3. NADA ES YA SUBALTERNO

Fabricar un receptor de galena me causó el mismo efecto maravilloso que si me hubiese asomado al otro lado del espejo. No sé muy bien cuándo ocurrió exactamente ese episodio fastuoso, pero debió de ser durante el primer invierno de la guerra civil. Yo ya había oído hablar en el colegio de tan misterioso aparato, pero no acabé de creer en su efectividad hasta que don Marcelo, el profesor de ciencias naturales, me confirmó que no sólo era cierto sino que muy bien podía fabricármelo yo mismo. Incluso me enseñó alguna muestra de galena, un mineral portentoso, una rara mezcla de plomo y azufre cuyos cristales tenían la increíble propiedad de captar determinadas señales acústicas. Por lo visto era el azufre quien atraía el sonido y el plomo quien se encargaba de retenerlo. «Una prueba más de la presencia divina en la naturaleza», añadiría don Marcelo, instruyéndome de paso sobre los distintos útiles que necesitaba para construir el artilugio. De modo que abandoné de inmediato cualquier otra diversión y me puse manos a la obra. Conseguí en primer lugar una caja de puros, que lijé y forré de papel de barba con el mayor esmero, y luego le pedí a mi padre que me buscase unos auriculares y el punzón metálico que hacía falta para ir tanteando el lugar donde se escondían los sonidos. Una vez obtenido en la farmacia un preciado trozo de galena, ya todo era cuestión de habilidad.

Me llevó varios días montar el aparato, sólo permitiendo que mis hermanos presenciasen la tarea sin intervenir, y todo quedó muy aparente. Los auriculares eran por supuesto de lo más rudimentarios, pero yo me los apliqué a los oídos con la misma severa suficiencia del inventor que, aun trabajando con materiales defectuosos, sabe muy bien que no puede equivocarse. Anduve picoteando con el punzón entre los cristalitos de la galena y, cuando ya desesperaba de que aquello funcionase, oí remotamente una voz perorando sobre alguna gloriosa hazaña de las tropas nacionales. Me quedé naturalmente estupefacto pero, con el nerviosismo, debí desviar el punzón del lugar donde estaba, pues la voz se extinguió para dejar paso a un zumbido intermitente que tenía que ser sin duda el del espacio sideral. Permití entonces a mis hermanos que intentaran acertar con el punto exacto donde estaba la voz, mientras yo me recuperaba de las emociones habidas en el empeño. No creo que me hubiese sorprendido menos el prodigio de ese aparato de galena que el de la televisión por satélite. A partir de entonces, llegamos a oír hasta músicas diversas y yo me seguía preguntando que cómo era posible aquella milagrosa captación de ecos remotos a través de una piedrecita. Mi hermano Rafael, que siempre tenía contestaciones para todo, me explicó no sé qué laberintos relacionados con las señales audibles que andan flotando por las ondas. Pero yo sólo podía aceptar que la galena era la piedra mágica caída de las manos de Dios.

No pasó mucho tiempo entre esa experiencia turbadora y la noche en que se presentó mi padre en casa con un auténtico aparato de radio. Todavía lo estoy viendo: enorme y ovalado, con el altavoz cubierto de una tela beige bajo la rejilla de ebanistería y el relieve dorado de la marca Philips encima de una ventanita luminosa que había entre los dos mandos. Ignoro cómo se las arregló mi padre para conseguirlo, porque quiero recordar que por aquella época las vigilancias policiacas llegaban incluso a un rígido control de esos receptores. Sea como fuere, allí estaba aquel artificio maravilloso, que fue inmediatamente instalado en la sala donde solíamos hacer tertulia en invierno. Había allí una mesa rectangular de buenas proporciones, vestida de un tapete marrón, bajo la que ardía desde la mañana un gran brasero de cisco. Y allí nos sentamos todos, con el ánimo en suspenso, mientras mi padre manipulaba una y otra vez los botones del aparato, del que no salía más que una encabalgada sucesión de pitidos e interferencias. Fue un comienzo muy decepcionante, y más para la tía Victoria, que dijo descreer de semejantes maquinarias. Al fin, después de que mi padre le enchufara un cable por algún sitio y ajustara la aguja del transformador, se empezó a oír claramente un himno patriótico, pronto sustituido por una enardecida arenga sobre las heroicas incursiones de los junkers alemanes en el asedio a Madrid. De eso sí me acuerdo bastante bien, porque mi padre cambió enseguida de emisora y anduvo comentando una vez más, ante el silencio apesadumbrado de mi madre, no sé qué vilezas sobre las alianzas militares de los facciosos.

