14. LAS VACAS

En mis manos se ha quedado el olor a azahar de Adrià. Así aromáticas y herbáceas, a veces me da ganas de arrancármelas. También han aparecido más arrugas, son como pequeñas cunetas que suben hasta los dedos, desembocan en los nudillos. El tiempo de volver se está acortando, las articulaciones se atrofian, no podré llevar flores, hacer una canasta con las manos en una ofrenda a la tierra que me reciba de vuelta. Recibir es un verbo que la gente, a diferencia de la tierra, no sabe conjugar de lleno. La gente funciona mejor en lugares impropios, por cortos períodos de tiempo. Cuando vienen a Nueva York, la transitan de a poco, Broadway y Times Square, saben que van a volver a sus casas. Tienen casas con empleadas que limpian y cocinan a quienes pagan lo mismo que se gastan en un restaurante de Nueva York.

José María me llamó. No sé cómo consiguió mi número. Nunca se me ocurrió preguntarle.

Estoy en Nueva York.

No he hablado con José María desde que salimos del colegio y me fui.

Me mandaron de la empresa.

Es gerente. No sé muy bien de qué.

Me quedo hasta el jueves.

He visto la foto de su esposa con el pelo largo y planchado, rayitos amarillos.

Esta noche no tengo reuniones.

En la muñeca de la esposa un reloj Cartier gigante.

¿Nos juntamos? No te he visto hace años.

Me metí a mirar ese reloj en internet. Tiene un zafiro azul para mover las agujas.

De verdad me gustaría aprovechar que estoy acá.

Veo las fotos en Facebook: 4 hijos hombres, todos chiquitos. Juegan al futbol, se ponen camisetas de Messi.

Te invito al Eleven Madison Park.

Los 6 en una playa de arena blanca, agua traslúcida. ¡Anguilla!, post debajo de la foto. ¡Cancún!, ¡Barbados!, ¡Bahamas! (aclaración: Atlantis).

Tiene tres estrellas Michelin, por suerte conseguí reserva.

Entretienen invitados en su casa con metraje imposible de calcular, césped parecido a los de las canchas de golf, vajillas francesas, licores.

A las 9.

Cómo será José María fuera de la altura. Todo lo que aprendí de haciendas fue con él. Su familia tenía una en Cayambe, dos en Machachi y tres en San Pablo. A los compañeros nos invitaba a la de Cayambe. Repartía habitaciones y caballos para montar. Distribuía ordenes a sus empleados que bajaban la cabeza y se les movían los ponchos. Se cambiaba los zapatos de la capital. Las botas se llenaban de bosta cuando fueteaba a las vacas que miraban con ojos negros, bolas laqueadas. Durante el día cabalgábamos por tierras bien delimitadas con cercas de madera o alambres de púa. Separaban la hacienda de las casas pequeñas construidas a mano. Son tierras infinitas que los de las casas pequeñas no se atreven a traspasar a menos que trabajen en ellas.

En la noche los compañeros mantenían los sombreros, las mujeres se soltaban el pelo, jeans ajustados, camisas blancas metidas al pantalón. Botas de marca extranjera. Yo nunca me planché el pelo como ellas, pero tampoco lo tengo abultado o negro. No me hice rayitos ni tatuajes para delinearme los ojos. Yo no tenía plata pero seguía en el colegio a pesar de que la abuela Hannah ya se había muerto y no lo pagaba más. Arón se encargó el último año.

Nadie sabía encender el fuego, sólo los empleados. Nosotros: quiteños, mimados y patrones, quemábamos marshmellows en pinchos, como le habían enseñado hacer a José María en Culver. Ahora lo replicábamos. Smores: con Hershey's y galletas María. Nos servían canelazos. A mí me empalagaba la mezcla pero él me insistía que tomara. Los papis le dejaban las haciendas cuando se iban de viaje. El alcohol a bocanadas. Los empleados no alcanzaban a preparar lo suficientemente rápido, entonces también tomábamos puntas.

