31. DE LOS ORÍGENES DEL FUTURO

Somos gente cuya legalidad histórica termina en 1968, argumentaba Carlos Barral. Tampoco es para tanto, digo yo. Siempre me han exasperado esas aseveraciones tan contundentes, incluidas las que a mí mismo se me hayan podido ocurrir, sobre todo a cuenta de algunas de esas falsas iluminaciones que propalan los ilusos depositarios de la verdad. No parece dudoso que, para establecer esas taxativas fronteras legales, aún habría que esperar a que se liquidaran los últimos flecos de una posguerra que se prolongó mientras vivió el dictador. ¿O es que ya entonces nos habían escamoteado sin apelación las más crédulas posibilidades de cambiar la vida, modificar la realidad? No lo creo en absoluto: todavía era demasiado pronto para aceptar semejante capitulación. Sin duda que en 1968, o a partir de la referencia irremediable del mayo francés, algunos fogosos productos de la experiencia empiezan a tener aspecto de caducados, se alteran entre la barahúnda espectacular de los acontecimientos, al tiempo que se postulan otros expectantes preámbulos de nuestra vida histórica. Es cierto que la utopía, ese incesante aplazamiento de la esperanza —esa verdad prematura, como le gusta recordar a Alfonso Guerra— acaba traspapelándose en los consejos de administración, mientras algunos febles reductos de la izquierda se relajan entre los nuevos contratos sociales de quienes permutaron las nóminas del conspirador por las prebendas del ejecutivo. Se va trazando así el mapa de esa particular dicotomía entre apocalípticos e integrados de que hablaba Umberto Eco. Y desde luego hubo algunos adictos al análisis marxista que se iniciaron en el estudio de las trampas políticas de la oferta y la demanda y terminaron en valedores de todos los órdenes establecidos posibles. Un espectáculo de veras vergonzante, cuando no afrentoso. Pero nada de eso había ocurrido todavía y aún tardaría años en ocurrir, incluso habría que esperar a que se constatara que la dictadura había muerto de vieja.

En 1968, la gente de mi edad tenía cuarenta años. ¿Cómo pensar que después de esa insurrección vitalista, aleccionadora, descontrolada —introuvable, decía Raymond Aron—, de los estudiantes de Nanterre y de la Sorbona y, por propagación natural, de los de medio mundo, no se acelerara entre nosotros el proceso de reactivación de algunas articulaciones vitales de la libertad? Ni el mundo ni la vida volverán a ser como eran, declaraba más o menos, y con excesiva confianza en una imaginación que nunca alcanzaría el poder, el dirigente estudiantil Daniel Cohn-Bendit, Dany el Rojo. Una opinión no exportable desde luego a este lado de los Pirineos. Los estorbos consuetudinarios de la historia, al menos para quienes estábamos viviendo la solapada calamidad del franquismo, seguían mostrando una asfixiante apariencia de sótano en el que difícilmente se conseguían abrir algunos huecos al exterior, casi siempre los que a la larga resultaban menos favorables. Nadie podía estar seriamente de acuerdo con las profecías de los obstinados triunfalistas de turno. Pero el eco del mayo francés o —como diría un locutor de emisora clandestina— el fragor de las barricadas del barrio Latino se introduce por las rendijas de muchas aulas y fábricas españolas, produciendo nuevas y más encrespadas agitaciones estudiantiles y obreras, las mismas que más de un posibilista quería hacer coincidentes. Como en otras ocasiones, también yo anduve entonces por las trastiendas de la movilización universitaria, no sin la preceptiva comparecencia en el tribunal de orden público. Fueron meses muy agitados y desazonantes, que condujeron de inmediato al estado de excepción de enero de 1969. Las generalmente improvisadas acciones subversivas tropezaban, cómo no, con nuevos incrementos de las contraofensivas policíacas. Incluso la censura, a remolque de esa suspensión de derechos civiles, intensificó de modo virulento sus arbitrariedades y admoniciones.

Fue entonces cuando se celebró el llamado por antonomasia proceso de Burgos, aquel terrible consejo de guerra en el que se dictaron nueve penas de muerte contra militantes de la primitiva ETA. Ahí se perpetró uno de los más desalmados escarmientos de ese feroz tramo del franquismo. A la protesta internacional contra semejantes atrocidades, el gobierno contestó organizando una de aquellas espectaculares concentraciones de adhesión al Caudillo. Aún puedo sentir los clamores de esa exaltación del gregarismo incubado en los rediles del Movimiento Nacional. Creo que, a partir de entonces, mi más perseverante reacción contra el régimen se fue orientando hacia una más aquilatada mezcla de humillación y bochorno. La pugnaz oposición ideológica se veía a menudo afectada por las mellas de la impotencia. No en vano cundían por ahí tantas mezquindades, tantas hipocresías, tantos despotismos. Quizá en algún momento la costumbre de convivir con la dictadura, los lastres sucesivos de la infructuosidad, erosionaron los entusiasmos operativos, funcionaron como un resorte de efecto retardado, cuando no como una malsana tendencia a la resignación. Pero todo eso quedó invalidado cuando supe, por ejemplo, que personas como Mario Onaindía o José María Dorronsoro estaban condenadas a muerte.

Si mal no recuerdo, el ministro de Información y Turismo era entonces un digno sucesor de Fraga Iribarne, Alfredo Sánchez Bella, con quien ya había tenido mis particulares tropiezos cuando él era embajador en Colombia y yo vivía allí. El paso de este Sánchez Bella por su nueva misión gubernativa dejó en todas partes amarga memoria: entre otras iniciativas de similar mendacidad suspendió la revista Triunfo, una de las escasísimas publicaciones de orientación progresista, y cerró el diario Madrid, uno de los contadísimos periódicos desobedientes. No es que se tratase de represalias aisladas, sino de una clara política involucionista tendente a restablecer los peores mecanismos inquisitoriales, al tiempo que los guardianes de la moral católica, reeducados en los ambiguos consorcios del Opus, expandían por el país una nueva variante, digamos que más casta, del tenebrismo y la sumisión, siempre de acuerdo con las majaderías didácticas de monseñor Escrivá de Balaguer, el padre por antonomasia. Era el reflujo malsano de la historia, todo el espacio del recuerdo ocupado por los defensores de la única fe verdadera, indistintamente enfervorizados en las conmemoraciones patrióticas, los congresos eucarísticos y los desfiles militares. No había opción a las medias tintas: quizá por eso hasta la literatura de índole erótica empezaba a tener un palmario componente subversivo. O a lo mejor es que ya empezaba yo a no creer en lo que veía. ¿A qué sombra, a qué socaire de la abrupta correlación de fuerzas de la historia, estábamos intentando arrimarnos? ¿Es que ya estaba próximo el día en que empezáramos a quedarnos sin nosotros?

La actividad antifranquista acusó entonces de manera notable esas últimas embestidas de la represión. No hubo acto cultural de presunta disensión frente al férreo catecismo político que no fuera de inmediato abortado por la policía. Un ejemplo curioso —y hasta jocoso— en este sentido fue el de un improvisado homenaje a Picasso que se organizó en Zambra, una especie de santuario del cante jondo que había montado un señor Casares en la calle Ruiz de Alarcón, más o menos frente a la casa donde vivió Baroja. No era un «tablao» al uso, sino un establecimiento con pretensiones de conservatorio donde actuaban los grandes intérpretes flamencos de aquellos años y donde los asistentes eran llamados al orden si se permitían la menor falta de respeto. Tamaña disciplina no debió de resultar a la larga muy rentable, pues tampoco tardó mucho en declinar el negocio. No sé a quién se le ocurrió conmemorar alguna efeméride relacionada con Picasso ni por qué se eligió Zambra para esa celebración, pero el caso fue que nos reunimos allí un respetable número de pintores, actores y escritores: Antonio Saura, Eusebio Sempere, García Hortelano, Lucio Muñoz, Amalia Avia, Moreno Galván, José Caballero, Juan Antonio Bardem, Aurora Bautista, Montserrat Roig, Fernando Rey, Juan Diego... No más comenzar el acto, irrumpió la policía, mandó desalojar el local y se llevó detenidos a Moreno Galván y Sempere. Al tiempo que nos disolvíamos, propuso Aurora Bautista una gestión de veras peregrina: que nos personásemos en la Dirección General de Seguridad, donde ella se entrevistaría con el ministro, amigo suyo, para pedir la inmediata libertad de los dos detenidos. Ya era un poco tarde y, aunque pensé que esa iniciativa venía a ser literalmente un despropósito, me uní a los acompañantes de la actriz, cuya fogosidad remitía a la de su interpretación en el cine de Juana la Loca, y nos encaminamos al Ministerio de la Gobernación, regido entonces por un tal Tomás Garicano Goñi. La puerta principal estaba naturalmente cerrada, pero Aurora Bautista la golpeó con aplomo fílmico una y otra vez y, cuando al fin se abrió una mirilla de modo imperceptible, la actriz le habló a alguien de esta manera: «Buenas noches, venía a ver a don Garicano...» Hasta ahí llegó su parlamento, pues la mirilla volvió a cerrarse de golpe y mucho me temí que apareciera de inmediato un piquete de «grises» con orden de detenernos por desacato a la autoridad. Sin duda que ninguno de nosotros se podía haber declarado inocente.

