De a dos, uno armado y el otro no, robaban a los que podían sorprender en la avenida.
—Yo los vi —dijo Lucy una vez en el comedor de la pesquera—, les daban el revólver, salían dos y al rato volvían y se lo pasaban a otros dos.
Claro que nunca repitió eso ante la policía. Fue solo un comentario frente a compañeras de trabajo en el desahogo cotidiano. Pero una noche, mientras sonaban las sirenas de los patrulleros, les abrió la puerta a los gurises, que se escondieron en la casa y se quedaron adentro hasta que las luces rojas y azules se perdieron de vista. Antes de irse, le dijeron «quedate tranquila, contigo no pasa nada». Para ella todo empezó ahí.
Más adelante, Lucy se lo contó al Colorado Flores, su amigo, para que, sin mencionar personas ni lugares, lo publicara en el semanario. A Lucy le gustó ver su testimonio en las páginas. Era ella, sin nombre ni rostro, contando qué pasó y dejando bien claro que su casa era su casa y que ella era la que mandaba. El Colorado no escribió una nota policial, se enredó con una de color que no le salió muy bien, pero a don Bentos lo escabroso del tema le llamó la atención y la publicó sin dudar.
—Buscá más de esas notas. Le vienen bien a El Semanario.
—No son fáciles de conseguir. No te andan buscando para contarte este tipo de cosas —respondió el Colorado, sin saber lo equivocado que estaba.
—Vos dale —dijo Bentos. Y el Colorado siguió buscando.
Antes, décadas antes, David corría por los campos donde estaba la casita de Lucy. Iba a la escuela y ahí conoció a la Jolie, que ya se había cansado de jugar a los novios y entonces empezó a acostarse con él. Ese fue para ella el comienzo de algo que siguió con muchos hombres. Pero, a diferencia de David, la Jolie sentía que los otros la usaban, que era un derecho de los demás, que valía poco. David había sido distinto, no por ser el primero sino por ser amable; cariñoso, tal vez. No tenía del todo claro por qué habían dejado. La Jolie no tenía pareja estable y todavía faltaba para que pensara en hijos —creía que cuando los tuviera la respetarían un poco más—. Hubo un momento en el que Juan Grande, el hermano mayor de la Jolie, que empezaba a ser conocido y temido en la zona, intervino duramente, y después de dos o tres palizas consiguió que su hermana fuera más respetada. La Jolie entendió que a partir de ahí ella elegía su destino y pronto se tornó muy pero muy exigente. Trabajaba de pesada, además.
Cuando en el Cerro solo quedaban la fábrica de harina de pescado y los galpones clandestinos, el hijo de Lucy se empezó a hacer cargo de guardar armas en su cuarto. Por los sueldos que pagaban en la pesca, Lucy estaba muy pocas horas en la casa; de un trabajo se iba a otro galpón y si aparecían changas, las que fueran, las agarraba. La casa quedaba sola y el Tacho guardaba las armas. Él no salía a robar, pero sabía lo que hacían los demás.
En el barrio había de todo. Los más viejos, que andaban en carritos tirados por caballos flacos y mal cuidados, recorrían las calles a toda hora. Carroñeros de poca monta, aprovechaban cualquier descuido, cualquier distracción: alguien caminando solo en un descampado, una casa que parecía abandonada, un auto parado, una chiquilina haciendo mandados. También juntaban basura, recolectaban objetos viejos, vendían chanchos y ofrecían flete. Si el cliente aceptaba, de noche se quedaba sin chancho, sin herramientas, sin ropa y sin lo que cuadrase y les sirviera de algo a los delincuentes, lo que fuera. Pero esos venían de antes, siempre existieron. La novedad llegó con la aparición de las pandillas de gurises, más numerosas, que rodeaban a quien tuviera pinta de andar con plata o llevar algo de valor. Sin armas, porque eran más y ante la menor resistencia bastaba con unos cuantos golpes. Se hacían los que estaban jugando y de pronto rodeaban a la víctima, le sacaban todo y la dejaban sola, desnuda, en el descampado. También aparecieron los que, en bandas menos numerosas, andaban armados. Eran más selectivos. Te encañonaban y si cometías el error de resistirte te pegaban un balazo en los pies, aunque te sacaran tres pesos.
El Tacho los empezó a conocer a todos. A algunos, sobre todo los que aspiraban cemento, los sobraba; a otros los miraba de igual a igual, y también estaban aquellos a los que temía. Su madre, Lucy, no se enteraba de lo que pasaba en la casa. El día que lo supo fue porque notó algo raro y empezó a preguntarse desde cuándo sucedía eso, por qué en su casa, cómo se involucró su hijo y, después, cómo se involucró ella, aun sin buscarlo.
Pasando la avenida Carlos María Ramírez, hacia el noroeste y a mano izquierda, está el estadio de Cerro, que lleva el nombre Luis Tróccoli. Se construyó en 1964 y se inauguró el mismo año, con un partido histórico en el que el equipo local le ganó cinco a dos a River Plate de Argentina. Fue el segundo estadio construido en Uruguay, después del Centenario, que se levantó en el campo Chivero poco antes de que empezara el mundial de 1930. En el Tróccoli se decoraron las tribunas con un moderno mural de sesenta metros de largo, no figurativo, de hierro viejo, que le dio una identidad propia al estadio de la villa. Antes de llegar al Tróccoli, del lado de La Teja, estaba el Parque Cauceglia, la cancha donde jugaban las inferiores de Cerro en las décadas del sesenta y el setenta. A la vieja cancha, que ya no existe, se llegaba cruzando terrenos y campos baldíos alejados del corazón de ambos barrios. Así era el paisaje de una época que después cambió.
En la dictadura, a la esposa del presidente devenido en dictador se le ocurrió trasladar los cantegriles que afeaban algunos barrios residenciales de Montevideo y los concentró al norte y al oeste de la ciudad. Cambiaron ranchos de lata por casitas de material, una al lado de la otra, más sólidas, pero poco adecuadas para una permanencia prolongada. Llevaron a los habitantes hacia el Borro y el Cerro. A los Palomares del Cerro le llamaron Cerro Norte. Todo eso modificó la geografía urbana y el barrio se tugurizó.
Después de atravesar crisis tras crisis mal resueltas, los baldíos del Parque Cauceglia se empezaron a llenar de casas precarias, y en los accesos a Montevideo, construidos durante la dictadura, se confundió la circulación de autos, camiones y carritos tirados por caballos. Frente al Tróccoli, desde siempre estuvo el cuartel de La Paloma, donde se sabía que los presos políticos fueron torturados en los calabozos, algunos hasta la muerte, y muchos asesinatos todavía siguen impunes.
Aún hoy las construcciones sobre los accesos son desparejas por donde se las mire. No solo hay ranchos, también casitas de material con otros cuidados y mayores posibilidades de convivencia. En una de esas casas vivía el Tacho con su madre, Lucy, que decía que era viuda, pero nadie le creía, y dos hermanas un poco menores que él. La familia creció en aquel barrio construido sin planificación, espontáneo y caótico, lleno de pasajes y con algunas calles que no permitían siquiera el ingreso de una ambulancia. Durante mucho tiempo ahí vivieron hombres y mujeres que trabajaban en la pesca, y se los veía entrar y salir con sus equipos blancos. Pero cuando desapareció la rutina en los frigoríficos, solo había trabajo en los momentos en que llegaba el pescado. El horario se extendía cuando entraban dos o tres barcos juntos y las extras, a pesar de que no eran nada del otro mundo, daban una especie de respiro.
En el Cerro había más de un liceo, pero el Tacho desde que empezó primer año iba al del Paso de la Arena, que estaba lejos de su casa. Lucy presentó la dirección de una compañera de trabajo y lo anotó en el 24. Le fue bien, siempre tuvo buenas notas y siguió ahí durante muchos años. Nadie reclamó que se trasladara al liceo que le correspondía y él tampoco se lo planteó, aunque le resultara incómodo. En el viaje de ida y vuelta en ómnibus aprovechaba a estudiar para mantener las notas y pasar de grado con el mínimo esfuerzo indispensable. El Tacho caminaba todos los días por los accesos hasta Carlos María Ramírez para tomar el 137. Era su rutina. Se acuerda de manera especial del día que se cruzó con un carro tirado por un caballo que llevaba a modo de capa la camiseta gastada de Peñarol. Intercambió saludos con los muchachos que lo conducían y el Jona, que iba en moto, le gritó «¡hacé la tuya, gil, no jodas más con los libros! ¡Eso no es vida!», y levantó a la Mirtha como hacía siempre, como hacían todos los que habían debutado con ella sin que ella pudiera oponerse. El Tacho recuerda que eligió no responder, solo levantó la mano y siguió caminando. Estaba haciendo la suya, para qué estudiaba si no.
—Vieja, no quiero que trabajes tanto. No estás nunca —le decía a Lucy todos los días.
—Hay que vivir, Tachito.
—Pero eso no es vida —se sorprendía repitiendo las palabras del Jona—, te vas de noche y llegás al mediodía, y siempre estamos en la lona.
—Cuando vos trabajes, aflojo yo. Preparate para que te vaya bien. Sin estudio es muy difícil. El estudio abre todas las puertas.
Lucy había terminado el liceo, pero el Tacho no lo notaba, porque la vida con estudios también era muy difícil. Él cursaba bachillerato y eso no le servía para encontrar trabajo en ningún lado. A pesar de que el Jona le tiraba unos pesos cuando regresaban de la avenida y le devolvía el revólver, el monto tampoco le daba al Tacho para mucho, y no tenía ganas de ir más lejos con esos mandados. «Hasta acá llego, si no después se complica», pensaba. De todas maneras, la voz del Jona hacía eco en su mente: «¡Hacé la tuya, gil!».
Una tarde en el liceo se le acercó una compañera de estudio y le dijo «Tacho, esos zapatos son de la feria», y lo dejó ahí, parado, sin saber qué responder y con el alma demolida. Ella le gustaba y, aunque después de la sentencia la veía como «una atorranta», quería invitarla a salir. «¡De dónde iban a ser los zapatos!», pensó antes de hablar, si todo venía de la feria.
—Claro, pero son muy buenos —trató de defenderse de lo que entendió como un ataque.
—Sí, pero no son de marca —retrucó ella.
El día de Nochebuena Lucy entró a trabajar en la Pesquera Montevideo a las seis de la mañana. Había llegado un barco que cargaba cuatro mil cajas con veinticinco kilos de merluza cada una, y el plazo para terminar el trabajo vencía bastante antes del 31 de diciembre. El calor extremo y el ausentismo típico de fin de año eran una combinación muy riesgosa. Los dueños se preguntaban si era conveniente que entrara pescado a la planta en esas fechas. Por su parte, ella iba a hacer todas las horas que pudiera, el 24 y todos los días que tuviera por delante. Horas comunes y horas extra, las que fueran.
Para esa noche Lucy había comprado un lechoncito en tres cuotas. Se lo iban a asar en la panadería del Fefo y el Tacho estaba encargado de llevarlo e irlo a buscar cuando estuviera pronto. Cerca de las ocho de la noche recibiría la visita de la hermana, el cuñado y los sobrinos. Había pensado en invitar al Colorado y juntarlo con la familia, pero no lo hizo por temor a la reacción que pudiera desencadenar su presencia. Todavía no estaba segura de qué tipo de vínculo tenían y no lo quería complicar.
Lucy llegaría a su casa bastante después de las ocho, empapada y transparentada hasta la ropa interior. Era el juego de todas las fiestas en la pesquera: Nochebuena, fin de año y el 30 de abril, en vísperas del Primero de Mayo. No se sabía el origen de la tradición de manguerear a los compañeros, sobre todo antes del fin de la jornada laboral, pero sí uno de los objetivos: traslucir la ropa de las mujeres, dejarles a la vista el sutién y la bombacha. Algunas no los usaban y eran las más buscadas para mojar; la mayoría de los hombres creían que, solo por esa elección, estaban regaladas a pura voluntad. Lucy usaba ropa interior, pero siempre estaba en la mira por su aparente soltería. El más pesado era el Abuelo, capataz general, que abusaba de su poder porque todos sabían que era el que decidía quién trabajaba y quién no, quién merecía el acceso a horas extra, quién se quedaba y quién se iba de la empresa. Algunas mujeres le tenían miedo. Los hombres no lo querían.