Aquella noche mis hermanos y yo nos fuimos a la cama algo más tarde de lo habitual. Yo tardé mucho en dormirme, cavilando en los muchos placeres musicales que habría de depararme aquella radio, cuyo disfrute me llevaría incluso a renunciar a cualquier otro esparcimiento. El aparato de galena no pudo resistir la competencia demoledora del receptor Philips y fue irremediablemente olvidado sin ningún pesar en alguna parte. Muchas veces, cuando iba a recogerme al colegio Ramón —el viejo criado del abuelo Rafael—, lo hacía andar a toda prisa para poder llegar a casa lo antes posible y rogarle a mi madre que me dejara poner la radio, aunque fuese en su compañía o en la de las tías Isabela o Victoria. Y ella solía dejarme un buen rato, aunque yo medio intuía que desde que mi padre se quedaba oyendo por las noches las noticias sobre la guerra, mi madre lamentaba sin decirlo la compra de aquel aparato que acentuaba a ojos vistas el decaimiento del marido y la consiguiente desazón de ella.

Era difícil acertar con una emisión de música, pero tampoco resultaba imposible. No sé si, al cabo de tantos años, me equivoco en el recuento de las canciones que me proporcionaron una más poderosa emoción. Tal vez algunas sean algo posteriores al momento en que ahora las sitúo. Pero era un gozo soberano sentarme en una butaca junto a la comodita sobre la que estaba la radio, cubierta con una funda como las jaulas de los canarios por la noche, y empezar a buscar una canción, pasando velozmente sobre tantas chácharas militares, todas sazonadas con el mismo patriótico frenesí. Escuché, por ejemplo, dos tangos de Gardel que me sumieron en la más conmovedora de las melancolías: Cuesta abajo y Tomo y obligo. Recuerdo luego vagamente algunas romanzas de zarzuela que no eran de mi agrado, la música de El negro que tenía el alma blanca —donde Concha Piquer interpretaba unas canciones muy tristes—, ciertas melodías italianas, como Sole mío o Santa Lucía, y algo inolvidable del mejor Miguel de Molina: ¿Ojos verdes?, ¿La bien pagá? Tampoco podía —ni quería— evitar el contagioso y generalmente espeso retintín de las canciones bélicas más en boga, incluidas las italianas y alemanas. No se me ha olvidado, entre todo ese suministro de emociones tornadizas, la irrupción de las soflamas furibundas del general Queipo de Llano que a veces oía mi padre con acallado enojo y cuya melopea se me hacía tanto más importuna cuanto más me privaba de la posibilidad de seguir solazándome con mis audiciones musicales. Había muchas tristezas furtivas rondando por detrás de esos simulacros de complacencias.

Por esas fechas o algo después —ya andaría yo por el segundo curso de bachillerato— tío Rafael le alquiló uno de los pisos que había encima de su farmacia a un matrimonio recién llegado de Osuna. Él, don Emilio Escudero, era rubicundo, desgarbado y fiscal, y ella bien parecida y pechugona. A don Emilio le gustaba mucho arreglar relojes desahuciados y ocupaba todos sus ocios en esa especie de recuperación mecánica del tiempo perdido. También solía subir a la azotea con su mujer a hacer gimnasia sueca, un ejercicio que practicaban con precisión solar a última hora de la tarde. A veces se pasaba por la farmacia y platicaba largamente con tío Rafael, o con quienquiera que hubiese por allí, sobre las propiedades medicinales de las plantas y los peligros ciertos a que se exponían los carnívoros.

—O sea, que es usted vegetariano —quiso puntualizar una vez el mancebo de la botica.

—Alto ahí —repuso don Emilio—, yo soy gimnasta.

—¿Dígame? —dijo el mancebo.

—Como usted sabrá, los gimnastas comen toda clase de aves, menos las de rapiña.

—Ya.

—Lo que es un disparate es comer cuadrúpedos. Los cuadrúpedos, ni probarlos.

No sé si el mancebo intentó alguna otra aclaración, pero me contó que don Emilio tenía debilidad por los flanes, aunque sólo por los que habían sido elaborados con leche de mujer. Como la suya no estaba en condiciones de proporcionársela, apalabró a un ama de cría para que le llevase todos los sábados una jarrita de su leche, con lo que don Emilio tenía asegurado a su entera satisfacción el postre de los domingos. Quizá todo eso no fuesen más que habladurías del mancebo, pero una vez oí decir a la tía Victoria que los pletóricos pechos de la mujer de don Emilio se debían a que había estado amamantando a sus dos hijas hasta la edad de seis años. A lo mejor lo hacía para no cortarle el goloso suministro al marido.