Aparte de ese risible anecdotario, la vida cotidiana en Madrid, extramuros de la lucha clandestina y casi como una suerte de contrapartida vital, incluía sus regulares y alentadoras compensaciones. La amistad seguía ofertando no pocos interregnos de bienestar, y eso suponía regularmente una retribución afectiva irreemplazable. No sé si se acrecentó, pero en cualquier caso no mermó mi registro de amigos por aquellas calendas. Antonio Gala, por ejemplo, volvió a ser entonces, después de algún fugaz atasco, un divertido y grato compañero en reuniones domésticas y viajes de recreo. Él no era todavía el afectado escritor de consumo y el listísimo profesional que ha llegado a ser, pero empezaba a tener sus ínfulas muy bien dosificadas, sometidas a un hábil sistema de contraprestaciones, a partir sobre todo de que ganara no sé qué premio de teatro con Los verdes campos del Edén, cuya noticia le llegó precisamente cuando pasaba en casa una de sus temporadas de desasistido. Por la época a que ahora me refiero, Gala vivía al final de la calle General Mola (ahora Príncipe de Vergara) con Rafael Marín, aprendiz de escultor y persona extremadamente afable y dadivosa. A veces nos íbamos en mi coche a Granada o a Córdoba o por tierras de Castilla, con algún que otro desvío para ver piedras mudéjares o románicas. Pero lo más frecuente eran las batidas gastronómicas —o no tanto— intramuros de Madrid, con amigos diversos y sucesivos: Carmina Labra, Paco Nieva, Aurora de Albornoz, Nadia y Fernando Quiñones, Fernando Delgado, Eduardo Mendicutti, Lola y Mery López Jounguer...

Un día Rafael Marín nos llevó a Pepa y a mí a Carboneras, un pequeño pueblo de la costa almeriense, donde la familia de Rafael tenía casa. Carboneras, que no ofrecía mayores atractivos, me pareció a primera vista, no sé si por su aire polvoriento o su cinturón de ramblas desérticas, una aldea del zócalo norteafricano. Me agradó empero su sigilo náutico, su modestia portuaria, su vacía playa pedregosa y esa noble arquitectura popular relativamente bien conservada donde Grecia y Marruecos habían alcanzado una simbiosis excelente. Quizá por contraste, me sorprendió mucho la delirante ornamentación del único hotel de la localidad, una mezcla imposible en cartón piedra de palacio babilónico y templo egipcio, despropósito sólo explicable porque en aquellos parajes se rodó una película de mucho abalorio, Salomón y la reina de Saba, y el dueño del hotel lo reformó usando como elementos decorativos los sobrantes de los escenarios de la película.

Alquilé una casa en la playa de Carboneras, cerca de otra donde veraneaba la familia de Rafael Marín, una familia profusamente abastecida de hermanas y sobrinos. La casa pertenecía a una publicista francesa cuyo nombre he olvidado, la cual se presentó un día en el pueblo encaramada a un camello, provista de catalejo y salacot, y acampó en aquellos secarrales con la certeza de que había arribado a un mundo perdido. Compró tierras, se construyó una buena casa con un bello patio cortijero, compró otras y, después de pasar por el aro amoroso del pintor Guillermo Delgado, apenas salió de Carboneras. Tal vez acabó pensando que le había llegado la hora de fundar una nueva casta bretona-almeriense de oligarcas.

Pasamos allí un mes, cinco semanas a lo sumo. Fueron días sin historia: leí algo, escribí vaguedades, paseé sin muchas ganas, bebí bastante vino blanco. Me angustiaban un poco los baldíos inhóspitos que formaban el entorno rural de Carboneras, con sus cauces secos, sus campos de esparto calcinados, esos eriales de Saladar y Níjar tan justamente descritos por Juan Goytisolo. Rafael Marín pasó también ese mes en casa de su familia y me instruyó en los secretos del caciquismo y los escalafones de aquella sociedad aldeana compuesta por poco más de tres mil habitantes. Antonio Gala apareció un día por allí, transportado por no sé quién, y creo que fue entonces cuando se produjeron los primeros síntomas del mal que empezaba a consumir a Rafael Marín. Un dolor agudísimo en el costado fue quizá el aviso definitivo del ya irreparable avance de un cáncer que acabaría no mucho después con su vida. Sé que a Antonio Gala esa pérdida le supuso un grave quebranto sentimental.

Al volver a Madrid, ese verano de 1970, nació nuestro quinto hijo, Alejandro. Pepa y yo acordamos que ése sería el último, aunque también tuvimos la tentación de ampliar la descendencia hasta seis, que es guarismo que ratifica la inclinación geométrica del azar, cosa que tampoco juzgué discreto desoír. No me hubiese importado completar esa significativa media docena de vástagos, pero tampoco andaba yo muy sobrado de recursos, de modo que ahí se estancó mi tribu en lo que se refiere a la primera ramificación genealógica, aunque cuando me preguntan por el número de hijos que tengo, siempre respondo que cinco o seis, dejando así un poco en suspenso los accidentes fortuitos de toda descendencia. Aún pasarían años antes de que me llegara el turno de comprobar, con Bataille, que la filtración del mal en cierta forma de conciencia poética tiene algo que ver con el fantasma filial de los desencuentros. Puede ser. Por cierto que —como manda, o mandaba, la Santa Madre Iglesia— decidimos bautizar a Alejandro, en cuya ceremonia hicieron de ecuánimes padrinos Lola López Jounguer y Antonio Gala. Aquel día bebimos por largo y sin prisas y hasta hubo alguna ritual oferta festiva por parte de Fernando Quiñones, no sin que ello motivara la correspondiente disensión de Nadia, su mujer, que siempre fue un poco pánfila y que se cansaba muy pronto de esos jolgorios para ella incomprensibles y a los que solía contraatacar llorando.

Esas filigranas temperamentales de Nadia me incitan ahora a evocar, no sin algún malicioso desvío, otras peripecias, más bien de teatro bufo, con ocasión de los preliminares de su boda con Fernando. Los padres de Nadia, radicados en Mestre, el pueblo fabril aledaño a Venecia, pensaron que el prometido de la hija, a juzgar por sus aparentes generosidades, era cuando menos un commendatore de muchos posibles y no encontraron mejor forma de corroborarlo que presentándose en Madrid con fines fiscalizadores. Fernando no pudo hacer nada, e hizo mucho, para evitar semejante inspección y acudió a Antonio Gala en busca de soluciones. Nada más desaconsejable que mostrar a los viajeros el muy modesto y destartalado piso que tenía Fernando en el barrio periférico de Peñagrande —donde también vivió Gala unos meses—, ya que semejante prueba de insolvencia muy bien podía dañar seriamente sus planes de boda. Antonio, que quería mucho a Fernando, acogió con sumo gusto la encomienda de éste y le aseguró que él se encargaría de solventar el asunto, que no dudase ni por un momento de sus buenos oficios teatrales. Le pidió para ello a unos amigos suyos andaluces que le prestasen por un día una lujosa residencia que tenían en el paseo de Rosales y, una vez que los padres de Nadia quedaron instalados en Madrid, fueron conducidos a esa morada suntuosa, confundiendo entre vaguedades y medias tintas a Fernando con el propietario. Los viajeros quedaron literalmente deslumbrados, no ya por el fasto con que supusieron que vivía el novio, sino porque de ese fasto se deducía su elevada posición social.

Una doncella sirvió a los visitantes un refrigerio y Antonio, que iba hecho un figurín, fue presentado como un amigo fraterno, pero he aquí que la futura suegra de Fernando, predispuesta como estaba para toda clase de embelesos, no más oír el nombre de Antonio, lo identificó de inmediato con el bailarín y se permitió pedirle, entre emocionados balbuceos, que actuase para ella, sólo unos pasos, un desplante, que eso bastaba para que pudiera llevarse a Mestre un recuerdo imperecedero de aquella visita. Ya metidos en la farsa, Antonio aceptó finalmente bailar para ella y para su no menos estupefacto marido. La actuación, sin embargo, fue de pésima calidad y a punto estuvo de dar al traste con la impostura, pero sirvió como broche de oro de la principesca recepción. Hasta ahí la historia contada y supongo que adornada por Antonio y escuchada siempre por Fernando con estentóreos ataques de risa. No sé en qué acabó la cosa. Tampoco supe nunca si Nadia, la mujer de Fernando, estaba al tanto de todo eso o prefirió hacerse la distraída. Alguien podría pensar que la historia remeda uno de esos enredos propios de la commedia dell’arte.

