Lola tiene un show musical hoy y yo llego más temprano para buscar un puesto adelante. Sí, en esa clase de madre me he convertido. Me sorprende ver a Adrià, también temprano, sentado en la vereda afuera de la escuela, armándose un cigarrillo: el cartón se apoya en una rodilla y él está concentrado poniendo el tabaco en el papel, así que no me ve. Esa postura hace que el pantalón de su terno se vea ajustado y la chaqueta se abra. Tiene una camisa celeste ceñida al cuerpo, el viento es fuerte y mueve su pelo. Yo me paro a una distancia y lo observo. Cuando termina de armarlo se lo mete entremedio de los labios, absorbe y aprieta fuerte el dedo índice y gordo para sacárselo. Expulsa el humo, y ese expulsar me desaloja. Alza la mirada y cuando me ve sonríe, has llegado temprano, afirma, y vuelve a meter el cigarrillo y apretar los dedos, vuelve a expulsar, y siento que es a mí a quien expulsa.
—Lo raro es que tú estés temprano. ¿Te fugaste del banco?
Mueve la cabeza en negación, se mira los zapatos, fuma varias veces y luego aplasta el cigarrillo en el piso. Espera un buen rato para contestarme:
—No necesito fer campana para ver a mi hija, Sara.
—Antes nunca te dejaban salir, o eso decías —esas palabras también son expulsadas de mi boca como sin querer, y apenas las escucho me arrepiento.
No me contesta, se arma otro cigarrillo y es como si se metiera en un ritual que le permite distanciarse de los ruidos: de las sirenas de bomberos, de los homeless hablando solos, las bocinas, dientes que mastican a cada rato un snack o algo, la gente está comiendo todo el tiempo acá, pelotas que rebotan en las canchas de básquet, vasos, lavaplatos, lavarropas, llantos, gritos.
—Sí que hemos llegado temprano —me dice mirando el reloj que se ve raro con el resto de su atuendo. Es un Casio como los que se usaban en los noventa. Tiene calculadora y es de plástico negro.
—Falta media hora, vinimos demasiado temprano, todavía ni nos van a dejar entrar —no sé si acercarme, no sé muy bien qué hacer. Me toco la nariz, me acomodo el vestido, el viento cada vez está más fuerte y lo revuelve. Seguro estoy desprolija comparada a él, y eso que él está despatarrado ahí en la vereda.
Tiene un lunar negro en el tope de la frente, es más grande de lo que se ve. Yo lo he sentido entero, me gustaba jugar con su pelo como un monito aferrado, un bebé con rezagos ancestrales: se dice que a los bebés humanos les encanta jalar el cabello por instinto, nostalgia, quizá, de cuando éramos simios.
Algunas mañanas recorría con las yemas de los dedos su cara y llegaba a la frente, tocaba el lunar. Este hombre con el que no sé ni de qué hablar ahora, dormía en mi cama, en nuestra cama, se alegraba con mi roce, mi sonido en este mundo.
—Perdón —le digo ahí parada—. Por el comentario de antes.
—No pasa nada. ¿Quieres sentarte? —me señala la vereda como si fuera la sala de su casa. Yo me sostengo el vestido y me siento, pienso que debí escoger un pantalón para este día tan ventoso.
Adrià huele a sal: en la tabla periódica NaCl —cuando está en estado sólido sus átomos se acomodan en una unión. Ahora Adrià me recuerda a la tabla periódica que memoricé a los once años para mi clase de química. No me gustaba la materia, pero cuando papá llegaba high yo me metía en el cuarto que compartía con mi hermano y la recitaba en voz altísima: H, Li, Na, K, Rb, Cs, Fr. ¡Cállate!, me gritaba Arón. Be, Mg, Ca, Sr, Ba, Ra. Hay un sonido de esa época que me atemoriza todavía: vidrios rotos cayendo al suelo. Sc, Y La, Ac: mi hermano se pone los audífonos, papá grita que ella no sabe tirar bien, es frígida, es una judía de mierda. Insulta también su pelo, sus ojos y los rollos de gordura. El vaso estampado contra la pared se escucha en la habitación, inclusive cuando recito los elementos de la tabla periódica lo más alto que puedo. A ella no la escucho.