Una de las hijas de este matrimonio Escudero, Teresita, ya no tan niña, me había parecido de lejos bastante vistosa, así que empecé a comunicarme con ella desde uno de los cierros de casa, que quedaba justo enfrente de la suya. Me valía para ello de toda clase de inapropiadas estratagemas: enarbolando fundas de almohada sujetas al palo de una escoba o haciendo temerarias piruetas con medio cuerpo por fuera del cierro. Teresita no se mostraba nada desdeñosa y alguna vez incluso nos encontramos de común acuerdo en la puerta de su casa. Como la tenía tan a mano, me serví de ella para hacerla objeto de todas las tristezas de amor que me había aprendido de memoria por medio de los tangos de Gardel. Le escribí un papelito donde le daba cuenta de la desventura mayúscula en que estaba sumido, advirtiéndole además que de ella dependía si me dedicaba a la bebida o, por el contrario, no me dedicaba. Teresita no debió de entender gran cosa, pero por las señas que me hizo desde su cierro deduje que había captado el sentido de mis confidencias. De algún modo acordamos que nos encontraríamos al día siguiente, a la hora del paseo por la Alameda Vieja.

Teresita era algo regordeta, pero guapa de cara. Me parece que lo que realmente nos amigaba era una muy similar tendencia a las novelerías, algo que sincronizaba con el dictamen de mi madre. Yo gozaba desde hacía algún tiempo de la posesión de una bicicleta que ya empezaba a resentirse de los malos tratos recibidos, sobre todo porque el juego del manillar andaba algo díscolo. Sólo me estaba permitido usarla en una explanada de terrizo que había en la Alameda Vieja, y allí me la llevé aquel día —acompañado de alguna muchacha o bien de mi madre y la tía Isabela— dispuesto a invitar a Teresita a que se montara conmigo en el cuadro de la bicicleta. Era la mejor excusa para ir desgranándole al oído mis secretas adversidades afectivas y las comezones de mi espíritu. De modo que, no más verla, me acerqué pedaleando con la displicencia mundana del que ya ha vivido lo suyo.

No aceptó ella sin alguna resistencia mi invitación. Y cuando lo hizo y logré mal que bien estabilizar el rumbo de la bicicleta, enseguida me percaté de que a Teresita le sobraban los kilos que a mí me faltaban. No es que ella estuviese ni mucho menos demasiado gorda, es que yo era muy flaco y el esfuerzo por mantener el equilibrio ocupó todas mis atenciones, impidiéndome no ya transmitirle mis variados infortunios sino hablar de ninguna otra cosa. Me parece que lo que yo planeaba era burlar la prohibición materna de no salir de aquel recinto y llevarme a Teresita a algún tentador enclave urbano, quizá a la cercana plaza del Arenal, donde había —hay— una estatua ecuestre de don Miguel Primo de Rivera, jerezano ilustre, erguida sobre un pedestal con altorrelieves en medio de un estanque. Ése era un buen escenario para perdernos en el anonimato callejero y cotejar los más urgentes pactos sobre nuestro futuro. Pero nada de eso ocurrió. En un viraje audaz de la bicicleta, perdí el control y nos fuimos de bruces contra el seto que rodeaba el quiosco de la música. A mí no me pasó nada, pero Teresita se había desollado una rodilla y puso una cara tan lastimera que pensé que allí mismo se había malogrado nuestra alianza.

Mientras empujaba la bicicleta con una mano y con la otra ayudaba a andar a la accidentada, iba pensando que la vida consistía en una muy desconcertante sucesión de reveses y que los héroes y los que no lo eran tenían realmente serias dificultades para convivir. Esas y otras cavilaciones quedaron en suspenso cuando llegamos cerca del banco donde estaba sentada la madre de Teresita, quien se levantó y vino corriendo hacia nosotros toda sofocada y gesticulante. El balanceo de sus grandes pechos me pareció como el preludio de un castigo desproporcionado: el de la asfixia por inmersión en aquellas carnales exuberancias. Pero no, la madre de Teresita empezó por tantearle la rodilla a la niña y, después de limpiarle la sangre con un pañuelo mojado en su saliva, proclamó a voz en grito que ya no sabía qué hacer con aquella criatura tan endiablada. Yo intenté echarme toda la culpa, pero ella no dio su brazo a torcer. Sólo cuando le dije que, como pretendiente que era de Teresita, también estaba obligado a curarla y a devolvérsela en buen estado, me miró ella con mucha ternura y me palmeó la mejilla mientras componía una sonrisita de benevolencia en la que brillaban muchos dientes. A mí no me gustó nada ese trato, sobre todo por lo que tenía de minusvaloración de mi ofrecimiento e incluso porque me aniñaba en cierto modo con esa actitud suya tan zalamera, de modo que opté por montarme otra vez en la bicicleta y alejarme de allí con gesto contrariado.

