7. DUELO A PRIMERA SANGRE

Cuando terminé el bachillerato, no tenía la menor idea de lo que quería hacer. Y ahí empezaron los problemas. Yo me había pasado nada menos que once años —cuatro de primera enseñanza y siete de bachillerato, según el plan de estudios de 1942— en el colegio de los marianistas de Jerez, cuando aún estaba en la calle Porvera. Era un enorme caserón de tres pisos, con cuatro patios solados de mármol y una explanada anexa de tierra batida, más bien un predio rústico destinado al recreo, cuyas dimensiones debían de coincidir con las de un campo de fútbol. Esta explanada constaba de tres áreas netamente divididas por sendas vallas de madera pintada de verde: una para los pequeños, otra para los medianos y otra para los mayores. No había servidumbres de paso ni nada parecido. Permanecer en uno de aquellos recintos por alguna razón ajena a la de la edad era considerado como una invasión punible. Aunque yo los fui ocupando sucesivamente a medida que crecía, esa prohibición me deparó una de las primeras tentadoras ofertas para convertirme en un infractor reincidente.

Los recuerdos de mi vida colegial son generalmente gratos, o son más copiosos los buenos que los malos recuerdos, aquellos referidos a mis andanzas por libre y éstos a las disciplinas y observancias propias del caso. Los profesores, casi todos ellos de procedencia vasca, eran por lo general personas de muy buenas maneras, salvo algún raro adepto al palmetazo. Aunque perteneciesen a una orden religiosa —fundada por el padre Chaminade, perseguido hasta el martirio por los secuaces de Robespierre—, iban de paisano y creo que, hasta poco antes de la guerra civil, usaban cortesanamente la levita. Sólo los dos directores que yo conocí —el padre Asenjo y el padre Amurrio— llevaban ropas talares. Ya he dicho algo de don Javier y del trato tan deferente que me dispensaba. También me distinguía con ciertas predilecciones don Marcelo, profesor de ciencias naturales, que era bastante sobón y sabía mucho de pájaros y piedras. A veces organizaba unas amenas excursiones a las colinas del Albadalejo para buscar minerales y flores silvestres, que luego coleccionábamos en cajas de puros o disecábamos en álbumes. Con quien no me entendí mucho fue con el profesor de matemáticas, don José de Maeztu, que tenía fama de sabio y era un hombre severo y algo desapacible, bastante menos pulcro en el atuendo que sus hermanos de religión. Le gustaba hablar con los alumnos en privado, para encaminarlos por las peligrosas sendas de la sexualidad, pero a mí nunca me eligió para ese equívoco remedo de confesionario, no sé si porque me consideraba difícilmente encaminable o porque yo no le merecía ninguna atención especial, cosa que no dejó de producirme una molesta sensación de desplazado.

En contra de todos los pronósticos, y en aquella época de adoctrinamientos feroces y apelaciones indefectibles a las zarabandas imperiales, el colegio supuso como un parapeto contra tantas vociferantes consignas llegadas del exterior. Por más que busco en mi memoria, no encuentro el menor rastro de obediencia por parte de los educadores marianistas a esas vituperables imposiciones. Ni entonábamos himnos patrióticos ni nos hablaban para nada de los batiburrillos del Alzamiento Nacional. Sólo los rezos ocupaban un tiempo superior a cualquier predecible resistencia de los educandos. Eso y los obligatorios programas deportivos me hicieron arrastrar desde entonces —como está mandado— una incorregible aversión a las prácticas religiosas colectivas y a los deportes en general. En los dos recreos diarios, después de sendas visitas a la capilla, se practicaba la pelota vasca, el fútbol y, cuando llovía, el chirimbolo bajo los cobertizos. Yo llegué a adquirir una gran destreza para escabullirme de esos juegos y holgar a mis anchas por algún lugar prohibido.

En el censo de colegiales figuraban retoños de las más acreditadas familias bodegueras de la zona —Osborne, Barbadillo, Domecq, González, Hidalgo, Williams, Argüeso— y de los regidores de la circunscripción agraria comarcal. Entre estos últimos recuerdo a un compañero mío de curso, Eduardo Arenas —un olverano que solía ser el primero de la clase en virtud de sus hercúleas proezas de memorión—, al que luego perdí de vista hasta que me enteré hace poco, con la natural alarma del envejecido por culpa de los demás, que un hijo suyo, Javier, era presidente del Partido Popular en Andalucía. También recuerdo a un chico muy especial, Fito, que estaba en el curso anterior al mío, y con el que mantuve unas relaciones que ahora, al cabo de tantos años, reaparecen como una pista muy borrosa y a la vez meridianamente orientada hacia lo que podrían llamarse los interregnos dubitativos de la sexualidad. Es cierto que entre las diversas infancias que uno es capaz de retraer de las averías generales de la memoria hay algunas que tienden como a cerrarse en falso, como si estuviesen sujetas a un enmascaramiento que no depende de ningún normal proceso de desgaste sino de alguna recóndita imposición de la voluntad. Eso es lo que me ocurre a propósito de Fito, porque aquel breve tramo de nuestra infancia en común sigue teniendo el prestigio de una seria y compartida invulnerabilidad.

Yo debía de tener entonces doce o trece años y Fito uno más. Creo que nos reconocimos por primera vez durante una de aquellas furtivas escapatorias mías del recreo que me permitían eludir los ingratos gravámenes deportivos. Un día me lo encontré deambulando por uno de los patios interiores del colegio, un jardincillo más bien, anexo a la capilla y provisto de arriates con arbustos y una gruta de rocas artificiales donde lucía la imagen blanquiceleste de la Inmaculada. Deduje por su actitud que también andaba él metido en las mismas maniobras evasivas que yo. Tenía unos rasgos extremadamente delicados, un poco al estilo —pienso ahora— de esas figuras infantiles idealizadas por Ingres. Era realmente un niño muy guapo, de llamativa condición efébica, un modelo nada insólito a esa edad que yo asocié de inmediato a ciertas afirmaciones de tía Victoria, oídas un poco al azar, sobre la identificación de la belleza infantil masculina dentro del canon de la femenina. El caso fue que los dos debimos de sentir entonces una imprecisa y recíproca atracción, porque a partir de aquel momento nos hicimos inseparables. No sé muy bien cómo se sostuvo aquel notable recambio de incentivos en los entramados de mi sensibilidad, pero todo empezó una tarde en que andábamos jugando en la azotea de casa. Quizá tras algún equívoco forcejeo, y como si se tratara de otro juego pueril, nos fuimos enredando en ciertos simulacros eróticos que acabaron en una mutua y premiosa masturbación sin otro resultado que el del deleite de una insinuante floración carnal. Eso nos unió de modo irrestricto, como si un tácito pacto de disparidad ante las observancias ajenas nos mantuviera estrechamente juntos.

