9

—Cuidado, está caliente —dijo al pasarle la taza de té—. Te gustará. Bebí mucho té mientras asistía a terapia.

Cuando notó que estaba un poco menos caliente, Charles le dio un trago al té. Tenía un ligero toque a vainilla, canela y a algo más que no supo identificar.

—¿Cómo es? —inquirió él.

Anna frunció un poco el ceño.

—Es caliente, dulce y muy relajante.

Charles le sonrió burlón.

—No hablaba del té.

A Anna le costó un minuto entero comprenderlo. Le dio un pequeño sorbo a su té y después dijo:

—Es el infierno —afirmó con vehemencia—. Literalmente el infierno. La comida era muy mala; la ropa, incómoda; la cama, muy dura, y las demás reclusas, una pesadilla. ¿Has visto esas películas donde meten al protagonista en la cárcel y tiene que aguantar al tipo enorme y feo que no deja de hacerle la vida imposible?

Charles asintió.

—La ficción no está tan alejada de la realidad. Lo hacen para marcar territorio. Hay presas que se creen dueñas de la prisión.

—¿Te topaste con alguien así?

—Con dos.

Dejó la taza en el suelo y trazó una línea diagonal en la parte baja del vientre.

—Esto fue en las duchas. Era una mujer bastante ruda y se enfadó porque le dije que no quería compañía en mi cubículo.

Charles frunció el ceño.

—¿Solo por eso?

—Sí. Afortunadamente, fue tan solo el roce de la navaja. Me quedó cicatriz porque tengo la piel delicada.

—¿Y cómo consiguió la navaja?

—Las guardias de la prisión. La mujer tenía recursos.

—Yo tengo recursos —gruñó él, molesto.

Anna no llegó a escucharlo. Estaba concentrada en olvidar los días que estuvo en la cárcel, presionando a su mente para que pensara en cualquier otra cosa.

Charles percibió su tensión. Probablemente porque de repente notó tensión en el ambiente y, también, por los hombros rígidos, incluso por la delgada línea que se le había formado en los labios.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo—. Si te retiraron los cargos y quedó comprobado que no causaste el accidente, ¿por qué tienes prohibido correr en carreras oficiales?

—Porque el coche era mío. Concluyeron que di mi autorización para el uso del arma utilizada en el accidente. Indirectamente fui cómplice.

—Correcto. Eso es estúpido.

Anna agitó los hombros, fingiendo indiferencia.

—Yo no hago las leyes.

—Mmm.

Charles soltó un resoplido.

—Era un coche, no un cuchillo —gruñó.

Anna soltó una carcajada.

—Eso mismo le dije al juez. Después mi abogado me llamó la atención por haberlo hecho. Me dijo que esa aclaración me hacía ver culpable. Algo así como que intentaba justificarme o quitarle importancia. —Soltó un largo suspiro—. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.

—Te refieres a mí —musitó él burlón.

Ella torció la boca para no reír.

—No eres mi enemigo, solo el tipo de hombre por el cual siento algo de rencor.

—¿Podría saber por qué?

—Porque te tomas a las mujeres como un juego.

—No es cierto...

—¿Cuándo fue la última vez que miraste a una mujer a los ojos y pensaste que ella merecía algo más que pasar solo unos minutos de placer contigo y luego marcharse?

—Hasta ahora, ninguna se ha quejado.

Anna agitó la cabeza.

—No entiendes la lógica de las mujeres. Somos expertas fingiendo estar bien cuando en realidad no es así.

—Siempre hablas en plural, como si pertenecieras a un clan.

—Eso se llama empatía. Deberías intentarlo.

Él hizo un gesto de desaprobación. Anna apartó la mirada lentamente.

—No he estado con un hombre desde hace cinco años —admitió Anna en un susurro.

«Oh, Dios. ¿Por qué he dicho eso?».

Charles la miró de reojo. Notó su pequeño rubor en las mejillas que intentó disimular mientras dejaba la taza en el suelo. Él hizo lo mismo con la suya.

—El juicio desempolvó muchos secretos —dijo—. Antes de que me leyeran la sentencia, Carter fue a verme.

Los ojos de Anna se empañaron por una capa cristalina.

—Soy de ese tipo de mujer que lo da todo en una relación —sollozó. Al notar que las lágrimas desbordaban sus ojos, se las secó con los dedos—. Pero supongo que no doy lo que un hombre en realidad quiere. Por eso no le importó mentir y echarme la culpa si eso le permitía salvarse de la cárcel.