Después de ese verano almeriense, Ángel González y yo emprendimos una expedición a Asturias, uno de aquellos viajes laboriosos, interminables, que hacíamos a Oviedo desde Madrid, preferentemente en coche, lo que venía a suponer, amén de un serio trastorno físico, una temeridad. Siempre nos vanagloriábamos de haber batido un récord al revés: tardábamos en llegar más que cualquier otro viajero. Pero llegábamos en condiciones bastante aceptables. En aquella ocasión nos acompañaba Carlos Bousoño, aunque sólo hasta Oviedo, pues Ángel y yo cumplíamos la doble función de excursionistas por la costa —Lastres, Tazones, Gijón, Salinas— y lectores de poesía en la facultad de la que era entonces decano Emilio Alarcos Llorach. Me acuerdo muy bien de unas larguísimas sobremesas en el restaurante Conrado y de unas más largas descubiertas nocturnas que acababan en matutinas. La verdad es que Alarcos, que era cuatro o cinco años mayor que nosotros, no lo parecía en absoluto. Quizá lo que más me atrajo de él desde un primer momento fue la infrecuente y admirable alianza que siempre supo promover entre la sabiduría y el humor. Aquí un libro, aquí una amistad. Sus conferencias, sus textos críticos, sus tratados lingüísticos, disponen todos de una sugestión adicional: junto a la solvencia científica surge de pronto como el deseo de aligerar la aridez de la materia con la amenidad expositiva, incluso con un gracejo de muy castizos atavíos retóricos.

Mis primeras noticias de la obra de Alarcos como lingüista, como filólogo, como introductor del estructuralismo en España, se reducían entonces a que había inaugurado un curso académico en Oviedo con una lección sobre la poesía de Blas de Otero, publicada luego por Anaya (1966). El simple hecho de que Alarcos eligiera la obra de Otero para ese discurso inaugural me pareció un buen ejemplo de independencia y perspicacia. Corrían tiempos, ya se sabe, inflexiblemente controlados por la hostilidad censoria y las coacciones doctrinales y era muy difícil sortear con cualquier desobediencia las ordenanzas al uso. Y con mayor razón si cabe en el ámbito universitario. El libro sobre Blas de Otero fue para mí una excelente guía de penetración en la poesía del autor de Pido la paz y la palabra, pero también un muy preciso modelo de honradez intelectual. Por primera vez me acerqué a un estudio basado en los procedimientos lingüísticos para caracterizar la obra de un poeta, lo cual definía también una manera innovadora de enfrentarse al análisis de un texto. A lo mejor es que ya daba por seguro que, en poesía, el procedimiento lo es todo o la poesía no es nada.

Aquella vez en Oviedo todo se ajustó a un programa de actos más bien vertiginoso que preludiaba lo que ocurrió en otros viajes sucesivos. Los consumos etílicos de larga duración, quiero decir los que no concuerdan con mis hábitos de bebedor vespertino, suelen alterarme bastante y casi nunca con desenlaces predecibles. Recuerdo una comida magnífica con Juan Cueto en una taberna marinera de Tazones, un almuerzo digno de la mesa de Lúculo en una venta caminera próxima a Gijón y sobre todo un itinerario de figones en Lastres. Ya estaba cayendo la noche en este empinado pueblo, y Ángel y yo nos apostamos en una esquina aguardando que pasara una procesión: dos hileras de mujeres enlutadas y entonando cánticos. Se conoce que el espectáculo de unos forasteros barbudos y con cara de pecadores, vagamente identificables con la imagen duplicada de Satanás, se contradecía con el recogimiento de aquella ceremonia religiosa. Lo supimos porque a medida que las mujeres se iban acercando hasta donde estábamos, interrumpían la salmodia y miraban a otro lado en señal de reprobación. No fuimos perseguidos por la Iglesia militante, pero sí nos negaron una última copa, ya tarde, en una taberna donde alentaba el fantasma de aquel energúmeno patriota llamado don Pelayo.

Cada noche tenía su afán. Por ejemplo, aquella vez en que Alarcos, Ángel y yo, después de haber cerrado el último bar, nos encontramos sin saber dónde ir ni qué beber. Se le ocurrió entonces a Alarcos una idea luminosa: en un cajón de la mesa de su despacho en la facultad guardaba una botella de whisky para imprevistos. Ningún imprevisto más perentorio que aquél, de modo que nos dirigimos a la vieja universidad en busca de tan preciada botella. La ciudad estaba vacía y la poca iluminación ponía en las fachadas una tonalidad imprecisa, unas sombras itinerantes que me sugirieron por vez primera la escénica clandestinidad de Vetusta. Al llegar al portón, Alarcos se buscó nerviosamente por todos los bolsillos y comprobó desolado que no llevaba encima las llaves. Hubo unos momentos de incertidumbre. El portón lucía más bien decrépito y, según pudimos comprobar, parecía bastante vulnerable. Alarcos nos pidió por señas que nos apartáramos y se situó en la acera de enfrente. Tomó desde allí carrerilla y se precipitó sobre el portón con mucha más potencia de la que hacía prever su enteca complexión. El cuerpo de Alarcos chocó leñosamente con la noble madera de la puerta del alma máter, pero ésta permaneció negándonos la entrada. Yo me ofrecí a ayudar a Alarcos, uniendo mi impulso al suyo, pero ya él volvía a lanzarse sobre el portón, el cual hizo un extraño mientras se abría una de las hojas con un estridente gemido de goznes. De modo que entramos, subimos a oscuras una escalera, atravesamos una galería y finalmente llegamos a un despacho. No sé si una vez en posesión de la botella, volvimos a salir o nos la bebimos allí mismo. En cualquier caso, hubiese resultado de lo más edificante la intervención de la policía ante un allanamiento de morada perpetrado por el decano de la morada.

Alarcos podía comportarse así, antes —por supuesto— de que Josefina, su mujer, truncara de modo sañudo las naturales inclinaciones del profesor a los esparcimientos joviales. Ya había publicado por entonces algunos libros que marcaron la cumbre de los estudios lingüísticos en España: la Gramática estructural o la Fonología española. Pero procuraba que no se le notase. Si se refería ocasionalmente a esos libros (y aunque era consciente, creo yo, de su condición precursora), lo hacía como si fuesen obras de un señor al que conocía de pasada, pero con el que no quería tener mucho trato. La magistral Gramática de la Lengua Española que publicó en 1994 debe algo al entusiasmo —no me atrevo a decir a la vigilancia— de Josefina. La última vez que estuvimos juntos fue poco antes de su muerte, en Sanlúcar de Barrameda, donde presidió el tribunal ante el que se defendía una tesis doctoral de José Juan Yborra sobre mi obra novelística. Yo le sugerí al director de la tesis —Alberto González Troyano— la composición de ese tribunal y él eligió el lugar en que debía celebrarse el acto: la espléndida bodega sanluqueña de Barbadillo. Nunca un ceremonial académico se había inscrito en un marco más inusitado, aunque en este caso también fuera el más idóneo. Me consta que Alarcos disfrutó lo suyo. Él sabía muy bien, conviene reiterarlo, que la erudición y el recreo pueden —incluso deben— simultanearse sin mayores estorbos.

En Oviedo he vivido algunas de las más gustosas noches de esos y otros subsiguientes tramos de mi historia personal. Se trata de un referente afectivo que en ningún caso se ha visto alterado por la mella del tiempo o la desmemoria de la edad. Siempre podía elegirse allí un seductor itinerario nocturno por la zona antigua de la ciudad, entre la catedral y el mercado, un poco al hilo de las remembranzas emocionantes de aquella secreta ciudad vislumbrada a través del catalejo que pone Clarín en manos del magistral don Fermín de Pas, contrastadas entonces con otras muy distintas andanzas amatorias y desenvolturas vitales. Tras la muerte de Emilio Alarcos, mis amigos asturianos de aquellos días son mis amigos actuales de cualquier parte: Paloma y Enrique Álvarez-Uría, Mariano Antolín Rato, Juan Cueto, Miguel Munárriz, Lola y Juan Benito Argüelles, Fernando Corujedo, Josefina Alarcos, Alicia Prada, Lola Mateos, amén de otros diversos inquilinos de la noche y espontáneos azotacalles.

Justo cuando volví aquella vez a Madrid recibí un día, pasada la medianoche, la visita intempestiva de Paco Rabal. Venía seriamente consternado y sin ningún visible síntoma de haber bebido. Por lo visto, se habían presentado en su casa —él y María Asunción vivían entonces en un chalé por la Ciudad Lineal— tres desconocidos que se identificaron como miembros del FRAP, la organización de extrema izquierda que empezaba entonces a hacer de las suyas. Según me contó Paco, se habían entrado en la casa de sopetón y le habían exigido el pago de una cantidad cuyo monto he olvidado, pero que a mí me pareció exorbitante. Yo también había recibido no hacía mucho esa especie de visita domiciliaria del FRAP, si bien sus emisarios repararon bien pronto en que yo carecía de liquidez y, en vista de que no iban a conseguir ninguna clase de impuesto revolucionario, se limitaron a implicarme en sus desmanes por el sistema de redactar un panfleto, quieras que no, en mi máquina de escribir, lo que muy bien podía haberme reportado una grave implicación de cómplice. Me pregunto que a santo de qué me escogería Paco en aquella ocasión como consejero, un quehacer que detesto tanto como el de los biempensantes que nunca dudan y practican esas asesorías. Los del FRAP le habían dado un plazo de veinticuatro horas para reunir su óbolo, y lo único que se me ocurrió decirle al extorsionado es que diese la callada por respuesta y se quitara de en medio con el pretexto de algún trabajo profesional. Y eso fue lo que hizo sin mayores trastornos, pues justamente estaba rodando una película basada en una novela —quizá Entre visillos— de Carmen Martín Gaite. Vi en su día esa película y, pese a mi exigua solvencia en materia cinematográfica, me pareció descubrirle un raro atributo: era todavía más insulsa que el texto narrativo del que procedía.