Todas las tardes nos veíamos Fito y yo a la salida del colegio y a mí por lo menos nunca me pasó por la cabeza que esa relación tuviese algo de indebida. Incluso llegué a pensar que aquellas dulces erecciones, tramitadas en un clima de incontaminada liturgia afectiva, eran esencialmente puras. Resulta obvio que nada de eso podía vincularse a ninguna variante infantil de la homosexualidad, sino a una simple excedencia amatoria, acaso también a una forma inconsciente de reproducir con la debida candidez algunos consabidos atavismos de la personalidad. No recuerdo que me frenase ningún referente pecaminoso, tampoco calculé nunca que el trato con Fito incluyese ningún sucedáneo de complacencia antinatural. Era simplemente una alianza ambigua y generosa que quedó interrumpida a los pocos meses, coincidiendo con la dispersión del verano. Cuando volvimos a vernos, ya nada fue como antes. Tal vez habíamos crecido muy deprisa y, en mi caso, ya no tenían ninguna posibilidad de supervivencia aquellos gustosos incisos sexuales.

A diferencia de mi hermano Rafael —dos años mayor que yo—, que había ido cosechando matrículas de honor y dignidades varias hasta llegar, muy joven, a presidente de la Audiencia de Granada, yo fui siempre un alumno instalado en la más decorosa medianía. No me suspendieron nunca, salvo en conducta y puntualidad, pero mis otras calificaciones oscilaban siempre entre el aprobado y el notable. Creo que yo sabía muy bien, no ya por las pruebas a que nos sometían sino por propia convicción, que mi coeficiente de inteligencia superaba con cierta holgura al del común de los mortales. Y eso llegó a convencerme de que no necesitaba estudiar más que muy someramente, pues ya lo tenía aprendido casi todo como por ciencia infusa. Tan es así, que a veces se me antojaba una impudicia alardear de lo que ya sabía. En no pocas ocasiones, si el profesor me preguntaba algo en clase, fingía una ignorancia favorecida por la mudez, con lo que eludía hacer ostentación ante los otros de mi caudal de conocimientos. Tardé bastante en sortear, aunque a lo mejor tampoco quise hacerlo muy a rajatabla, esas inocuas arrogancias infantiles.

Decía que cuando salí del colegio me encontré sumido en un mar de dudas. Aunque se tratara de una desorientación bastante común, a mí me afectó como si nadie en el mundo hubiese pasado por ese trance. Ni sabía qué hacer ni me atraía ninguna carrera que, en cierta medida, hubiese podido servirme de excusa supletoria para no estar deliberadamente desocupado. En tanto que me lo pensaba, y una vez admitido que no iba a quedarme todo un año mano sobre mano, mi padre decidió ponerme un profesor particular de francés y yo, por mi parte, reclamé otro de latín. Eso del francés era casi una fijación de mi padre, y no porque mi familia materna fuese de ascendencia gala, sino porque él lo había estudiado con esmero y lo conocía bastante bien. Era de esos hombres. Su educación había sido un poco irregular. Hijo del entonces oficial del cuerpo de caballería José Manuel Caballero Viana —natural de Bárcena Mayor, en la montaña cántabra—, nació en el antiguo Puerto Príncipe, hoy Camagüey, por circunstancias algo más que casuales. Su padre cumplía a la sazón destino en un regimiento destacado en la ciudad y se había casado con una criolla, hija y nieta de criollos consagrados a la industria azucarera, que respondía al resonante nombre de Obdulia Ramentol y a la que yo no llegué a conocer.

De niño, me gustaba mucho hojear un álbum de fotografías ya medio estragadas que había en mi casa de Jerez, algunas de ellas con aspecto de daguerrotipos trucados, donde aparecía la abuela Obdulia bajo los porches de un patio colonial o junto al trapiche de un ingenio azucarero o entre la maraña de los manglares durante una merienda playera. A mí me parecía una mujer hermosa, muy blanca de piel, con labios de mulata. En una de esas fotografías también estaba mi padre vestido de marinerito, sosteniendo con una mano la maqueta de un velero y agarrado con la otra a las faldas de una negra. Del mismo modo que las ramificaciones de la cultura francesa muy rara vez tuvieron un predicamento efectivo en mi familia, sí lo tuvo y con sistemática intensidad la historia cubana de los Caballero y los Ramentol.

Cuando mi padre llegó a España apenas tenía doce o trece años y se trajo con él como un larvado apego a la isla, una suerte de ufanía patriótica que emergía poderosamente cuando menos se esperaba. Se le desentumecía ciertamente su habitual laconismo cuando evocaba, con manifiesta emoción, aquel Camagüey de su infancia inmediatamente anterior a la ocupación norteamericana de 1898 y a la bancarrota española. Le oí contar a menudo las acciones de guerra en que había participado el abuelo, volviendo una y otra vez a la que más me impresionaba y que él debía de adornar mucho a partir de la primitiva versión de su padre. Se trataba de una escaramuza en la manigua, cuando el abuelo se quedó aislado al mando de un grupo de batidores y logró romper el cerco del ejército libertador, no sin dejar antes en el camino a la mitad de sus hombres. También solía referirse a otras inciertas andanzas suyas por tierras de guajiros o durante las faenas de la zafra, que yo oía con atónita ansiedad y que ya no consigo extraer de los escombros de la memoria. Andando el tiempo, cuando fui por primera vez a Cuba, me acerqué hasta Camagüey con la intención de localizar a esa rama —los Ramentol— de mi familia paterna, pero sólo me encontré con la noticia de que los únicos camagüeyanos de ese apellido habían emigrado a Miami. Fue como una defección sentimental bastante ingrata, como si se hubiese desajustado una retícula que tenía mucho que ver con la captura de un pasado literariamente seductor.