Bolas laqueadas: los ojos de las vacas son completamente negros. Áridos, como desiertos con arena oscura, sin fronteras ni límites. En los ojos de las vacas puedes perderte. Eso me pasaba mientras José María hacía lo suyo conmigo, porque nos apartábamos cerca de los corrales. Tampoco allí encontraba pertenencia pero la altura se me metía a los huesos, el soroche mareaba un poco y respiraba hedor a bosta y eucalipto.

Tengo que sacarme este olor a azahar, por eso dije que sí. Me pongo crema en las manos que están secas, intento cubrir las cunetas.

Uso un vestido turquesa con cuello escotado, sostén de encaje de flores. Tiras delgaditas que se muestran. Me pongo sombras negras en los ojos y un tono claro en los labios. Tomo un taxi, le pido que me lleve al restaurante, no sé muy bien dónde es, en mi vida pensé ir allí. El conductor pone el nombre en el mapa, conversa en hindú, pareciera que habla solo pero sé que tiene el audífono de su celular puesto en el oído. Grita. Abro la ventana y miro las luces.

Al llegar, entro por una puerta giratoria y es un lugar simétrico de azules y grises que se mezclan con marrones, apliques mínimos, sillas tapizadas alrededor de mesas rectangulares con manteles blancos. Los cubiertos brillan en un orden magistral. Hay candelabros colgando de los techos, el bar con botellas también brillantes.

José María se levanta al verme llegar, tiene un blazer negro y debajo una camisa gris, pantalón de tela en forma de tubo en las bastas. Un vaso de whisky con agua gasificada posa en la mesa. Me extiende los brazos y yo para saludarlo le doy dos besos, no sé por qué. El mesero viene a correrme la silla.

—¿Te españolizaste ya? —pregunta el hombre que toreaba en la plaza de su hacienda cuando ya se había tomado suficientes puntas y se ponía bien macho. Antes de sacar a los toros, los empleados se aseguraban de darles palizas con sacos de arena hasta desriñonarles y que casi no se puedan mantener de pie. No podían correr el riesgo de que picaran al patrón.

—¿Por lo de los dos besos, dices? Nada que ver. Adrià no saluda con dos besos.

—Adrià, así se llama el españolete, entonces. Tengo mis informantes de tu vida, pero no me cuentan tanto. Estás hermosa, qué lindo es verte —sonríe y sus dientes son grandes y rectos. Su piel siempre me gustó, es tostada sin sol y radiante. Tiene el pelo corto y castaño, en las patillas le han salido canas que le hacen ver distinguido. Es muy prolijo al tomarse el whisky y sacarse el blazer. Un señor viene a llevárselo, lo pone en un closet, vuelve y nos dice que alguien estará con nosotros en un minuto.

—¿Me llamaste para averiguar cómo se llama el papá de mi hija o qué? —escondo mis manos debajo de la mesa, se siente raro estar acá con él fuera del campo.

El mesero se acerca y lo primero que nos dice es que nos ha escuchado hablando, que si queremos puede pedir que nos atienda alguien que habla español. Yo pienso que sería buena idea, pero José María le contesta en un inglés casi de nativo y sin acento alguno, que no hay problema, que estamos bien así. Luego me pregunta si quiero espumante y el mesero le recomienda un francés, y le explica algo sobre el sabor mientras yo miro a José María que habla de los espumantes como si tuviera un viñedo, y hace preguntas sobre el menú y sobre la decoración, y habla del pueblo en Suiza que es el pueblo donde nació el chef.

