Camino a casa de Adrià, voy a buscarte. No tomaré el subway, salgo con tiempo. Cruzaré el puente, llegaré a ti, a ese hermoso departamento con instrumentos musicales y afiches, un cuarto hecho a tu medida: cama alta con cajones para guardar, un pequeño escritorio para cuando crezcas y tengas deberes. Un altillo para que juegues, papel tapiz sueco con ilustraciones tan finas como velos. Interiorista, acomodar espacios para quedarse, más imposible el regreso desde nuestra separación.
En Prospect Park hay un viejo tocando el piano de madera clara. El hombre tiene la barba sucia y blanca y un sombrero de policía. Levanta muchísimo los dedos cuando toca, es como si les pegara a las teclas. Algunas personas nos hemos parado a escuchar, a un lado hay una mujer de rastas y pantalones anchos de colores haciendo burbujas gigantes que los niños intentan atrapar. Pasos, risas, las burbujas se revientan. El piso queda empapado.
El sonido del piano abre mi pecho. Entran las hojas caídas de los árboles: marrones, verdes, amarillas, grises, vino, rojas. Me invade el otoño, me puebla este lugar del que no soy, los colores explotan. Extraño la casa de los tres.
Reconozco la canción, Dirk Maasen. Martilleos que crean notas graves irrumpen por un oído y el otro detecta las notas finas. El piano es uno de los pocos instrumentos capaces de generar las dos al mismo tiempo. La ciudad se regala a sí misma, te entra por espacios de piel. Soy porosa. Me niego a que ingrese, pienso que volveré al lugar donde le regalaban frutas a mamá. Una yapa para los guaguas, un racimo de plátano o unos verdes para los chifles. El ají en bolsita de plástico.
No podemos, Lola, no podemos volver a ese lugar porque ya no existe.
Ya no sé nada de allá. Arón nunca se comunica. No sabemos ser hermanos. Mamá es la que dice que él se encarga de todo. Le ha comprado un terreno, va a construirle una casa de una planta para su silla de ruedas, para desplazar mejor el oxígeno, para los ejercicios de articulaciones, las fisioterapias, los traslados. Yo no sé cómo está ella ni cómo está nadie. Todo es a través de una voz, a veces por una cámara, nada seguido. Yo quisiera ver cuerpos, palpar a mamá, su vejez.
Le digo que cuando vayamos le plantaremos un árbol de capulí. No sé bien quién descuida a quién: no vengas, es muy caro. No tienes nada que hacer acá. Este país es una mierda.
No vengas, el otro día se metieron a la casa del vecino. Le violaron a la mujer, no vengas. Es inseguro. Nadie hace nada. Cualquier trámite es una hazaña, ninguno se hace cargo.
No vengas, las calles huelen a hornado y pis, la basura se mete a las alcantarillas y las tapa. Hay raposas por todo lado, no vengas. Le rompieron el vidrio del auto al Arón para sacarse la bolsita de gamuza, esa azul, ¿te acuerdas?, donde guarda los talit, no vengas. Los ladrones se han de ver quedado secos cuando abrieron la bolsita elegante y se encontraron con unas telas blancas que no les sirven para nada.
No vengas a tu edad. No hay hombres solteros, los divorciados tienen que dar plata a los hijos, no vengas, te vas a quedar vistiendo santos. Este no es lugar para Lola. Ni para ti.
No vengas, ya has de conseguir alguien allá, uno mejor que el español que no se baña. Ya no sabes cómo son las cosas, la corrupción. No vengas que la educación es mala, les meten cosas al cerebro.
Allá hay más oportunidades, no vengas. A Lea le ha ido mejor que a mí, que no tengo nada. Ya no dejan ni divertirse, cierran los casinos, acá hay que dedicarse a tejer. Yo no sé tejer, quizá por eso no soy buena abuela.
No vengas, el otro día balearon a un tipo en el Parque de la Carolina, lo leí en El Comercio. Hay sicarios ahora, no vengas. Teniendo todo allá, no vengas. Ni se te ocurra venir sin Lola, eso es abandono. Te la quitan, te la va a quitar, no vengas. Quédate, ya eres más de allá que de acá, no vengas a este hueco.
El viejo se saca el sombrero y pide monedas. Miro el reloj, camino lo más rápido que puedo. En una banca hay una mujer dormida, cuando paso a su lado huele a húmedo y yo me toco los brazos porque siento como si estuvieran mojados, con agua chorreando. Pero estoy seca y muevo los pies con fuerza, hacia ti, hija.
Antes de entrar al Manhattan Bridge voy al deli, tengo sed. Deme una Güitig le pido al señor que está detrás del counter. Aquí no hay Güitig, contesta con acento cuencano. Vaya a Astoria, ahí consigue. Un agua con gas, le digo. Tenemos Perrier o Pellegrino. Cualquier, fría. ¿De Quito es usted, señora?, asiento con la cabeza. No parece. Salgo chupando la Güitig que dice llamarse Pellegrino.
Al frente mío en el puente me pasa una mujer que carga gemelos pequeñitos y calvos. Uno en cada brazo, animala. Los pies de cada bebé se enrollan en sus caderas como ganchos sujetados a la pared. Yo me paro en el filo del puente, quiero ver el East River. Ella sigue su camino, bebés a cada lado, en su espalda una mochila tan grande como una casa. Me entran unas ganas bruscas de escupir, me aseguro de que nadie me vea y lo hago. No llego a divisarla cuando cae, pero imagino la saliva mezclándose con el río, agua que entierra. El agua es un cementerio, tantos huesos y cadáveres en el mar que desemboca en ríos. Migraciones de animales, sobrevivir es una suerte.