No estaba Paco Rabal en su mejor momento por aquel entonces. Nadie, salvo los muy domesticados, estaba en su mejor momento durante aquellas postrimerías de la década de los sesenta que algún estulto cronista social tildó de prodigiosa. A qué recordar que la mediocridad, la zafiedad se habían ido perfeccionando con el uso y todo hacía prever que no pocos distritos del cuerpo social seguían contaminados de una anemia incurable. Paco acusó también esa crisis personal fomentada por las injurias de la historia. Vivíamos un poco entre las militancias emocionantes, los desafueros de cada día y las escapadas a las guaridas de la noche. Paco estaba entonces resistiéndose a dejar de ser un galán y actuaba como si tuviese una prisa irrefrenable por agotar los remanentes de su fama. Las noches eran igual de tercas y nocivas que las mujeres pedigüeñas y las bebidas ínfimas, ese legítimo injerto de la banalidad en las requisitorias del antifranquismo. Yo solía encontrarme con Paco en situaciones azarosas y en sitios imprevisibles, todos ellos próximos a esa frontera que avisaba de los peligros impuros del amanecer y donde se bebía y se vivía con la avidez de los conspiradores que no quieren caer en la tentación del cansancio. Todavía me llega el olor a cosmético y a humedades rancias estacionado en esos locales nocturnos abastecidos de jefecillos de provincias, mozas del partido y paseantes en corte, entre los que se intercalaban pajarracos de vario pelaje y amigos comunes: Ángel González, Juan García Hortelano, Raúl del Pozo, Vitín Cortezo, Juan Estelrich, Cuco Cerecedo —que andaba entonces con una todavía neófita Marisa Paredes—, Jesús Infante y su hermana Carmen —una de las personas más intrínsecamente anticonvencionales que yo he conocido—, amén de otras mujeres de grata autonomía: la periodista Juby Bustamante, la actriz María Asquerino, la pintora María Antonia Dans... Mitad actor de innumerable celebridad, mitad comunista descarriado, Paco era como un triunfador venido a menos, dejaba un rastro de insolencia y ternura entre el mujerío, bebía licores de dinamita, desafiaba con sus trovos al personal. Y así hasta que un día frenó en seco, renunció a su peluquín y empezó a convertirse en un actor de veras memorable.

También andaba a veces por aquellos andurriales Alfonso Grosso, con quien compartí muy desiguales afectos, incluso alguna deplorable rudeza, y que podía ser bastante divertido por lo disparatado y bastante maleable por lo inocente. Trabajaba entonces en Madrid en una agencia de publicidad y programó una colección de libros de relatos bautizada con un nombre tan descabellado o tan inoportuno como el propio planteamiento editorial: Biblioteca Pepsi, ya que era esa compañía norteamericana de refrescos la que patrocinaba la colección. Grosso andaba muy ufano con semejante invento y encargó a Rafael Conte que preparara una antología de Relatos españoles de hoy. Por cierto que ahí publiqué por primera vez el único cuento que considero salvable de los poquísimos que he escrito —no más de tres o cuatro— a lo largo de mi ya dilatada dedicación a la literatura. Al contrario que a otros colegas de notable producción cuentística, a mí ese género me ha caído siempre un poco a trasmano, probablemente por incapacidad más que por desgana. Bien, resulta que la cantidad fijada para pagar los derechos de reproducción de esos originales era bastante precaria y dio lugar a alguna que otra protesta. Contaba García Hortelano que él y José María Guelbenzu decidieron un día, más bien a remolque de alguna maliciosa curiosidad, ir a reclamarle a Grosso un aumento de esa retribución, no sólo pensando en la potencia económica de la empresa patrocinadora —regida a la sazón por la actriz Joan Crawford— sino porque lo consideraban mínimamente justo. Así que se personaron muy serios en el despacho de Grosso y le plantearon sus quejas.

—Intolerable —fue lo primero que dijo Grosso, al tiempo que accionaba el botón de un interfono—. No fue eso lo que ordené, me van a oír.

—Eso mismo pensé yo —dijo Hortelano.

—Tráigame el informe de la promoción cultural de Pepsi —susurró Grosso a través del interfono—. Que sea para hoy.

—Estás muy bien organizado —dijo Guelbenzu.

—Qué menos, compañero. Aquí o pones orden o te espabilan los de la CIA —bajó la voz—. Me tienen muy vigilado, ya sabes.

Se oyeron unos cautos golpecitos en la puerta y apareció una mujer de mediana edad que dejó una carpeta sobre la mesa. Grosso abrió la carpeta, ojeó nerviosamente unos papeles, puso cara de ejecutivo encolerizado y marcó un número en el teléfono.

—¿Joan Crawford, please? —preguntó.

Esperó unos momentos.

—Soy Alfonso Grosso —dijo Grosso—. Volveré a llamar, thank you.

Hortelano y Guelbenzu se quedaron primero estupefactos y luego los acometió una hilarante incredulidad.

—Despacho directamente con Joan —dijo Grosso—, es la única forma de solventar las cosas sin que me incordien estos inútiles.

Hasta ahí el cuento de Hortelano. No lo he comprobado, pero es muy posible que su versión difiera de la fidedigna en matices y adornos, pero no en lo sustancial. Pobre Alfonso Grosso, qué inclemente, desolador final el de ese hombre excesivo, arbitrario, tierno, vehemente, dotado de una considerable pericia para pasar de la ingenuidad al despropósito. Qué vida la suya más desvalijada por un infortunio que él tampoco parecía muy dispuesto a evitar, quizá porque sabía que tampoco iba a conseguir mucho. Su prosa narrativa —en especial la de Guarnición de silla y Florido mayo— pertenecía a un linaje barroco que todavía hoy, a pesar de los virajes impuestos por las modas de temporada, resulta en muchos aspectos admirable. Grosso quería llegar cuanto antes a una cumbre de muy rentable profesionalidad, pero lo que no podía hacer era llegar antes de salir. De no haber sido tan despiadadamente atacado por la devastación, su prototipo literario se habría parecido mucho a Stephen King. Una vez me dijo: «Chico, hoy por hoy, aquí sólo hay dos escritores de verdad: yo y tú. Me pongo el primero porque tampoco hay que exagerar, ¿no te parece?»

Precisamente fue con Alfonso Grosso con quien me embarqué poco después —creo que a fines de 1974— en un nuevo viaje al otro lado del telón de acero o de la muralla de hierro o del dique de contención de rojos, esta vez a Polonia. Como hice para ir a Rumanía, tampoco solicité en este caso una autorización que, con toda probabilidad, iban a denegarme, de modo que viajé con un visado especial que no figuró en el pasaporte, vía Ginebra. Ignoro por qué nos eligieron a Grosso y a mí, dentro del cupo de escritores españoles antifranquistas, para intervenir en un simposio sobre literatura y política en América Latina organizado en Varsovia por el exilio chileno, recién acaecido como estaba el golpe militar de Pinochet. Grosso era allí más bien un desconocido, pero no tanto como yo, pues a él le acababan de traducir al polaco no sé qué novela. Quiero recordar que Grosso fue por aquellos años, junto con Juan Goytisolo, uno de los escritores españoles más editados en el extranjero. Cuentan que una vez le mostró a Antonio Ferres un ejemplar de esa novela suya traducida al polaco. Ferres, cuyo don de lenguas se reducía al español de Chamberí, hojeó con despacio el libro, hizo como que leía unas páginas al azar, y finalmente levantó la vista y dijo estas aladas palabras: «No está mal; tiene algunos fallos en la transposición prosódica, pero no está mal.» Un juicio de veras meritorio, el de Ferres, quien podía inventarse historias muy divertidas, como la de un viaje suyo a París en tren expreso, cuando coincidió en el mismo compartimento con una dama elegante, de pelo blanco, toda enlutada y provista de gargantilla y manguito. Hablaron amigablemente al final del largo trayecto nocturno y, una vez en París, la señora se despidió de Ferres dándole a besar su mano al tiempo que le decía: «Venga a verme un día a la fábrica. Soy Marie Brizard.»

