Una antigua manera de ser feliz ha llevado al mundo al borde del abismo; una nueva manera de ser feliz puede salvarlo. Éstas son afirmaciones drásticas, pero si son verdaderas puede sobrevenir un gran cambio, y su efecto sólo podría ser positivo. Todos los problemas que vemos a nuestro alrededor son resultado de las elecciones de los individuos. Sin importar cuán grande sea el desafío, desde el calentamiento global hasta las armas nucleares, desde el sida hasta la sobrepoblación, la semilla del problema fue la decisión de actuar de cierta manera. Al momento de tomar la decisión, la persona quería crear más felicidad o evitar la infelicidad. La pregunta es cómo hacer elecciones conducentes a la felicidad y no a desastres imprevistos.
Tal cosa no puede ocurrir si la felicidad se define a la manera antigua, aunque parecía segura. Poseer un auto y trasladarse con él al trabajo hace a la mayoría de las personas más felices que caminar. Tener un hijo hace felices a las parejas casadas. Hace años, rastrillar las hojas en otoño y quemarlas en una pila era la marca de un ciudadano responsable. No obstante, a la larga estos simples actos provocaron problemas mundiales. A la felicidad también se le puede responsabilizar de la conducta autodestructiva. Por ejemplo, durante la Guerra Fría la acumulación de armas nucleares empezó como una manera de mantenernos seguros, pero pronto Estados Unidos y la Unión Soviética alcanzaron la “destrucción mutua asegurada”, lo que significa que el lanzamiento de un primer misil hubiera desencadenado una serie de sucesos que aniquilaría ambas naciones.
Incluso antes del calentamiento global y la carrera de las armas, las personas hacían elecciones en pos de la felicidad y que en realidad no conducían a ella. La antigua manera de ser feliz suponía creencias y condiciones que indefectiblemente producirían infelicidad:
Un número incalculable de personas busca la felicidad sin cuestionar ninguna de estas creencias, pero no habrá felicidad en el mundo hasta que rompamos el hechizo. Permíteme contarte una anécdota personal que me ayudó a romperlo. Yo había llevado a mi nieta de seis años a la playa y la miraba jugar junto al mar. Cuando se me acercó para que la secara, me incliné sobre ella y percibí el olor del agua salada en su cabello. Cuando la llevé a su casa, se despidió y le di un beso en la mejilla, que conservaba el sabor salado del agua.
De repente me di cuenta: “Aquí está la unidad de la vida”. La sal del océano es la misma que corre en todos los seres vivos. El simple acto de oler el mar lleva una nube de moléculas de sal a nuestro cuerpo, y cuando besamos a otra persona en la mejilla, el sentido del gusto lleva más moléculas de su cuerpo al nuestro. No hay nada que no se comparta. Cuando olemos el humo de un cigarrillo, inhalamos partículas de aire contaminado que estuvo en los pulmones de otra persona. En todo momento estamos inhalando virus que incubaron en las células de otras personas. Estos microorganismos dañinos son responsables de la circulación mundial de ADN de una forma de vida a otra. En el poema Canto de mí mismo, Walt Whitman dijo: “Y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también”.
Estamos ineludiblemente trenzados en el tejido de la vida. Piensa en un árbol del África tropical, en una ardilla de Siberia, en un camello de Arabia Saudita, en un campesino chino cosechando arroz o en un chofer de taxi que pasa zumbando por las contaminadas calles de Calcuta. En tus tejidos hay materias primas que estaban circulando en esos cuerpos hace menos de 20 días. Tu cuerpo no es tuyo. Nunca lo fue. La matemática de la desintegración radiactiva revela que cada uno de nosotros tenemos en nuestro cuerpo al menos un millón de átomos que alguna vez estuvieron en el cuerpo de Cristo, Buda, Gengis Kan o cualquier otra figura histórica. Tan sólo en las últimas tres semanas han pasado por tu cuerpo mil billones de átomos que antes circularon por todas las especies de seres vivos del planeta.
Este intercambio se extiende a los niveles más sutiles de la existencia. Los pensamientos circulan por todo el planeta gracias a internet, y entran a otros sistemas nerviosos que los absorben. Los aparatos de comunicación funcionan con electricidad, y ahí también somos parte de un campo de energía y de un campo de información. Asimismo, nuestras emociones no están confinadas a nosotros. La ansiedad por la crisis económica ha llegado a todos los hogares del mundo y ha producido reacciones compartidas por miles de millones de personas. Cuando sientes que tu presión sanguínea aumenta, tu pulso se acelera o se te hiela la sangre, las mismas reacciones están afectando a todos los que comparten esa ansiedad.
Yo he expresado esta idea muchas veces y de varias maneras, pero en aquel momento, al ver a mi nieta bajar del auto y correr hacia su casa, el impacto fue innegable. Comprendí al instante que no podría ser feliz en aislamiento, y mucho menos alcanzar la iluminación. Puedo buscar refugio en la ilusión de que “yo” estoy separado, que “yo” puedo competir contra un “él” para obtener lo que quiero, y que uno ganará y el otro perderá. Pero este refugio es el lugar más peligroso que puede haber. La idea de la separación nos hace tomar decisiones que al final se vuelven contra nosotros. Y todo porque las moléculas de sal flotan del océano a un cuerpo humano, y luego a otro y a otro más, sin cesar.