El rostro de Charles era inexpresivo.

—¿No has pensado qué lleva a una mujer a pasar una noche de sexo exprés con alguien? —continuó ella—. Es que por alguna razón creen que el sexo es una necesidad exclusiva de los hombres. Nosotras también queremos sentirnos mimadas, saber que podemos despertar algo en alguien, pero con Carter, de una u otra forma, siempre me sentí tan poca cosa, tan poco mujer...

—No creo que lo seas, Anna. —Le sostuvo la barbilla con los dedos—. Me pareces una mujer demasiado fuerte para tener ese tipo de pensamientos.

Ella soltó una risa falsa.

—No lo soy.

—Anna, por supuesto que lo eres. ¿Cómo puedes dudarlo?

—En el fondo sabes que no lo soy.

—¿Y desde cuándo te importa lo que yo piense?

Agitó la cabeza frenéticamente.

—No deberías tratar de hacerme sentir mejor. Tú eres quien tiene problemas. Además, siempre, desde el principio, he sido muy arisca contigo.

—Supongo que debo reconocer que tampoco soy un hombre fácil.

—Eso es verdad.

Él dejó escapar una risotada. Al mirarla a los ojos, vio algo que le secó la boca.

Desde que la conoció, Anna le había parecido una mujer fuerte, de esas que plantaban el pie y se hacían sentir. Quizá no tenía mucho dinero ni usaba elegantes vestidos ni peinados sofisticados, pero definitivamente tenía carácter. Sí, ella sabía cabrearlo de verdad, pero le había demostrado que era lista y que tenía algo que él no tenía: un corazón.

Pero allí estaba ella, llorosa y temblorosa, tan rota como él hace unos minutos. No importaban el dinero, los lujos o las comodidades. Era como ella, un alma frágil y rota, con un gran dolor en el corazón. Eran dos almas perdidas.

La piel que aún tocaba la suya comenzó lentamente a picarle. Extendió el pulgar por la suave mejilla de ella y Anna, cerrando los ojos, dejó que la caricia le alborotara la piel. Mientras lo hacía, se preguntó qué estaba sucediendo. ¿Por qué la tocaba así, como si pudiera romperse?

—¿Qué cambió, Anna?

Ella se dejó llevar por la suavidad de su voz.

—Podríamos intentar despedazarnos día y noche, tratar de humillarnos el uno al otro, pero creo que estoy cansado de hacerlo. ¿Lo hemos estado haciendo durante cuánto tiempo? ¿Un mes? Es agotador. —Anna asintió lentamente—. Tenemos diferentes puntos de vista. Por eso discutimos.

—Yo tengo el punto de vista de un ciudadano medio que trabaja y tú el de un niño privilegiado.

Ese comentario debería haberlo hecho cabrear, pero en ese momento... solo había conseguido hacer que sonriera. Experimentó una dicha desconocida mientras la miraba.

Se inclinó hacia ella y la besó.

Anna explotó y lo hizo muy lejos, en campo abierto, donde no había nada, solo ella. Un sabor nuevo invadió su boca y sacudió su capacidad de raciocinio. Contuvo la respiración y permaneció quieta. ¿Qué estaba pasando?, se preguntó. Supuso que estaba teniendo uno de sus viejos ataques de pánico que le hacían imaginar cosas, porque de ninguna otra forma Charles podría tener sus suaves, dulces y cálidos labios junto a los...

Abrió los ojos de golpe y soltó el aire dentro de la boca de Charles. Eso fue todo lo que bastó para que él quisiera más, porque más era lo que él quería y era más lo que ella quería darle.

Los largos brazos de Charles acunaron cuidadosamente su pequeña cintura y la atrajeron hacia él, hasta que el cuerpo de Anna estuvo montado sobre el suyo, con ese par de piernas a un lado de su cintura. Anna extendió los brazos por encima de su cabeza, acomodándolos alrededor de su cuello. Se le subió el vestido, y más de esa piel que Charles se moría por tocar quedó expuesta. Aun así, sus manos siguieron aferradas a su cintura, como queriéndose asegurar que de verdad la tenía sobre él. Maldita sea, pero qué duro lo ponía su cercanía.

Anna gimió cuando abrió más la boca para recibirlo. Dios, sabía tan bien que sentía la amenaza de una explosión de bomba dentro de ella. Y luego lo hizo, pero esta vez estaba decidida a llevárselo consigo. Así que explotó una vez más, y otra vez, y otra vez. Explotó total e irracionalmente, aferrándose a él con desesperación. La poseía una boca experta que la calentó como si se encontrase en un horno de fundición. El calor del beso se extendió por cada pequeña parte de su cuerpo, metiéndose en su sangre, y temió que jamás pudiese conseguir apartarse de él.