Se me han borrado muchos de los nombres, o de las caras, de los reunidos en Varsovia, pero puedo reconocer en medio de la neblina general de aquella asamblea a Hortensia Bussi, viuda de Salvador Allende, a Julio Cortázar y su mujer, a Ariel Dorfman, a Teitelboim, dirigente del partido comunista chileno, al ecuatoriano Jorge Enrique Adoum, al argentino Francisco Urondo, que sería uno de los desaparecidos en Buenos Aires durante aquellas terribles cacerías de disidentes perpetradas durante la atroz dictadura de Videla. A Cortázar lo traté poco, muy de paso entonces y algo más, nunca demasiado, años después, en La Habana y sobre todo en Aix-en-Provence, en casa de unos amigos comunes, Raquel y Jean Thiercelin. No fui un buen lector de su obra, había algo en ella, tal vez la enfática inclinación a la singularidad, el excesivo empleo de ortopedias retóricas, que me hacían tomar ciertas precauciones, no niego que con alguna ligereza. Me incomodaron bien pronto aquellos tan cacareados trasiegos literarios —por ejemplo, los cronopios y los famas— que me sonaban a juegos malabares del ingenio un poco redichos. Pero siempre respeté a la persona y me sentí muy próximo a las actitudes cívicas del escritor, a la independencia de sus juicios políticos, aparte de que estimé sin ninguna reserva algunas narraciones suyas excepcionales, empezando por El perseguidor.

He conservado una idea difusa de Varsovia, la vaga imagen de una ciudad semidesierta, de amplias avenidas y plazas desapacibles, de iglesias abarrotadas y jardines mustios. Medio destruida una y otra vez por guerras, fragmentaciones y desventuras varias, fue reconstruida según ciertas pautas arquitectónicas tradicionales, copiando y mejorando quizá los edificios de la antigua plaza del mercado que habían quedado en pie. Recuerdo que ni a Grosso ni a mí nos hacía mucha gracia andar por la esquiva noche varsoviana buscando emociones, aunque éstas fuesen de intensidad más que discreta, pero un día lo convencí para que me acompañase a dar un paseo. A pesar de las barreras enojosas del idioma y de esa hosca apariencia de despoblada que tenía la ciudad —apenas eran las diez de la noche—, dimos con una calle no lejos del hotel en la que había dos o tres bares abiertos. Decidimos entrar en el que parecía más acogedor, por decir algo, y resultó ser una especie de túnel muy precariamente iluminado donde no habría más de cinco o seis personas, o ésas eran las que se veían distribuidas en una amplia barra. El resto del bar permanecía casi a oscuras. Pedimos adecuadamente vodka y el camarero nos observó con cierto excesivo detenimiento y dijo algo ininteligible. Bebimos con parsimonia, cosa más bien desacostumbrada en aquellas latitudes, y supongo que eso mereció algún comentario mordaz por parte de dos de los clientes. Uno de éstos, usando un idioma que recordaba al francés, nos indicó que si queríamos cambiar dólares por zlotys, habíamos tenido muy buen ojo, porque aquél era el mejor sitio y él la persona más indicada para hacerlo. Ni Grosso ni yo teníamos intención de incrementar nuestras reservas de zlotys, y menos a expensas del muy activo mercado negro, pensando sobre todo en nuestra condición de invitados oficiales. Así que nos libramos como pudimos del presunto traficante y, justo cuando pedíamos otra vodka, se escuchó en el fondo tenebroso del local como un forcejeo seguido de unos quejidos de mujer que parecían emitidos a través de una mordaza. Nadie dijo nada, sólo el camarero se deslizó rápidamente por una trampilla del mostrador blandiendo una especie de porra de tamaño inadecuado. Grosso puso la cara del que se dispone a emprender la huida y yo también pensé que era el mejor momento para dar por concluida la expedición.

Y entonces ocurrió lo más inusitado: uno de los que andaban por allí corrió hacia la puerta y la cerró con llave. Por más que intentamos dar a entender que queríamos pagar y salir, no conseguimos ninguna de las dos cosas. La situación tenía visos de broma pesada y, a juzgar por todos los síntomas, no auguraba nada bueno. A Grosso se le notaba más que a mí que la perplejidad había sido sustituida por una ostensible aprensión. Seguían oyéndose golpes y exclamaciones, hasta que se vio salir de la penumbra a un hombre de aspecto tenebroso a quien el camarero empujaba de mala manera valiéndose de la porra y, a continuación, a dos mujeres llorosas y como despavoridas. Uno de los que estaban en la barra se adelantó y habló usando de muchos aspavientos con las mujeres. Yo notaba la mano de Grosso encajada a manera de garra en mi brazo, hasta que en un repente frenético se dirigió a la puerta y la aporreó mientras decía con atropellada verborrea sevillana que él era un famoso escritor español expresamente invitado por el gobierno de Edward Gierek (así lo puntualizó mientras se le oía jadear) y que si no lo dejaban salir enseguida las consecuencias podían ser desastrosas para todos los que se lo impidieran. También yo intentaba hacerme entender por el supuesto traficante de divisas cuando se oyeron voces y golpes no muy fuertes en la puerta de la calle. El camarero lo dudó un punto, preguntó algo sin abrir y por fin le franqueó el paso a dos individuos rubiascos y enclenques por igual, no mal trajeados y con pinta de pertenecer a una asociación de obras pías. Las mujeres aprovecharon la nueva situación para escabullirse y, detrás de ellas, pudimos salir finalmente Grosso y yo luego de dejar un billete en el mostrador. La desolación de la calle resultó incluso hospitalaria. Fue un episodio embarazoso, como envuelto en una sucia extravagancia, que en cierto modo tampoco suponía ninguna rareza si se aplica a los recovecos nocturnos de cualquier ignorada ciudad, ya sea del Este o del Oeste.

Todavía el papa Wojtyla y el ciudadano Walesa no se habían inventado aquella habilísima estrategia, costosa pero efectiva, de desmantelamiento de los cuarteles comunistas, promovido en principio según todos los indicios por la santa alianza de la Iglesia polaca y el sindicato Solidaridad. El ambiente, sin embargo, hacía presagiar proscripciones, involuciones y mudanzas sociales de largo alcance. Eso era al menos lo que comentaban sotto voce algunos de aquellos afrancesados personajes que nos acompañaban y obsequiaban de continuo y que parecían añorar los salones de la vieja aristocracia polaca, aunque tampoco dejaban de responder a ciertos tics de marcado acento soviético. Nos llevaron a Torum, la ciudad natal de Copérnico, y a Gdansk, la que fue ciudad libre de Danzig, adonde se negó a ir Grosso aduciendo que ya había estado allí en un anterior viaje y que el avión de la línea regular volaba por encima de los rastrojos, con grandísimo peligro para pasajeros y transeúntes. Visitamos también en un recorrido espeluznante el campo de exterminio de Auschwitz, cerca de Cracovia. Se me quedaron grabados en lo más sombrío de mi arrepentimiento de turista aquellos enormes habitáculos cerrados con vidrios tras los que se exhibían inmensas pilas de gafas, de zapatos, de vestidos, de cabellos pertenecientes a los prisioneros asesinados. Me acordé de Violeta Friedman, superviviente de ese campo, a quien conocí cuando se instaló en Madrid y dedicó buena parte de su esforzada vida a luchar contra las secuelas tenebrosas del nazismo. Creo que fue Adorno quien se preguntaba que cómo iba a escribirse poesía después de Auschwitz. Lo que pasa es que un juicio tan simple impide averiguar de qué clase de poesía hablaba el freudomarxista, supongo que se referiría a la lírica. No comparto, en cualquier caso, la idea de que esa exposición de horrores de Auschwitz tenga, como dicen, un claro provecho didáctico, antes bien me parece una innecesaria bajada a los infiernos. Una vez que hemos sobradamente constatado la magnitud pavorosa del holocausto, ¿por qué perpetuar la directa verificación de tantas marcas inhumanas: crematorios, barracones, rastros horribles del martirio, en vez de arrasar para siempre los cubiles de esos malditos verdugos de la historia? Ocurre además que, a manera de antítesis frente a tanto morbo institucionalizado, acabo de saber que una de esas terroríficas salas de Auschwitz ha sido convertida en discoteca. Tampoco es eso, claro, tampoco se trata de optar por una insultante demasía en sentido contrario, algo no muy distinto a la vulgarización del ultraje.

Yo acababa de leer, poco antes de viajar a Varsovia, una seductora novela: Las tiendas de color canela, del polaco Bruno Schulz, de la que he seguido acordándome con placentera fidelidad, sobre todo por el extraordinario uso del lenguaje para erigir una apasionante poética de lo cotidiano, allí donde la naturaleza y quien la habita participan de un mismo secreto vital, tácitamente vinculado a la todavía a salvo comunidad judía. Pero el gran descubrimiento en este sentido fue sin duda Insaciabilidad, de Stanislaw Ignacy Witkiewicz (Barral, 1973). Oí decir que Gabriel Ferrater, quien gustó en grado sumo de la novela a través de su edición inglesa, inició el aprendizaje del polaco para poder traducirla del original, cosa que no llegó a producirse, aunque la tentativa presupone toda una manifiesta ejemplaridad intelectual. Al final quien figura como traductor del polaco es un tal Melitón Bustamente Ortiz, que suena a invento. Insaciabilidad es una novela en la que se yuxtaponen muy diversos y polivalentes almacenajes culturales. Por sus vertiginosas páginas se acumulan los rastros utópicos de un caos venidero, la visión desmesurada de un país ocupado por un nuevo comunismo de cuño oriental, donde la poética de los abismos sociales —la droga, el erotismo, la transgresión— se entrelaza con otras sutiles fórmulas visionarias del mundo. En una Polonia donde hasta las fronteras se habían visto alteradas una y otra vez y donde se habían firmado pactos de no agresión lo mismo con los soviéticos que con los alemanes, Insaciabilidad (cuya primera edición es de 1930) tenía incluso el valor anticipatorio de una desventura nacional.