José María pidió el menú de ocho pasos de los cuales sólo quise comer tres porque preferí tomarme la botella del espumante. Preguntó por mi madre, que le han dicho que está mejor, pregunté por sus padres, que ahora viven en la hacienda de San Pablo, me dijo, preguntó por Lola, seguro es una belleza como la madre, se pidió dos whiskies más porque no le dejé nada del espumante. Me enseñó fotos de sus hijos, acercó su silla, van al colegio que fuimos. Ese colegio de ricos donde la única pobre era yo, pensé. Un bajativo, me preguntó, ok, un cointreau me pidió, y uno para él. No volvió a mover la silla, me agarró una mano, hicimos chinchín. Me apoyé en su hombro, sigue oliendo a eucalipto, me inventé. La camisa es muy suave, por debajo de la manga un Cartier igual al de la esposa, versión de hombre. Vamos a un bar o a bailar, ¿quieres?, le llaman por teléfono, sale para hablar, miro al mesero, cuenta su propina. Hay aroma floral, ceroso, dulce, polvoriento, y cuando vuelve le digo que al bar de su hotel.

En el taxi piensa mucho antes de besarme, su piel afeitada no raspa. El taxista habla en árabe, grita. José María mete su mano por debajo del vestido, besa un rato y luego para, me mira como si quisiera confirmar que soy yo, sonríe, dientes muy rectos. Su piel tostada es más linda en la noche. Él tenía un auto con el que me iba a buscar cuando yo lo llamaba llorando. Él venía a cualquier hora cuando yo lo necesitaba. Él me sostenía dulce la mano y me enseñaba su cuarto de niño con posters de Star Wars por todo lado. Le pedía a «su» María que nos cocinara el locro porque sabía que a mi me encantaba, que me encantan las papas y el queso. Él me llevaba al mirador Cruz Loma. Ahí se estaba muy alto, ahí había neblina que enturbiaba el auto y se mezclaba con la tristeza.

No me fijo en el nombre del hotel, me siento inundada por el cointreau y el espumante y los platos de comida y un postre que fue subliminal, que tenía chocolate y me alegró la cabeza. También por su brazo alrededor del mío y porque presiona el botón del elevador y me sigue besando y lo siento más fuerte que nunca, ya no como un niño, ya no como en su cama de una plaza, sobrecama tejida por la abuela. Y la alfombra de los pasillos que dan a su cuarto de hotel son tan lujosas, no sé si son persas pero imagino que sí y él ahora está apurado y me jala, el blazer lo tiene en la mano y con la otra abre la puerta, con una tarjetita la abre, y hace un sonido esa tarjeta para avisar que volvemos al pasado, a la adolescencia, entro y miro mis manos y no veo las cunetas porque los cuartos de hotel son siempre oscuros, inclusive este que es tan lujoso que tiene una cama inmensa con sábanas gigantes que se desparraman a los lados cuando los dos nos tiramos ahí y él ya se saca la camisa y es muy prolijo hasta en ese momento. La tira al suelo, se abre el cinturón, no, yo lo desabrocho, también su bragueta y ya no es un chico y está acá sin sus empleados, sin sus caballos, sin sus fogatas y marshmellows, sin los ojos de las vacas, sin su familia perfecta. Él me saca el vestido y se muerde los labios cuando ve el sostén de encaje, dice qué hermosa eres, no, dice qué hermosa sigues siendo. Luego lo saca y me chupa las tetas y yo cierro los ojos y tiro la cabeza hacia atrás, el corre el calzón hacia un lado, y me mete dos dedos y yo estoy chorreada de sudor y de sus babas y no quiero pensar que son babas de hombre casado así que le pido que meta otro dedo y él lo hace y babea más y ahora yo quiero engullir todo lo que él era e incrustarme la sierra adentro para poder llevarla en esta ciudad hasta poder regresar de verdad entonces le pido que me penetre y él cumple con todo lo que le pido, como lo hacían sus empleados. Fuerte, le digo, más fuerte, más adentro–adentro, y busco omóplatos para aferrarme, no los encuentro pero tengo que sacarme a Adrià del cuero, no oler más a azahar sino a eucalipto.

Creo que intenta decirme algo lindo, algo como que sería hermoso que volviera, yo le tapo la boca, quiero que se calle, cállate le digo y recibo la tierra que una vez también fue mía.