A mi padre también le agradaba mucho demorarse en el ufano recuento de su amistad infantil con José Raúl Capablanca, que tenía su misma edad y que llegó a ser, muy joven todavía, campeón del mundo de ajedrez. Yo siempre me imaginaba a ese niño eminente con la prenda de su apellido ondeando al viento, mientras galopaba como un héroe prematuro por los bateys camagüeyanos. Parece ser que la familia de Capablanca estaba emparentada con la de la abuela Obdulia Ramentol —creo que por la rama de los Aguilar— y solían reunirse a menudo. Ese José Raúl disponía de una precocidad olímpica y a los doce años ya era campeón de Cuba, un mérito este —el de la precocidad— que siempre me ha parecido como un despilfarro obsceno de la biología. Mi padre evocaba con mucha vanagloria las partidas de ajedrez que había jugado de niño con Capablanca y en una de las cuales no sucumbió sino después de catorce asaltos. Me imagino que fue a partir de esa hazaña cuando se le manifestó una afición ajedrecística que él trataría luego de inculcar a sus hijos —con muy escasa fortuna— y que se le fue extinguiendo a la vez que otros entusiasmos que no tenían ya nada de competitivos.

El profesor de francés que me tocó en suerte era un personaje sumamente libresco. Debía de haber doblado ya la cincuentena y tenía toda la pinta del hidalgo empobrecido que basa su dignidad en llevar muy bien planchados el traje y la camisa sin reparar en la mugre que habían ido almacenando. Se llamaba don Julián Valmaseda y, debido a quién sabe qué descabalamientos administrativos, era cónsul del Perú en Jerez, un cargo que tenía que ser más honorífico que otra cosa y cuya incongruencia parecía ser directamente proporcional a la de quien lo ostentaba. Llegaba a casa todas las tardes, a las seis en punto, provisto de un abrigo decrépito que nunca se descolgaba de los hombros y de una cartera repleta de papeluchos, restos de fiambres y avíos de afeitar. Tendía normalmente a la meditación melancólica y, si bien hablaba francés con regular soltura, no tenía ni idea del sistema que mejor podía utilizarse para ampliar mis conocimientos de esa lengua, que no pasaban de los muy precarios adquiridos en el colegio.

Se limitaba a leerme o recitarme un texto en francés y a pedirme que yo, a mi vez, le leyera o recitara otro, corrigiéndome tozudamente las deficiencias de una pronunciación que nunca he llegado a asimilar, como si se tratase de un rechazo instintivo hacia una fonética que me sigue pareciendo enormemente desabrida. Como tarea adicional para la clase siguiente —que era en días alternos— me debía aprender de memoria una fábula de La Fontaine, de modo que me aprendí aproximadamente el mismo número de fábulas de La Fontaine que días duraron las lecciones de don Julián, calculo que unas sesenta.

Nunca entendí del todo por qué me había asignado mi padre ese profesor, un hombre ciertamente correcto, pero de una inepcia absoluta para la enseñanza, no ya del francés sino de cualquier otra disciplina. De no ser por proporcionarle unas pesetas a aquella especie de indigente en versión hidalga, no me lo explico. Mi madre, movida tal vez por un sentimiento compasivo más intenso que sus prevenciones, se empeñaba en invitarlo, cuando ya estaba a punto de irse, a un café con leche y unas galletas, invitación a la que don Julián empezaba por resistirse sin ninguna convicción y acababa siempre aceptando. Todavía lo veo absorto en la imposible operación de mojar una galleta en el café con leche, sin conseguir nunca que le llegara a la boca, pues se le caía, ya flácida, dentro de la taza. Pero él las iba luego pescando parsimoniosamente con la cucharilla.

Un personaje muy distinto era el profesor de latín, don Gregorio, un clérigo muy atildado y competente, de mediana edad, que había enseñado en un colegio privado de Sanlúcar y que, tras obtener una canonjía en la Colegial, vivía entonces en Jerez. Yo lo conocí a través de tío Rafael, que le había consultado no sé qué asuntos de heráldica —en la que también era muy versado—, a propósito del blasón del cardenal De Bonald, un hijo del vizconde, que llegó a ser primado de las Galias y dio pruebas de un integrismo tan contumaz como el de su progenitor. Yo me acordé de don Gregorio porque me agradaron su trato y su desenfadada manera de ser. Lo de estudiar latín no pasaba de ser un capricho, pero en todo caso era la asignatura a la que me había dedicado con mayor gusto en el bachillerato. Me atraía sobremanera adiestrarme en la traducción de textos latinos, más que nada por lo que a mí me parecía un grato ejercicio de transfusiones imaginativas del lenguaje.

Las clases de latín no las recibía en casa, sino que iba yo por las mañanas al piso en que vivía don Gregorio. Lo tenía todo muy ordenado y relimpio, salvo un cuartito que siempre permanecía cerrado y que finalmente me mostró un día. Era una especie de alacena sin fondo, con unas repisas laterales entre las que difícilmente se podía transitar y donde se amontonaban un sinfín de cartapacios y legajos enteramente cubiertos de polvo. Me dijo que nada de eso tenía más valor que el anecdótico, pues no se trataba sino de documentos que él había ido salvando de su definitivo deterioro en los archivos parroquiales donde desempeñó su ministerio. Por el gesto que puso don Gregorio mientras me lo explicaba, supuse que los motivos de semejante acarreo no estarían mucho más limpios que el lugar en que había almacenado el producto de esa rapiña. Me cuidé mucho, naturalmente, de hacer ningún comentario.

Según todos los síntomas, don Gregorio era bastante descreído. No recuerdo que intercalara nunca en su conversación ninguna materia religiosa y, cuando parecía que iba a hacerlo, era para referirse con cierto desdén a los curas que pululaban por ahí, mayormente obesos e iletrados, o para mostrar su total desacuerdo con los textos de apologética y filosofía moral estatuidos por el Ministerio de Educación, cuyo titular era entonces precisamente un paisano mío, Manuel Lora Tamayo, amigo de la familia y rondador juvenil de mi madre. Don Gregorio solía incurrir en unos alardes heterodoxos bastante intempestivos, pero poseía sin duda —o así lo creía yo— un sólido conocimiento de la cultura latina; traducía de corrido los textos que a mí me parecían más impenetrables y disponía, además, de otros complementarios saberes relacionados con la historia y el arte de Roma. Para él, la literatura latina, si no se contaba a los directos herederos de la griega, se reducía a unos pocos historiadores de la época de Cicerón y, sobre todo, a los poetas del llamado siglo de Augusto. Antes, no había nada, y después, sólo Lucano, puesto que Séneca era, en su opinión, un engorroso moralista que sólo podía encandilar a los desmoralizados. Ya en la baja latinidad no se habían producido más que epígonos mediocres. Sospecho que ésa era su forma de dar a entender que la ecuanimidad no tenía por qué intervenir en el aprecio privado por las bellas artes.