Benito, el encargado de Recepción, fue a uno de los que mojaron primero. Estaba rehielando las cajas que hasta el 26 no iban a ser tocadas de nuevo, y cuando salió al patio, con la boina gallega, el cigarro torcido en la boca y un balanceo cansino y despreocupado, los que lo esperaban dieron señal y en banda le tiraron baldes de agua con hielo. El primer baldazo lo dejó duro, plantado en el lugar. «Soy un hombre viejo, ¿cómo van a hacer eso? Ahora van a tener que aguantar», arguyó y cargó contra todos los que lo mojaron.
Después vino el Abuelo, hombre con cargos, pesado, de pocas pulgas. Y lo empaparon, aunque solo unos pocos hombres se animaron a tirarle hielo y agua. El Abuelo protestó, metió el gaucho y miró de forma amenazante a los culpables, pero entre ellos estaba Braian, y cuando lo vio en el montón se quedó mudo.
—Sí, mejor callate. Quietito por la sombra —dijo Braian—. No abras la boca.
Lucy, como todos, quedó asombrada. No sabía qué había pasado. Ahí entraron a tallar otros códigos, algo que no entendía ni quería entender. En ese momento solo pensaba en que iba a cobrar la jornada del 25 de diciembre sin trabajar, y que el 26 volvería a la planta hasta el día que se terminara el pescado. Sabía que eso no iba a durar mucho. Quizás llegarían algunas cajas de corvina o pescadilla, habría pocos días de trabajo y, después, sin pescado en la planta, tendría que salir a buscar algo. Le habían dicho que en Melilla, después de Reyes, cerca de febrero, empezaba la cosecha de uvas de mesa. Le iba a pedir al Tacho que la acompañara.
La fiesta del 24 empezó bien, en familia, aunque Lucy sabía que el buen ambiente no era ninguna garantía. El calor, el alcohol y la comida pesada son capaces de transformar cualquier reunión. El problema es en qué la transforman. Y eso es imprevisible.
A la medianoche se confundieron fuegos artificiales, cohetes y tiros. La mayoría eran disparados al aire, tratando de que no tuvieran consecuencias dañinas. Solo uno terminó en el muslo derecho de un vecino, que cayó al suelo. Casi todos lo interpretaron como un accidente de Nochebuena, pero quien había disparado sabía bien que aquel vecino era un buchón despreciable que había metido en cana a su hermano, estaba traicionando al Tito y les había cerrado la puerta a los amigos del Jona.
El Tacho, a escondidas, disparó tres o cuatro tiros al aire. La vecina del fondo lo vio y lo alertó.
—Tacho, no tires para arriba, tirá al pasto. La bala cuando cae viene con mucha más fuerza que cuando sube, y hace desastres.
—Está bien —respondió. Pero no le hizo ningún caso.
A la mañana siguiente Lucy lo apuró.
—Dale, Tacho, vamos juntos. Se trabaja todo el día y te pagan al final de acuerdo con lo que cortaste. Cobrás todos los días.
—No jodas, vieja. ¿Cuándo cortamos uva nosotros?
—Vos no sé. Yo un montón de veces. Uvas y otras frutas. Hice de todo.
—¿Para eso terminaste el liceo? ¿Para qué te sirvió? Cortaste fruta, hiciste limpiezas, vendiste pan, trabajás en el pescado. ¿Para qué te sirvió estudiar, entonces?
—No me embromes, Tachito. Estudié y dejé de estudiar. No busques excusas, que vas muy bien y tenés que seguir. Acompañame a cortar uvas en enero y febrero. Después en marzo se trabaja mejor en las pesqueras y tenemos otras salidas.
Las posibilidades, en realidad, no eran tantas. El presidente de la República, Luis Alberto Lacalle, había suspendido los Consejos de Salarios y poco a poco los sueldos empezaron a perder valor hasta caer al piso. Julio María Sanguinetti tampoco volvió a convocarlos durante su segundo gobierno. Había que trabajar mucho más, para aun así cobrar menos, y uno o dos trabajos no alcanzaban para llegar a fin de mes.
Los vecinos de Lucy les decían a los hijos que dejaran los estudios y perfilaran para las ocho horas, pero cada vez menos se encontraban ocho horas para trabajar. Sin embargo, Fido Dido —antihéroe universal, conformista activo, puro egoísmo y simple bienestar, solo a favor de sí mismo, sonámbulo narcisista— seguía proclamando a cada rato «hacé la tuya, lo único que importa es tu sed». Y tu sed no era realmente tu sed: era tu remera con Fido Dido riéndose en el pecho, tus championes y vaqueros de marca, tu Rolex, tu cartera, tu cerveza y, como si fueran un objeto más de la lista, tus mujeres. La tuya era variada y cara, pero imprescindible. Sin la tuya no se podía vivir, o, por lo menos, no se podía ser alguien. Cualquiera te podía decir en el liceo «Tacho, esos zapatos son de la feria. No son de marca», y te ponía un muro por delante. Hacé la tuya modificaba de a poco y a fondo los valores de una sociedad integrada como la uruguaya. No solo cambiaba los objetos de consumo, sino también cómo se accedía al consumo, y eso corría por debajo, de forma subterránea, en un país que veía mucho más ostensibles otro tipo de cambios. Afectaba los ingresos, los sueldos y las jubilaciones, y las viviendas se estiraban en asentamientos informales hacia los márgenes de la sociedad del trabajo. Nadie respetaba las leyes laborales. La tuya, para algunos, también empezaba a ser algo que se conseguía a punta de revólver o pistola. Hacer un esfuerzo para ampliar los ingresos de la familia era prácticamente de orden, y el Tacho, con dieciséis años por cumplir, le dijo a la madre: «Dale, vieja, ¿cuándo empezamos? Yo te acompaño».
—Arrancá por donde a vos te parezca, m’hijo —dijo don Bentos—. Elegí los temas que tengan componentes policiales, pero no los trates desde ese punto de vista. Encaralos como una cuestión social, barrial, humana.
—Qué fácil, ¿no? —respondió el Colorado—. Recorro la calle y presto mucha atención, miro y escucho, pero lo que me vienen a contar los vecinos es lo más duro. El otro día me encontré con Ricardo, un amigo que trabaja en la pesca y está viviendo en un Núcleo Básico Evolutivo en Sarandí Nuevo, en Camino de las Tropas. Me contó que los Segovia, capos de mafia del barrio, están de pesados, tratando de echar a las familias que no hacen la vista gorda, y cuando quedan las casas vacías les meten chorros del Borro o Cerro Norte. Están armando el cuadro, me contó. Te acosan, te amenazan, te roban algo y, si no te vas, suben la apuesta: te tiran nafta por debajo de la puerta y le arriman un fósforo. Lo hacen cuando estás adentro para que lo apagues enseguida y te pegues un buen cagazo. Hay gente que aguanta y se queda, y hay gente que no aguanta más y se va. De a poco van armando el combo. Una mina del Cerro le da manija y lo coordina con él, con Segovia.
Los Núcleos Básicos Evolutivos fueron construidos por el Banco Hipotecario del Uruguay en la primera mitad de la década del noventa. Eran viviendas de treinta metros cuadrados con un núcleo húmedo —baño y cocina-comedor—, un dormitorio y un espacio libre para poder crecer algo más. Una construcción desafortunada, absolutamente inconveniente, para la convivencia de una familia de trabajadores con hijos. Pero ahí fue donde, a puro esfuerzo, Ricardo y Nancy empezaron a construir su futuro juntos, siempre rodeados por los peligros que acechaban a los vecinos del barrio.
—Ricardo también me contó que el Ronco Almada, trabajador de la construcción, militante del sindicato, organizó una juntada de firmas para denunciar a todos los que les seguían los pasos a los Segovia. Y que iba a presentarla al Banco Hipotecario y la Jefatura de Policía de Montevideo. Me dijo que él los está apoyando, que ya juntaron más de ciento cincuenta firmas. Quiere que lo publiquemos en el semanario, que le hagamos una nota al Ronco Almada, aunque eso les traiga problemas. ¿Ve? Esas cosas me cuentan, don Bentos. Siempre hay una vueltita policial y no sé dónde termina.
—Pero dale —respondió don Bentos—. A la gente le interesa. Escribite una historia. Vos te das maña. Seguí adelante.
Ricardo trabajaba en Recepción del primer turno de la Pesquera Montevideo, una de las secciones que formaban parte del «sector sucio»; la otra era Fileteado. En Recepción se recibía el pescado, se lo estibaba, lavaba y clasificaba por tamaño y especie. Las cajas de veinticinco kilos se transformaban en cajas de veinte, se las cubría de hielo y se volvían a estibar. Después pasaban a Fileteado y ahí se separaban cabezas, tripas, espinazo y piel, y se sacaban dos lomos. El rendimiento promedio era del cuarenta por ciento, más o menos. Los filetes se pesaban y los restos iban a los residuos, que se vendían para hacer harina de pescado. Esos filetes se pasaban en estibas de diez canastas al clorado: se sumergían las canastas en un recipiente con agua, hielo y cloro, para lavar, enfriar y eliminar las bacterias que producen la descomposición. Luego iban a moldeo y seguían camino por el «sector limpio».
Hacía muchos años que Ricardo trabajaba en Recepción. Cobraba el sueldo básico, de peón, más el veinte por ciento como compensación por desempeñarse en una sección extremadamente sucia. Entró en la época en que la empresa tenía un acuerdo con el sindicato para lavar ochocientas cajas de veinticinco kilos por turno. Todo estaba estrictamente calculado. Cuando llegaban a ochocientas el encargado de sección avisaba «muchachos, paren las rotativas. Vamos a juntar las cajas y limpiar el sector».
Ricardo era un militante de izquierda, convencido y no demasiado activo, que cumplía con su trabajo. Y, como Lucy en Urumar, aprovechaba todas las horas extra que le dieran y pudiera hacer. Para no dormirse pedía, y casi siempre le daban, el trabajo más duro: volcar cajas de veinticinco kilos en la lavadora de pescado. Con un gancho se acercaban las estibas que el Negro Santos traía en el carro desde la cámara de cero grados, se volcaba una caja, se esperaba un momento y se seguía con el proceso hasta llegar a la última. Eso podía demorar entre seis horas y media y siete horas y media. Después venía la orden de parar el trabajo. Entonces manguereaban el piso y ordenaban el sector, y por lo general terminaban bastante antes de la hora de salida.
Cuando trabajaban con el Gordo Néstor, tipo muy ordenado y de una fuerza inagotable, o con el Flaco Egaña, universitario a medio camino, contaban cada caja, una por una, estiba por estiba, sin saltearse ninguna. Cada ciento sesenta o doscientas cajas cortaban para descansar y después de quince minutos o media hora, según la etapa de la jornada, continuar. Lo hacían sistemáticamente hasta acercarse a las ochocientas, hasta que el encargado se diera cuenta de que habían llegado al número estipulado.
Ricardo todavía recuerda el sábado que se armó el lío más grande que presenció en su vida. Ese día se había quedado a trabajar de tarde y, como siempre, pidió para volcar cajas y, como siempre, le dijeron que sí, porque todos le disparaban a esa tarea. Le tocó una vez más formar equipo con el Flaco Egaña, y al Viejo Olivera como encargado del sector. El Viejo era toda una institución en la pesca; conocía y organizaba el trabajo como el mejor y lo respetaban todos los compañeros. Después de la media hora de descanso, volvieron al trabajo y, como era costumbre, contaron hasta ochocientos. Pero no terminaron ahí, el conteo seguía: ochocientas veinte, ochocientas cuarenta, ochocientas sesenta, ochocientas noventa…
—Che, ¿qué pasa que el Viejo no avisa?
Y seguía: novecientas, novecientas diez, novecientas cincuenta…
—Vo, Viejo —dijo Ricardo—. ¡Pasamos las novecientas cincuenta!
