Entras al cuarto en el medio de la noche, dices que ves unas sombras y tienes miedo. Te escuché venir, tus pies rechonchos hacen que la madera cruja. El departamento ha quedado grande para las dos. Traes tu shups y el conejo de peluche. Yo me hago a un lado para darte puesto pero te acuestas pegada a mí. Hace mucho calor. Tiro el conejo al suelo.
Siento culpa de tus miedos, te mereces mi cama. Tengo grabada tu cara cuando entraste al cuarto en una pelea con Adrià. Destierro infantil. Las broncas de los padres a tu edad son una indigencia. Dicen que padre y madre son los dioses en la tierra de sus hijos. Yo no soy la diosa de nadie, mamá tampoco pasó esa prueba. Hannah abandonó a sus hijos uno a uno. Yo te puedo contar sobre eso pero tú ya cerraste los ojos, estás calmada. Siento tu panza que sube y baja, me toca la espalda. La que ve sombras ahora soy yo.
Tengo historias incompletas, fragmentos interrumpidos por la imagen de mi abuelo Ernesto con sus párpados que caían, flojos y macizos. Cada vez que me miraba los ensanchaba de forma rara y fue la única manera de saber sus ojos. Eran verdes pasto, pequeños y dulces, como una melodía de piano de Dirk Maassen. El departamento es sin música desde que se fue Adrià.
El abuelo interrumpe, calla las imágenes de Hannah porque yo nunca lo conocí cruel. A mí siempre me amó. Me pregunto cómo se hace para ser persona con unos, y garras, pezuñas y dientes con otros. Como en tu cuento de Sendak, el niño convertido en monstruo. Pero la que escapó allá donde viven los monstruos fue Hannah. Quizá no huía, sólo buscaba a su hijo.
El roce de tu pancita con mi espalda hace que sude demasiado. Tengo empapado el pijama. Me levanto sin prender la luz, miro por la ventana, puntos dorados y azules en una oscuridad que acentúa la sensación de cuesta. Lo que pasó en realidad con Hannah, lo que creo que pasó uniendo retazos, fue que cuando mamá era niña y la tía Lea adolescente, convenció al abuelo Ernesto para acompañarlo a un viaje de negocios. El abuelo tenía que venir a Estados Unidos, pasar por Nueva York y luego seguir curso hacia Virginia y North Carolina. Hannah le pidió quedarse unos días con las niñas en Nueva York mientras él seguía en viaje, y así lo hicieron. Él las dejó, todo pago en el Hotel Americanna. Ella con un beso en la frente y la afirmación de que todo iba a estar bien, keine sorge, schatz, acá estaremos esperándote.
Vuelvo a la cama aunque estoy segura de que no podré dormir. Rodaste a mi puesto, así que te deslizo por el colchón hacia el otro lado. Tu piel está tan caliente, es como si tocara vapor. Te huelo, me aferro para tranquilizarme de la noche sin sueño. Mi abuela se ha tomado la habitación y yo no la quiero acá.
Está empacando una maleta cuadrada y dura. Café.
Pone calzones y vestidos suyos. Y otros de mamá y Lea.
El cuarto de hotel empapelado de verde
color ojos de mi abuelo
las niñas mirando la tele, cuadrada con antenas.
Aparato impresionante para ellas que vienen de Quito.
Los zapatos de taco bajo con punta redonda
prendiéndose a la alfombra
del hall.
Zapatos blancos.
Hannah carga la maleta, mamá y Lea la siguen.
A ella le importa su hijo que regaló:
lovoyaencontrar, se repite en alemán
y no escucha a las niñas que preguntan a dónde son llevadas.
El resto es un bus y una casa de la que no tengo referencia.
New Jersey, Cold Spring, mi madre nunca la nombró
de ahí sólo trajo el inglés que se obstinó en enseñarme como un presagio
el nombre de un árbol: Daphne. Aun no lo encuentro.
Dijo que tenía flores blancas pequeñas con las que se hacía diademas mientras esperaba que volviera su hermana
a quien ya no le interesaba jugar.
Que viniera su papá a buscarla. Ser encontrada.
Ya no espera a su madre.
Tu pequeña mano cae en mi pecho y la tomo como una pregunta que nunca sabré contestar. Te quiero narrar toda la historia pero no la sé, hija. Mi abuelo volvió al Americanna a encontrarse con un cuarto vacío, cambió los pasajes una, dos, quizá veinte veces. Pasó el invierno con nieve, como no lo hacía desde su niñez, cuando fue expulsado. Tenía un abrigo grueso con bolsillos grandes donde metió las manos tiesas. Entumecido buscaba a sus hijas y mujer. A esta imagen la musicalizo también con piano, la cadencia de Adrià siempre aparece aunque no tenga nada que ver. Me pregunto si vendría a buscarte si te llevo, cuando te incaute de él. Si sería capaz de meterme presa, dónde te buscaría. Él también es extranjero, sus afectos somos nosotras, quiero decir, eres tú.
A la tía Lea no le costó vivir seis meses sin su padre. Cuando el abuelo las encontró, y después de un tiempo consiguió devolverlas, ella pidió quedarse. Quería terminar la secundaria acá. Nunca más pisó el Ecuador, dice que el español no se acuerda. Su hermana es un bicho de laboratorio para ella. Terminó en Dallas con sus rollos descomunales de piel y cabeza.
No sé si me he quedado dormida un rato y me desperté convencida de que tengo que llevarte de aquí. Mañana voy a buscar pasajes, planearé nuestra ida. Ahora estás acostada de panza, tus brazos en cactus, dedos abiertos. Acaricio el meñique, diminuto, me invento la flor de un Daphne.
Cuando al fin dio con el paradero de Hannah, desde Ecuador y con detectives, Ernesto volvió a Nueva York. Se presentó en la puerta de esa casa de aire, con policías. Mamá era la única adentro, estaba sola y jugando con un acordeón gigante de su propia abuela que había muerto hace tiempo, y a quien nunca conoció.
Quise saber de mi historia
por medio del acordeón
nunca lo había escuchado bien y le pedí a Adrià que me mostrara.
El acordeón es abuela de mi abuela. Es Viena, otro lugar del que no soy.
O sí.
Me puso Road to Nowhere de los Talking Heads, pero eso contaba más de su historia que de la mía.
Y yo lo amé con un amor que inundaba,
por esos cuatro minutos con diecinueve segundos.
Ahora yo me pego a ti. Tengo que contarte esta historia, así sea incompleta. El abuelo Ernesto, Hannah y mamá volvieron a Ecuador después de arreglar las cosas para que la tía Lea pudiera quedarse. No con Zdenka, la amiga de Hannah, con conocidos del abuelo. Hannah nunca más fue dueña de una llave. El primer terremoto del 87 lo vivió dentro de su departamento en la González Suarez colocada debajo del marco de la puerta, rezando los pocos rezos que recordaba de la escuela hebraica en Viena.
Mamá descubierta de necesidades básicas mientras crecía. Imagino su cara tendida como un plato vacío en la mesa. Hannah nunca pudo dar mucho, ni cuando mamá llegó adolescente y embarazada de Arón a su casa.
El abuelo Ernesto algo hizo hasta su muerte.
A lo de mamá tendré que responder otro día. No apoyes tu mano en mi pecho ahora. Siento mis párpados pesados como los de mi abuelo.