A mí todas esas enseñanzas tan inusuales me dejaban más atónito que desconcertado. Aun sin comprender mucho por dónde iban las disertaciones de don Gregorio ni en qué consistía realmente la doctrina que intentaba transmitirme, me daba cuenta por lo menos de que él no se parecía en absoluto a ninguno de los curas que yo había conocido y que, a mayor abundamiento, me estaba inculcando otra clase de sensibilidad ante la poesía, especialmente localizada en todo lo que la lengua de Virgilio tenía de interiorización esplendorosa de la naturaleza. Sin despojarme todavía de mis lastradas predilecciones románticas, medio comprendía que una nueva inducción retórica me estaba condicionando el gusto casi sin yo advertirlo. De modo que acabé por habituarme de muy buen grado a aquellas clases matutinas y a la muy halagüeña singularidad docente de don Gregorio.

Una noche en que andaba yo con Juan Valencia por la zona prostibularia de Jerez —cuyo eje ostentaba el brusco topónimo medieval de calle Rompechapines—, descubrí a don Gregorio no lejos de donde yo estaba. Salía él de una calleja transversal y se había detenido un momento en la esquina, escudando al parecer su recelo con la anodina actitud del dubitativo. No lo reconocí al principio, pues llevaba unos lentes que yo nunca le había visto usar y se envolvía en una gabardina bajo la que no asomaba ninguna sotana. Según la dirección que llevábamos Juan y yo, íbamos a cruzarnos con él a unos pocos pasos. No sé si don Gregorio advirtió mi presencia, pero yo me volví enseguida y empecé a caminar en sentido contrario. Mi siguiente reacción fue de una predecible incomodidad: me sentí culpable por haber sorprendido a don Gregorio en tan flagrante actividad de putañero, no ya porque su condición clerical le vetase en teoría esos clandestinos placeres, sino por el hecho de haber provocado con mi aparición —en el caso más que probable de que me hubiera visto— su consiguiente bochorno. Ignoro por qué diablos se me ocurrieron tan intrincadas conjeturas, quizá barruntara desde aquel mismo momento que nuestras relaciones ya no iban a tener el mismo tono que antes. Y así ocurrió, en cierto modo, pues mi interés por el latín se veía a veces como obstruido por esa tácita propensión al disimulo que arruinaba el normal clima de las clases. Pero no fue ése el motivo, ni mucho menos, que me hizo abandonar poco después tan placenteras enseñanzas.

Debió de ser por entonces cuando el padre de Juan Valencia —don Paco, un criador de vinos muy afectuoso y algo fantasmón— pidió a su hijo que espigara entre los mejores productos de su cosecha poética porque había decidido editarlos a su costa. Un obsequio ciertamente delicado, pero no oportuno. Juan era algo más joven que yo —aún no tendría ni dieciocho años— y aceptó sin ninguna especial complacencia ese ofrecimiento. Pensaba con prematura sensatez que sus transbordos como poeta habían llegado a una encrucijada desde la que ya no podía seguir por donde solía, a no ser que lo hiciera a sabiendas, y que debía elegir una ruta apenas coincidente con sus anteriores ejercicios de copista clásico. Algo por el estilo —ya lo he apuntado— me ocurría a mí. De todos modos, seleccionamos juntos y sin ninguna prisa medio centenar de composiciones que Juan distribuyó en capítulos de acuerdo con el carácter de la rima, y le entregó al padre aquella primeriza floresta de su obra. El padre ya se había agenciado a un curioso personaje, el señor Bruner, experto en ediciones de lujo, chileno de nación y afincado ocasionalmente en Jerez, para que se encargase de los trámites editoriales del libro. Este señor Bruner fue también quien consiguió el consabido prólogo de Pemán —donde se refería indefectiblemente al pulchrum y el verum—, quien le puso título al volumen —Relox de primavera, con esa arcaica y redicha equis— y quien cuidó de la edición hasta límites de auténtica histeria. Una histeria, por cierto, a la que también contribuí yo cuando, ya con el libro impreso, me permití comentar que estaba muy conforme con la composición, el tipo de letra y el papel, pero que la cubierta me parecía de un eminente mal gusto. Eso bastó para que el señor Bruner montara en cólera, prorrumpiendo en una invectiva del género rufianesco y tildándome de algo así como de mocoso ignorante, a lo que yo debí de contestar con alguna de esas ofensivas insolencias que siempre me compensaban de mis enojosos retraimientos. Creo que no llegamos a las manos, pero ahí concluyó mi por otra parte volandera relación con el señor Bruner.

Para celebrar la publicación del libro organizamos una adecuada asamblea etílica en la bodega de tío Rafael. Supongo que los asistentes seríamos los mismos que perpetramos el agravio contra la figura insigne del padre Coloma. Pero lo que sí recuerdo muy bien es que Juan aportó al festejo una guapa chica, algo mayor que todos nosotros, con la que andaba peligrosamente enredado. Esta chica, a la que había puesto piso, como se decía entonces, un conocido ganadero jerezano, parecía estar muy encaprichada con Juan, cuya condición de apuesto jovencito y cuyos ornatos de poeta arrogante habían acabado por hacerle olvidar sus obligaciones de mantenida. La reunión bodeguera se fue encrespando a medida que aumentaba el consumo de aquel oloroso viejo cuyo aroma, relacionado con la mitología de las maderas envinadas, aún soy capaz de oler desde tan lejos. Juan leyó algunas poesías del ramillete recién editado, después de sumergirlo en una jarra del oloroso, y a mí se me reprodujo en la memoria la inocultable decepción que me había deparado la relectura de aquellas canciones, romances y sonetos de tan manoseados atavíos retóricos y de tan inanes dependencias con los candores a lo divino más en boga. El alcohol hizo el resto, pues no pude eludir esa confesión intempestiva, añadiendo que todo lo que el propio autor había ya desplazado de sus gustos aparecía allí como la evidencia incorregible de un apresuramiento. Tal vez lo que yo pretendía era acentuar un desacuerdo que podía hacer descender la línea de flotación de la inmodestia de Juan, pero él me contestó de manera desapacible, usando de esa altanería que yo conocía muy bien y que encontraba una cumplida réplica en mi jactancia. El caso fue que Juan se incomodó de veras conmigo, más que nada —supongo— porque no podía por menos de reconocer en su fuero interno que mis objeciones eran todas irrebatibles. La cosa no pasó a mayores, pues los síntomas de borrachera se hicieron bastante notorios y todo empezó a desviarse por otros profusos vericuetos festivos. Creo, no obstante, que Juan no me perdonó los términos en que planteé esa pública reprobación de su libro. Ni él ni la bella damisela que lo acompañaba, quien se me quedó mirando como al culpable de querer malograr el buen fin de sus arrumacos. ¿Empezaría ahí lo que después, con el paso del tiempo, habría de ir interceptando nuestra privilegiada amistad? No lo sé. Juan tardó más de veinticinco años en publicar un segundo libro que, por supuesto, no se parecía en nada al primero.