En su mente aturdida, muy lejos de allí, se preguntó en qué estaba pensando al dejarse besar por Charles, el mayor mujeriego de Inglaterra, su némesis. Pero ahí estaba, aferrándose a él como si en ello le fuera la vida. Maldita sea, pero se sentía muy bien, como si una chispa hubiera devuelto a la vida a su viejo y triste motor.

Los pensamientos de Charles quedaron en blanco apenas tocó sus labios. Quiso convencerse a sí mismo de que fue un impulso estúpido provocado por la vulnerabilidad del momento, pero a medida que el beso se iba prolongando y que ella estaba más y más unida a él, sabía que estaba perdido.

¿Qué estaba pasando? Esa mujer era un dolor de cabeza, sin contar con que era terca y descarada. Pero, maldita sea, que el cielo lo amparara. Anna podía ser veneno, pero era incapaz de apartarse de ella. No podía...

—Anna... —gimió.

Oh, qué maravilloso sonaba su nombre con aquella voz tan ronca. Anna se sintió presa de la excitación.

Escuchó la voz de Charles muy lejos, pero la notó ahogada y profunda. La piel se le erizó, pero no pudo detenerse. Solo quería continuar allí, caliente en sus brazos, flotando en una fantasía que era sin duda mucho mejor que la realidad. Por unos minutos, volvería a sentir lo que era ser deseada por un hombre. Después, al despertar, sería de nuevo lanzada a la caldera y el dolor sería peor, pero al menos habría alcanzado el cielo antes de volver al infierno.

Sin embargo, a continuación deslizó sus pequeñas manos por el cuello de Charles y las presionó contra su pecho para apartarse de él.

—No —gimió temblorosa—. No... No... Lo siento.

Temblando de pies a cabeza, Anna se impulsó hacia atrás y se puso de pie, bajándose la falda del vestido lo mejor que pudo.

—Hay muchas razones que demuestran que esto está mal —balbuceó nerviosa—. Somos tan diferentes... Ese es el primer motivo. Además, estás... estás demasiado triste, estás afligido por muchos motivos y... y... Bueno, lo demás no importa. Pero esto está mal.

Salió corriendo de la habitación sin decir una palabra. A Charles le tomó unos segundos levantarse del suelo y correr detrás de ella. La detuvo en la escalera, tomándola por la muñeca.

—¡Anna! —gritó.

Ella lo perforó con una mirada de cuchillo.

—Ni siquiera lo intentes. —Tiró en vano para zafarse de su agarre—. No me vas a convencer.

—Ni siquiera sabes qué quiero decirte.

Tenía razón. Pero ¿qué planeaba? ¿Qué quería decirle? ¿Que ese beso no significaba nada? ¿Era eso?

Pero eso no era cierto. Nunca antes un beso había hecho temblar así al príncipe, como si estuviera muriendo y viviendo al mismo tiempo.

—Oh, sí lo sé, alteza, ¡y la respuesta es no!

Se soltó y del escote se sacó un teléfono. Lo agitó en el aire y después marcó un número a toda prisa. Charles la escuchó pedir un taxi y darles la dirección.

—Un taxi, caramba, ¡un taxi! —gritó a la recepcionista—. ¡Sí, esa es la dirección! Si tengo que volver a decírtelo...

Charles se le plantó enfrente y ella lo señaló con el dedo: una advertencia silenciosa de que no se le acercara.

—Espero que no tarde más de diez minutos —le advirtió a la joven que atendía el teléfono—. Sí, tengo prisa.

—Déjalo —le dijo él—. Yo te llevo.

Ella lo ignoró.

—Si puede estar en cinco minutos, sería fantástico... —siguió diciendo Anna por teléfono.

Los ojos de Charles se volvieron oscuros.

—¿Te vas así sin más? —preguntó secamente.

Anna aferró el teléfono con ambas manos.

—Esperaré —musitó antes de colgar.

Él la había acorralado contra la pared entre sus brazos, dejándole un muy pequeño espacio por el que escapar. La tensión entre ellos iba en aumento mientras ella no dejaba de pensar cómo salir de allí.

—Ya es tarde y debo volver a casa —dijo.

Charles, sin embargo, parecía no comprender sus palabras, solo se quedó ahí, de pie, impidiéndole que se fuera.

