Adrià toca el timbre, contesto rápido por el citófono que siempre hace un ruido insoportable detrás. Lola sigue dormida, mejor si subes le digo. Me acomodo el pelo, lo tengo cada vez más fino como pelusa. Sus dedos pasaban por allí dejando calles transitadas. Le gustaba acariciarme la cabeza, el cuero cabelludo en realidad, con sus yemas redondas que hacían presión en los puntos perfectos.
Abro la puerta y está allí con todo su cuerpo intenso y plantado, reclamando derechos de padre. Tiene la quijada ancha y llena de pelos de barba mucho más negros que el castaño oscuro de su cabeza. También se ha dejado el bigote y la boca asoma con labios carne, grandes y rojos. No puedo recordar lo que se siente el paso por allí, entonces trato de imaginarlo y me comprendo encendida hasta que él me saluda con dos besos y pasa. Mejilla derecha cepillada por pelos, mejilla izquierda me pica. La barba es demasiado tupida. Entra y pregunta si ya he alistado a la niña. Pero yo no la desperté de adrede y no tengo muchas razones. Quizá para demorar el desgarro o, viéndolo bien a él, quizá para alargar minutos pretendiendo ser todavía una familia de tres.
Ahorita la despierto y la alisto. ¿Quieres un té o algo? Él se ha sentado en el sofá y está hojeando una revista marcada con post–its en la página del artículo de Karla Cornejo Villavicencio: Waking Up From the American Dream. Lo pasa de largo, llega a las caricaturas y se ríe. Un café, y se acomoda. Miro sus piernas largas. Se ha puesto zapatos de colores, como esos que se usan ahora, aprovecha mientras está fuera de su oficina en el banco. Puedo ver su cuello desde la cocina, me da ganas de abalanzarme hacia él, que descruce las piernas, sacarle esos jeans tan apretados que remarcan su culo redondo y perfecto.
Le preparo el café en una taza pequeña y cuando se lo sirvo, sus ojos pétalo se levantan de la revista y se plantan sobre mi cara. Yo me toco la nariz, porque eso es lo que hago cuando me pongo nerviosa. Estoy con el pelo suelto, esta mañana que sabía que iba a venir me puse dos gotas de aceite de lavanda detrás de las orejas y en los talones. ¿Habéis estado bien hoy?, me pregunta, y le da un sorbo al café. Está puesto una camiseta rosa que dice Tokyo en letras naranjas y hay una ilustración del perfil de una chica rubia y con el pelo ondulado, como movido por el viento. Sí, Lola sí, yo un poco cansada, tú, le pregunto, y me siento frente a él a tomar mi té. No sabrá por qué me siento si debo ir a despertar a nuestra hija para que se la lleve a caminar por el Meatpacking o a la plaza, al teatro o al cine, tal vez a conocer a una nueva mujer pelo grueso, alemana, tal vez rusa, alta y de pómulos salientes. La camiseta está linda, esa la dejaría, las ganas insolentes de desnudarlo, acariciarle y tirar con él en ese sillón que nunca compramos juntos son despiadadas. Sí, bien, me responde y me mira, ahora sí fijo, reclamando por haberme sentado. Ayer volví a ver Darjeeling Limited, dice y vuelve a las páginas de la revista.
Cuando lo conocí, yo le dije que se parecía a Jason Schwartzman, pero más alto y en goy, y me reí mucho y me divertí tanto. Adrià no sabía quién era y quedamos en ver sus películas. Todas le aburrieron, excepto Darjeeling Limited, porque decía que la música era sublime y ahí conoció a Peter Sarstedt y no dejó de escucharlo y averiguar sobre su vida por meses. Cantaba a cada rato Where Do You Go To (My Lovely)?, y hablaba del acordeón y del tono y la cadencia, de sonidos y susurros. Es auditivo, una persona sonora. Oye desiertos, dunas y hojas, pero no me escucha a mí. O no quiso escucharme, mi decir le daba miedo. Mi lengua hablaba de éxodos y traslados. Movimientos que cambiarían la constitución de las cosas. Mis sonidos eran nostálgicos y extrañaban, bifurcaciones, registros de memoria que contaban de destierros y ausencias. Preguntas sobre la crianza en lugares ajenos, imposibilidad de la vuelta. Murmullos que se le colaban en su planes, ascensos en el banco. Ollas de agua hirviendo que evaporaban palabras como éxito o ganancia.
No la he vuelto a ver desde que nos separamos, le dije, puse el té sobre la mesa de centro y sentí mis pezones duros que traté de tapar con un chal. Estoy segura de que regresó a la natación porque sus hombros se ensanchan con tan poco y a mí me recuerdan las uñas hundidas en sus omóplatos con fuerza, casi rasguñando, haciendo daño, pidiendo muchísimo: que ese hombre se inserte en mí, todo él adentro, preservando mis sonidos, rellenando el ser segmentado.
Seguro si la volvieras a ver te acordarías de mí, no sé si lo pregunta o lo afirma pero veo su boca entremedio del pelo y quisiera arrancársela para que no dijera eso, ni produjera babas tibias que saben tan bien y mojan cada parte del cuerpo en formas indecibles con este lenguaje. Boca arrancada para que no mate planes ni vueltas, que me deje ir.
Sí, mucho, le digo, y lo miro y no quiero que se dé cuenta de mis ojos en sus piernas, en toda su cara de Jason Schwartzman y en sus oídos que tanto escuchan, en el cuello. Quisiera sentir el hoyo huesudo y musculoso del medio de sus omóplatos, clavar uñas, recibir babas. Mis ojos que piden volver. Pero él con toda su boca carne se da cuenta y cierra la revista, termina su café y me pide que despierte a nuestra hija porque se tiene que ir.