Cierto día, la madre de Teresita le mandó decir a la mía que nos dejase ir a mis hermanos y a mí a su casa, a la salida del colegio, para ver unas películas de dibujos animados en un proyector, un Pathé-baby que el marido acababa de adquirir en una almoneda. Y allí nos fuimos, incluida mi hermana María Julia, no sin que mi madre nos recomendara —a mí especialmente— que hiciésemos un esfuerzo para comportarnos como personas biencriadas, cosa de la que ella tenía serias dudas casi todos los días. Acaso para tenernos más quietos mientras duraba la proyección, la madre de Teresita nos dio a cada uno una rebanada de pan con chocolate, prácticamente la merienda de más proverbial suministro en aquellas calendas. La preparación del espectáculo fue ardua, pues la madre y la hermana mayor de Teresita —que se las daba de princesa triste— denotaron una total inepcia para colgar una sábana en la pared. Don Emilio fue el encargado de manejar el aparato y se revistió de una seriedad muy profesional. Los dibujos animados consistían en unas consabidas historietas de animalillos en el bosque, con gran profusión de árboles antropomorfos y leñadores malvados. No me acuerdo muy bien, pero tampoco descarto la suposición de que no me divertí demasiado, aparte de que el proyector funcionaba bastante mal y las películas se partían con desesperante frecuencia, lo que motivaba los más airados improperios por parte de don Emilio. Yo me había sentado naturalmente al lado de Teresita y cada vez que el leñador descargaba su hacha sobre algún indefenso árbol, me cogía ella la mano y me la apretaba con una energía que parecía anticipar su potente futuro de pechugona.

Cuando terminó la proyección, que fue accidentada y de calidad muy mediocre, la madre de Teresita nos recomendó sin más que tuviésemos mucho cuidado al atravesar la calle, con lo que no parecía dudoso que lo que quería era que nos fuésemos. Pero añadió algo que me produjo uno de los más agudos ataques de timidez que padecí en aquella preadolescencia. Dijo que como yo era novio de Teresita me apetecería probablemente quedarme otro rato con ella. Yo no sabía dónde meterme, así que opté por salir de la casa sin despedirme, seguido más o menos de cerca por las burlas de mis hermanos y de la odiosa hermana de Teresita. No sería ningún dislate suponer que a lo mejor me viene de ahí mi aversión por los dibujos animados, una aversión que no ha hecho sino crecer con el tiempo. Nunca he soportado las andanzas de esos animales, humanizados de la manera más procaz, y mucho menos las descerebradas adaptaciones de cuentos llevadas a cabo por Walt Disney. Quizá lo único que me puede agradar en este sentido sean las transgresiones temáticas de tales relatos infantiles, con su moraleja a contrapelo. Pero todas esas figuras zooparlantes tan en boga me parecen inventos pedagógicos de engañabobos, sólo comparables a ese otro reclamo para memos bautizado con el ingenioso nombre de Disneylandia.

A lo que iba. Acaso para congraciarse conmigo o para aminorar los chismorreos de la madre, Teresita me mandó a casa en préstamo una colección encuadernada del TBO, que luego ya no pude devolverle. Fue la última noticia que tuve de ella. Aparte de que mi interés había ido languideciendo, algo debió de ocurrirle al padre para que se marcharan tan de improviso. Nadie me lo aclaró suficientemente, pero el mancebo de la botica —Juan Paco, que era más bien un golfo— medio me informó que don Emilio había sido trasladado por atreverse a pedir una sentencia condenatoria contra un influyente bodeguero. Esas cosas ocurrían entonces en Jerez. El caso fue que la familia Escudero desapareció cuando aún no se había cumplido un año de su llegada. Nunca más los vi y la imagen de Teresita, retenida durante algún tiempo entre los efluvios nostálgicos del tomo del TBO, entró finalmente en una vía muerta de la memoria.