Mi vuelta de Varsovia, como había ocurrido en la ida, se verificó vía Ginebra. Hice el viaje con Hortensia Bussi, la viuda de Salvador Allende, y esa circunstancia motivó que nos atendieran en el aeropuerto como a visitantes ilustres. No sé qué pensarían de mí, porque nadie me preguntó nada ni yo expliqué quién era, pero el caso fue que nos instalaron en una sala de autoridades destinada a políticos de alto nivel y nos agasajaron con un almuerzo y unos objetos de artesanía popular. Al contrario de lo que me ocurrió en Rumanía, no sentí en Polonia el oneroso síndrome del vigilado, pero mi situación de acompañante de la viuda de Allende motivó que me impidieran salir de la sala en que estábamos y curiosear un poco por allí. Ni siquiera pude cambiar los zlotys que me habían sobrado. Pensé que a lo mejor era un impuesto indirecto a la indirecta celebridad.

He podido saber, consultando notas de enrevesada caligrafía y sintaxis detestable y atando cabos sueltos, que a mi regreso de Polonia, acaso por cuestiones de reajustes sensibles, se produjo un notable incremento de mi actividad lectora. A lo mejor no tiene mucha explicación, ni vale la pena pretender que la tenga, pero mis lecturas de entonces, desordenadas y volubles, tropezaron las más de las veces con mi predisposición a decepcionarme. Una decepción que incluso podía ser previa a la lectura y que nunca tuve que rectificar pese a tan arbitrario dictamen. Mis experiencias fueron bastante profusas en este sentido y me atrevería a decir que sometidas a un ambiguo proceso de medidas cautelares. Leí, por ejemplo, a María Zambrano, cuyas indagaciones en La España de Galdós me parecieron bastante instructivas, pero me atasqué sin remedio y de modo ya incorregible en el indisimulado énfasis de sus pesquisas para ensamblar vida y religión —El hombre y lo divino—, ese pensamiento filosófico entreverado de afectaciones líricas que tanto alabó en su día —que a la larga no— el poeta Valente y que tanto continúa ensalzando el poeta Colinas, quizá porque no en vano este último procede de la afamada academia mística de La Bañeza (León), una comarca que ha dado al mundo, por contraste, algunos costumbristas muy bien dotados para la extroversión. No me resisto a contar, a propósito de Colinas, que un día, sabiendo yo que él llevaba algún tiempo instalado en Ibiza debido al trabajo de su mujer, le recordé las copiosas posibilidades que concurrían en la isla para atisbar jolgorios de mucho entretenimiento y conocer a gentes extralimitadas, a lo que me respondió que, efectivamente, ya había contactado con el director del Museo Arqueológico. Lo dicho.

Encontré por ahí otros apuntes de lecturas datados a fines de un verano que pasamos —Pepa, los niños y yo— en Mallorca, primero en Palma Nova, en una casa que había alquilado mi suegro, y después, ya sin suegro, en un hotel de Sant Telm. Fue una vacación bastante sosegada y provechosa. El padre de Pepa, ya con la enfermedad de Parkinson muy avanzada, se pasaba el día leyendo o viendo la televisión, lo que a un hombre como él, que siempre había sido muy activo y viajero, tenía que causarle una grave pesadumbre. Había contratado a una especie de sirviente-enfermero que cumplía mal que bien la extenuante tarea de estar a su lado día y noche. Este sirviente, Toni Picornell se llamaba, sólo hablaba mallorquín y nunca llegó a entender a las personas que preferían vivir fuera de la isla. Le ocurría un poco como a una hermana de Pepa, Carmen, casada con un sueco y madre de dos hijas lindísimas, que se fue a vivir a Malmö y, cada vez que visitaba Palma, volvía a su duro exilio con una gran variedad de lenitivos en forma de productos mallorquines: víveres, bufandas, escobas, braseros... Picornell habría hecho algo parecido, llegado el caso. Por lo pronto, se limitaba a mantener consigo mismo, en voz alta y en los momentos menos apropiados, unos parlamentos hoscos e ininteligibles, ya que usaba una voz altamente gangosa y una obtusa habla de payés incorrupto. Aparte de ello, era persona bastante servicial y a mí me ilustró sobre algunos rasgos dialectales de ese sector rústico isleño que desconocía y que nunca llegué a conocer del todo.

La casa estaba situada en una colina al oeste de la bahía de Palma, sobre una franja de playa entre dos farallones, y su amplitud también permitió que Pepa se llevara para cuidar de los niños a una hermana del cantaor José Menese, Virginia de nombre, que tampoco es que mostrase ninguna aptitud especial en el desempeño de esos quehaceres, aunque —eso sí— era una muchachita agraciada y juguetona. En todo caso, el trabajo de la casa estaba muy repartido y eso nos permitía a Pepa y a mí andar por nuestras predilectas rutas insulares con cierta soltura y holgar a discreción. Desoyendo mis propias sugerencias, no escribí absolutamente nada en todo ese tiempo, no tenía ninguna necesidad de hacerlo, tampoco me importaba para nada privarme de esa tarea, pero —como digo— leí mucho y hasta con ahínco analítico, que es una manera muy incómoda de leer. Me pasaba casi todas las mañanas recostado en una mecedora a la sombra de un tupido toldo de parra virgen, frente a la mar inmóvil y descolorida por la crudeza lumínica de la bahía, con esa sensación de ingravidez que sugiere la posesión inadvertida de la felicidad. Ya se sabe que la felicidad, como la inspiración, se confunde casi siempre con la buena salud.

Entre ese cúmulo de lecturas, las más recordables quizá fueran —de modo fragmentario, casi en términos de morceaux choisis— las de Nietzsche y Ezra Pound, amén de otras distintas relecturas centradas en los poetas barrocos castellanos, sobre todo en los considerados segundones por la crítica académica, y los surrealistas en general. Lo que se dice una buena amalgama de lecciones. Me acuerdo también que hubo un libro que descarté o, mejor dicho, que elegí para esa etapa lectora y abandoné no más comenzarlo: una selección de textos, En favor de Marx, que publicó Althusser en 1965. Se trataba de una de esas prosas imposibles aplicadas a un texto imposible, o que a mí me lo parecía, más que nada por esos embrollos conceptuales que encontraban una justa réplica en el estropicio formal. Es probable que también pensara que todo eso no era sino la malhumorada reacción ante unas calas filosóficas enemistadas con mis aptitudes receptivas. Pero no, lo único que pasaba era que Althusser resultaba sencillamente intransitable, como si él mismo se empeñara en extraviar al lector por ese atolladero general de su crítica marxista. Tampoco valía la pena hacer ningún esfuerzo para superar esas barreras. Ni era la primera vez que me ocurría algo así ni por supuesto sería la última.

De Nietzsche me había llevado a Mallorca dos tomos de sus obras completas publicadas por Aguilar en Buenos Aires: Más allá del bien y del mal y El ocaso de los ídolos. Fue a no dudarlo una lectura algo atolondrada, cogida con los alfileres de una simplificación crítica muy evidente, pero prefiero no disimular esas ligerezas. Todo me resultó excesivo, no en el sentido literario sino en el ideológico: demasiado nihilismo, demasiados ajustes de cuentas con la moral cristiana, demasiados despojos quiméricos entre la muerte de Dios y la exaltación humana del poder. Había además en esos libros un aspecto misceláneo, como de engranajes temáticos acumulativos, atribuible tal vez a la poco fiable edición preparada por Elizabeth Forster —hermana de Nietzsche—, que me indisponía con el estilo del autor (o del traductor, en este caso Eduardo Ovejero) y que, de rechazo, acentuaba mi agobio ante sus reiteradas monsergas en torno a la jerarquía social y la voluntad de dominio: «Es necesaria una declaración de guerra a la masa por parte de los hombres superiores», afirma en El ocaso de los ídolos, que viene a ser como si dijéramos un anti-Juan de Mairena. No parece incoherente que los nazis mandaran editar una y otra vez una antología de textos de un filósofo que se refería literalmente al «aniquilamiento de las razas decadentes». Insisto, sin embargo, en que aquellas primeras calas en la obra de Nietzsche fueron con toda probabilidad muy defectuosas y estuvieron cándidamente entorpecidas por la luz mediterránea en que se efectuaron. Tampoco aprecié entonces sino años después y sólo en parte lo que afirmaba Heidegger: que allí pervivía «el más elevado grado de comprensión que de la metafísica puede alcanzarse». O no ando yo muy allá de entendederas en estas disciplinas o esa temperatura metafísica me dejaba literalmente helado. (Cito a Heidegger porque también leí por entonces Ser y tiempo —en la aclaratoria traducción de José Gaos—, cuyas cavilaciones y acrobacias gramaticales en torno a la analítica existencial, al sentido del «ser-en-el-mundo», me instaron a quedarme un poco al margen de tan ambiguo ideólogo, más quizá por abulia que por desapego.) En cualquier caso, aquellas notas de lectura remitían a uno de los rasgos accesorios de la obra de Nietzsche y no a los contenidos cardinales de su pensamiento. Cuando me fui internando algo más, nunca demasiado, en esa tumultuosa filosofía, descubrí antes que nada a un visionario contradictorio, a un escritor dionisíaco, arrebatado por toda clase de sublimaciones proféticas. Lo cual es más que suficiente, supongo.