Todo eso ocurrió algo después de un verano muy excitante. Aunque casi siempre nos íbamos de vacaciones al campo o a Sanlúcar, aquel impreciso año triunfal se eligió inopinadamente Villaluenga del Rosario. Encaramado en lo más abrupto de la serranía de Cádiz, Villaluenga era un pueblecito minúsculo —una plaza central y unas callejas radiales que daban al monte— creado probablemente, como en tantos otros casos, por conveniencias mancomunadas de los antiguos propietarios de las tierras. Para llegar hasta allí en aquel tiempo había que acercarse primero, por unas pésimas carreteras, hasta Grazalema o Ubrique, y luego subir a lomos de alguna caballería hasta Villaluenga, siempre por unos atajos pedregosos que no parecían conducir a ningún sitio habitado. Ignoro si el veraneo en ese pueblo perdido se debió al simple prurito de cambiar de aires o al hecho de que vivía allí buena parte del año Pedro Pérez Clotet, un poeta ya medio olvidado, de voz muy adusta, que alcanzó cierto renombre por esa época y que —además de ser la copia exacta de Edward G. Robinson— era prácticamente el dueño de todos aquellos contornos. Había editado en Cádiz por los años treinta una revista, Isla, que tuvo su importancia cronológica. Pérez Clotet, amigo de mi familia —sobre todo de tío Rafael—, nos había destinado como alojamiento una casa de una sola planta y como sin fondo que a mí se me antojó la morada de los dioses. Él vivía temporalmente en la única mansión con pretensiones solariegas del pueblo, una vieja casona no mal restaurada y vigilada día y noche por una pareja de la Guardia Civil, cosa que me extrañó desde un principio. Luego supe que se temía que los maquis que andaban emboscados no lejos de allí, por la serranía de Ronda, intentaran un día secuestrar a Pérez Clotet o a alguien de su familia.

La estancia en Villaluenga me reportó un buen acopio de lecciones exultantes. Yo andaba todo el día dando batidas exploratorias por la montaña, trepando a veces hasta unas cumbres desde las que se alcanzaba a ver, en días bonancibles, el estrecho de Gibraltar. Era como una celebración liberadora surgida entre muchas contiguas incertidumbres. Aunque me habían recomendado seriamente que no me internara por aquellas fragosidades, y mucho menos si iba solo, yo elegía casi siempre el peligro gustoso de andar a la deriva por no sabía dónde. Alguna vez incluso llegué a la vecina aldea de Benaocaz, otro sobresalto geológico compartido por gentes menesterosas y enigmáticas, presumibles descendientes de los moriscos refugiados allí tras las guerras de Granada o los inicuos decretos de expulsión. Todavía era aquélla una frontera, si no de los últimos baluartes del reino nazarí, sí de las prerrogativas de esa vieja cultura agraria andaluza que discrepa de todas las demás colonizaciones culturales.

Como en cualquier otra interioridad serrana, también había por allí una cueva de la Mujer Muerta. Los villaluengueses (no sé si es ése el gentilicio correcto) eran muy dados a recomponer con materiales legendarios la historia local y disponían, naturalmente, de su veredicto sobre la mujer que murió en la cueva. Contaban que la hija de un cadí de aquellas jurisdicciones, avergonzada de su ilegítimo embarazo y temerosa del castigo reservado por las leyes islámicas a las convictas de fornicación, se había ido a esconder allí y nunca más se supo de ella. En noches de luna menguante se oían los gemidos de la infeliz saliendo del fondo de la cueva. Yo no los oí nunca, por más que me empeñé, pero un día, mientras correteaba entre los canchos, vi a una anciana envuelta en un andrajoso pañolón negro apostada en la entrada de la cueva. Lo único que hice fue volverme lo más rápido que pude por donde había venido. No se lo conté a nadie. Yo era muy propenso a no contarle a nadie ninguna peripecia vivida por mí que pudiera parecerme anómala, un hábito a veces acongojante. Pero ocurrió que días después volví a ver a la anciana cruzando por una calleja. Creo que si no pregunté quién era fue porque prefería dejar que mi imaginación elaborara su propia versión de los hechos. Llevaba una especie de caja de madera bajo el brazo y esa caja se me trasladó a un sueño con el que he convivido desde entonces. No ha habido forma de librarme de él ni de buscarle algún significado por los yacimientos de mi experiencia. Veo siempre en ese sueño una caja similar a la que transportaba la anciana, una caja cuyo paradero ignoro y donde he ocultado algo valioso que no acierto a descifrar, pero cuya evidencia me deja en el recuerdo una especie de impregnación delictiva. Algo de eso he contado por ahí alguna vez.