La verdad es que mi adicción a los tebeos y a los cuentos de Calleja por antonomasia nunca pasó de algunas tentativas efímeras. Que yo recuerde, sólo me encandilaron y no con asiduidad las aventuras intergalácticas de Flash Gordon y las no menos delirantes de Mandrake. De las historietas españolas de la posguerra ya no leí ninguna, a no ser de manera muy esporádica. Nunca fui muy aficionado a las tiras cómicas, probablemente por razones que tienen algo que ver con la sociología de la petulancia. Lo mío eran las novelitas de misterio, en especial las protagonizadas por Doc Savage o por un enigmático justiciero nunca visible denominado propiamente «La Sombra». Eran unos personajes que daban mucho juego y a los que yo procuraba sin ambages emular, inventándome situaciones y simulacros de lo más aparatosos. Pero mi primer notable deslumbramiento en materia de lecturas contagiosas me lo proporcionó a no dudarlo Salgari. Creo que devoré casi todos los libros suyos existentes en el mercado, con lo que también empecé a ver el mundo con una óptica aventurera hasta entonces ignorada. Tengo la impresión de que por ahí habría que buscar una de las causas motrices que más afectarían imaginativamente a mi valoración juvenil de la literatura. Quizá no fuese más que un amago banal, pues mis primeras incursiones en la narrativa de Conrad, de London, de Stevenson, de Melville, aún tardarían algo en producirse, a partir ya de los empeños orientativos de tía Isabela.

Algo por el estilo me ocurrió respecto al cine. Desde un principio, me divirtieron mucho —y continúan divirtiéndome— las andanzas de Charlot o de Buster Keaton, de las que empecé a disfrutar en las proyecciones de los jueves en el colegio, a las que acudía con fervorosa puntualidad. Luego, de pronto, un día, en el teatro Villamarta, vi una película —dividida en dos partes: El tigre de Esnapur y La tumba india— que me dejó absolutamente subyugado. La interpretaba una mujer bellísima llamada La Jana, una especie de diosa hierática que fue mi primer amor por alguien a quien no había visto más que en efigie. Sólo pudo competir en mi aprecio por esa película otra cuya acción se desarrollaba igualmente en la India: Tres lanceros bengalíes. Se conoce que la geografía hindú era una fijación exótica de la que a lo mejor aún no me he desprendido. Después de ver esas películas, ya no me gustó ninguna, o no me gustó ninguna más que de un modo muy provisorio. Una cosa parecida me aconteció no hace mucho —o sea, casi medio siglo después de lo que estoy contando—, cuando dieron por televisión la serie de Sandokan y me pasé meses con un retrospectivo síndrome de menosprecio por todos los restantes programas.

La primera vez que hice novillos en el colegio fue para volver a ver, en una función de tarde, El tigre de Esnapur. La aparición en escena de La Jana me transportaba inmediatamente al éxtasis. A lo mejor hasta pensé que era tan bella que ni podía ser asequible por nadie ni nadie podría comprobar de visu tanta hermosura. Salía del cine como levitando y dispuesto a luchar con quienquiera que fuese para salvar a aquella mirífica heroína de los felones que la tenían prisionera. Una vez en casa, retaba a mi hermano Rafael a los más tumultuosos torneos, bien entendido que el triunfador sería también quien tendría el privilegio de huir con La Jana lejos del infame maharajá. Organizábamos unos tiberios de mucho cuidado, correteando por toda la casa en circuitos que pasaban cerca de donde solía estar mi madre. A ella le parecían bien casi todos los pasatiempos que yo me inventaba —y que no dependían de ninguna clase de juguetes—, menos los que incluían algún grave alboroto adicional. Sólo entonces intervenía ella para pedir calma, intentando sobreponerse con su casi imperceptible y nunca autoritaria voz a la barahúnda. Mi madre tenía una sensibilidad muy especial para los ruidos —creo que ya lo he contado—, tal vez padecía de alguna afección auditiva, pues no podía soportar ni los gritos ni ninguna clase de estrépitos. La veo con las manos en las mejillas, tapándose los oídos, cada vez que organizábamos en casa alguna trapatiesta o venía de la calle un escándalo inusual. Pienso que ése es otro de los rasgos que, andando el tiempo, también recibí como herencia materna.