Siempre procuro recordar unas palabras del físico y astrónomo inglés sir James Jeans: “En la realidad más profunda […] bien podríamos ser miembros de un solo cuerpo”. Éste es el primer principio de la nueva felicidad perfilada en este libro. Rompe el hechizo de la separación; ello hace posible la sanación del mundo en un momento de gran inseguridad y crisis.
El segundo principio es que todos existimos en todos los demás, pues el aire, la comida y el agua que tomamos y expulsamos están en circulación constante.
El tercer principio es que esta circulación constante es un proceso. La naturaleza actúa como un todo, sin dejar un solo átomo fuera de su tejido.
Si estos principios son ciertos, un cambio de conciencia es la única manera en que puede alcanzarse hoy la felicidad sin que la desdicha venga en el futuro. Actualmente, la felicidad de las personas depende de que otro sea infeliz (por pobreza, explotación, guerra, crimen y división de clases), o bien de que cerremos los ojos ante la fragilidad de la felicidad actual frente a un cambio en el futuro.
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A todos nos favorece crear una felicidad auténtica y duradera. A muchas personas la frase “la felicidad sanará al mundo” les parece exagerada e ingenua. Y es cierto que un sentimiento agradable o la satisfacción personal no pueden sanar al mundo, ni mucho menos. Pero en un nivel elemental, las personas felices no elegirían desarrollar armas químicas, organizar movimientos terroristas, torturar o desatar guerras. Si por lo menos un pequeño grupo de personas encontrara su ser verdadero y así alcanzara la felicidad que no puede arrebatarse, vivirían en un nivel profundo de la conciencia. Desde dicho nivel, la influencia emitida hacia su entorno sería profunda.
Estas personas aportarían a la conciencia del mundo un elemento que podríamos llamar coherencia. (En una era religiosa lo llamaríamos santidad, pureza o la paz que sobrepasa todo entendimiento.) Tal es el estado fundamental de todos porque la coherencia es innata; ninguna célula de tu cuerpo podría mantenerse viva por tres segundos si la vida no fuera sistemática, organizada, equilibrada y si no estuviera interconectada. En el nivel de la conciencia, ser coherente contigo significa:
Estas características no deberían ser la excepción, pero lo son cuando las personas son infelices, y su incoherencia se propaga a su alrededor. La incoherencia individual produce un estado de caos, confusión y conflicto. A partir de ese estado, que todos hemos conocido, los problemas del mundo surgen tan indefectiblemente como el día sigue a la noche. Cuando le preguntaron a J. Krishnamurti cómo podría evitarse la guerra, él respondió con profundidad: “Cambia tú. Tu ira y violencia son la causa de todas las guerras”. El mundo ha permitido que la incoherencia se propague como una pandemia. Ahora debemos probar si la coherencia puede producir el efecto contrario: terminar con el caos, los conflictos y la confusión en una escala global.
Siempre hemos sabido que dependemos unos de los otros para nuestro bienestar emocional y físico. Un comentario negativo de otra persona puede provocar un caos físico en tu cuerpo; un comentario positivo puede convertir el caos en armonía. Emociones como el amor, la compasión, la empatía y la alegría devuelven el cuerpo a un estado de equilibrio conocido como homeostasis, en que se activan los mecanismos de autorreparación dando como resultado la sanación biológica. Si mantuvieras dicho estado de bienestar y yo estuviera cerca de ti, reaccionaría del mismo modo. Mi fisiología reflejaría la tuya.
La verdad subyacente parece innegable: mi felicidad puede sanar a otra persona tal como me sana a mí. La contribución más importante que puedo hacer para la sanación de nuestro planeta es ser feliz. Al propagar esa felicidad en donde quiera que vaya, suscito una respuesta sanadora. Es fundamental comprender que nada de esto exige hacer algo especial; no tenemos que concentrarnos en actos de bondad, aunque si surgen como expresión espontánea de tu felicidad, qué mejor. No es mediante palabras ni actos que promovemos el cambio más profundo a nuestro alrededor. Como dijo Ralph Waldo Emerson: “Lo que eres está gritando tan fuerte que no puedo escuchar lo que dices”. Mientras más intensa sea tu felicidad, mayor será su efecto sanador.
La influencia sanadora de la felicidad viaja a la velocidad de la luz, literalmente. Como un pensamiento estimulante que viaja en internet y llega a millones de personas en cuestión de horas, la felicidad de una persona no tiene límites. Se multiplica exponencialmente como una infección benigna, suscitando orden en vez de desorden, unidad en vez de separación. Así pues, en lugar de aferrarte a una identidad limitada, mírate en una escala global, como parte del cuerpo, la mente y el espíritu ampliados de la humanidad. Una matriz que está más allá de cualquier campo de energía o de información nos mantiene unidos. Es un campo espiritual. Es la manifestación de lo que las religiones llaman la mente de Dios.
Ahora la visión está completa. Como afirmó el antiguo filósofo Plotino: “Nuestro afán no es sólo estar libres de pecado sino ser Dios”. La existencia más feliz imaginable es vivir en la mente de Dios, una mente por completo humana, como siempre lo quiso Dios. Todo lo que tememos y deseamos cambiar puede transformarse mediante la felicidad, nuestro más simple anhelo y también el más profundo.