Hacía cuatro meses que Pumi había llegado a Nueva York cuando, volviendo a su casa de Piacere, un constructor que cargaba una viga en la West 57 se dio la vuelta para decirle algo a su compañero, y le pegó con la viga en la cara. El filo le traspasó la mejilla, garras de león, anzuelos encajados en la piel. Clavos que hicieron pozos diminutos pero hondos, hasta llegar al hueso del pómulo. El listón tenía garras, uñas que escarbaron la piel de Pumi sacando coágulos de sangre que caían justo ahí, en la 57. Algunos turistas tomaron fotos y se fueron, otros sacaron videos, el constructor agarrando a Pumi que había caído desmayada en el piso, gritaba jesus fucking christ, fuck me mother fucker, I’m a prick, call an ambulance, do you speak English? can you hear me?, mother fucker, what the fuck where you doing fucking Asian couldn’t you look in front of you, fuck me fuck me…
La veo sentada en un banco en Tompkins Square Park, es su mejilla derecha, la puedo ver desde donde camino: tiene marcas blancas, son como arroyos profundos cubiertos por piel regenerada. Desembocan en la orilla de su ojo, los gringos piensan que es eczema, para ellos todo es eczema. Pumi tiene 45 años, se ha hecho varias cirugías para quitar las marcas, pero lo único que ha conseguido es que su constitución se deforme y los labios se agranden. Ella se los pinta de rojo. Siente que es su deber volver a Bangkok para cuidar a sus padres. La hija soltera tiene que cuidar a sus padres. Ha vivido en Nueva York 15 años, de Piacere se cambió a Nobu y era una de las mejores meseras. Ahí ganaba muy bien, sobre todo en propinas, pero está endeudada con las tarjetas, y no sabe cómo irse sin pagar a pesar de que está segura de que nunca más va a volver.
Se levanta al verme llegar, es muy bajita, tiene los brazos gordos que no combinan con el resto de su cuerpo que es más bien menudo. Cuando habla se le mueve la piel de los brazos como si fuese una viejita, tal vez por eso no gesticula tanto y más bien deja las manos encima de sus muslos. Yo no quiero que se vaya pero ella está empeñada en hacerlo, ha convocado este encuentro para vernos más, quiere ya comprar los tickets, para el 21 de junio quiere viajar, justo cuando empieza el solsticio de verano. Pumi se come las uñas casi hasta el tope de sus dedos, a veces sangra y se siente un poco más monstruo de lo que se considera diariamente.
En el camino acá he recogido del suelo una magnolia, algunos de sus pétalos están roídos, es una flor en la que no puedo alojarme completamente, quizá porque no es parte de mi niñez. Lo único que hace la flor es recordarme a la película. Después de abrazarle, le entrego la flor, se la pongo en una oreja y ella sonríe y los labios se le hinchan. Me cuenta que le ha tocado endeudarse más porque quería ya comprar los tickets, y lo hizo. Yo le quiero responder que no se vaya, que no me deje, que me ayude a irme también, pero no puedo porque veo los pozos de su cara y no entiendo cómo alguien puede quedarse en un país que te da tantas trompadas. Así que digo que si no piensa volver para qué tiene que pagar y ella me mira porque no entiende cómo irse sin pagar. Ya ha renunciado a Nobu y tiene que organizar todo, quiere vender sus muebles para tener más plata allá, y vender su bicicleta. No le va a servir en Bangkok, dice, las cosas son diferentes allá. También se despidió de Rudy, un mesero de Nobu, ecuatoriano como yo y casado, con el que ha tenido una relación por más de cinco años. A mí me consultaba todo el tiempo cosas del país, como si se viera en Manta, en un departamento con balcón inmenso frente a la playa, sus padres muertos o no sé, pero en ese sueño no tenía que volver a Bangkok a cuidarlos. Yo no podía contestarle porque soy de la sierra y no sé mucho de un hombre que es de Manta pero vino a vivir a New York al año y medio, ni tampoco de cómo puede ser la vida frente a la bestia que es el mar. Sí le contaba cosas de la comida, cebiches y patacones, que el arroz es el más delicioso del mundo porque es con aceite, y entonces ella buscaba en internet y preparaba cosas para él, lo quería sorprender, pero el arroz no le salía así sin pegotes y blando, se negaba a añadirle aceite y ajo y un poco de cebolla. Él la veía en las madrugadas saliendo del restaurante en el departamento de ella, que el lunes devuelve.
Tengo que regresar, me dice como pidiéndome disculpas, no puedo perder mi cara, o lo que queda de mi cara, y cuando dice eso yo trato de sostener su mano pero ella se hace a un lado y me dice que le perdone pero que sabe que a mí me está yendo muy bien en mi trabajo con Macarena y que nunca haría esto si no fuera porque realmente lo necesita, pero que no quiere perder su cara, vuelve a repetirlo, y que necesita que yo le preste dinero para pagar sus tarjetas y llevarles algo a sus padres, que es su deber, que ella es la hija más joven, y a pesar de haber vivido 15 años acá ella tiene que hacerlo.
De su cuello cuelga una cadena finita con un amuleto que se ha dado vuelta. Yo ya lo he visto antes, siempre lo usa. Sé que es un buda sentado en postura de meditación. La escucho y miro el colgante, justo en la mitad de sus clavículas que son muy puntiagudas. Pienso que tiene coraje y me comparo, y entiendo que a mí me falta y que quizá sólo divago todo el tiempo con la posibilidad de irme pero que no lo voy a hacer. Voy a quedarme en este país de gente que usa el First Ammendment para demostrar su libertad. Una libertad triste y patética a la que no le quitan las cortinas por las mañanas para que entre la luz solar. La libertad desde adentro de ese departamento.
Pumi está haciendo cuentas, explicándome cuánto es o qué necesita, y dándome detalles exactos de lo que va a hacer con el dinero, facturas anticipadas. La frente hacia abajo, hacia sus manos pegadas en los muslos, los hoyos de su cara que se mueven. No sé si por sus brazos gordos o su cara deformada, que múltiples veces recibió propuestas para prostituirse en el medio de la ciudad. Los hombres gringos creen que las mujeres asiáticas gordas o con problemas son prostitutas, y no tienen ningún lío en preguntarlo. Incluso una mujer china que vivía cerca de su casa en la 37 le ofreció, era bastante plata, y le daba posada en uno de los departamentos. Pumi nunca demostró sentirse ofendida, por lo menos no me lo demostró a mí. Así con la cabeza hacia abajo, el collar como un péndulo, el amuleto ya dado la vuelta y el buda con la cara hacia el árbol, Pumi manifiesta un monto. Yo le digo que sí y que si no tengo lo suficiente se lo consigo, y lloro a chorros, pedazos de líquido que me mojan completa, ranas caen de mis ojos como en Magnolia.
Agua a chorros por Pumi y la viga que la maltrató a su llegada.
Por las putas, por las que reclutan prostitutas,
lo triste de una ventana con las cortinas cerradas.
Por mí, por Adrià y por Lola,
por la culpa que siento de que crezca sin montañas ni mangos,
chirimoyas, grosellas, ovos.
Sin capulíes, sólo con las magnolias
tan ajenas a mí.
Hay gente cercana que se va y yo me sigo quedando. Tranquila, Pumi, le digo, yo te presto la plata, y casi lo enuncio pero sólo lo pienso: recuperarás tu cara.