Fue por entonces más o menos cuando mi tozuda inclinación a los juegos disparatados me convirtió en indirecto causante de que tía Victoria se llevase un susto casi mortal. Una noche se me ocurrió componer un monigote y situarlo en la galería alta que circunvalaba el patio de casa por dos de sus flancos. El monigote consistía en un armazón de listones de madera malamente ensamblados al que cubrí con una vieja túnica de penitente y sobre el que coloqué una olla pintada con rasgos de tipo infernal. En conjunto, el fantoche tenía un aspecto altamente pavoroso. Aún andaba perfeccionándolo cuando oí que alguien se acercaba y no se me ocurrió mejor cosa que esconderme. Era tía Victoria, quien al toparse a media luz con aquella aparición lo único que hizo fue emitir un quejido como de bisagra y caerse redonda al suelo. El susto de ella se me incrustó por reflexión en mi propio susto y pensé de pronto que necesitábamos mutuamente el mismo remedio que ya no íbamos a poder encontrar. Estaba quieta y lívida y con una babilla como encostrada entre los labios. Corrí entonces pidiendo ayuda y ya acudían mi madre y mi hermano Rafael, precisamente cuando tía Victoria comenzaba a dar los gritos que se le habían quedado atascados en un primer momento. Le expliqué a trompicones a mi madre que el muñeco era cosa de mi invención y que la tía se había tropezado con él de improviso. No me hizo mucho caso, ocupada como estaba en atender a la yacente, que ya se había recuperado a medias y que seguía mirando para el monigote con estupor irreversible. Se le había puesto una voz de enferma y apenas alcanzó a decir que de dónde salía aquel espantajo y que qué hacía ella por los suelos. Mi madre me dedicó un gesto adusto, esa forma somera que tenía de transmitirme su enojo, y trasladamos a la tía hasta una butaca, donde se le administró una copa de ponche y una cucharada de agua de azahar, bebidas ambas que ella consumía regularmente aunque no las necesitara como tranquilizantes. Me inclino a sospechar que, si bien se repuso pronto del tremendo susto, tardó mucho en curarse de una cierta propensión a ver un peligro inminente detrás de todo lo que yo hacía. Probablemente tenía razón, pues a partir de ese percance también a mí me empezó a preocupar esa especialidad en causar trastornos sin proponérmelo.

Ese mismo año, o tal vez el siguiente, cuando se empezaban a recrudecer las restricciones y los racionamientos, nos fuimos a pasar las vacaciones de Navidad a Villamartín, un pueblecito de las estribaciones de la sierra de Algodonales creado seguramente en el siglo XVIII por conveniencias asociativas de los agricultores y ganaderos de la zona. No era un lugar de muchos alicientes, pero sí tuvo su relevancia como contrapartida escénica a mis iniciales anticipaciones de adulto. Nunca he sabido por qué eligió mi padre ese sitio para pasar tan imprevistas vacaciones. Parece ser, sin embargo, que un socio suyo en asuntos de crianza de vinos, natural de Villamartín, le habló de alquilar allí en muy buenas condiciones una casa donde podía olvidarse un poco, si eso era factible, de los reveses económicos y morales que andaba a la sazón padeciendo. Mi padre era ciertamente una persona de temperamento cíclicamente depresivo, más agudizado entonces por las acechanzas y estrecheces de la guerra. Quizá aquella vacación podía proporcionarle algún alivio, aunque sólo fuese a cuenta de traspasárselo a la familia, puesto que nos dejó allí instalados y sólo disfrutó del relativo desahogo del pueblo en las fiestas de nochebuena y nochevieja. El resto del tiempo permaneció en Jerez.

La casa de Villamartín era amplia y destartalada, con un patio central muy aparente y un jardincillo posterior que el abandono había convertido casi en un muladar. De eso sí me acuerdo, pero no de la disposición y el aire de las habitaciones. Además, cuando alguna vez he vuelto por allí, la visión de la casa desde el zaguán coincidía muy defectuosamente con la de mi memoria. Tal vez había sido restaurada o era yo quien no conseguía adosarle ninguna restauración imaginativa. Estaba situada en una de las rinconadas de la plaza, que tenía algo de patio de cortijo mal adoquinado, con una glorieta central a distinta altura bordeada de bancos de azulejos y arbustos marchitos. A un lado quedaba la iglesia, de estimable fachada neoclásica y, al otro, el deslucido edificio del ayuntamiento. No recuerdo ningún otro rincón especialmente destacable de aquel pueblo ahora extendido por la llanura y colindante con el pantano de Bornos, pero reducido entonces a unas pocas calles de casas de dos pisos más o menos obedientes a la arquitectura popular de la comarca.

