3. CASA 25

Mamá lo contó como si hubiese recibido un golpe atroz. Estaba ahí en esa cama de hospital. Yo me había colocado junto a ella, media aplanada media despatarrada, en una silla beige y fría. Hablaba de sus oídos, que le dolían, que era como si le silbaran todo el tiempo, y con una especie de ardor. Yo empecé a sentir algo así como una náusea de sonidos. No hay letras en el abecedario para explicar lo que yo escuchaba, como si hubiera estado en el choque. Mientras tanto, mamá trataba de contarme los detalles: cómo había sido desde que salió de casa hasta que el otro auto apareció. En una calle pequeña, cerca de la Avenida de La Prensa. Cuando lo vio de frente, no se tapó los ojos, se tapó los oídos. Quiso presionar los tímpanos, intentarlo por lo menos. Su grito fue más fuerte ahí adentro, escuchó hasta la lágrima que caía en la palanca de cambios. El zapato que se toca con el freno: clan. Su pie apretando y ese clan subía hasta su garganta. Yo sentí ganas de vomitar por los oídos y no por la boca.

Quise ayudarla a acomodarse bien en la cama, moverle la almohada o pasarle un vaso de agua. Pensé en llamar a mi hermano, que se apurara, le iba a gritar, pero no podía porque mamá seguía hablando. Entonces, no sé si para protegerme o qué, desvié la mirada y me encontré con una ventana diminuta desde donde pude ver el Pichincha. Una, dos, tres, cuatro, numeraba las casas en las faldas de la montaña. En la casa número veinticuatro volví la mirada hacia mamá y sólo por el movimiento de sus labios y no porque la escuchara, pude percibir que me seguía narrando, con lujo de detalles, el accidente. Pensé, como una estúpida, si mi madre se quedaría el suficiente tiempo en el hospital como para poder contarlas todas.

De nuestro auto, del auto de mi hermano, no dijo nada. El Vitara que le prestaba, de vez en cuando. Para comprárselo, Arón le había pedido la plata a su jefe, un judío millonario, como todos los de esta ciudad menos nosotros, que tenía muchos negocios. Mi hermano justo en ese momento había viajado a Manabí para cerrar una venta. Volví a desear que estuviera ya acá, y cuando me fijé en la boca de mi madre que se movía, imagino pronunciando las palabras, percibí que la piel alrededor de sus labios estaba morada. Un color desubicado en ese cuarto, muy fuerte al lado de las cobijas con las que estaba tapada, pero tan parecido a aquel de mi rodilla a los siete años, esa vez que me caí y me lastimé cuando fui de paseo con papá y dos perros al parque.

Fuimos caminando desde casa, él no me tomó de la mano en todo el camino, tampoco llevaba a los perros con correa. Lo seguíamos como una manada. Papá me hablaba de los obreros con los que trabajaba, de cómo uno se había ido con su plata. También me hablaba de que podría empezar a leer Oliver Twist y luego seguía con que había leído Madame Bovary. A mí me pareció chistoso el nombre Bovary, hasta que leí la novela. Yo estaba ocupada en recoger basuritas de la calle porque mamá me había enseñado a hacerlo. Papá se fumó cuatro cigarrillos en todo el camino, las colillas las tiraba al suelo, yo las levantaba. Los perros resoplaban a mi lado. Uno de ellos, Bobby, hacía lo mismo que yo, miraba hacia abajo cuando caminaba. Justo antes de llegar al parque fue cuando me caí en una vereda por no mirar hacia delante. Quise llorar pero mi papá me dijo que me levantara, que los perros tenían sed, que no había sido nada. Llegamos a una banca y nos sentamos, los perros corrían alrededor del pasto, a veces ladraban a la gente que pasaba, mi papá seguía con lo de Madame Bovary hasta que dijo que se iba a mear y se fue a una esquina. Regresó con los pantalones medio abiertos, como siempre hacía. Y adelante mío se los cerró. Yo me puse a jugar con Bobby, me dolía la rodilla. En casa, mamá me puso hielo pero el color violeta medio verdoso duró más de un mes y me prohibió que saliera con papá y los perros.

¿Vendría papá si se enterara del accidente? No lo había visto por tres años, y no entendía por qué me importaba que viniera. Las cobijas hicieron un sonido que me destempló los dientes.

La enfermera entró sin golpear la puerta, por suerte. Le pedí si podía volver cuando mamá despertara pero dijo que no, que iban a tener que llevarla a hacer imágenes de la columna, que era el turno. Una resonancia magnética. Ondas de radio generadas por una computadora para crear imágenes detalladas de los órganos y tejidos del cuerpo de mamá.

Yo me quedé en esa silla beige mientras se la llevaban. La enfermera me dijo con tono mandón que abajo había una cafetería. Marqué el teléfono de mi hermano, sonó tres veces y colgué. Cerca de la ventana miré el Pichincha y traté de ubicar la casa veinticinco para volver a mi cuenta, pero no sabía cuál era.