Hannah estaba por cumplir los quince años cuando, al fin, aprendió de memoria el camino de su casa al trabajo en su nueva ciudad. Todavía escuchaba el mar demasiado cerca. Las olas golpeando con el metal del barco, el flujo del agua en su oído cuando la máquina inmensa se movía. Ella mareada, no podía ni mirar ese líquido salado que la transportaba a un lugar ajeno. No tenía ventanas, estaba rodeada de madera, asientos duros donde a veces se quedaba dormida. Si quería ver tenía que subir a la cubierta, pero a ella le daba miedo.
Ajeno: palabra extraña que durante el viaje se le filtraba por los huesos hasta llegar al recuerdo; más bien, al repaso de su vida, de la gente que quedaba en ese territorio binnenstaad al que no iba a volver. Ella, como yo, no tenía ningún parentesco con el mar. Esa bestia a la que tantas personas le rinden tributo, donde dicen querer ir cuando sean viejos. Retirarse allá, observarlo desde una casita de playa.
Era una sensación bastante extraña para Hannah, el moverse o ser movida sin saber a dónde. El agua la transportaba, zarandeaba el barco al que habían conseguido entrar a cambio de la sortija de su madre. Mucho después se daría cuenta, mientras manejaba la Singer, de que había heredado esa costumbre de ella de tocarse a cada rato el dedo anular. Como si lo sintiera desnudo, expuesto a algo. Es lo que más se le enfriaba en invierno, a pesar de los guantes. Esos sí logró traérselos de Austria.
Las puntadas también le recordaban al agua. Taciturnos claps, gotas que salpicaban a bordo. Por eso a veces, Lola, cuando te coso tu telita, la security blanket con la que te chupas el dedo, intento escuchar el agua. El hilo que traspasa para mí suena más a tierra, polvo que se desintegra, que nace de un lugar y se esfuma, se va hacia arriba o a los costados y luego vuelve a la security blanket. Qué nombre le han puesto estos gringos a una mantita. Sólo un pueblo hecho de exilio puede nombrar así. El polvo que llega a la manta, ¿le hace segura?, ¿le hace tierra?, quizá sea tu patria la que succionas con cada chupada.
El trabajo de Hannah le quedaba muy cerca de la casa, de la habitación que compartía con sus padres en el departamento de un tío lejano que los había recibido. Basement de la 508 Grand Street, esquina. El edificio de ladrillo visto, aunque angosto, era uno de aquellos a los que se les permitía hacer divisiones donde pudiesen vivir familias múltiples usando la misma cocina. Conventillo, diría Adrià. Tenement houses, aprendí que se llaman.
Hannah caminaba a Orchard Street, donde habían quedado algunas pocas fábricas pequeñas de costura y confección. Las demás ya habían sido mudadas a la 34 y quinta. Caminaba con Zdenka, una checa que llegó antes que ella y era un año mayor. Faldas debajo de las rodillas que rozando las medias nylon hacían un retumbo en surco. La tela suena tan diferente al mar. Zdenka se iba a casar al siguiente año con un hombre de Suffolk y seguramente iba a dejar de coser. Las dos tenían los dedos azorados de tanto presionar la máquina, y Hannah siempre frotando el anular.
Quise buscar alguna señal de ella el otro día que fuimos al 504 de Grand Street. Fiesta de cumpleaños adentro de este co–op tan cool. Fiesta número cinco, Gavin, tu compañerito de la escuela. Ya no se usan globos, está mal visto. No son ecológicos. El departamento era precioso, tuvimos que sacarnos los zapatos para entrar. Un chaise gris de West Elm (recibo el catálogo por correo), encima una cobija peluda que parecía estar sólo de adorno. La mesa de centro era estilo hindú, quizá de ABC Carpet and Home (no recibo el catálogo, pero siempre que paso por allí entro para ver todo lo que no puedo comprar). Debajo, una alfombra que, seguro, no se la compraron en New York. Padre y madre tenían pinta de haber viajado al sudeste de Asia cuando todavía no entraban en el mundo del marketing, cuando todavía no les importaba si te sacabas los zapatos para entrar a su casa. Banderines de colores con el nombre de Gavin hasta en la cocina abierta, y en el mesón donde estaban los bocaditos que ningún niño iba a comer. Me ofrecieron espumante, pero preferí servirme la limonada colocada a la altura de mi cadera. Vasos de vidrio, el chorro que pulsaba.