El socio de mi padre, don Eusebio no sé qué, era uno de los pocos villamartinenses que, sin ser propietario de ninguna explotación agraria, disponía de medios suficientes para sortear los controles oficiales del abastecimiento y del llamado Servicio Nacional del Trigo. Él fue quien nos proporcionó un regular y clandestino suministro de legumbres y quien nos amañó el muy codiciado subterfugio de ser beneficiarios de harina de maquila. Por lo que luego ocurrió, me imagino que don Eusebio debía de compartir de algún modo las ideas republicanas de mi padre, pero esa condición de desafecto no le impedía entonces el ejercicio de ciertas influyentes prerrogativas familiares en aquel ámbito campesino. Era un hombre bondadoso y apacible, provisto quizá del optimismo arbitrario de los demasiado inocentes. Su única ostensible pesadumbre moral se debía a la impotencia con que presenciaba la hambruna de un pueblo donde vivían los dos o tres grandes estraperlistas de la zona, dedicados sin mayores tapujos al acaparamiento del grano y el aceite desde los primeros despiadados indicios de la inanición. Veo como a través de un cristal esmerilado a las gentes que esperaban en una esquina de la plaza la llegada sigilosa de unas mujerucas que vendían pan de maíz, y veo pasar por la calle a las recolectoras de cardos borriqueros y tagarninas del monte, y veo como un desfile vespertino de niños medio harapientos, con las cabezas rapadas a trasquilones y los todavía visibles estigmas del piojo verde. Y siento sobre todo el frío, un frío alevoso e inconsolable que se metía por el cuerpo con la saña de una enfermedad. Pero no logro asociar nada de eso a ninguna réplica conmiserativa por mi parte o a algún acobardado sentimiento de castigo.

Un hijo de don Eusebio, algo mayor que yo, fue mi primer compañero de correrías por libre durante aquellas raras y taciturnas vacaciones. Él nos mostró a mi hermano Rafael y a mí los recovecos anodinos del pueblo y sus más secretas posibilidades de disfrute, que eran todas de inferior calidad. Quizá lo único discretamente incitante era el empleo sin trabas del tiempo y alguna que otra incursión en los intramuros de aquella sociedad rural formada por unos pocos dueños de la tierra y un nutrido censo de campesinos indigentes, envejecidos —los jóvenes aún no habían vuelto de la guerra— en las faenas estacionales. El hijo de don Eusebio nos presentó a dos primas suyas muy semejantes entre sí, incluidos los nombres —Marisol y Mariluz—, que podían pasar por mellizas sin serlo. No eran demasiado agraciadas, pero tampoco carecían de ciertos imprecisos encantos que hasta llegaron a resultarme sumamente vistosos, quizá porque ya estaba empezando a admitir ese modelo campesino dentro de mis incipientes experiencias galantes. Las dos presentaban un mismo aspecto de desvalidas crónicas y las dos respondían en todo al arquetipo de las temerosas de Dios. Tenían el pelo muy negro, recogido en una trenza, y las mejillas como abrillantadas primorosamente por el esmalte rojizo del frío. El trato que mantuve con ellas se vio favorecido por mi condición de forastero y creo que en lo que yo andaba esforzándome era en que se me notara lo menos posible mi acusada ineptitud para relacionarme, a partir de una naturalidad estrictamente amistosa, con chicas de mi edad. Nunca pude eludir la enojosa convicción de que carecía de mañas para sortear mis torpezas comunicativas en este sentido. Sospecho, sin embargo, que yo aspiraba entonces a convencerme de que podía compartir con Marisol —que era la más lánguida de las dos hermanas— esa especie de remedo amoroso propio de los paréntesis vacacionales.

En ésas estaba cuando mi hermano Rafael decidió también elegir a Marisol como más predilecta compañía en los paseos vespertinos por la plaza. Ese contratiempo bastó para invertir los términos de mi voluntad. Lo que empezó siendo un ficticio devaneo afectuoso, acabó enredándose en un verídico amago de celos. Llegué a enfurecerme tanto que aprovechaba cualquier oportunidad, aunque no estuviese ni remotamente justificada, para demostrarle a mi hermano qué vehemente clase de rencor estaba transmitiéndome con su abusiva conducta de intruso. Seguro que hasta llegamos alguna vez a las manos, pero no recuerdo muy bien en qué acabó la cosa, porque ocurrió entonces que el hijo de don Eusebio, siendo como era de natural más bien timorato, me propuso algo que me dejó realmente perplejo: escaparnos de casa y llegar por los atajos de la sierra hasta Sevilla, donde podríamos vivir las grandes aventuras de que estábamos tan necesitados. A mí me gustó la idea, aunque también debí de pensar que a qué obedecía aquel brusco cambio de carácter y aquella borrascosa tentativa de evasión por parte del heredero de una de las más pudientes familias del pueblo y sin duda la más tolerante. Nunca lo supe. Mis infructuosos asedios a Marisol quedaron entonces consecuentemente preteridos ante ese nuevo y poderoso reclamo emocional. Todo quedó pendiente de la elección del día y la hora más propicios para la fuga, una vez planeada la mejor estrategia en lo relativo al acopio de víveres.

