11. MUERTE

Te duele la pancita hoy, Lola. Mueves tu mano por donde atraviesa el dolor para enseñarme y frunces la cara. Estás acostada en tu cama, tienes los ojos aguados. Yo froto aceite de eucalipto cerca de tu ombligo para calmarte y dices que te quema un poco, y te encoges con las piernas. Sé que tu dolor de panza se relaciona con el miedo. Me has preguntado varias veces esta semana sobre la muerte, aunque sabes que no tengo las respuestas. Es aterrador para un hijo darse cuenta de que su madre no sabe qué pasa después de esta vida.

Cómo te explico de la muerte, Lola, cómo me explicas a mí de la vida. Una luz inmediata y fugaz que se nos otorga. Quizá la desubicación tiene que ver con nuestro nacimiento. Así encogida me dices que tus amiguitas del jardín siempre están con sus abuelas, y que tú no conoces a las tuyas. Luego me pides que te traiga tu muñeca de sirena. Lo hago, intentas jugar pero el dolor es intenso así que cierras los ojos y te pones como estuviste en mi panza, aunque yo te relaciono más con una coma, Lola. Esa línea arqueadita que se emplea para separar elementos dentro de la oración. Las dos somos un inciso, logras desviarme del mundo en el que no encajo. Mis raíces sólo pueden plantarse en ti.

Me preguntas por qué la omi no ha venido a conocerte, que quieres que conozca a tu vaquita, tus sirenas. Amas las sirenas. Te quiero contestar que está vieja y no puede pero no sé si es del todo cierto y no me gusta mentirte. No sé porqué la omi no viene, Lola. Arón podría pagar, hace tiempo que ya no me pide dinero, que ya no necesitan que yo esté acá. Ya no soy útil, podrían devolverme, sólo que ahora estoy en plural.

Hubo un tiempo en el que sí que no podía venir, había empeorado desde el accidente. Fue justo cuando yo cargaba el sobre conmigo a todo lado, el que no me hubiese dejado salir si ella se moría. Un sobre con los papeles que decían que algo heredaba de la abuela Hannah: el permiso de estar acá. Un permiso para estar pero no para salir hasta que comprobaran algo, no sé muy bien qué, en mi ascendencia, para el visto bueno final.

Sólo a la distancia una piensa en esas cosas o se siente culpable por la posibilidad de no llegar a ver el cuerpo blanco y tieso de la madre. Cosas ridículas como tener que estar con un cuerpo blanco y tieso, tener que ponerlo dentro de un hoyo. Enterrar.

Yo cargué el sobre tan fuerte que me dolía la mano, y saqué los papeles infinitas veces para que señores con uniformes los ojearan de arriba abajo y me repasen, creo, intentando distinguir el tono de mi piel que no concordaba con nada, y se demoraban de más por eso, y a veces llegaba tarde al trabajo o perdía minutos de estar contigo.

Mamá estaba muy mal en ese tiempo y yo sólo pensaba que no iba a llegar para poner mi piedra cuando ya el hoyo estuviese completo de tierra, rasgarme las vestiduras, tapar cuadros y sentarme en la sillita esa donde uno se sienta cuando alguien se muere para hacer Shiv'ah. Tenía sueños de que me escapaba de esos hombres tan blancos que revisaron el sobre, yo una coyote contigo en mis brazos como en una película de acción, la ICE persiguiéndonos. Pero lograba subir a un avión y llegábamos a tiempo para recitar el Kadish del Doliente, ya no para abrazar a la oma, ni despedirse, ni perdonarla por todo eso que las hijas tenemos que perdonar a las madres antes de sus muertes para tratar de seguir la vida en paz.