En cuanto a Pound, se ha hablado mucho del caos aparente de los Cantos y yo creo que lo que pasa es que son inequívocamente caóticos. Nunca me ha afectado la peripecia humana del poeta, al menos no hasta el punto de producirme algún indebido rechazo de lector. Me refiero a sus turbias actividades como propagandista del fascismo, creo que posteriores a sus mecenazgos y generosos apoyos críticos a Eliot, Joyce, Yeats, Robert Frost. En este sentido me recordaba a otro poeta en lengua inglesa, Roy Campbell, a quien había tratado —como ya dije— en Segovia y en Madrid años atrás y que resultó ser una especie de gañán ultraconservador, enemigo desalmado de «comunistas, maricones y judíos», todos en el mismo saco, aunque —para sorpresa de los más, incluidos sus contrarios naturales Eliot o Stephen Spender— un traductor exquisito del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Las paradojas del oficio de la literatura, del arte en general, son ineluctables, y en toda esa confrontación de las relaciones decisorias o bien insignificantes entre el autor y su obra, siempre me he inclinado por aceptar la vaga teoría de los desniveles invertidos.

Los Cantos de Pound —los pisanos, que son los que leí— suponen desde luego una monumental aventura poética, una expedición alucinatoria por los laberintos de la lengua escrita. Pound inició un camino en el que acechaba la locura y lo fue cerrando tras él a medida que avanzaba hacia el vacío. O ésa fue la impresión que me quedó después del esfuerzo mayúsculo de acompañar al poeta por sus infiernos particulares. Pound elaboró sus Cantos como una superposición abrumadora de collages compuestos con la técnica de la genialidad, una serie de poligrafías fragmentarias, un tropel de hallazgos y extravíos, memorias anárquicamente yuxtapuestas, ensambladas a una estructura expresiva múltiple y sin orden aparente, sólo reguladas por la energía estética de la imaginación. Como ocurre con la obra de otros grandes artífices de entidades poéticas, penetrar en los Cantos es como hacerlo en una selva verbal plagada de oscuridades y deslumbramientos. Yo, al menos, me perdía en la agobiante fragosidad de tantas culturas tangenciales como van generándose en ese mundo de ímprobas polivalencias humanísticas. Y creo que claudiqué ante el hermetismo general de un poeta que abomina de todas las tradiciones y aspira a construir la armazón de una vanguardia ajena a todas las vanguardias. No sé realmente si Pound, como él mismo reconoció ya anciano, fracasó en sus pretensiones de totalidad creadora. También yo fracasé probablemente como gustador errático de los Cantos. Opinaba Gil de Biedma que «la insensatez, la petulancia y la falta de sentido del humor fueron los peores defectos de Pound», aunque enseguida matizara benévolamente tan severo juicio. Estoy de acuerdo con lo de la falta de sentido del humor.

Por lo que se refiere a los poetas barrocos nuestros, lo que hice fue releer una vez más a los canonizados y reencontrar a los medio excluidos del Parnaso, entre los que siempre podían surgir sorpresas muy gratas. Creo que ya enumeré a algunos de estos inmerecidamente tildados de secundarios: Francisco López de Zárate, Antonio Enríquez Gómez, Luis Martín de la Plaza, el conde de Rebolledo, Anastasio Pantaleón de Ribera..., casi todos editados por suelto en una excelente y poco divulgada Biblioteca de Antiguos Libros Hispánicos, que publicó el Consejo Superior de Investigaciones Científicas entre los años cuarenta y cincuenta. Por lo que respecta a los surrealistas, me ocurrió algo por el estilo, aunque en términos menos concretos: releí a rachas y con gusto diverso a los corifeos —Breton, Desnos, Éluard, Aragon, Péret, Ernst— y hasta descubrí a algún desconocido militante, como fue el caso de Jacques-André Boiffard, al que sólo evalué con la palabra acólito, y sobre todo del joven suicida René Crevel, especie de comunista por libre y espeso cultivador del automatismo. En cualquier caso, qué saludable terapia la de renovar otra vez el rechazo a las normativas éticas y estéticas al uso y navegar por los entresijos irracionalistas de la literatura, aunque no sin olvidarme de lo que pensaba Antonin Artaud, el más insurrecto de todos sus coetáneos: que el surrealismo murió del sectarismo de sus adeptos. Pero todavía secundaba yo —aún lo hago— la idea de que ese movimiento, aparte de «una operación de gran envergadura sobre el lenguaje», según Breton, es una actitud, un état d’esprit. ¿De dónde si no me llegaban mis algo pueriles identificaciones con un credo que me permitía proyectar —no escribir— alguna que otra incursión por el espejo tras el que lo más real se fusiona con lo más fantástico? No en vano el surrealismo buscó ciertas subrepticias alianzas con el romanticismo alemán —con Novalis, sin ir más lejos— en el sentido de ahondar en lo que podrían llamarse las posibilidades de visibilidad expresiva del mundo invisible. Estoy convencido de que mi más cumplida afición a la literatura, mis modales poéticos más perseverantes dependen de alguna suerte de engarce entre el surrealismo y el barroquismo —esa síntesis de lo merveilleuse— y no sé si contando también con los avales de la imaginación romántica. Nada menos que eso, cualquiera sabe.

Empecé a trabajar por aquel entonces, no más de tres o cuatro horas matinales, en la editorial Júcar, una empresa de incipiente despegue familiar con sede en Gijón, planteada un poco a ojo y con intermitentes baches financieros, a la que me enrolé como director literario a propuesta de Ángel Pariente —también llamado Manuel Aragón—, autor de un excelente Diccionario temático del surrealismo (Alianza, 1996) y que representaba a la editorial en Madrid. Su dueño era un tal Silverio Cañada, librero y animador de proyectos varios, que había editado sendas enciclopedias por fascículos de Asturias y Galicia. Eso le otorgó cierto aparente desahogo económico, por lo que decidió ampliar el negocio y montar en Madrid una sucursal con pretensiones de entrar temerariamente en liza dentro de la industria editorial. Alquilaron una oficina menos que modesta, contrataron a un par de mecanógrafas recién salidas de alguna academia de la vecindad y convencieron a Mariano Antolín y luego a su mujer, María Calonge, para que hicieran las veces de subdirectores de algo o más bien de regidores de todo. Eso me agradó mucho y fue realmente lo que me hizo permanecer en un puesto que ni me ofrecía demasiadas compensaciones ni me resultaba particularmente halagüeño, sobre todo porque nunca llegué a entenderme con Cañada. Pero me tomé el trabajo en serio y, aparte de alentar las colecciones ya existentes —Los Poetas, Los Juglares, Biblioteca Júcar— o la de narrativa que dirigían Juan Cueto y Fernando Corujedo —Azanca—, puse en marcha otras dos: Crónica General de España y La Vela Latina. La primera estaba orientada a los estudios históricos y la segunda acogía preferentemente ensayos literarios, y creo que funcionaron bastante bien, dentro siempre de las no escasas irregularidades emanadas de la central gijonesa. Se canalizó así un catálogo de autores de lo más plural: Américo Castro, Caro Baroja, Lezama Lima, Bergamín, Ilya Ehrenburg, Juan Larrea, Llorenç Villalonga, Sánchez Albornoz, Antonio Espina, Stanley Payne, Umbral, Nicos Kazantzakis...

Por Júcar pasaban a menudo personajes de muy distinta condición, aunque los más frecuentes eran los inclasificables: especímenes de vagas afinidades con traductores espontáneos, noveles pretenciosos, diseñadores incomprendidos, proveedores de hachís y desocupados crónicos. María y Mariano Antolín solían encargarse de bandear a esas visitas con invariable efectividad. Era una pareja con mucho encanto y muy buenos modales, a la que he seguido queriendo desde entonces sin mella ninguna. Mariano, novelista, traductor del inglés y crítico de literaturas anglosajonas, cultivaba entonces una narrativa de indagación conceptual, alineada en cierta facción del underground apenas reconocida por las vanguardias últimas, rehecha con materiales de la contracultura y elementos alegóricos de un mundo agobiado de visiones futuristas y caóticas. De ahí pasó a una novela más explícita, más deliberadamente inserta en una trama de hechos cotidianos, nunca convencional, no exactamente vinculada a la tradición del realismo nuestro, sino adelantando nuevas e inteligentes conexiones con una mecánica expresiva que algo debía al movimiento beatnik, sobre todo a William Burroughs, y no sé si en otro sentido a Tom Wolfe.