—Están locos. Todavía faltan cincuenta para las ochocientas —respondió el Viejo.
—¿Tan mal contamos? —preguntó el Flaco Egaña.
El viejo se hizo el desentendido.
—Terminamos, Viejo, ¡pasamos las mil!
—Todavía falta.
—No. No falta nada. Vamos a arreglar la sección. Terminamos.
El Viejo no supo qué hacer. Quedó parado, mirándolos, y al rato los llamó.
—Vengan, vamos a conversar.
Se reunieron en la piecita desde la que el encargado veía toda la sección, hacía anotaciones, llenaba planillas de trabajo, de ingreso y salida de pescado, de ingreso y salida de cajas, de pesaje de residuos.
—Muchachos, yo siempre los defiendo a ustedes y ustedes me defienden a mí. Pero así no. ¿Qué les pasa? ¿Están en otra? Hagan una cosa: dejen todo y váyanse.
—¿Qué te pasa a vos? Tenemos un acuerdo y hacés cualquier cosa.
—Dejen todo y váyanse. Yo arreglo acá. Pero váyanse. La hora les corre hasta las diez de la noche.
A pocas cuadras del barrio Sarandí se encontraba un terreno llano rodeado de transparentes. Los vecinos habían emparejado el piso todavía más de lo que estaba, y después cortaron el pasto, pusieron dos arcos y marcaron los límites de una canchita bastante prolija para jugar algunos partidos de baby fútbol de la Liga Nuevo París. También la usaban para las prácticas de las distintas divisiones del Club Atlético y Social Sarandí.
El sábado de tarde, mientras Ricardo contaba con precisión cajas de merluza en la pesquera, les tocaba entrenar a los menores de trece años. Un encuentro sin pretensiones: el cuadro estaba armado y ya se preveían muchas de las variantes para los partidos que jugarían por el campeonato. Algunas se iban a improvisar sobre la marcha, pero sin grandes sorpresas, por eso en esta práctica no jugaban suplentes contra titulares, sino que los habían entreverado buscando que hubiera mayor competencia.
Almada chico no era el menor de los Almada, era el mayor, pero se lo conocía así. Tenía que enfrentar al segundo de los Segovia. Uno era muy habilidoso y el otro se destacaba por la fortaleza en la marca. Ninguno de los dos llegaba a los catorce años, ambos eran titulares y juntos formaban la base del equipo. El sábado de tarde Almada chico marcaba a Segovita y entraban continuamente en contacto. La llevaban bien, sin enfrentamientos ni reacciones desmedidas, aunque de afuera algunos espectadores les gritaban en todo momento, sobre todo al menor de los Segovia: «Hacete respetar, gurí. No te dejes pegar. ¡Matalo!».
Segovita era más rápido, llegaba primero a la pelota y la punteaba un instante antes de que apareciera en escena Almada chico. Así que, dos por tres, recibía patadas de su vecino. «Es un hijo de puta. ¡Hacete respetar!», se oía entonces.
Almada chico no sabía para dónde agarrar. No quería pegar, todo lo contrario, pero el otro llegaba antes, le cambiaba la pelota de lugar y, cuando se le iba el pie, le apoyaba la suela entera en la pierna a Segovita. «¡Seguí jugando como siempre!», le gritaban. «No te dejes prepotear. ¡No seas cagón!». En una jugada trancó fuerte, sin pegar, y Segovita, que no era de tirarse al suelo, se cayó, dio una vuelta y se levantó de inmediato.
—¿Qué haces? Hijo de puta. ¿Por qué pegás?
—Pero no… —dijo Almada chico y esquivó un piñazo.
Sin poder terminar la frase esquivó otro, tiró un puño y le pegó a su compañero-rival, que otra vez cayó al suelo. Almada chico lo dejó levantar y se trenzaron en una lucha sin golpes. En medio de la efervescencia, los de afuera entraron a la cancha para echar leña al fuego. Algunos agarraron a Almada chico, dijeron que para separarlo, pero lo dejaron regalado ante Segovita. Otros se metieron y lo intentaron soltar. Así se generalizó la pelea entre los mayores y se multiplicaron gritos y piñazos. El Petiso Vicente, fuera de control, sacó un cuchillo y cargó hacia el borbollón. El Ronco Almada, recién llegado a la cancha, agarró a su hijo del pescuezo: «Vení para acá. ¿Qué están haciendo? ¡Es una práctica entre amigos!».
—Amigos las pelotas. Están todos de vivos y vos también —dijo Vicente y se largó contra Almada padre con el cuchillo adelante.
—¡Soltá eso que te vas a cortar! —respondió y le apretó el brazo. Vicente soltó el cuchillo y corrió varios pasos hacia atrás. Almada dio por terminado el conflicto y se retiró con su hijo.
El camino de vuelta a casa fue largo o, por lo menos, incómodo. Mientras caminaban pasó un ómnibus línea 157 hacia el Centro, y otro en sentido contrario, hacia la terminal. Almada chico quiso explicar que no había pasado nada. Fue una práctica común y corriente en la que dos o tres veces se le fue el pie y le pegó, sin querer, a Segovita.
—Justo a él. ¿Estaba el padre? —interrumpió Almada preocupado.
—No. Los amigos del padre.
—¿El Chiche estaba?
—Sí, ese sí.
—Entonces es como si hubiera estado Segovia. Son tal para cual.
Cruzaron el barrio 3 de Abril, la cooperativa de vivienda que construyeron los trabajadores de Ghiringhelli, llegaron a Camino de las Tropas y doblaron a la derecha. A la izquierda, debajo del puente, se extendía el empedrado hacia el norte, al costado estaba la vieja cancha de Uruguay Montevideo y, atrás de ellos, sobre Batlle Berres, el viejo barrio Sarandí. En Camino de las Tropas se encontraba la casona que había sido quinta de Luis Batlle, que después fue la radio Ariel. Cuando terminó la caminata, los Almada llegaron a su hogar y pasaron una tarde que de ahí en adelante fue bastante tranquila. Teresa no fue a la iglesia San José Obrero. Prefirió quedarse en familia, con los hijos y su marido, el Ronco, mirando televisión. Mientras tomaban mate, Almada contó lo que había pasado.
—No puede ser que termine en un lío así. Se creen los dueños del barrio —dijo Teresa.
—Son los dueños del barrio. Hacen y deshacen la tranquilidad.
—Joaquín no le pega a nadie. Es lo más pacífico que hay.
—A veces se le va la pierna. Puede pasar. Pero justo al hijo de Segovia…
—Es el que juega mejor, papá. Es muy difícil marcarlo y se hace pegar siempre —interrumpió Almada chico.
La televisión mostraba La familia Ingalls, lo más aburrido del mundo, según el niño, que se levantó y fue hacia la puerta.
—¿A dónde vas? Quedate adentro, que por hoy no salís más.
Almada chico, bajo protesta, siguió mirando sin mirar. Almada grande fue al dormitorio, sacó algo de la mesa de luz y lo puso en un cajón del armario, al lado de la puerta.
—¿Qué es eso, viejo? —preguntó Teresa.
—El martillo de Ricardo, se lo tengo que devolver. Dame otro mate antes de comer —respondió poco convencido e intentando desviar la atención.
Al terminar de cenar los bifes de merluza que les había llevado su amigo Ricardo, Almada volvió a encender el televisor y quiso buscar algo para ver. Pero no pudo hacerlo. Enseguida golpearon la puerta y cuando se levantó a atender recogió de apuro lo que había dejado en el armario. Almada chico se paró al lado del padre, al costado del marco de la entrada. Quizás algo intuía.
Eran poco después de las diez y Ricardo, que ese sábado había salido antes por la orden inesperada del Viejo Olivera, vio a Segovia, acompañado por Vicente, golpear la puerta de los Almada. Caminó hasta la entrada de su casa y curioso, o preocupado, se quedó mirando la escena.
Almada abrió la puerta con un revólver en la mano y sin que pudiera reaccionar recibió dos tiros en el pecho. Almada chico recogió el arma de su padre y disparó contra los que corrían hacia el baldío de enfrente. Disparó una, dos, tres veces. Nunca lo había hecho, nunca había agarrado un arma, pero acertó dos tiros. Le dio a Vicente, que cayó al suelo e inmóvil pidió la ayuda de su colega. Segovia eligió no detenerse.
Minutos después Ricardo entró a la casa de Almada, le sacó el revólver a Almada chico y trató de ayudar a la vecina, que estaba atendiendo al marido. Mientras el Ronco agonizaba, Teresa lloraba su final.
El sargento Fagúndez había estado toda la noche de guardia cuando doña Elvira entró a la seccional, muy temprano a la mañana y gritando: «¿Quién está a cargo? ¡Quiero hablar con él!».
Fagúndez y el oficial Perdomo habían pasado una mala noche. A la una y treinta de la madrugada, según constaba en el parte correspondiente, una patrulla de la Guardia Metropolitana encontró en la plaza Lafone a dos niños: uno de tres años llorando y otro de seis consolándolo. Les preguntaron qué estaban haciendo, no tuvieron respuesta que consideraran aceptable, los subieron a la camioneta y los llevaron a la seccional.
—Pero ¡qué me trae, son dos niños! —protestó el subcomisario Perdomo, a cargo de la oficina durante esa noche—. ¿Hicieron algo?
—No, pero estaban solos. Uno llorando y el otro no podía con él.
—¿Por qué no los llevó a la Comisaría de Menores?
—Porque está muy lejos. Hágase cargo usted.
—Sí, yo me hago cargo, pero usted hágame el parte y hágalo bien. No se vaya a equivocar, porque me lo va hacer tantas veces como sea necesario.
El sargento Fagúndez llevó a los niños al despacho del comisario, los hizo sentar y les preguntó si querían tomar algo caliente. El más chico no dijo nada y el más grande negó con la cabeza. Después llegó el subcomisario y, sin saber qué hacer, trató de conversar con ellos.
—Hace un frío bárbaro. ¿Qué hacían en la plaza tan tarde y solos?
El menor miró al mayor y el mayor miró al oficial.
—Nada. Estaba llorando y lo saqué a pasear para que se tranquilizara. Pero siguió llorando.
—¿Y tu mamá?
El niño no respondió.
—Llame rápido a la Comisaría de Menores —le dijo Perdomo al sargento Fagúndez.
El sargento cumplió la orden y llamó desde la oficina de comunicaciones. Cuando volvió al despacho del comisario, le ofreció una barrita de chocolate al más chico, que buscó la mirada aprobatoria del hermano. Después de media hora entró a la seccional la oficial que envió la Comisaría de Menores, y se hizo cargo de la situación. «¿Usted vio?», preguntó Perdomo a Fagúndez, «el chiquito miró al hermano como si fuera el padre, y el niño, con seis años, se hizo cargo de esa responsabilidad. Hizo de padre».
El sargento lo había visto y quedó impresionado. Una madrugada en la cama, mientras fumaba un cigarrillo, rompió el silencio que se había generado entre él y la Jenny para contar la anécdota de los dos niños.
—Y ¿por qué me contás eso? —preguntó Jenny.
—No sé. Porque me acordé.
Pero eso fue mucho más adelante. En la noche de marras, cuando volvió la oficial de la Comisaría de Menores, les contó que la abuela y la madre de los niños «hacían la calle», el padre estaba preso, y la madre le encargaba al hijo mayor el cuidado del menor. Todas las noches igual. Pero ese día el pequeño se puso a llorar y el hermano lo sacó a pasear para que se calmara, tal como había contado el niño. Fue cuando la oficial se retiraba de la seccional que doña Elvira entró a los gritos, demandando atención inmediata.
—Baje la voz y siéntese ahí —dijo el sargento Fagúndez—. Espere que la atiendan y no sea conventillera, que está en una seccional de policía, ¿qué se cree?
Doña Elvira bajó el tono y esperó, pero cuando Perdomo asomó la cabeza y dijo que la hicieran pasar se recuperó y volvió a la carga.
—¡Usted no es el comisario! —gritó—. ¿Dónde está?