Pérez Clotet había reunido en su casa de Villaluenga una biblioteca que, junto a la que tenía en Ronda, constituía a buen seguro una de las dos o tres mejores de la baja Andalucía. Estaba muy bien nutrida de libros y revistas literarias de los siglos XIX y XX. Creo que yo no le dije entonces a Pérez Clotet que tenía previsto emular con grandes poemas de instrumentación épica a todos los Esproncedas habidos y por haber, sino simplemente que me agradaba mucho la lectura. Él me dejó curiosear a mis anchas por su biblioteca y así me encontré con lo que yo posiblemente quería encontrarme: con una colección de románticos ingleses, alemanes y franceses en muy cuidada edición bilingüe y con diversas antologías de poesía española. No sabría reconstruir, al cabo de tanto tiempo, mi impresión sobre todas esas lecturas, pero la persistencia de algunas predilecciones me hace sospechar que ahí tuvieron más o menos su arranque. Los franceses —incluidos Lamartine y Victor Hugo— me resultaron más bien abrumadores y sólo tal vez Alfred de Vigny me atrajo por su delicadeza en la tramitación alegórica de la realidad. Entre los alemanes recuerdo sobre todo a Hölderlin, acaso porque creí percibir —en la traducción que manejé, claro— ciertas resonancias clásicas latinas que me eran muy queridas. Pero fueron los ingleses, sin duda, los que me resultaron absolutamente deslumbrantes y supongo que mi sensibilidad aún sigue un poco condicionada por aquellos primeros descubrimientos. En puridad, todos esos poetas —Blake, Coleridge, Wordsworth, Shelley, Keats, Byron— me condujeron a una habitación para mí desconocida del canon romántico. Y lo primero que pensé es que tenía que rectificar muchas de las normas que habían venido regulando mi gusto, a partir sobre todo de esas desarregladas pertenencias retóricas a las que aún remitían mis fijaciones en torno al romanticismo. Algo que quizá intuyera también cuando leí por primera vez, en las antologías de poesía española que consulté entonces, a algún que otro poeta con el que no dejé de identificarme a través de un nuevo orden de emociones. Y sospecho que también con cierta arbitrariedad, como fue el caso de Vicente Wenceslao Querol, cuyo posromanticismo, ya sin tantas oscuras golondrinas, me atrajo más que nuestra lírica romántica de escuela. Estoy seguro, en todo caso, de que mi oficio de lector gozaba aún de no pocas deficiencias.

Esas lecturas me acompañaron durante todo aquel verano en que creo que fui feliz. No deja de ser curioso que al mismo tiempo en que se enconaban las venganzas y los miedos, se hacían endémicas las desdichas colectivas y arreciaban las hambres, me acuerde de Villaluenga como de uno de los escenarios de entonces unidos a mi personal constancia de la felicidad. Y no porque estuviésemos como protegidos contra las acechanzas externas, ni porque contáramos con un regular suministro de víveres procedente de las fincas de Pérez Clotet, sino porque me sentía realmente en ese peculiar estado de exaltación que coincide generalmente con los años climatéricos. Ni siquiera un episodio de terrible crueldad posbélica logró aminorar esa sensación. Una tarde, cuando iba por una de las costanillas roqueras que circundaban el pueblo, vi a algunos vecinos arremolinándose alrededor de una mula conducida por dos números de la Guardia Civil. Conforme se acercaban descubrí con espanto el cuerpo de un hombre atravesado sobre la enjalma de la caballería. Tenía la cabeza cubierta de sangre seca y unas costras marrones y protuberantes en una cara tumefacta y como sin ojos. Eso fue lo que más me impresionó. Me enteré luego de que se trataba de un miembro del maquis que había sido cazado a balazos en una emboscada. Quizá fuese entonces cuando sentí la primera angustiosa inmediatez del terror.

Yo sólo había visto a un muerto de esa naturaleza desde un cierro de mi casa, en plena guerra civil. Se daba el caso que dos de nuestros vecinos de la calle Caballeros eran sendos marqueses de títulos consonantes —el marqués de Patrón, que viene a ser una redundancia, y el marqués de Negrón—, ambos adictos consecuentemente al Alzamiento Nacional. Uno de ellos, Patrón, ostentaba algún cargo en la Falange y más de una vez lo vi de lejos, pistola en mano, en funciones de centinela de la patria. Pero aquella vez estaba apostado cerca de casa impartiendo órdenes a otros dos falangistas que iban con él. Se acababan de oír unos disparos y mi hermano y yo nos habíamos asomado con cautelosa excitación a un cierro, desde el que pudimos distinguir a un hombre que yacía de espaldas en mitad de la calle, las perneras de los pantalones como vacías y la chaqueta de crudillo ensangrentada. No puedo acordarme bien. Las imágenes se ensamblan y se desarticulan a la vez, pero seguro que allí estaba mi madre llorosa y musitando plegarias, y mi padre acallando una vez más sus enojos y frustraciones, y tía Isabela cogiéndome de la mano para apartarme del cierro. ¿Fue una evocación simultánea a la presencia del cadáver del guerrillero muerto o me imagino ahora que así fue?

En algún momento de aquel verano memorable viví la primera plenaria certidumbre de estar enamorado. Hasta entonces, mis andanzas en este sentido no habían pasado de ofuscaciones efímeras o falsos avisos de la hipersensibilidad, incluso de fórmulas impostadas para literaturizar la parte más anodina de mis experiencias. Ahora era distinto. Yo había visto y hablado alguna vez con la hija del cosario, un hombre bruno y de ojos glaucos que se encargaba de acarrear mercancías entre Villaluenga y los pueblos circunvecinos. Su hija, Luisa de nombre, debía de tener mi misma edad, pero parecía algo mayor, debido a esa anticipada madurez física que suele prodigarse entre las mujeres ligadas todavía a las herencias raciales arabigoandaluzas. Como su padre, tenía la piel atezada y los ojos verdosos y, también como el padre, solía pasarse por algunas casas a recoger o entregar los encargos. Yo pensaba en ella todo el día, y una tarde, en la plaza, le confié con un recato emocionante mi secreta y caudalosa pasión. Ella no dijo nada, se limitó a sonreírme y a darme a entender con sus gestos que no descartaba la idea de compartir tan encendidos amores. Desde entonces nos veíamos muy a menudo y yo me mantenía en un estado de enardecido perpetuo, magnificando los hechizos difíciles de aquella muchacha y pensando que al fin había encontrado el móvil que me permitiría ser el más precoz e inspirado poeta de la provincia.