Tengo que pasar por Chinatown, me paro a ver las maletas. Las muevo para ver si las ruedas sirven. El dueño del local me grita que no toque la mercadería, su hijo pequeño viene gateando, tiene mocos color esmeralda en la nariz, como corrientes pegajosas. El hombre agarra al bebé con fuerza, le grita algo en chino, pienso que la criatura se va a poner a llorar pero no dice ni mu, abre los ojos negros, acaricia la nariz de su padre. Dicen que a veces los niños se retrasan en hablar cuando los padres les hablan en un idioma diferente al de su alrededor. Tú no te atrasaste para nada, decidiste muy pronto adoptar un lenguaje que no es mío. ¿Me hablarás español, Lola, o el inglés te ha poblado? La lengua es una cuna, una madre que te envuelve. Apoyo mi lengua en el paladar, hago un rollito con ella. Lengua madre.
Con qué lenguaje te cuento que el mundo se ha roto.
Mulberry Street huele a la salsa del pescado que me hace acuerdo a cuando te parí. Nació de mí una montaña con cúspide perfecta como la del Cotopaxi. Mirarte como se lo mira al volcán, de mis ojos brotan pétalos de todos los tonos de verde, soy espesura porque existes. Entro a un tai, me dan unas ganas inmensas de comer con las manos, es muy temprano para la cena, muy tarde para el almuerzo, así que no hay nadie. Me traen un plato lleno de fideos con brotes de soya encima, las manos se me llenan de aceite me mancho todo el borde de los labios. Paso mi lengua para limpiarme. Lengua madre que quiere asear. Higiénica. A la mesera ni a nadie le importa cómo se come, apenas termino viene a retirar mi plato. Me fijo en sus manos, tienen cortes, granos: urticaria. Sus manos erupcionaron como un volcán, la lava volvió a meterse por la piel y se convirtió en rocas. Puños migrantes. Mientras lleva los platos conversa con el cajero en tailandés, grita, las rocas de sus manos son moluscos.
Miro el reloj, todavía queda tiempo, Adrià me dijo que a las seis te pase a ver. Pido un té helado, me pregunta si quiero ceylan o assam, le digo que con cualquiera y ella se va con sus manos acéfalas. El té llega anaranjado y oloroso, huele a anís y tamarindo, y yo recuerdo cuando eran las épocas de tamarindo en Quito y mamá compraba unas bolsas gigantes, las dos nos sentábamos en la cama y pelábamos con las uñas las cáscaras fuera de sus vainas, escupíamos las pepas en una servilleta. Devoradoras hasta que nos aparecían llagas y ampollas en la boca de lo ácidas. Cascaritas quedaban en el piso, Arón las recogía, las raspaba de la alfombra vieja. Un gato pulgoso que vivió con nosotros unos meses se las comía, su lengua era una lija. Tomo un sorbo, la leche condensada excede, es la reina en el té. Manda, decide quién entra y quién no, los otros sabores migrantes. Me da un brote de energía, me paro a pagar y salgo. Huele a calle, aspiro, soy un árbol con poca clorofila, hojas naranjas como las del té. Mis fosas son unas traidoras.
Ya estoy muy cerca del departamento de Adrià, tengo que seguir por Leonard recto. Antes entro a un parque llamado Columbus, miro un partido de básquet de unas adolescentes. Me impresionan, son hermosas con sus rulos y sus lacios y sus shorts y sus sacos holgados con capuchas y bolsillos canguro. Las manos grandes que arranchan la pelota. Las del banco cantan canciones de hip–hop, una de ellas hace trap en español, mueven los brazos y se ríen, yo, yo, yo, chicas de ciudad.
Igual que tú, Lola, igual que tú.
24 Leonard Street, piso 4: timbro y no contestan. Son las 6 en punto, camino hacia la esquina y vuelvo. Timbro. Mensaje a Adrià: estoy abajo. Me siento en la barandilla de la puerta. Un hombre sale apurado, se molesta porque impido su paso. Me encojo, reviso el celular. Mensaje a Adrià: ¿dónde están? Me dijiste que viniera a las seis. Me levanto a caminar de nuevo, me tuerzo el tobillo en las piedritas. En la esquina hay un hotel, salen unas sesentonas elegantes, yo vuelvo a sentarme en la puerta del edificio. A las seis y diez me contesta Adrià perdona que vamos tarde, te dejo una canción de cuna perfecta para esperar en mi calle. Mensaje de Adrià: Lullaby, de Leonard Cohen. Hago clic: Well the mouse ate the crumb, then the cat ate the crust, now they’ve fallen in love, they are talking in tongues.
Hablar en lenguas,
hablarte en lenguas,
hablar con la lengua.
Decirte que este mundo se ha roto.
A las seis y veinte los veo venir, Adrià jala una maleta con ruedas, tú llevas una mochila. Tu risa sosiega, es mi canción de cuna. No tengo idea de dónde vienen, Adrià no me dijo nada de un viaje. Cuando me ves, vienes corriendo y me abrazas, manos como garras, te acaricio, te palpo, te arrullo. Puja a posar–te la pijama, te dice Adrià, y te abre la puerta. Lamento llegar tarde, me dice. Entra, que arriba te lo puedo explicar todo, dice. Sé que desvía su mirada porque no soporta verme cuando me hace daño.
Yo voy por las gradas, tú y Adrià se suben al ascensor que es demasiado moderno para la ciudad. Presionas, imagino, el número 4 y te apoyas en Adrià. La puerta se cierra. Pediré explicaciones arriba, pero no delante de ti. No hay mucho que se puede decir, mientras subo esos cuatro pisos me doy cuenta de que no soy la única que te puede llevar. Todas las hojas que entraron en el pecho cuando escuché el piano caen en las escaleras, quedan marrones, verdes, amarillas, grises, vino. Rojas.