—Ya le dijeron que se calle la boca. Yo estoy a cargo de la comisaría. Si quiere hable ahora y si no espere otro día. Pero deje de gritar y hable con respeto.
—A ustedes les dicen cualquier cosa y se la creen. ¿Quién les dijo que fue mi hijo el que tiró en la casa de David? Buenas piezas son todos en esa familia, empezando por David y terminando por el sobrino que se escapó.
—Señora, esto no es un interrogatorio, fue usted la que vino acá, pero yo no le quiero mentir, tenemos testigos. Su hijo estaba al frente de los otros tres. Fue el que tiró primero y también el primero en subir a la moto y salir a todo lo que daba. Y, además, está muy complicado en hechos más graves que este. Si usted lo quiere bien tráigalo para acá. Si no va a terminar muy mal. No va a saber quién se la dio, si no es que se la damos nosotros.
—¡Mentira! ¿Quiénes son los testigos? Seguro que la familia de David o los amigos de la familia. Esos están defendiendo la boca que tienen en la casa. Están todos metidos, hasta la abuela. Venden tres o cuatro tizas por noche: diez o quince mil pesos por noche, más de trescientos cincuenta mil pesos por mes. ¿Le parece que no la van a defender, que no van a mentir? Si se descuidan, venden hasta a la abuela y el nono.
—Pero, señora, si fuera verdad lo que usted dice, ¿qué tiene que ver el ataque a tiros? ¿Por qué tenían que defenderse de su hijo y qué le importaba a su hijo todo eso? Una cosa de locos. Póngale que sea cierto, ¿por qué su hijo los atacó? ¿De qué se estaba defendiendo él?
—Pero no joda. ¿Quiénes son estos? Nadie sabe de dónde sacó David el camión. ¿Le parece que un reparto por derecha en esta zona de mierda le puede dejar tanta plata? Investiguen un poco.
—¿Y su hermano? ¿De dónde sacó el supermercado? Mire que si es por preguntar hay un montón de preguntas que nos podemos hacer.
—Mi hermano tiene más de quince años como jugador profesional, más de diez como director técnico en primera división, y todos saben qué tipo de persona es.
—Eso es cierto. A su hermano lo respetamos todos. Pero igual quedan puntas sueltas.
Salinas había jugado quince años en primera división, siempre en cuadros menores, pero había tenido un pasaje por la selección en un sudamericano y unas eliminatorias para el mundial, y terminó jugando tres o cuatro años en Colombia, antes de seguir su carrera como director técnico en Uruguay. Dinero para poner un comercio había hecho, y las dudas sobre el origen del autoservice estaban fuera de lugar. Pero una cosa era Salinas y otra los sobrinos, sobre todo el hijo de doña Elvira. Ellos habían estado relacionados desde muy temprano con delitos menores. No tenían antecedentes porque los habían borrado, pero la policía los recordaba.
Además de ser director técnico de un cuadro de primera división, Salinas jugaba en el campeonato de veteranos de la Liga Nuevo París. Eran memorables los partidos que había disputado contra el Tricolor en la cancha del Tobogán y la de Uruguay Artigas, en la avenida Las Pitas del Paso de la Arena. En el Tricolor jugaban Nelson Marcenaro y el Flaco Lamas, ambos con un recordado pasaje por Peñarol y por la selección. También estaban Hamilton Queque Rivero y el Negro Mantegazza, los dos ex-Nacional y selección uruguaya, Richard Forlán, ex-Wanderers, y Maidana, ex-Liverpool. Eran invencibles. Salinas en esos casos jugaba contra gente que estaba en el mismo nivel o incluso en uno bastante superior al de él, y lo disfrutaba aún más. Esos partidos eran vistos por vecinos del barrio a los que les gustaba el fútbol en serio, sin líos, para encontrarse con jugadores que supieron hacer época. Pero los sobrinos de Salinas y muchos de sus amigos desde chicos estaban más en las mañas del fútbol, los líos entre hinchadas, que en el deporte de verdad. Para ellos no había reglas, solo resultados. Creían que los partidos se ganaban desde las tribunas, metiendo la pesada, insultando y atacando a los rivales que mejor desempeño tenían. Era como si hubieran descubierto otra dimensión del juego. Creían que las normas estaban hechas para que los vivos se burlaran de ellas; y, a la fuerza, lograron imponer las propias. No eran espectadores pasivos. Su objetivo era participar, influir, cambiar las situaciones. Ser alguien, hacerse respetar, que les tengan miedo. Y todo al precio que fuera. En esa época, así como otros muchachos, se estaban transformando en los dueños del miedo.
Elvira, la madre del Pincho, había dado con un policía que se tomó la conversación en serio. Dijo lo que creía que estaba pasando y trató de que la mujer entendiera. No sabía si lo había logrado. Tampoco sabía si era lo mejor para la investigación. Pero el intercambio se dio así y él lo siguió hasta que terminó. El subcomisario empezó la jornada con los dos chicos que le llevó la Metropolitana —«la abuela, puta; la madre, puta; el padre, chorro. Vaya a saber cuál será su final», pensó— y terminó con la madre del Pincho enojada y sin querer creer lo que le decían.
Doña Elvira sabía que el Pincho estaba en problemas, pero no tenía idea en cuáles, y no creyó que fueran tan graves. Así que, en parte, desestimó lo que le dijo el policía. «Voy a ir más arriba», dijo, y se propuso hablar con el comisario. Fue peor. Tampoco con él tuvo suerte. Entró a la comisaría y, cuando dijo a qué iba, la hicieron pasar por una amansadora de tres a cuatro horas de espera. Después, el comisario fue mucho menos considerado que su subordinado.
—Señora, su hijo es un asesino. No sé qué hace dando tantas vueltas por él. Lo mejor que le puede pasar es que lo agarremos rápido. Va a seguir matando gente hasta que lo maten a él. No le dé más vueltas.
Doña Elvira cambió de táctica.
—Ya veo. David puso un huevo más grande que el del Pincho.
El comisario la miró serio, como enojado, pero en realidad estaba calculando beneficios y consecuencias negativas. Tomó por el camino del medio.
—Mire, dos cosas le voy a decir. Primero, eso nunca se sabe, siempre se puede mejorar. Y segundo, las cosas cambiaron: los controles son mucho más fuertes y esta situación ya está demasiado arriba. Su hijo es sospechoso de dos asesinatos más en otra jurisdicción; le digo más: en otra jefatura. Está fuera de control. El coco le funciona mal. Así y todo, David tampoco corta el bacalao, solo está un poco más arriba que su hijo. ¡Ah! Y si lo llega a ver al Pincho, dígale que no la siga. Si no nunca va a cumplir veinte años.
Doña Elvira respaldaba a su hijo. No lo quería preso, tampoco huyendo, pero no imaginaba que las cosas fueran así. Ella había crecido con la idea de casarse, construir una familia y, de alguna manera, lo había logrado. Aunque no era totalmente inocente, también se había tomado sus licencias con respecto a las leyes y las buenas costumbres. Se beneficiaba de cosas que no conocía, eso lo tenía claro, pero no creía que fuera para tanto. Así que iba a seguir insistiendo. «Ya van a ver», se decía.
—¡Para vos también hay! —gritó Vicente, esposado y entre dos policías—. ¡Vos también la vas a quedar, hijo de puta!
—Hágalo callar. Esto es un escándalo —pidió el juez.
—Me callo las pelotas. Todo es culpa de estos hijos de puta.
Ricardo le contó al Colorado lo que había visto y oído desde la puerta de su casa. Adelante estaba la calle de balastro, hundida sobre los caños de saneamiento interno para que la policía no pudiera entrar con comodidad al barrio. Más atrás se veían los álamos negros de la ya abandonada radio Ariel. Los policías rodeaban al juez, a Vicente y a todos los que participaban en la reconstrucción del homicidio de Almada. El juez miraba a Vicente, la fiscal no lo podía creer y el abogado pensaba cómo iba a levantar el caso de su cliente ya casi perdido. La actuaria, con varias reconstrucciones arriba, miraba con indiferencia, como si fuese ajena a los hechos, tratando de mantener la postura objetiva. A Ricardo, sin embargo, cada palabra de Vicente le pegaba en la subjetividad.
En medio de la escena había un hombre que interpretaba a Almada chico. El niño no formaba parte de la reconstrucción, pero rondaba por ahí con curiosidad. Lo representaban a él, pues había estado al lado del padre cuando lo mataron, había levantado el arma y había disparado contra los que huían: le pegó a Vicente y le erró a Segovia —el padre de Segovita—, que se había escapado y ahora era requerido por el juez y buscado por la policía. Andaba suelto, en libertad y maquinando maldades.
Ricardo, testigo de los hechos, había declarado en el juzgado, pero todavía tenía que ratificar sus dichos. Tras la puerta de la casa estaban Teresa —la madre de Almada chico— con la hija menor de la familia. Afuera el cielo se mantenía celeste, el viento calmo, los árboles quietos y Vicente desacatado. Todo el barrio observaba. Entre el público también estaba el Chiche, como si fuera Segovia. El Chiche era los ojos de Segovia.
«Nos tenemos que ir. Teresa, sus chicos y nosotros. Todos nos tenemos que ir. Esto es una mierda, se están adueñando del barrio», pensó Ricardo, sobre todo por el bien de su familia. Hacía poco que vivían en la zona, dos o tres años, y ya se tenían que ir. Le costó un triunfo entrar al barrio, a esos treinta metros cuadrados tan limitados en los que convivían él, Nancy y su hijo pequeño, Fernando, que apenas caminaba, y ya se tenían que ir. No lo pensó demasiado. Pero antes decidió hablar con el Colorado y también ir a la comisaría.
—¿Ve, don Bentos? —dijo el Colorado—. Yo le hice caso. Me metí en estos temas. Pero no puedo escribir. Qué hago con esto. ¿Cómo entra esto en el semanario? Y, si entrara, mi trabajo no vale dos pesos.
—Tenés razón, m’hijo. Pero ¡qué experiencia!
—No se ría.
—No, si no me rio. Vas a terminar en algún medio grande. Vas a ser el nuevo presentador Almendras.
—Ya le dije que no se riera. Esto es para cualquier cosa menos para reírse. Lo peor es que después de meterme bien adentro de estos temas, con lo que me cuenta la gente y las reflexiones de los involucrados, cuando usted me pide que escriba sobre los cincuenta años de la ferretería o la limpieza de la cañada que es patrimonio histórico y natural del barrio, me resulta fuera de ambiente y no puedo hacer nada.
Cuando Ricardo fue a la seccional, el comisario lo escuchó con atención, y después le preguntó, quizás un tanto resignado, «¿qué quiere que haga?».
—¿Cómo qué quiero que haga? Que me dé alguna garantía, si no, no puedo ir al juzgado.
—Pero usted sabe que no le puedo dar ninguna. Usted va a declarar y después va a tener que volver a su casa. Ahí yo no puedo hacer nada.
—Entonces me va a dejar regalado. Usted no quiere que declare.
El comisario miró por la ventana, levantó un dedo entre acusador y a la defensiva, y demoró unos segundos en responder.
—No le permito. Soy el primero que quiere meter a ese hijo de puta adentro. Pero también quiero ser sincero con usted: va a llegar un momento en que no lo voy a poder proteger.
—¡Qué sinceridad! Eso quiere decir que no declare. La quiere sacar barata.
—No sea atrevido. No me puede decir eso.
—Puedo, y puedo decir mucho más. Pero tiene razón, lo voy a pensar.
No lo pensó, solo quiso dejarlo con la duda, y ratificó sus declaraciones. Vicente terminó preso, Segovia, borrado, y Ricardo, sin aviso previo, se mudó a una casa que le prestaron por unos días, a lo sumo unas pocas semanas o meses. Al principio estaba mejor ahí que en el Núcleo Básico Evolutivo del Nuevo Sarandí. La casa tenía un dormitorio más, varios árboles al frente y otras comodidades. No sabía cuánto tiempo la iba a tener, y finalmente la tuvo hasta que se la pidieron de nuevo. Mientras tanto, volvió a trabajar con cierta normalidad.