Es posible que escribiera algo entonces, pero tampoco podría asegurarlo. Más bien creo que no. Lo que sí sé es que, en el fondo, tenía la impresión de que aquellos amores no tenían nada de volcánicos, sino que discurrían por una metódica y apacible sucesión de pequeñas porciones de gozo, lo cual suponía un palmario desajuste con las tormentosas exigencias de una verdadera pasión. Quizá fue eso lo que me hizo desear algo que en teoría había excluido hasta entonces de mis apetencias, como si se tratara de una ostensible degradación de los preceptos platónicos. Me refiero a la oferta carnal de Luisa, aunque sólo fuese en función de su aprovechamiento como fuente de incandescencias poéticas. Así que me armé de valor y preparé la estrategia adecuada. Una tarde, entre dos luces, me la llevé astutamente a pasear por las afueras del pueblo y allí la sometí a una primera desmañada tanda de acometidas. Ella se dejó besar, incluso con un copioso acompañamiento de suspiros y segregación de salivas, pero se resistió sañudamente a cualquier actividad de mis manos por debajo de su ropa. Ante mi ansiosa terquedad, me advirtió que de ninguna manera aceptaría toqueteos previos a los prescritos en la noche de bodas, pues debía afrontar ese trance con su virginidad intacta. Y añadió, después de algún titubeo, que a lo más que podía llegar, según acostumbraban la mayoría de sus amigas, era a hacerme una pajabrava. «¿Una pajabrava?», le pregunté yo. «O sea —dijo ella—, que si quieres, te la meneo.» Mi libidinosa excitación me impidió no ya traducir tan impredecible metonimia, sino apreciar lo que semejante ofrecimiento tenía de variante local de la rudeza. Así que me practicó una pajabrava de lo más impetuosa mientras yo permanecía, de acuerdo con la precautoria imposición de Luisa, con las manos a la espalda.

Esa actitud de tan erizada ingenuidad me recuerda, no sé por qué, algo que me contó Joaquín Romero Murube —entonces alcaide del Alcázar sevillano— a propósito de una muchacha muy bella que actuaba de bailarina en un cuadro flamenco especializado en amenizar noches de gala. Cierto día de mediados de los cuarenta, con motivo de la visita a Sevilla de Abdullah, rey a la sazón de Jordania, se organizó un festejo en los jardines del antiguo palacio árabe. Contrataron a tal fin al grupo donde bailaba esa muchacha y el rey se mostró de lo más complacido por aquel ambiente tan propiamente moruno y por los vistosos agasajos que le tributaban. Parece ser que Abdullah le prestó una atención especialísima a la guapa bailarina y quiso conocerla, de modo que una vez terminada su actuación fue invitada a que acudiera a la jaima real que habían montado en los jardines. La muchacha se sentó al lado del rey moro con cara de no saber de qué iba la cosa. A través de un intérprete, que traducía con fidelidad de eunuco todo lo que Abdullah decía, la bailarina escuchó palabras que debían de sonarle a antiguas tonadillas del género procaz. Oiría, por ejemplo, lindezas tales como que la luna se hundía en la alberca igual que una mirada dentro de otra, o que la brisa murmuraba entre las flores con dulzuras de requiebro, o bien que las estrellas copiaban el brillo de los ojos de los amantes. Cosas así de exquisitas. La bailarina no sabía qué cara poner, y ante el silencio que se produjo después del inspirado recital de Abdullah, contestó con una aclaración lapidaria: «Servidora no folla.»

Bien. Supongo que, a partir de aquellas severas ordenanzas eróticas de Luisa, se irían proporcionalmente aminorando algunos excedentes de mi pasión. No es que me sintiera defraudado por lo que juzgué un áspero contrapunto de los encantos de Luisa, sino porque la frecuencia de las pajabravas me fue alejando sin duda de mis más deseables previsiones para fusionar la capacidad amatoria y la sublimación lírica de esa capacidad. Cuando volvimos a Jerez, en setiembre, medio intuía que ya no iba a ver más a Luisa, aunque le prometí y me prometí que no pasarían ni dos semanas antes de que apareciera otra vez por Villaluenga. No cumplí ese plazo, ni ningún otro, y cuando pensaba en Luisa —cosa que hacía con regular excitación— sabía que también había contribuido ella de modo sustancial a esa expansiva mudanza de mi carácter que se fraguó decididamente aquel verano.

Todos los infortunios de la guerra se trasladaron al Jerez de aquella inmediata posguerra. Ya he venido enumerando algunas de esas turbadoras ideas fijas. Por supuesto que yo no disponía entonces de ninguna información, ni siquiera aproximada, sobre el rasero con que debían medirse las peripecias de aquel desventurado trayecto histórico. Tampoco podía justipreciar ni mucho menos el alcance de sus discordancias políticas. Pero tal vez observara ya con otros ojos las colas en el cuartel del Tempul para recoger las sobras del rancho, las gentes ateridas de frío deambulando por las calles, el encarnizamiento de una hambruna controlada por estraperlistas y logreros, aquellas descorazonadoras penurias conviviendo con otras opulencias incontestables. Hubo un alcalde en Jerez que incluso se dirigió a la población afirmando que nadie podía quejarse del azote de la escasez mientras hubiera una cáscara de plátano tirada por el suelo. Y a lo mejor tenía razón, porque las cáscaras de plátano, junto a las algarrobas y las yerbas de las cunetas, eran normalmente usadas como únicos viables productos comestibles. Por lo visto, todas las reservas alimenticias de la comarca, ya muy mermadas por la anterior carencia de mano de obra, se destinaban todavía a abastecer las últimas ciudades que más padecieron el acoso de las tropas franquistas. O de los facciosos, como decía siempre mi padre con sigilosa redundancia.

En mi casa no hubo demasiadas privaciones, ya lo he contado, pero conservo una memoria inclemente de los días en que no había modo de encontrar comida o incluso cisco para encender el brasero. Eran las porciones de hambre y de frío que nos correspondían y que, aunque tampoco fuesen especialmente tenaces, me infundían esa clase de desaliento que viene a ser como el débito privado de otra más dañina y generalizada desesperanza. Pienso, a pesar de todo, que yo soporté sin mayores quebrantos aquel fatídico ciclo de nuestra historia social, disociado sinópticamente para mí entre las banderas victoriosas, el plato único y los ejercicios espirituales. Pero quiero creer que ya entonces, o muy poco después, me empezó a rondar la presunción de que tenía que escapar de aquel mezquino espacio de mi experiencia y buscar unos aires más halagüeños. Mis pocos amigos andaban ya estudiando fuera de Jerez y yo veía detenerse frente a mí un futuro de preocupantes correlaciones con un ambiente que detestaba, regido por gentes juntamente exquisitas e ignorantes. Aunque también había sus excepciones, claro. Recuerdo a personas —Julián Pemartín, Tomás García Figueras, Ramón García-Pelayo, Sebastián Argudo— que, aun contando con las diferencias de edad y de ideas, me alentaron más o menos esporádicamente a sortear algunos atolladeros. Incluso algunos pasos en falso.