Pero los acontecimientos habrían de precipitarse a raíz de un suceso verdaderamente desdichado que afectó de modo alarmante a toda la familia y que también me sacudió a mí con inusitada violencia. Era la víspera de Reyes, me acuerdo muy bien. Yo sólo había visto un par de veces, y muy de pasada, al padre de Marisol y Mariluz, cuando el sobrino nos llevó alguna tarde a su casa o cuando me crucé con él fugazmente por la calle. Sabía por diversos conductos que era un hombre atacado de una profunda misantropía, perdido desde hacía años por los pasadizos de una postración incorregible y que sólo salía a veces, ya entrada la noche, a dar una vuelta por aquellos andurriales. Era desgarbado y enteco y tan igual a un aparecido que no se sabía si era él o su sombra quien andaba por las paredes. No tenía amigos, no frecuentaba ninguna tertulia, no hablaba con nadie. De esos y de otros detalles debí de enterarme después de lo que ocurrió. Un día, de improviso, el que en ningún momento parecía posible que fuese padre de Marisol y Mariluz salió de su casa a media tarde, envuelto en un capote militar y portando una banderita republicana, y empezó a repartir unas octavillas que él mismo había escrito de su puño y letra. Según supe luego, en las octavillas se hacía un llamamiento a los villamartinenses para que se alzaran en armas contra los facciosos, alistándose en la tropa por él capitaneada, en calidad de artificiero mayor, para reconquistar los territorios usurpados. Eso es lo que más o menos venía a decir. Semejantes osadías de mensajero del enemigo duraron lo que tardó alguien en denunciarlo en el cuartelillo, así que lo detuvieron a poco de iniciado aquel reparto de loco y él se dejó conducir sin resistencias ni aspavientos de ninguna clase.

Mi padre iba a llegar esa misma noche con la ya prevista encomienda de preparar el regreso familiar a Jerez, y yo intuía vagamente que también él estaba en peligro, más que por la actitud angustiada de mi madre, porque me empeñé en relacionar a aquel señor demente con otras anómalas divergencias familiares que yo no podía aún esclarecer. Mi padre llegó efectivamente y, cuando se enteró de lo ocurrido y quiso conectar con don Eusebio, cuñado del preso, supo que también a él lo habían detenido aquella misma tarde. Recuerdo ese otro frío supletorio del infortunio que se unió al clima gélido de la casa. No oigo las palabras, no distingo las miradas, los gestos de entonces, sino un rumor opaco, un padecimiento silencioso ocupando todo el espacio de la consternación. Y de repente, en algún lugar de la casa que los años han reducido a una triste y evanescente fotografía, sin rasgos ni perfiles reconocibles, viví la primera desoladora constancia de un miedo distinto a todos los miedos que con anterioridad había sentido, algo similar a una deficiencia de la respiración, a un émbolo materialmente activado por dentro del pecho una y otra vez, arriba y abajo, hasta convertirse en un estorbo que incluso me impedía pensar.

Hubo un apremio sigiloso en la preparación del equipaje. Mi madre metía entre la ropa algunos alimentos —un saquito de harina, un paquete de alubias— y eso me produjo como una nueva sensación de estar escapando de una amenaza que acabaría por alcanzarnos a todos antes de abandonar el pueblo. Nos acostamos muy tarde y nos levantamos con las primeras claras. Yo no me despedí de nadie, tampoco me habría dado tiempo de hacerlo, ni siquiera entreví más que por alguna medrosa fisura del estupor en qué congojas estarían debatiéndose el hijo de don Eusebio y sus primas. Sólo conservo una imagen distorsionada, unos pocos fragmentos de realidad mal encajados, una desarticulación general del penoso trayecto hasta el borde de la carretera cargando con las maletas, del vacío hostil de las calles entre dos luces, de la subida al autobús de línea que venía de Algodonales y llegaba hasta Jerez, con paradas en Bornos y en Arcos. Hay una pareja de la Guardia Civil pidiendo las cédulas, hay unos rostros amoratados por el frío, hay una acrimonia de olores de redil como saliendo todavía de las hondonadas del sueño.

Asomado a la ventanilla, con la cara medio tapada por una bufanda tejida con los desechos de un viejo jersey, miraba el turbio confín de los campos desiertos, la geometría blanquecina de los olivares, los matorrales de las lomas requemados por la escarcha. Aún pensaba en ese miedo empedernido y de tan confusa procedencia que se había interpuesto en mi perseverante decisión de ser feliz. Crecí en un solo día más de lo que había crecido desde que comenzó la guerra. Y acaso fuese cierto que acababa de trazar en mi imaginación esa linde de la pubertad donde empiezan a cuestionarse todos los principios aprendidos hasta entonces.