En esa época, a fines de los noventa, Segovia tomaba represalias contra sus enemigos —un concepto demasiado amplio para él— que vivían en el barrio o que ocupaban el territorio del que, por el momento, estaba alejado. Ricardo se había ido, pero no se escondía demasiado. Cuando iba a trabajar, y atravesaba el monte por debajo de las casuarinas o bordeando el arroyo, nunca se encontró con sus antiguos vecinos. Además, andaba armado: llevaba un Taurus calibre 38. Jamás había usado un arma ni tuvo que usarla, pero la llevaba, y al empezar la jornada laboral la dejaba en la oficina del jefe de Producción, el Pelado Algorta. Antes de que le pidieran de nuevo la casa buscó a dónde irse, dónde vivir, hasta que un día empezó a levantar un rancho precario, de chapa y cartón, en un baldío que estaba un poco más adelante de la concentración de Liverpool, antes de llegar a Santiago Vázquez. Quedaba a pocas cuadras de la ruta, rodeado de trasparentes y, por lo menos por un tiempo, tenía la certeza de que nadie iba a reclamar por el lugar.
El Colorado Flores anotó y le contó a don Bentos que en la Pesquera Montevideo saltó la liebre poco después de que el Viejo Olivera cortara abruptamente el trabajo en el turno dos de Recepción. El jefe de personal, Américo Pratto, convocó al Viejo y le comunicó que habían resuelto despedirlo por lo ocurrido el sábado anterior.
—¿Motivo? —preguntó el Viejo.
—¿Cómo motivo? —respondió Pratto—. Usted sabe: notoria mala conducta. Hizo salir a la gente mucho antes de hora y dejó la sección del turno tal como estaba cuando se fueron: las cajas tiradas, el pescado fuera de la cámara, todo sin limpiar; además, había residuos en el tornillo y la lavadora tenía pescado adentro. ¿Quiere que siga? Y, por si fuera poco, usted sabe…
—Yo no sé nada. Esto es pura arbitrariedad. Pero no lo vamos a discutir —terminó y se dio media vuelta, decidido a denunciar la situación en el sindicato.
Después del episodio, una noche en que Ricardo entró a hacer horas extra en un embarque de merluza para España, Rodolfo, el encargado de ese turno, le contó los entretelones de lo que pasó tras el reclamo. Rodolfo le contó a Ricardo, Ricardo al Colorado y el Colorado a don Bentos.
—Esperá —le dijo don Bentos al Colorado—. Rodolfo se enteró y le contó a Ricardo, Ricardo te lo contó a vos y vos me lo contás a mí. ¿Estás seguro de qué fue lo que pasó? ¿No hay un teléfono descompuesto en todo esto?
—No. Es así. Tengo otras fuentes también.
—Espero que sean buenas tus fuentes.
—Son buenas. Pero deje que siga. Según Ricardo, resulta que invitaron al Viejo a una reunión de la directiva del sindicato y le preguntaron qué quería. «El trabajo. Nada más que el trabajo», contestó. Después de semanas de reuniones y movilizaciones que no llegaron al paro, el directorio de la empresa resolvió cambiar el despido por catorce días de suspensión. Pero parece que el Viejo no quería el trabajo, quería que le cambiaran la causal de notoria mala conducta por otra que le permitiera cobrar el despido.
—¿Y qué decidieron?
—Bueno, la empresa le cambió la sanción, pero le mantuvo la causa: notoria mala conducta. Y quedó a unos metros de la puerta de salida. En la próxima se iba sin pena ni gloria ni despido. Ya le habían dado la captura, pero no le podían probar nada.
—¿Qué captura? No entiendo.
—Hacía tiempo que estaba robando. Tenía montado un sistema bien complicado que se basaba en el convenio de las ochocientas cajas.
No era simple, al Viejo eso le costaba plata, y tenía que repartir con los carreros que entraban y metían el pescado en la cámara. Como parte de la rutina laboral, ellos sacaban cajas de veinticinco kilos y metían cajas de veinte, después de lavadas, prontas para cortar, y las estibaban aparte de las que estaban aún sin lavar. Pero en lugar de ponerlas siempre en otro sitio, a veces colocaban algunas cajas ya preparadas junto con las que restaba lavar, para que no se notara que el Viejo había vendido varias por cuenta propia. De esta manera, Control de Producción nunca iba a identificar la merma cuando inspeccionara la cámara. El sistema, además, tenía otro complemento: el Viejo también tenía tocados a los planilleros, hacía figurar más kilos cortados que los que en realidad cortaban, y lo compensaba aumentando los kilos de descarte que pesaba el encargado de Recepción. Sacaban, entonces, el pescado entre las cajas vacías que iban a buscar para devolver a los barcos. Eran los mismos carreros quienes las cargaban en los minutos de descanso.
—Como ve, era todo muy sofisticado. A esta altura ya me entró curiosidad por todo esto. Me picó el bichito —dijo el Colorado.
—¿Viste? Yo te dije. Seguí adelante —agregó don Bentos.
Como era de esperarse, el Viejo Olivera se fue de la pesquera y armó una pandilla de carga y descarga para trabajar en el puerto. Se llevó al Negro Santos, el primer carrero, y al Boina, uno de los planilleros que pesaban las cajas para él. Quedó en averiguar si el otro carrero también se quería ir, y armó la cuadrilla para trabajar. Los demás involucrados, aunque no había pruebas en su contra, optaron por seguirle el paso al Viejo, que prometía mejorarles los ingresos. Para agrandar aún más la pandilla, el Viejo buscó gente de Cerro Norte y Parque Cauceglia, y encontró cuatro o cinco gurises que estaban dispuestos a hacer lo que les pidieran. Como un caso especial, con varias recomendaciones arriba, contrató al Jona y el Braian. Si bien todavía le faltaban integrantes, estaba pronto para largar, y sabía que don Pedro Martínez Ballesteros necesitaba gente para la descarga de sus barcos y algún embarque especial con destino a Brasil. No se podía demorar.
La casa se ubicaba en el Centro de Montevideo y durante el día no tenía nada especial: estaba rodeada de bares y comercios de ropa de hombres y mujeres. Del otro lado de la calle, había varios locales de comida y una emblemática parrillada en la que don Pedro solía almorzar, solo o acompañado, cada dos o tres días. Cuando caía la noche y cerraban los comercios, cambiaba el público y también los transeúntes de la zona. Primero aparecían los que salían de trabajar y volvían a sus casas. Después se arrimaban los estudiantes que terminaban el turno vespertino. Y más adelante, a medida que se acercaba la medianoche, y a pesar de que estaba bastante lejos del puerto de Montevideo, llegaban los tripulantes coreanos de los atuneros que pescaban en las aguas oceánicas, muchas veces agarrados de las manos en insólitas parejitas, entre ceñudos y sonrientes, ajenos a los que los rodeaban. También aparecían por el lugar algunos tripulantes de barcos pesqueros nacionales, que concurrían al club nocturno antes de volver a las casas que habían extrañado durante los más de diez días de navegación.
Al lado del club estaba la casa de don Pedro. Era un hombre chapado a la antigua, con una esposa que él consideraba un adorno y un hijo del que estaba orgulloso. La casa tenía un salón que era un lujo para ostentar y un escritorio que era mucho más funcional. En el escritorio don Pedro hacía negocios, en el salón recibía a los amigos o a los que quería hacerles creer que eran sus amigos. También tenía una casa de veraneo, y ahí organizaba las comilonas en las que gestaba los negocios que, por distintos motivos, no podía ni quería dejar de llevar adelante. Eran su vida.
En el salón de la casa céntrica se reunía con integrantes del servicio de inteligencia militar y policial, que estaban activos o que habían sido personajes de primera línea durante la dictadura militar. También con los que establecían una especie de transición entre las dos épocas. A menudo cuidaba con rigurosidad que esos personajes se cruzaran con los que entraban a negociar cuestiones vinculadas a la pesca: la venta de un barco o la compra de una planta.
Don Pedro quería comprar una planta pesquera a toda costa, lo más barata posible, que sirviera para darles otra dimensión a sus negocios. Se había enterado de que en Brasil estaban pagando mil seiscientos dólares la tonelada de filete de merluza interfoliada —mucho más de lo que pagaban en Europa. Y sabía, también, que acordando con los importadores brasileños podía mejorar el negocio. Brasil ofrecía varias ventajas: tenía un tipo de cambio muy favorable, el Estado adelantaba los dólares para los negocios de importación, y lo hacía al cambio oficial, mientras que el que los recibía podía operar con la cotización del mercado negro, mucho más alta. La diferencia de cambio por sí sola hacía la mayor parte de las ganancias del importador. Era una combinación explosiva.
El negocio podía ser aún más lucrativo si se tenía la audacia suficiente; y audacia, a don Pedro, no le faltaba. No despreciaba reunir riquezas, como lo hacían los piratas de antaño. «Acumulación primitiva del capital», le decían algunos, y eso lo llenaba de orgullo. Pintaba de cuerpo entero al hombre humilde que con buena educación y un parche en el ojo supo abrirse camino desde abajo. Las ganancias podían aumentar, entonces, si el importador compraba más barato y facturaba los productos por arriba de su valor. Don Pedro tenía barcos y necesitaba gente en condiciones de trabajar sin preguntar; además de comprar una planta que, a su parecer, ya tenía bien encaminada. Pensaba concretarla cuando se reuniera con los posibles vendedores en la casa del balneario.
—No, ahora no —dijo don Pedro, cuando los negociadores de Export Mares quisieron entrar de lleno en el tema—. Vamos a tomar algo, luego cenamos y recién después hablamos de la compra. No hay que apurarse. ¿Whisky o vino?
A los trabajadores siempre les ofrecía etiqueta roja, a los empresarios etiqueta negra. Esa noche dudó entre Johnny Walker o Chivas, y finalmente se inclinó por Chivas. A los que pidieron vino les sirvió un Rioja español. Las bebidas las escanciaba él, la comida la proporcionaba el personal de servicio.
—Si hablamos de pesca, comemos pescado —dijo después—. ¿Atún rosado o abadejo al pil-pil? Cada uno elige.
Acostumbraba invitar a cenar o almorzar en El Águila o el restaurante de la Estación Central de Ferrocarril. A menudo también invitaba a una parrillada que quedaba cerca de su casa, en la misma cuadra, antes de llegar a la calle Río Negro. La locación dependía de los avances de la negociación o el perfil de los invitados, que podían ser de los más variados: trabajadores o empresarios de la pesca, militares o policías, coleccionistas de armas o artistas de varieté. La intención de cruzarlos era despertar la interrogante «¿qué hace don Pedro con esta gente?».
—La planta está bastante bien —dijo don Pedro a sus invitados—. Pero la pesca se está viniendo abajo. Los precios empezaron a caer.
—No, señor —interrumpió el gerente general de Export Mares—, la pesca es así. Hay tiempos de auge y tiempos de baja. No tiene qué perder en la baja, porque ya va a ganar en el alza. Además, la baja ya está terminando.
—¿Y por eso quieren vender?
—Equivocado, nosotros no queremos vender. Usted quiere comprar.
—Pero no estaría hablando con ustedes si no quisieran vender.
—Mire, usted sabe bien: un negocio es negocio si les sirve a las dos partes. Si no, no es negocio. No es que queramos vender. Si nos sirve su oferta, entonces sí, queremos vender, pero si no nos sirve, no queremos vender. La decisión la tiene usted. Así que usted dirá.
—Supongamos que nos ponemos de acuerdo en el precio, ¿sería con gente o sin gente incluida?
—Eso depende. Son precios distintos. Usted puede elegir. O puede hacer una combinación de las dos: se queda con la gente que usted quiera y la otra se va.
Esos eran los términos que don Pedro quería establecer. Esta gente hablaba su idioma. No eran como los dueños de Pesquera Montevideo, que querían mantener a todos los trabajadores, mezclaban los negocios con los sentimientos y no pensaban en el comprador. Export Mares tenía una actitud más abierta; merecía una cena más.
—La semana que viene en mi casa, a la misma hora, y les doy una oferta concreta. ¿Les parece bien?