Conversé con algunas mamás; sí las conozco pero no tenía ganas de hablar, sólo quería encontrar a Hannah en algún lado, en algún detalle, quizá en un ladrillo que ahora es tan hip. Ladrillo visto, decía Adrià. Contesté con síes y noes, una de ellas me contaba, en inglés, que sus padres eran ecuatorianos, que habían nacido y crecido en Boyacá, manabitas. No pude dejar de asombrarme cuando, con un acento raro, me aclaró que eran montubios. Apenas comenzó con que ella quería ir de visita, que creía que todavía tenía primos allá, fijé mi mirada en tus amigos y por supuesto en ti, que corrían de la habitación donde estaban los juegos que habían preparado con tanto esmero los padres de Gavin para que se quedaran allí, hasta la sala y comedor, y volvían en círculos. Siempre que ríes lo haces muy alto, como yo nunca pude. Me sienta bien escucharte. No sólo creces de altura sino que tu cadencia en el mundo se va acentuando con fuerza.
Me pregunto si Hannah alguna vez sonó así. Nunca la escuché reir. La recuerdo siempre vieja, con arrugas en su piel tan blanca que parecían tajos. Cortes delineados casi transparentes que le fragmentaban la cara. Tenía tantas que se volvían sombras, era muy flaca con pómulos salidos y duros. El pelo corto peinado con rulos anchos. Yo pensaba que así era su pelo, que se despertaba así, jamás la vi despeinada o sin maquillaje. Era severa, no me abrazó nunca, ni a mí ni a mi hermano, tampoco la vi abrazar o siquiera tocar a mamá. Ellas casi no hablaban. Mirada rabiosa, ojos esmeraldas, agrios, pesados. Cuando saludaba no te daba un beso, apoyaba fuerte su mejilla demacrada a la tuya, como si te quisiera pegar. El abuelo Ernesto nos obligaba a visitarla, pero yo a ella le tenía miedo y apenas llegaba me iba a ver televisión. Iba al cuarto del abuelo porque ellos dormían separados. Una vez entré a la habitación de Hannah sin que nadie me viera, no sé por qué. Tenía curiosidad, como la tengo ahora, de encontrarla en esos ladrillos. Recuerdo haber tocado su almohada, apoyarla en la nariz. Olía a agua seca. Babas o lágrimas, no lo sé.
La madre, hija de ecuatorianos, seguía con que quería visitar Ecuador, que a dónde le recomendaba ir. Que ella fue una vez a Costa Rica en spring break y la había pasado muy bien. Los desayunos eran parecidos a los de su casa, arroz con carne y huevo frito. Creo que por eso ella relacionaba los dos países pero no estoy segura porque la escuchaba sólo por partes. Me la estaba imaginando, a Hannah, también buscando en paredes. ¿Qué se sentirá buscar pedazos en un lugar donde sabes que no vas a encontrar?
Años más tarde, en sus viajes con el abuelo Ernesto, esos ya importantes a Nueva York, quizá buscaría a su hijo. La imagino en la exploración, mirando caras de señores. Rasgos: unos ojos esmeraldas. Clasificando, así como hicieron con sus familiares, cuál sirve y cuál no. Viendo narices, músculos, tipos de pelo. El bebé había nacido bastante rubio, pero ella sabe que esos colores luego cambian, así que no descartaría los otros. Cómo clasificar. Era ella la que daba números ahora. Tatuajes en los brazos, hacía esa operación.
Volví a escuchar a la ecuatoriana cuando me decía, como doliente, que sus padres nunca podrían ir a Ecuador, que era su deber ir. Ahí bajando un poco la voz añadió un they are undocumented, you know. Le ofrecí mi teléfono, para cuando vayas le dije, te puedo dar tips de lugares y cosas que hacer.
Camino a casa lloraste del agotamiento, al llegar no quisiste comer ni bañarte a pesar de los rezagos de la fiesta: caramelos pegados en el pelo, gelatina alrededor de la boca, olor a canguil. Me pregunto si cuando chupas tu dedo, de alguna manera estás también succionando eso de lo que habló Primo Levy en su Trilogía de Auschwitz, libro que inexplicablemente me dio el goy de mi papá: el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra, el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo. No te quiero desterrada, hija.