17. AVESTRUZ

De pequeña, cuando todavía vivíamos en esa casa grande con patio verde y dos árboles densos de capulí, mamá no me dejaba mirar a los ojos de los maestros. Hombres que venían a cortar el césped o arreglar: carpinteros, electricistas, plomeros. Hasta que pudo, mamá siempre la estaba arreglando o haciendo una redecoración. En los restaurantes me recordaba que no viera de frente a los meseros tampoco. Esa gente es sucia, decía, se limpian los mocos con las mangas, hacen pis en donde quieren. Se quedan dormidos borrachos en las veredas de cualquier calle y no vale que vean de frente a una niña. A mí eso me daba más curiosidad y siempre estaba espiando escondida. Una vez un maestro se dio cuenta de que lo estaba viendo por la ventana, detrás de la cortina de tela, y me mandó un beso volado. Por supuesto que nunca se lo conté a mamá.

Quizá por eso, cuando recién llegué, miraba siempre para abajo, aunque los maestros, o sea los handymen, se veían totalmente diferente, eran gringos, se vestían con ropa de marca para trabajar, y luego me enteré de que ganan mucha plata por los arreglos que hacen. Y mirando al suelo noté que las aceras son más limpias que allá, pero aún así te encuentras cosas interesantes. Me topé con jeringas usadas, colitas para el pelo, y hasta llegué a encontrar calzones. Además, lo que ya no se utiliza lo dejan en las veredas: colchones, lámparas, veladores, sillas, parlantes, almohadas, cobijas o televisores. Una vez me llevé un iPod. Le compré audífonos nuevos para probar y me sirvió por un año. Escuchaba a los Foo Fighters desde la parada de NewKirk Plaza a la 47–50 del Rockefeller, luego caminando hasta Piacere, el restaurante italiano donde conseguí mi primer trabajo en Nueva York. El busboy, luego de algunos meses de que yo entrase a trabajar allí, una vez me preguntó si estaba triste o qué, me invitó a tomar cervezas luego del trabajo y me dijo, riéndose, que parecía un avestruz. Me contó que había dejado tres hijos en San Salvador, que era demasiado pelado cuando los tuvo pero que sí les mandaba dinero. Los había dejado chiquitos y la madre ni le enviaba fotos, así que no sabía muy bien cómo serían en ese momento. Aunque no se los imaginaba tan bonitos. Que tenía una pareja portorriqueña acá y estaban esperando una hembra. Lo de hembra, me explicó, es como llama al bebé su mujer de acá, porque en El Salvador no se dice así. Me hizo reir y alzar la vista por un par de segundos, y le acepté ir a tomar las cervezas. Era un poco más alto que yo, tenía puesto un hoodie amarillo y pantalones flojos. Se peinaba con gel, y se le formaban dos hoyos en las mejillas cuando sonreía. Fuimos al bar de al frente, se nos sumó una de las meseras, Meghan. Pedimos unas PBR en lata que me parecieron demasiado suaves, no me llenaban. Ernie, se llamaba el busboy, originalmente Ernesto, igual que mi abuelo. Ordenaron también unas onion rings que no comí, más cerveza y luego una ronda de shots de Southern Comfort con limón.

Vi a Ernie bailar con cada canción que ponían y a Meghan reírse y tratar de mover las caderas como él. Yo me mantuve sentada en el banco alto del bar durante toda la noche, y cuando Ernie vino a bailarme adelante, pedí otro shot de Southern Comfort. Ahí me animé a alzar la mirada y me topé con sus ojos. Dos pelotas minúsculas donde casi no cabía su color: marrón oscuro. Pestañas tan largas que desentonaban completamente con el resto de su cara. You have pretty eyes, avestruz, me dijo y se fue a bailar con Meghan. Se movía con todo su cuerpo, agarraba a Meghan de la cintura y cantaba a todo pulmón She’s Crafty de los Beastie Boys. Su piel parecía arenosa con las luces del bar. Tenía brazos fuertes y velludos. Cuando volvió y me dijo lets get out of here, avestruz, me acordé de mamá y de los árboles de capulí, de las dos canastas que sacaba para recoger los que se caían al suelo, de cómo lloró debajo de uno cuando nos quitaron la casa y papá se fue. Los maestros que venían a cobrar, ella que nos gritaba que nos quedáramos en nuestros cuartos, la camioneta que alquiló para la mudanza en la que tuvimos que sentarnos los tres adelante, al lado del chofer que ponía Nuestro juramento a todo volumen y a quien yo, por supuesto, tenía prohibido mirar. Atrás iban sólo las cosas que nos pudimos llevar tapadas con un plástico, el televisor en caja y las canastas con los capulíes.

Ernie se arrimó a la barra y yo olí su cuello brotado de sudor, me repitió, vámonos de acá. Yo levanté su quijada para mirarle fijo a los ojos, pasé una mano por su pelo, rocé sus cejas y me bajé del banco. Cerca, muy cerca de su oído, como queriendo beberlo, le dije, yes, lets get out of here, y nos fuimos.