—Espléndido. ¿Va a ir con su contador?
—No. Los términos de mis negocios los establezco yo, el contador escribe después, les pone letra a los negocios, hace los versos.
El asesinato del Sarandí Nuevo les cambió la vida a dos familias del barrio: la de Almada chico, el hijo del hombre asesinado, y la de Segovita, el hijo de uno de los asesinos.
Almada chico, la madre y la hermana menor se fueron al Paso de la Arena. Se alejaron de los Segovia y su combo, y empezaron a vivir en la casa de una tía. En esa zona semirrural los terrenos eran grandes, tenían más de ciento veinte metros de largo, y la hermana de la madre les dejó el fondo para que se fueran arreglando.
Los Segovia, con el padre escondido y buscado por la policía, se instalaron en el Cerro, lejos de los líos y los enfrentamientos. Jenny se fue con sus hijos, Segovita y Mariela, a la casa que le alquiló a su madre, aunque estuvieran un poco distanciadas. Y no solo cambió de casa, cambió también de rutina, porque después, para independizarse del todo, Jenny pidió trabajo en una fiambrería, luego se trasladó a una tienda y terminó en Pescamar. Allí le pagaban mejor, tenía mayores posibilidades, pero era bastante más complicado: le llevaba mucho tiempo y se trataba de un trabajo duro y pesado.
A Jenny las cosas le salieron mal. Siempre quería que le dieran todo hecho, y a cambio estaba dispuesta a conceder cualquier cosa. Lo que no soportaba era el fracaso. Segovia era violento con ella, la usaba y le pegaba. Cuando mató al vecino y huyó de la policía, la dejó sola a cargo de la familia. Podría haberla dejado tranquila, pero no. Dos por tres aparecía, pasaba la noche con ella, y la pretendida independencia volvía a quedar en suspenso. Ella no se animaba a decir que no, en parte porque tenía miedo y en parte porque Segovia siempre colaboraba con algo. Estaba peor que antes: a medio camino entre el mal matrimonio que fue y la aventura pasajera que no quería. «No te hagas ilusiones», repetía Segovia, «mirá que te estoy vigilando. Mucho cuidado con lo que hacés, con quiénes andás. No te equivoques».
A Segovita, por su parte, lo invitaron a jugar en las formativas de Cerro y desde el primer momento le fue muy bien. En poco tiempo se transformó en una promesa: era zurdo, desbordaba por la punta, tenía la fortaleza de un tanquecito y le pegaba muy bien a la pelota, iba fuerte y bien dirigida. Tenía un valor agregado: parecía haber encontrado su lugar en el mundo, una válvula de escape. Iba a todas las prácticas, no les huía a la gimnasia y el entrenamiento, y al final se quedaba todo el tiempo que pudiera pateando al arco, de zurda y de derecha, con pelota quieta y en movimiento, en el suelo o de aire. Su comportamiento llamaba la atención, y a las semanas se fijaron en él los pichones de cazatalentos que iban a las prácticas. Antes de que Segovita cumpliera los catorce años, el Quique, bien mandado por su jefe, fue a hablar con Jenny.
—A tu hijo le falta mucho, pero promete. Si vos autorizás, nosotros lo vamos a representar y nos hacemos cargo del liceo: los libros, los cuadernos, los lápices, los zapatos y la ropa; además de la indumentaria deportiva, claro. Después vemos cómo evoluciona.
—¿Y yo qué tengo que hacer? —preguntó Jenny.
—Nada. Dar la autorización, nada más.
—Pero eso que le van a dar a cambio ¿está escrito? ¿Lo van a firmar?
—Claro, es a lo que nos comprometemos. Si no cumplimos, queda sin efecto la autorización. Y a medida que avance en el club vamos a mejorar el compromiso.
—¿Quiénes son los otros?
—Mi jefe y yo. No importa. Importa que te conviene a vos y le conviene a tu hijo.
Jenny no preguntó más. Consintió y esperó que le trajeran el documento. Pero le dijo al hijo que tenía que seguir estudiando, que de eso dependía la continuidad. Y Segovita no tuvo dudas, dijo «sí, vieja», y todo en su vida empezó a girar alrededor del Club Atlético Cerro.
A los Almada también les cambió la vida. La ausencia era insoportable. Fue como si le hubieran cortado un brazo a cada uno y tuvieran que vivir sin él, pero con el recuerdo constante de haberlo tenido. En medio de la tormenta, la mudanza de barrio, lejos del Chiche, que era una provocación permanente, y lejos de la casa de los Segovia, les dio una dosis de alivio transitorio.
La muerte de Almada había marcado el final, también, del ingreso de dinero en la familia. Si bien el sindicato intentó ayudar a Teresa, no fue sencillo. Era tarea compleja conseguirle trabajo a una mujer en la construcción. No alcanzaba con la buena voluntad, había que levantar un montón de barreras. Tampoco ella sabía si estaba en condiciones de aceptar un trabajo así. Cuando muchos años atrás aprovecharon el espacio libre del Núcleo Básico Evolutivo para ampliar la casa, Teresa había trabajado a la par de Almada, desde que empezaron hasta que terminaron, pero eso era bien distinto a trabajar para una empresa constructora. El plan se diluyó y finalmente consiguió trabajo en una avícola de la zona. El local quedaba a pocas cuadras de la casa y podía ir caminando. Al dueño lo conocía de la iglesia.
Mientras su madre se adaptaba al nuevo trabajo, Almada chico entró en la UTU del Paso de la Arena, en Camino Tomkinson a pocos metros de Luis Batlle Berres, y de entrada se dedicó con fuerza al estudio. Ana, la hermana menor, todavía no había terminado la escuela.
—A mi hijo le dan para el liceo, pero dejó de estudiar. Está completamente dedicado al fútbol —dijo Jenny—. Así no va la cosa. Van a tener que darle efectivo. Si no, no va a ir más.
—Mirá —dijo Quique—. Esto no lo hago nunca, pero en el caso de tu hijo vamos a hacer una excepción. Se esfuerza mucho, pone lo suyo. Ya lo hablamos con mi jefe y estamos de acuerdo. Vamos a transformar el costo de los materiales en plata contante y sonante.
—Sí, pero tiene que ser algo más que el costo de los materiales —insistió Jenny—. No nos está alcanzando la plata.
—Está bien. Te vamos a dar más. Pero no tires de la piola, mirá que mete y mete, pero todavía es un pibe, y cuando la piola se estira mucho ya sabés que se rompe.
—No lo creo. Ya hay otros que vinieron a hablar.
—Ni lo pienses. Nadie va a ir a hablar si sabe que estamos nosotros. Y te lo advierto: nos vamos a encargar de que lo sepan.
Las dos familias siguieron adelante y se adaptaron a los nuevos escenarios como pudieron. Almada chico caminaba todos los días ida y vuelta de la UTU a su casa, y de a poco le tomó mejor gusto a su vida en el Paso de la Arena. En el camino, antes de doblar por Las Pitas, se desviaba por las canchas del Uruguay Artigas y el Tigre, y cada día todo le resultaba mucho más amplio que en Sarandí Nuevo. Aunque se sentía un poco más cómodo, siempre llevaba en la garganta el retrogusto amargo del recuerdo y la ausencia, una bronca constante. Cuando salía de clases pasaba a buscar a Ana por la escuela. A ella, a diferencia de su hermano, la acompañaba el desinterés.
La policía estudió con detenimiento los pasos del Pincho antes y después del asesinato del sobrino de David. Antes, estaba claro, había sido indagado por delitos menores y detenido varias veces por hurtos e intentos de rapiñas. Hasta que quedó muy comprometido con el homicidio y se borró del mapa.
A los pocos días de que el Pincho desapareció del barrio hubo otros dos homicidios, en el kilómetro 22 de Camino Maldonado. Las víctimas fueron dos narcotraficantes brasileños que operaban en Uruguay, aunque la policía lo ignoraba y fue toda una sorpresa. El auto en que viajaban fue atacado desde atrás por tres hombres en camioneta, que empezaron a disparar antes de rebasarlo y, cuando estuvieron a la par, lo acribillaron. El que viajaba al lado del conductor del auto murió al instante. El que conducía quedó gravemente herido y avanzó cientos de metros hasta salirse de la ruta y caer en la banquina, junto a un puesto de verduras que, nadie explica cómo, se mantuvo intacto. De la escena la policía rescató un arma modelo HK 9 milímetros; y en una estación de servicio de Punta de Rieles un testigo identificó al Pincho en una foto, y dijo que estaba sentado al lado del conductor de la camioneta que, se creía, era la que se había usado en el delito. Después se supo que el arma encontrada también había sido una de las utilizadas para matar al sobrino de David. Entonces el Pincho pasó a tener otra relevancia para la policía.
Los investigadores llevaron el caso al juzgado que estaba trabajando el asesinato del Cerro, pero el juez no lo tomó, porque, si bien la persona acusada era la misma, la jurisdicción donde se produjo el asesinato del kilómetro 22 era otra, en otro departamento. El crimen de Camino Maldonado fue a dar entonces a un juzgado de la ciudad de Canelones; aunque tampoco entró de forma inmediata, porque el juez declinó competencias por razones éticas. Así que, mientras no asumiera otro juez, la investigación quedó en manos de la policía, sin demasiado margen de acción.
David seguía adelante tratando de averiguar quién había matado su sobrino, para eso acudió a otras influencias y usó nuevos recursos.
—Decime en serio —le preguntó a la Jolie—. ¿Ustedes no tuvieron nada que ver?
—¿Vos estás loco? Si el Jona estaba trabajando con nosotros, ¿por qué lo íbamos a buscar?
—Yo qué sé. Es tan raro todo esto.
—Qué va a ser raro. Ellos quieren vender donde estamos vendiendo nosotros. No le des más vueltas. Este negocio es así. A veces ganás, a veces perdés. Y pagan justos por pecadores. El Jona se salvó, la quedó tu otro sobrino. Qué le vas a hacer. Pero ya lo vamos a agarrar. Mirá, vos hacé lo tuyo y no te preocupes.
Hacía tiempo que la Jolie había dejado con David. Fue solo un noviazgo de la infancia y la adolescencia. Después, ella lo había ayudado con el camión a cambio de que trabajara para su banda. Lo que ganaba con el reparto legal no daba para nada y trabajar para Juan Grande, el hermano de la Jolie, era el plus que hacía la diferencia. David no significaba mucho para los investigadores y, aunque a veces trataban de tirar de la cuerda a través de él, sabían que no llegarían muy lejos. Un día, sin embargo, lo iban a agarrar y terminaría procesado y en prisión.
La Jolie estaba en pareja con un hombre del Nuevo Sarandí. Era mucho más duro y tenía más iniciativa que ella. Estaba al frente de la instalación de gente en su barrio y le iba bien; había corrido a varias familias y las había sustituido por compinches, integrantes del grupo de la Jolie y amigos de él que venían del Borro y el Cerro Norte. Pero Segovia se había tenido que ir porque mató a un trabajador, que, según él, se estaba poniendo demasiado molesto. Se mudó al Cerro, mucho más cerca de lo que Jenny, la madre de sus hijos, suponía. Las razones por las que no iba más seguido por las noches eran dos: tenía miedo de que estuvieran vigilando a Jenny y de rebote lo agarraran a él, y, además, desde que andaba con la Jolie no tenía tanto interés en las visitas nocturnas a la que todavía no era su ex.
A la Jolie cada vez le gustaba más mandar. Siempre la habían respetado por la influencia de su hermano y de a poco se propuso ganar poder. Imitaba el comportamiento de los hombres del ambiente, iba de frente, planificaba y ejecutaba lo que planificaba. Además, tenía un plus para sus negocios: no le temblaba la mano si tenía que actuar contra una mujer. «Los hombres son flojitos», pensaba, «durísimos entre ellos, y se cagan ante las polleras o los pantalones si los lleva una mujer». Se había iniciado en la tarea de correr gente de sus casas para poner en ellas a sus soldados —no le gustaba decirles perros—, mientras seguía encargándose de los negocios de Juan Grande, que había huido del país y que volvería luego con mucha más fuerza. Fue en ese momento que la Jolie conoció a Segovia. Él la impresionó por su rudeza. No dudaba, decidía y actuaba con rapidez. Ella también. Así que lo invitó a trabajar juntos y enseguida formaron pareja. Fue un choque de trenes, explosivo. A partir de ahí Segovia decidió alejarse de la Jenny y se dedicó, pura y exclusivamente, a la Jolie. Y ella, a su vez, se dedicó a tratar de dominar a Segovia.