Sé de esos rituales sólo porque recuerdo, como si fuese ayer, cuando murió el abuelo Ernesto. Yo era pequeña, pero aun así tuve que ir al entierro y a los siete días de rezos subsiguientes. Nunca compré una sábana de color blanco porque esas son las que vi al entrar a su casa donde se hacían los rezos. Cubrían los cuadros y espejos como leche regada, dispuesta para acentuar el dolor. Una casa donde las pertenencias se resguardan no es una casa. Al entrar mamá lloró descontrolada, la abuela Hannah, sentada en Shiv'ah, ni se inmutó, tampoco le dio siquiera un abrazo. A los niños nos dejaron en un cuarto y nos prohibieron volver a salir.

Te tocas la panza, haces circulitos con tus dedos alrededor de tu ombligo y dices my pupo hurts, mami. Pupo es una de las pocas palabras que enuncias en un español parecido al mío, y cuando te oigo se me remueve el suelo como si mi cuerpo fuera arado para poder sembrar en él. En inglés la palabra hace referencia a un botón, y es complicada de pronunciar. Me pregunto qué pasaría si realmente presionáramos ese botón, si nos diésemos cuenta de que en nuestro linaje el cordón que nos atraviesa no tiene lugar, estamos en el aire. Ahora te hago masajes en los pies, toco los puntos que pueden apaciguar el dolor de la pancita. Tu cordón umbilical lo enterramos con Adrià debajo de un árbol en el Central Park. Lo trasladamos ahí apenas se te cayó, a los tres días del parto, yo todavía sangraba mucho, recuerdo mi ropa manchada, el calzón mojado de puerperio. Encontramos el árbol con el tronco más ancho, con un círculo que habían hecho al tope sus raíces que giraban casi media cuadra. Sospeché esas raíces tan largas que daban la vuelta la tierra, subían al cielo y volvían a bajar. Adrià llevaba el cordón en una jarrita con agua y lo sostenía con mucho cuidado. Tú ibas prendida a mi teta enrollada en una manta, dormías y cuando despertabas era para succionar, estabas calientita. Nos sentamos debajo del árbol que daba una sombra oscura, a pesar de que era mediodía, sentíamos presenciar el crepúsculo. Aunque fue mi idea lo de enterrar el cordón, Adrià parecía saber muy bien qué hacer, o lo sintió. Quizá estaba hipnotizado y también puérpero. Adrià le agradeció a la tierra, colocó la jarrita en el suelo como si fuese un gorrión y tocó la hierba, agradeció por tu vida y también por la mía. Te besó en la cabecita mientras tu succionabas, y con sus manos cavó un hueco muy pequeño, yo regué el agua de la jarra y puse el cordón umbilical en ese hoyo. Adrià lo tapó, volvió a besarte en la cabeza y a mí me sostuvo las manos, y yo sangraba. Pensé que tu cordón debía ya estar bajando por las raíces hasta llegar al cielo y volver a bajar. También pensé que eso sellaba un acuerdo de imposible separación entre nosotros.

Ahora lloras del dolor y es un sonido tan punzante que me atraviesa toda, y me produce escalofríos. Me acuesto a tu lado y no dejo de masajear tu abdomen, tus piernitas. Poco a poco te vas calmando y cierras los ojos. Duermes y te observo.

Orejita escondida por tus pelos amarillos y flácidos que caen desde tu cabeza.

Orilla de ojos como trazos de un pincel delgado.

Agujeros de nariz encima de la boca abierta

que hace ruido de aire entrando profundo.

Cuello con rollos blandos de piel.

Pecho contenedor de todo lo que soy.

Panza.

Pubis, piernas. Rodillas estiradas.

Pies cerrados en una v al revés, una casa.

Al fin te has quedado profundamente dormida, te cobijo y me levanto a preparar un té. Será de orégano, que calma la barriga y el miedo, y huele a pastizales, haciendas que rodean montañas donde tuve que haber enterrado tu cordón umbilical. Revuelvo el té con una pala de madera, se forman ciclones en el agua, el movimiento es el de las ruedas del tren. Apenas aprobaron el sobre, y me dijeron que podía salir del tri–state area, tomé un Amtrak y mamá empezó a mejorar.