Entre los asiduos a Júcar había una correctora de pruebas bastante singular, una hermosa lesbiana de grandes ojos violetas y pechos poderosos, Dora de nombre —aunque sin las uñas verdes de la Dora de Picasso—, cuya compañera tenía aire de muchachito recién emancipado de la tutela doméstica. La historia de sus amores no parecía muy creíble. Oí contar que Dora, que tenía a la sazón una papelería en Segovia y suministraba artículos de escritorio a un convento, contrajo un amor furibundo por una de las novicias que allí aguardaban para profesar. La enamorada exteriorizó de muchas maneras su pasión y, si bien la novicia parecía discretamente halagada, tampoco dejaba de mostrarse un tanto esquiva. Así que las cosas empezaron a derivar hacia la desesperación por parte de Dora, quien una tarde, sin encomendarse a Dios ni al diablo, puso por obra lo que ya había escrupulosamente planeado: irrumpió en el convento aprovechando la hora vespertina del refectorio y, provista como iba de todas las cegueras del amor, exigió de la comunidad que le fuese entregada de inmediato la novicia, pues a nadie más que a ella podía pertenecerle de por vida. Dicen que la novicia se levantó incluso con mansedumbre, la cabeza bajeando y el andar decidido, y se echó en los brazos de quien así la requería. No es una mala historia y merecía ser fidedigna.

Otra persona muy atractiva que conocí a través de María y Mariano Antolín, o quizá de Luis Antonio de Villena o de Gustavo Domínguez, fue Eduardo Haro Ibars. Vivía con Blanca Uría, pero a ella la traté muy poco. Me agradó ese muchacho venenoso y elegante, que había elegido andar por la cuerda floja de todas las iconoclastias y heterodoxias posibles, temerariamente adscrito a una insurrección general de la vida. Tengo la impresión de que lo había probado todo —droga, sexo, violencia—, no fuese a ocurrir que se quedase sin conocer precisamente aquello que llevara implícito el germen de la felicidad. Nunca aceptó las medias tintas ni los términos medios; una de dos: o la línea dura de la extrema izquierda o el sector angélico de las Hermanas de la Caridad. Sus excesos personales eran la demostración más explícita de su inveterada desobediencia. Fue un poeta guadiánico, irregular, perdido a sabiendas por los extrarradios de las bibliotecas al uso, atenazado por una anhelante necesidad de sumergirse en los fosos prohibidos de la poética de la destrucción. Su breve obra —Pérdidas blancas, El empalador— tiene algo de alucinación especular de un personaje maldito o, en todo caso, nocturno, subversivo, marginal, decadente por momentos. Le gustaba internarse por las zonas de sombra de la experiencia y usaba por lo común una escritura que lindaba con cierto hermetismo surrealista o, mejor, con la indisciplina funcional del automatismo. Su muerte fue la que le correspondía: el último iracundo trayecto de su afán autodestructivo.

Me empezó a incomodar la editorial, las frecuentes discrepancias con el propietario, las informalidades burocráticas, de modo que un día, casi de buenas a primeras, opté por renunciar. Creo que me aburrí sin remedio de todas esas martingalas y un día, sin pensarlo dos veces, me despedí. A lo mejor no lo hice en el momento más propicio, pero ya me había preparado un apetecible cambio laboral a través de Alonso Zamora Vicente, hombre leal y afectuoso, al que nunca he dejado de apreciar y respetar. Él me llevó al seminario de lexicografía de la Academia y allí me quedé, con algún paréntesis, unos tres años. Elegí la jornada de tarde y en principio me dedicaba a rastrear americanismos no recogidos en el diccionario general. Releí con esos fines un respetable número de textos de escritores latinoamericanos de los siglos XIX y XX y confeccioné mis buenos ficheros con papeletas de voces no tenidas en cuenta por la Academia. Eso me ratificó algo que ya sabía: la riqueza extraordinaria del español hablado en las diferentes áreas geográficas del idioma. Más adelante, también pude instruirme en el difícil arte de la lexicografía, en este caso de la confección del Diccionario histórico de la lengua, que venía a ser una actualización y ampliación del llamado de autoridades. Aún no se había implantado ninguna clase de soporte informático y los ocho millones largos de fichas acopiadas desde el siglo XVIII llevaban camino de convertirse en una tarea inalcanzable. Se calculaba que ese diccionario histórico abarcaría unos veinticinco volúmenes con una media de 1.400 páginas cada uno. Cuando yo dejé el Seminario —que ya llevaba en activo casi un cuarto de siglo—, sólo se había publicado el primer tomo. Tengo entendido que ahora todo está ya informatizado y nada funciona como antes. Y eso ya es mucho.

En esa oficina lexicográfica trabajaban como una veintena de redactores y colaboradores, aparte de Rafael Lapesa, entonces director, y de Alonso Zamora, Samuel Gili Gaya, Carlos Clavería y Manuel Seco. Como yo sólo iba por las tardes —Aurora de Albornoz, Ana Cela y Sabina de la Cruz lo hacían por las mañanas—, tampoco conocí a todos mis compañeros, pero entreveo por allí a Ignacio Soldevila, Olimpia Andrés, Pedro Carrero Eras, Margarita Estarellas, Joaquín del Val, María Teresa Unamuno... De pronto, en medio de aquel trasiego acuciante de exploradores del léxico, oía la voz sigilosa o bien sorprendía las señas de Alonso Zamora o Carlos Clavería para que nos fuésemos a tomar un café o una copa, según. Ningún otro empleado de la casa se permitía semejante licencia dentro de la severidad del clima académico y la poco flexible climatología del salón del Seminario. La ruta por los bares circunvecinos se convirtió en un hábito de obligado cumplimiento. Me gustaba platicar con Zamora y con Clavería, que eran unos conversadores sabios y maliciosos, divertidos y eruditos, una combinación muy preconizable y muy poco prodigada.

Lapesa, maestro de filólogos y hombre bueno, era también una persona algo pusilánime y excitable. Sus funciones como director del Seminario se veían a veces afectadas por esos estorbos de su carácter. Recuerdo que el inolvidable día en que mataron a Carrero Blanco, Lapesa interrumpió el trabajo recién iniciado y, en una breve y nerviosa alocución, nos pidió que regresáramos a nuestras casas, a ser posible por el camino más corto, ya que se preveían serias conmociones ciudadanas. Alguien, no sé si Joaquín del Val, recordó unos versos de fray Luis de León que se podían aplicar con irónica reconducción temática al atentado y que se divulgaron luego bastante; es la primera estrofa de una de las odas que dedicó fray Luis a don Pedro Portocarrero y dice así:

No siempre es poderosa,

Carrero, la maldad, ni siempre atina

la envidia ponzoñosa,

y la fuerza sin ley que más se empina

al fin la frente inclina,

que quien se opone al cielo,

cuando más alto sube, viene al suelo.

El ingenio podía llegar entonces a esos trances comparativos en la búsqueda de chanzas políticas. No me fui aquella tarde directamente a casa, sino que me pasé primero por aquel vistoso chalé de la plaza de Salamanca donde tenía su sede la editorial Taurus, muy cerca del lugar donde voló Carrero. Taurus estaba dirigida a la sazón por Jesús Aguirre, una persona ilustrada y con ínfulas de exquisito, predestinado a ser gentilhombre de cámara o duque consorte o algo así, a quien aprecié mucho desde su etapa de cura a contracorriente y a cuya traducción de las Iluminaciones de Walter Benjamin debo una óptima experiencia moral. Estaba citado con él precisamente ese día para decidir una edición de Góngora, que no fraguó hasta bastante después. Supuse que tampoco tenía por qué cancelar esa cita y que incluso me serviría para recabar más precisiones sobre el atentado. Creo que también andaba por allí Jorge Campos, un narrador un poco desvaído que trabajaba en la editorial, y desde luego Fernando Savater. Hubo una repentina unanimidad en reconocer la ejecución impecable del atentado y las expectativas de resquebrajamiento del búnker franquista, una posibilidad que aún tardaría años en verificarse. Pero entre gentes decididamente enemistadas con la violencia, no se dudaba que la violencia que acabó con Carrero, heredero natural de Franco, frustraba esa descendencia temible. Más que nunca, se atisbaba en aquel 20 de diciembre de 1973 una esperanzadora fase terminal de la dictadura. Al menos, se había atajado en teoría el continuismo franquista y ya nada podía seguir exactamente sometido a las mismas amarras. Es posible que se generaran otras, pero no las mismas. Del chalé de Taurus me fui discretamente a casa. La noche se fue llenando de un sigiloso y apresurado rumor de maletas, de cambios repentinos de domicilio, de comunicaciones precavidas, y todo quedó en suspenso, incluido el juicio —el 1.001— contra Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, García Salve, Eduardo Saborido y otros dirigentes de Comisiones Obreras. La emocionante dramaturgia de los conspiradores estrenaba un nuevo ciclo de anticipaciones de la libertad.

Todo eso coincidió en parte con un incremento de mis periódicas obstinaciones por eludir los gravámenes de la rutina. No es que me sintiera ni mucho menos incómodo en el Seminario de Lexicografía, pero la obligación de trabajar cinco días a la semana de cuatro a ocho de la tarde acabó por convencerme de que lo mejor que podía hacer era despedirme. Además, cuando uno empieza a sentirse confortablemente instalado, es que ha llegado la hora de cambiar de sitio. Incluso no me parece aventurado suponer que elegí esa solución porque era la menos aconsejable.