En su obsesión por atar cabos, David volvió a pensar que tal vez la gente de la Jolie y Segovia se habían cargado a su sobrino.
—¿Qué le pasa a este? —preguntó Segovia—. Si al que estaban buscando para matar era al Jona, y él está trabajando con nosotros, está encargado de la barra brava. ¿Qué le pasa a este nabo? Está complicando las cosas.
—A lo mejor David no sabe —respondió la Jolie—. Los que durmieron a su otro sobrino fueron el Pincho y los perros de Albino. Ya se la vamos a dar.
—Que no se meta más porque va a cagar todo.
Pero David, sin embargo, continuó averiguando qué pasó y llevando el tema ante la policía. Hizo justamente lo que desde el punto de vista de la banda no se debía hacer. Estaba levantando una perdiz que, para ellos, no debía volar. El juez, por su parte, terminaba de armar el rompecabezas. Estaba a un tris de determinar las responsabilidades y tomar una decisión. El único que le faltaba en su mapa era el Pincho, el más comprometido de todos, porque no lo habían podido agarrar.
El Colorado no sabía cuándo fue que Lucy y el Tacho habían ido a Melilla a cortar uvas de mesa. Quizás Lucy se lo dijo y él no lo registró. Se enteró un año después, cuando ella le contó que no funcionó bien. Se había abierto una brecha entre los dos, entre el Tacho y los planes que Lucy trataba de dibujar para la familia, que generó distanciamiento.
—¿Y qué querés? —dijo el Colorado—. Si no lo consultás para hacer los planes de su vida, la brecha va a ser cada vez más grande. ¿Qué pretendés? ¿Planificarle todo?
—No, quiero que no se la joda él solo. Va camino a eso. Y no sé cuándo empezó. Se metió con una mina que solo le pide que use ropa de marca, zapatos de marca, relojes de marca, y él está chocho. La vida empieza y termina con la ropa de marca. Solo piensa en eso y, no sé cómo hace, se pasa comprando. No sé de dónde saca plata. Bah, sí sé: empezó a trabajar en el puerto, en una pandilla de carga y descarga.
Era sábado y Lucy, que estaba sola con su alma y la noche larga por delante, había invitado a cenar al Colorado. Ella se dedicó a hablar del Tacho y los problemas que aparecieron en el horizonte. El Colorado no había ido a eso, pero como ya era costumbre, tomaba nota. El rompecabezas era cada vez más grande.
—¿Con quién trabaja? —preguntó, tomando rol de periodista.
—Con el Viejo Olivera. Lo llevó el Jona. Y cobra bien, pero no me gusta nada.
—A mí tampoco. Los dos son bien complicados. No están en nada bueno.
Lucy lo miró fijo y cambió de tema.
—¿Te quedás en casa?
—¿Vos querés que me quede?
—Quiero. No sé qué querés vos. No sé qué somos, pero quiero que te quedes.
—Somos gente grande, Lucy. Sabemos qué hacemos y, si los dos queremos estar juntos, me quedo.
—¿Cuándo queremos estar juntos? ¿Esta noche, mañana? ¿Cuánto tiempo?
—No apures caballo flaco. Las cosas son así. Hoy queremos estar juntos, pero no sabemos qué va a pasar después.
—Vos no sabés. Yo sé muy bien.
El Tacho, mientras tanto, estaba bailando en el boliche Macarena con la excompañera de clase que para él dejó de ser «la atorranta» el día que apareció con zapatos de marca y ella lo miró distinto. Fue una tarde al terminar las clases. Cuando sonó el timbre ella lo agarró de la mano y se fueron caminando al parque Tomkinson. Después del primer beso, el Tacho la invitó a ir a bailar al club Defensa Agraria.
—¿El Defensa Agraria? A mí me tenés que llevar a Macarena o algo mucho mejor.
—¿Qué? ¿Es un baile cheto?
—¡No, Tacho! ¿Cuándo vas a aprender?
El Tacho aprendió a creer que no valía nada, que nadie por sí mismo vale nada. Que se vale por lo que se tiene, por lo que se lleva puesto, por los lugares a donde se va. Uno no tiene valor, pero lo que lleva tiene precio. «Tiene razón el Jona», pensó; y lo buscó para decirle que sí, que iba a trabajar con él en lo que fuera.
De mañana, antes de irse a trabajar, el Colorado se despidió de Lucy con una promesa que algo tenía también de advertencia. «Voy a averiguar en qué está el Tacho. Pero, te repito, nos podemos llevar una sorpresa que quizás no nos gusta para nada».
El Colorado escribió que don Pedro, antes de comprar la planta pesquera de Export Mares, ya había empezado a armar y contratar la pandilla de carga y descarga que iba a operar en la planta y el puerto.
Primero habló con Santiago, el chofer de un camión que trasladaba carga desde el puerto a Pesquera Montevideo y había sido despedido por entrar en un acuerdo para robarle pescado a uno de los barcos de don Pedro. Fue el propio don Pedro Martínez Ballesteros que lo hizo echar e inmediatamente fue en busca de él.
—¿En serio pensaste que me ibas a robar sin que me enterara? Yo siempre me entero de todo. El poder fáctico de don Pedro, o sea, yo, es inmenso. Por eso te hice echar. Conmigo no se mete nadie.
—No fue con usted. Ni lo conocía. Fue porque necesitaba unos pesos.
—¿Y me los quisiste sacar a mí? Ya te dije que me entero de todo. Y por nabo te cagaste la vida.
—Sí. ¿Y el alcahuete ese le fue a contar?
—A mí no me contó ningún alcahuete. El error fue tuyo por no medir con quién te metías. Pero mirá, si querés lo podemos arreglar. Yo te puedo ofrecer otra opción laboral. Te pago el doble de lo que cobrabas y empezás a trabajar para mí. Pa-ra-mí. Para hacer lo que te diga.
—¿Para hacer qué?
—Todo lo que te diga. Manejar una camioneta, un camión, cargar y descargar pescado. Cargar lo que te pida. No preguntar, callarte la boca, contarme lo que veas y ayudarme a armar una pandilla.
El Colorado escribió que Santiago aceptó el trabajo y que, teniendo en cuenta qué tipo de pandilla parecía querer don Pedro, le contó a su nuevo jefe lo que sabía del Viejo Olivera y el alejamiento de Pesquera Montevideo. Le contó, con detalles, que el Viejo venía metiendo las manos en la lata hacía tiempo, que lo echaron y que él también empezó a organizar una pandilla. A don Pedro le interesó el personaje y le pidió a Santiago que los contactara.
Cuando don Pedro se juntó a almorzar con el Viejo Olivera en la parrillada de la calle de su casa, quedó impresionado con ese hombre de apariencia rústica, pero con una inteligencia práctica —fáctica, diría don Pedro— digna de mejor causa.
—Pero, hombre, se merecía que lo echaran. ¿Cómo va a vender, así no más, cien o más cajas de pescado por día?
—¿Quién le dijo? Eso no pasó así.
—Se dice el pecado, no el pecador. Pero si quiere que nos entendamos, me tiene que contar cómo fue.
—Menos pregunta Dios y perdona.
—Perdonado está —respondió don Pedro—. Pero si quiere que trabajemos juntos en algo mucho mejor que lo que imagina, me va a tener que contar. Si no, muchas gracias y buenas tardes.
El Viejo Olivera lo miró fijo. «Qué se creía ese tipo tan raro», pensó; cajetilla, lampiño, pelado, de lentes y vestido como para una fiesta, con pañuelo azul en el cuello y otro en el bolsillo superior del saco. No, no era de los suyos. Tampoco le pareció un empresario común y corriente y, sin embargo, inspiraba una confianza extraña. Entonces se dejó convencer, le contó todo y lo dejó impresionado. Le dijo que había calculado hasta la merma y el descarte que se podía generar, y que cerraban todos los números para que Control de Producción no se diera cuenta de la artimaña.
—Pero lo agarraron igual —dijo don Pedro—. No hay robo perfecto. Y por tan poca plata no vale la pena jugársela. Nosotros vamos a ganar mucho más.
—Los gurises me contaron las cajas y yo creí que me estaban controlando. Me equivoqué. Corté el trabajo y les dije que se fueran. Si no pasaba eso, los gerentes no se daban cuenta nunca más.
—Pero se dieron. Siempre se dan cuenta. ¿Ya armó la pandilla?
—A medias. Me faltan algunos hombres.
—Yo pongo un camión y una camioneta con chofer. Y también le consigo dos o tres hombres de confianza.
—¿De confianza de quién? ¿Suya o mía?
—De los dos. Si le parece bien, arreglamos.
—Arreglamos si los números me convencen.
—Va a ver que sí. Tenga fe. Crea en el poder fáctico de don Pedro Martínez Ballesteros.
Hasta ahí llegaron los apuntes del Colorado Flores sobre ese episodio.
Hacía varios meses que las plantas venían disminuyendo su actividad. Al abandonarse los criterios del Plan de Desarrollo Pesquero, dejar pescar a barcos con una potencia de motor superior a lo previsto, y aumentar la eslora y la capacidad de bodega, se empezó a producir sobrepesca y había que ir cada vez más lejos para sacar una merluza que era cada vez más pequeña. Los viajes empezaron a demorarse más y las plantas a trabajar menos. Ya no les podían vender a los países europeos, ni a Estados Unidos, ni a Japón, que argumentaban razones técnicas para no comprar. Lo que pasaba, en realidad, era que habían impuesto un cambio en el control de calidad sobre los países sudamericanos que no dejaban pescar en las aguas jurisdiccionales a los barcos con bandera de la Unión Europea. Por otro lado, las ventas a Brasil caían aceleradamente y en Pesquera Montevideo, desde las oficinas a la planta, corrían rumores de cierre, un golpe muy fuerte para el barrio. Ricardo y Nancy estaban preocupados por el futuro inmediato. Con un hijo chico, viviendo en un rancho de chapa y cartón y altas posibilidades de quedarse sin trabajo, pasaban los días pensando en nuevas alternativas.
Al jefe de producción de la planta, el doctor Algorta, le habían ofrecido trabajo en una conocida cadena de supermercados como encargado de la compra y la venta de pescado y otros productos de mar, para ampliar y mejorar las ofertas en las sucursales. El Pelado, como lo conocían sus compañeros, había demorado la respuesta, pero ante los rumores de cierre respondió que sí, que aceptaba, y elaboró un ambicioso proyecto de venta de productos frescos y congelados. Cuando Ricardo le comentó sobre su situación y la necesidad de encontrar otro trabajo, Algorta todavía estaba esperando una devolución a su propuesta.
—Si me confirman voy a necesitar gente para armar el equipo.
—¿Y qué posibilidades hay de sumarme?
—Yo creo que muchas. La cosa está brava, pero las nutricionistas insisten con la importancia del pescado en las dietas alimenticias, y hay un nicho de mercado interesante. Yo creo que van a aceptar.
—Bueno, contá conmigo —dijo Ricardo—. Supongo que voy a poder trabajar en los dos lados.
—¿Qué dos lados?
—Pesquera Montevideo y contigo.
—No. Conmigo sería full time.
—Está bien. Contá conmigo.
En el camino de vuelta a la casa Ricardo pensó que, si Algorta necesitaba más gente para el equipo, quizás pudiera conseguirle un lugar a Teresa, la viuda de Almada, o quizás al hijo de ella. Pero, cuando se lo planteó, ella respondió que estaba bien en la avícola y descartó la oportunidad. Almada Chico, Joaquín, seguía en la UTU del Paso de la Arena, y Teresa no lo presionaba para que buscara trabajo. Sin destacarse demasiado su hijo avanzaba, y canalizaba una bronca serena a través del estudio.