Pero Adrià huele a la sal que me gusta, a esa que le pongo a las cosas ácidas para chupármelas: limón, mango, grosellas, ovos. Alrededor del vaso de michelada, salivo. Es esa sal en abundancia, la que se regala para entrar en una casa nueva, la que se cotizaba alto en la antigüedad.
—¿Y qué hay de nuevo, cómo has estado, qué tal el trabajo? —son muchas preguntas las que le hago, casi sin espacio la una de la otra, porque no tengo ganas de sentarme a su lado sin decir nada. Él no parece tener problema con el silencio entre nosotros porque lo único que hace es aspirar y expulsar, y luego pone música en su teléfono y sube el volumen para que podamos oír los dos. Se escucha mal así que acerco el teléfono a mi oído y él está marcando el compás de la música con la misma mano que sujeta el cigarrillo.
—No sabía que volviste a escuchar a este sujeto —le digo, y trato de percibir las letras que siempre me parecieron tan raras y lejanas. Nunca lo entendí del todo. Quizá nunca comprendí del todo al mismo Adrià.
Observa mis piernas achicando los ojos como si fueran bocas masticando, engulléndome entera. Mi vestido se ha subido hasta arriba, estoy mostrando una tira del calzón rosado que me puse hoy—. Se llama Albert Pla, el «sujeto», —me baja el vestido para cubrirme como si sólo él pudiera mirar ese calzón torta de cumpleaños infantil.
Recién conocidos, intentamos ubicar al otro en un mapa, hacer una cartografía. Suponer las calles por las que transitó cada uno, qué buses tomamos para ir a una escuela. Colegio con patio o edificio. Dónde se compraban las golosinas o se jugaban a las canicas. Él me contó que viajó una vez a Perú con sus amigos y de ahí se tomaron un bus a Montañita. Eso era lo que conocía de Ecuador. Montañita no se parece en nada al resto de Ecuador, o algo así le dije. Pues yo flipé con Montañita, o algo así me dijo. Cuando subí a su departamento supe inmediatamente que era melómano, tenía discos hasta en el baño, en los estantes de la cocina, encima de su escritorio. Si tenías tantos LP por qué no te alquilaste otra cosa que no fuera un studio apartment, o algo así le dije. Con qué dinero, tía, algo así me contestó. Luego puso David Bowie, se sentó en su cama y se armó un chafo. Me preguntó sarcástico si se escucha en Ecuador o si sólo escuchamos a Shakira. Fumando así me fascinó, me monté encima de él, le quité el chafo, fumé y le dije que Shakira es colombiana. Él me agarró fuerte de la cintura, pasó sus manos por mis piernas y me las abrió más, sentí su lengua como un cúmulo de especias alrededor de mi boca. Está con un catalán, como tú, me dijo y me quitó el chafo. Me bajé de sus piernas y fui a subir el volumen, Changes siempre fue una de mis canciones favoritas. Puedes ser mi Shakira, me dijo matándose de la risa y luego dónde estás corazón, ayer te busqué, y después dijo que ese porro lo enrolló, que sólo por eso canta Shakira. Cállate le dije, estás arruinando a David Bowie. Él se recostó en su cama y desde ahí cambió la música. Puso Albert Pla, yo intenté escuchar qué decía esa voz tan rara pero no pude porque Adrià me quitó la ropa, me lamió toda, y yo a él, y sólo pude ubicarlo en mi cuerpo nunca en un mapa.
—Cierto, Albert Pla, antes lo escuchabas todo el tiempo.
—Lo dejé desde que inicié en el banco.
—¿No tienes tiempo ni para escuchar música o qué?
— Es que no compaginan, sabes.
—Pero ahora sigues trabajando en el banco, Adrià, ¿ya no importa que no compaginen o qué?
Él me mira con ojos surcados por líneas diminutas y rojas, y se demora en contestar. Arma su último cigarrillo, quedan diez minutos para que empiece el show de Lola. Le ha salido una cana que brilla y me atrae.
—Echo de menos, Sara. También echo de menos.
Yo paso un dedo por su cana y le acaricio la mejilla, él cierra los ojos, el cigarrillo se consume entre sus dedos. Lo aplasta contra la calle, aleja su cara y se levanta.
—Entremos, ¿vale?
—Sí, claro —me tapo bien con el vestido. El calzón torta de cumpleaños no es suyo. Me levanto y camino delante de él hacia la puerta del colegio de nuestra niña.