Cerca de casa, en una embocadura de la calle Caballeros, vivía una familia —compuesta por los padres y tres hijos varones— que jugó cierto secundario papel en el receso de mis indecisiones para elegir una carrera. Los hermanos Paniagua —que así se llamaban—, en contra de lo que su apellido podía hacer sospechar, eran tres fornidos mozos con aspecto de sobrealimentados en tiempos de inanición. Sus padres adolecían de una notable tendencia a la extravagancia. Él era frenólogo de profesión y decía haber conseguido sincronizar las enseñanzas de su precursor en esa ciencia, Mariano Cubí, con las doctrinas lombrosianas. Pero no parecía disponer de pacientes, debido tal vez a que sus hipótesis para curar determinadas enfermedades psíquicas, y hasta inclinaciones criminales, no habían merecido la menor confianza ni aun entre enfermos desahuciados. La madre era una extraña señora a quien, por lo visto, acababa de corresponderle buena parte de una cumplida herencia familiar. Decían las malas lenguas que la pobre mujer había sido utilizada por el frenólogo como conejillo de Indias para sus experimentos sobre la conformación del cráneo, con lo que había quedado tarada de por vida. Que yo sepa, nadie había entrado nunca en casa de los Paniagua ni había visto a la madre. Yo tampoco conseguí verla más que muy de pasada, un día en que llamé a la puerta un poco a deshora y, cuando abrieron y me dejaron —como solían— en el descansillo de la escalera, ella atravesó muy deprisa por el fondo del vestíbulo. Sólo acerté a distinguir una cara macilenta y una túnica muy larga de color lila.

Al menor de los Paniagua, llamado Jacinto, lo conocí una tarde en la farmacia de tío Rafael. Estuvimos un rato charlando y descubrimos de pronto que a los dos nos unía una misma devoción por las novelas de aventuras, especialmente por las ambientadas en el mar. Me dijo entonces que él se estaba preparando para el ingreso en la Escuela Náutica de Cádiz, un indispensable requisito para acceder a un puesto de piloto en un barco mercante y poder recorrer así el ancho mundo, emulando las hazañas descritas por un Conrad, un London, un Stevenson. La idea me pareció de lo más suculenta y creo que no tardé ni un día en decidirme. Esas cosas ocurren así de rápidas. De modo que me dispuse a plantear de inmediato por vía paterna lo que finalmente me proponía hacer.

Sospecho que mi padre andaba por aquel entonces bastante alicaído, ésa es al menos la impresión que se repite en mi memoria cuando lo sitúo en aquellos años. Entre la quiebra de su empresa vinícola, los fracasos ideológicos y los diversos reveses ocasionados, directa o indirectamente, por los avatares de la guerra civil, pienso que había ido entrando en algo así como en una fase de intermitencias taciturnas. No es que estuviera visiblemente abatido, pero ya no parecía el mismo de antes. Aunque mi madre, que era muy devota y muy apegada a la tradición, no compartiera en absoluto las ideas políticas de mi padre, lo respetaba mucho y nunca se permitió rebatir sus convicciones, incluso no era raro que le diese a entender que estaba muy orgullosa de su entereza y su sentido de la equidad. Una de las veces en que la vi de veras entristecida a causa de todo eso fue a raíz de un episodio del que yo también fui testigo. Habíamos ido una tarde al cine y, como era norma en esos años, los espectadores tenían que oír el Cara al sol en posición de firmes y saludando al modo fascista una vez terminada la función. Mi padre no levantó el brazo y entonces se fue hacia él un energúmeno con camisa azul y pistola al cinto y lo obligó a hacerlo. Todavía veo la cara furibunda de ese falangista y el gesto de humillación de mi padre. No pasó nada más, pero nos fuimos a toda prisa y, ya en casa, mi madre no supo elegir otra respuesta que la de la congoja. También yo la sentía, y de qué manera. Me juré que algún día, cuando ya hubiese alcanzado no sé si el poder o la gloria, le pediría cuentas de su villanía a aquel rufián.

Mi padre trabajaba entonces como apoderado de una banca de ámbito local que habían fundado unos hermanos Fidalgo. Estos hermanos eran varios y todos igualmente toscos, más duchos en cacerías que en finanzas, con los que sospecho que se juntó mi padre de muy mala gana y a remolque de aquellas amenazadoras insidias de la posguerra. Yo siempre iba a verlo a su despacho cuando quería conseguir algo especial de él, y así lo hice aquel día, inmediatamente después de haber creído encontrar la fórmula más factible para resolver mi futuro. A mi padre, de entrada, no le pareció el proyecto ni bien ni mal, simplemente me pidió que dejara para la noche un más sosegado tanteo de los pros y los contras del asunto. De modo que volvimos a hablar de mis planes en una de aquellas morosas tertulias que se programaban indefectiblemente después de la cena, aunque tampoco eran ya como antes. Muertos los abuelos, casada tía Isabela y ausente mi hermano Rafael —que estudiaba derecho en Sevilla—, sólo quedaban en casa, como ya dije, mis padres, tía Victoria y mi hermana María Julia, que fue la única que se mostró de veras complacida por mi decisión. No sin algún discreto forcejeo, quedé finalmente autorizado para iniciar una carrera que a mi madre se le antojaba, y con razón, una consecuencia más de las fantasiosas inclinaciones de mi carácter. Todo esto debió de ocurrir en febrero de 1944 y los exámenes de ingreso en la Escuela Náutica de Cádiz se celebraban en junio. Así que me apresuré a cumplir los trámites pertinentes y empecé a estudiar con bastante más empeño que el acostumbrado. Luego, lo que sin duda me pareció una impagable recompensa no fue el hecho de superar las pruebas de ingreso, sino haber dado el primer paso para internarme por un mundo donde me aguardaban las más impensables aventuras. Nada menos que eso.