Segovita, en cambio, ya no estudiaba. Estaba completamente dedicado al fútbol. Todo lo demás había quedado atrás y trataba de matar hasta los recuerdos. Sus representantes le pagaban el equivalente a un sueldo a su madre, Jenny, y en el club Cerro le proporcionaban los alimentos para tres comidas diarias. Aunque algunos meses después lo empezaron a llevar a comer a la sede, al comprobar que en su casa compartía la comida con la hermana y la madre, y no alcanzaba para ninguno de los tres. A nivel deportivo le iba muy bien. Con dieciséis años recién cumplidos se destacaba en tercera división, lo hacían concentrar con el plantel de primera y en las prácticas ingresaba la última media hora en el equipo titular. Segovita disfrutaba el fútbol, y todo lo que sucedía alrededor del deporte le llamaba la atención. Era como si hubiera descubierto un mundo nuevo, una nueva vida, que la veía inmensa delante de él. Todos en el barrio se sorprendieron cuando por primera vez lo convocaron a la selección sub-17. Todos menos él. «¿Por qué no? Si vivo para eso», pensó.
El Colorado le hizo una entrevista a Segovita para el semanario y dudó si relacionar ese momento de gloria con el pasado en Sarandí Nuevo. Por intuición decidió no hacerlo; solo escribió sobre el pasar deportivo y el orgullo que significaba para el barrio y toda la zona oeste «ese botija nuevo que está llamado a muchas hazañas más». Casi le pregunta si se acordaba de Joaquín Almada, pero también se quedó con la duda. Si lo hubiera hecho seguro se sorprendería al saber cuánto lo recordaba y cómo pesaba ese episodio en su presente. Almada chico era casi lo único que Segovita no podía matar en su memoria.
Cuando el pelado Algorta le confirmó el nuevo trabajo a Ricardo, le preguntó qué prefería: si encargarse de las ventas en el comercio principal o supervisar la actividad de toda la cadena.
—¿Qué te conviene a vos?
—Lo segundo, que controles toda la cadena. Yo no me voy a quedar mucho tiempo en esto, después de que esté en marcha prefiero irme y dedicarme a la profesión.
—¿Qué quiere decir controlar toda la cadena?
—Yo qué sé. Quiere decir que se mantenga lo planificado: el pescado fresco ordenado por especie y corte, con mucho hielo debajo, las vitrinas refrigeradas limpias, sacar de la venta lo que no está en condiciones o simplemente es de estado dudoso, que los productos congelados estén bien a la vista, controlar las temperaturas de los frízeres, la ropa de los vendedores, el pelo cubierto. Es decir, que el sector sea atractivo y llame a las compras.
—Creo que puedo con eso.
—Bien. Pero vayamos a lo concreto: yo ya acepté, arreglé el sueldo y dije que iba a llevar a un número dos. Ese sos vos. Ahora tenés que ir y arreglar las condiciones de trabajo. Después seguimos hablando. No te tires abajo, que te dejé muy bien parado. Y no lleves ese revólver con el que andás, ni des la dirección de ese rancho infame que te hiciste. Da otra, más cerca, pero esa no. Y lo vamos a tener que arreglar rápido. No podés seguir viviendo ahí. Tenemos que buscar otro lugar. Acordate: ahora vas a cobrar mejor.
Don Pedro logró poner en funcionamiento la planta pesquera de Export Mares y llegó a hacer varios embarques para Brasil utilizando la técnica del bombón.
Enriquito, el comprador brasileño, supervisó la producción de sesenta toneladas de filete de merluza interfoliada y cuarenta toneladas de papamoscas entero en cajas de treinta kilos. Pagó mil seiscientos cincuenta dólares la tonelada de merluza y seiscientos dólares la tonelada de papamoscas, bastante por encima de su precio de mercado. Pero pidió que se lo facturaran todo como merluza, y que las cajas de papamoscas quedaran rodeadas, ocultas, por las propias cajas de merluza, estibadas en cuatro camiones con una capacidad de carga de veinticinco toneladas cada uno.
El Colorado no sabe si Enriquito jugó al azar o si tocó a algún inspector de la Aduana para que omitiera o descuidara los controles de rigor. También pudo haber aceitado a los responsables del control del Instituto Nacional de Pesca, no para que no hicieran su tarea, sino para que fueran más superficiales: control del empaque y las temperaturas, pero no de las especies que se encontraban dentro de las cajas.
Todos los embarques se realizaron sin inconvenientes. Don Pedro estaba radiante, el negocio había salido redondo, e invitó a Enriquito a ver a Internacional de Porto Alegre, que jugaba contra Nacional en el Estadio Centenario por la Copa Libertadores. Después, a pesar de que su cuadro, Nacional, perdió dos a uno, lo llevó a cenar al restaurante de la estación del ferrocarril y brindaron por la continuidad de los negocios.
Enriquito, inescrupuloso de poca monta, hincha del Inter y enemigo declarado del Gremio, era hijo del empresario de la pesca más importante de Rio Grande do Sul. Si bien se abrió de los negocios del padre y se largó por cuenta propia, siempre jugaba con el prestigio de la familia. En Uruguay estableció la oficina de su empresa en las instalaciones de Export Mares, y se paseaba por la planta vestido de túnica y botas blancas. A menudo se cubría la cabeza con una especie de boina pálida con visera y opinaba y daba órdenes sobre lo que no sabía. Los encargados de sección le decían a todo que sí y después hacían lo que ellos creían conveniente. Todo funcionó bien hasta que llegó el 13 de enero de 1999. Ese día, Fernando Henrique Cardoso, presidente de Brasil, firmó la resolución que marcó una fuerte devaluación del real, y resolvió dejar sin efecto el adelanto de dólares a los importadores. El que quisiera importar podía hacerlo, pero con sus propios dólares y sin la posibilidad de transformar un negocio comercial en uno financiero. A Enriquito y don Pedro se les terminó el negocio que habían empezado, tan bien, unos pocos meses atrás.
—Felicidade tem fim —dijo Enriquito—. Negocio terminado. Pero quién nos quita lo bailado.
—Espera —respondió don Pedro—. Esto se puede arreglar. Vamos a ver qué hace el Gobierno uruguayo.
—No. Haga lo que haga, Fernando Henrique no va a dar marcha atrás. No va a haber más adelantos de dólares.
—Quizás se pueda seguir haciendo negocios comerciales. Brasil estaba pagando muy bien.
—No lo va a seguir haciendo. Esto se terminó. Pero si lo hiciera, el negocio sería para ti. Para mí no. Se terminó.
—Sigamos en contacto. Algo vamos a encontrar.
—Cómo no. Siempre es un placer hacer negocios con usted. Pero você sabe: para que un negocio sea negocio, les tiene que servir a las dos partes.
Integrantes de la oposición uruguaya, especialmente el senador Alberto Couriel, propusieron terminar con el atraso cambiario: devaluar y ponerse a tono con el tipo de cambio de la mayor parte de los países de la región y el mundo. Los empresarios que producían para la exportación estuvieron de acuerdo con una medida por la que hacía tiempo venían presionando. Esto significaba mucho más: implicaba cambiar la política económica y apostar a la producción y el desarrollo del mercado interno. Pero el Gobierno de Jorge Batlle siguió practicando la misma política económica y cambiaria que llevó a que, luego de la devaluación brasileña, el país quedara jugado al comercio con Argentina; y comenzaron a vivirse los últimos capítulos de una caída anunciada. Para colmo, la epidemia de aftosa golpeó cada vez más fuerte, los precios cayeron de forma abrupta y solo se pudo colocar carne sin hueso en algunos mercados marginales. Las exportaciones y el mercado externo se restringieron cada vez más, se perdió poder adquisitivo y también se retrajo el mercado interno. Don Pedro, por lo tanto, siguió cumpliendo con los embarques que ya tenía comprometidos, pero, con la planta recién comprada sin amortizar y la caída de los precios y las ventas, le quedó una deuda mayúscula, un agujero negro imposible de llenar. Se planteó con seriedad modificar el objeto de sus negocios; pensó seguir el camino de muchos contrabandistas, que usaron recursos, rutas y contactos para incursionar en otros rubros del mundo de los ilícitos trasnacionales.
El sistema del bombón, utilizado en los embarques hacia Brasil, se podía usar también en los barcos para trasladar el relleno de turno a otros barcos en altamar. Don Pedro ya tenía el equipo necesario para hacerlo, lo había puesto a prueba en la carga de los camiones: los trabajadores, a las órdenes del Viejo Olivera, cobraban más de lo común, no preguntaban nada y lo iban a acompañar hasta donde él estuviera dispuesto a ir. Contactos no le faltaban. Sin embargo, más allá de que el Colorado lo investigó, nunca se supo cómo llegó a conectarse con Juan Grande, si fue por sus propios medios o a través del Viejo Olivera. O quizás una combinación de las dos.
Juan Grande estaba en el exterior y también había recorrido el camino de otros uruguayos que se iniciaron en el narcotráfico: fue mula, realizó tareas menores, se ganó la confianza de quienes estaban por encima, hizo contactos y un día decidió usarlos por su cuenta para encarar el pasaje de drogas por el territorio nacional con destino a otros mercados. Para eso necesitaba vínculos que tuvieran llegada legal a otros países y estuvieran dispuestos a usarla para el tráfico ilícito. Don Pedro le daba eso y, además, las rutas de sus contrabandistas tenían potencial para el transporte de oro, armas, ropa de marca falsificada o drogas de distinta índole. El principal valor era el camino, lo que se iba a transportar podía variar de acuerdo con lo que diera mayor ganancia circunstancial.
A pesar de algunas diferencias, se unieron. Juan Grande se inclinaba a la venta de drogas; don Pedro prefería otro tipo de tráfico, pero estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para recuperar la inversión que había hecho en la pesquera. «Los piratas modernos son así», se decía.
Aunque al principio don Pedro creyó que iba a estar al frente del negocio, el que tenía los principales contactos para la compra y la venta era Juan Grande, y fue él que dirigió la operativa. Don Pedro lidiaría con la pandilla de carga y descarga y se encargaría de los contactos legales y su familia en Galicia. Juan Grande estaría al frente del aparato ilegal, el operativo, el reclutamiento, las armas, el tráfico interno y la protección. Llegar a un acuerdo no fue sencillo. Don Pedro era chapado a la antigua, pero estaba bien al tanto de las nuevas modalidades de gestión, y le parecía que lo más adecuado era la tercerización, sobre todo para diluir responsabilidades.
—Otra cosa —dijo cuando estaban ultimando detalles—. Todos los servicios de la planta los vamos a tercerizar. Todo el mundo lo hace y no le puede llamar la atención a nadie. La portería la tiene que atender usted, los tres turnos. La limpieza la pongo yo. Y de la carga, descarga y trabajos extraordinarios, Olivera tiene que ser el encargado. La gente que va a formar parte de su equipo la seleccionamos entre los dos, usted y yo.
—¿Y eso?
—Pero, hombre, piense un poco. La seguridad de la planta, la alerta sobre cualquier problema la tiene que resolver usted. La limpieza, es decir, ojos y oídos adentro de la planta, la atiendo yo. El resto, los que van a hacer el trabajo más delicado, el que más nos interesa, los ponemos entre los dos, pero el encargado tiene que ser Olivera, no le hace asco a nada y es el que más sabe de plantas. El chofer ya está designado: Santiago.
—Tiene razón —se rascó la barbilla Juan Grande—. Muy bien pensado. Me sorprendió. Así vamos a caminar bien. Después le doy una lista con la gente que necesitamos acá.
—Una cosa más —dijo don Pedro—. Olivera va a ser el responsable del trabajo y todo lo que pase.
—¿Qué? ¿Lo quiere mandar en cana a él? ¿Le va a cargar ese fardo?
—Sí. Déjemelo a mí. Él sabe lo que le conviene. Pero solo yo voy a tratar con él.
—Clarísimo. Aunque de los negocios me encargo yo.