—Charles —susurró ella—. Estoy haciendo esto lo más fácil que puedo.

—No quiero lo fácil. Quiero una conversación.

—No hay nada de qué hablar.

—Pero yo quiero hablar.

Ella agitó la cabeza frenéticamente.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que me ha gustado? Sí, y mucho, pero debemos dejarlo aquí. Lo sabes.

—¿Cómo algo que ni siquiera empezó ya puede terminar?

—¡Yo qué sé! ¿Qué es lo que querías? ¿Qué me desnudara y te dejara hacer sabrá Dios qué cosa conmigo?

—Sabes muy bien lo que haría contigo. Habría pasado si no te hubieras arrepentido en el último segundo.

Ella agitó los brazos en el aire.

—No voy a hablar de sexo con la máquina de preparen, apunten y tiro. Apártate y déjame salir.

Él se cruzó de brazos.

—¿Soy una máquina de preparen, apunten y tiro?

—Siempre listo para disparar. Ahora muévete.

—Pues al parecer no tengo éxito contigo.

—¡Charles!

Él se limitó a mover la cabeza de un lado a otro.

—Hablemos.

—¡Tú no hablas!

—Cierto. Yo me limito a follar.

Ella se cubrió el rostro con ambas manos, no supo si porque se sentía avergonzada o exasperada.

—Ahora solo quiero hablar —dijo él, suavizando su tono—. Puede ser aquí, en la sala, en el comedor o en mi cama.

—Creo que tendrías sexo incluso sobre una cama de clavos.

—Siempre que tú estés debajo de mí o encima, como prefieras.

—Eso no ocurrirá nunca.

Se escabulló por debajo de sus brazos que la acorralaban, y bajó corriendo las escaleras, implorando que por culpa de los tacones no se le torciera un tobillo en medio de la huida.

Él la volvió a tomar de la muñeca y la llevó consigo hacia la cocina.

—¿Qué estás haciendo?

Pasó de largo con ella hasta el pequeño cuarto de la lavadora.

—Te voy a dar el puñetazo que he deseado darte desde hace mucho si no me sueltas.

—Te he pedido que hablemos.

—Pues yo no quiero hablar.

—Pues voy a firmar mi sentencia al infierno.

Dio unos pocos pasos hasta ella, empujándola hacia una columna, y lo que sucedió después pasó tan deprisa que a ella no le dio tiempo a responder. Con una de sus corbatas ató con rapidez las muñecas de Anna.

—Si me tocas un pelo siquiera, gritaré y gritaré —chilló Anna—. Y todo el mundo sabrá que me violaste, te lo juro. ¡Eres un degenerado!

—No te tomaría a la fuerza, aunque me estuvieran reventando los pantalones.

—¿Entonces?

Charles tomó una corbata azul marino y la extendió frente a ella.

—Averígualo cuando lleguemos.

—¿A dón...?

Enroscó la corbata dos veces para cubrirle la boca.

Anna comenzó a moverse y a patalear, pero él, sin decir nada, se arrodilló, la levantó y se la echó al hombro.

—El asiento trasero de mi coche te parecerá muy cómodo durante las próximas dos horas.

Abrió la puerta y abandonó el pequeño cuarto, con Anna pataleando y gimiendo sobre su hombro, mientras él cruzaba el jardín trasero en dirección a su coche silbando una vieja canción.

—¿Estás cómoda? —se burló él mirándola a través del espejo retrovisor.

Sus ojos verdes parecían los de una leona cuando siente que un animal está amenazando a sus cachorros: furiosos y sedientos de pelea. Si hubiese podido hablar, lo habría mandado al infierno miles de veces.

—El lugar al que vamos te agradará. Es nuestra casa de campo.

Anna agitó los hombros, gruñendo palabras que nunca se entendieron.

—No he ido allí desde que tenía trece años. Es posible que esté todo lleno de polvo, pero si abrimos las ventanas no nos molestará. El aire de campo se llevará el mal olor. Me parece que el campo te gusta, ¿no?

«¡Imbécil!», quiso chillarle ella.

—Bueno, en realidad, no es exactamente una casa de campo. A mí siempre me pareció la pequeña réplica de un castillo. Tiene tres pisos, quince habitaciones, nueve baños, dos cocinas, dos salas, tres comedores...

Anna gruñó.

—Detecto que no te interesa. Vamos, Anna. Lo encontrarás acogedor.

«¡No en esta vida!», gritó en su mente.

—También tenemos una biblioteca, una gran biblioteca. Mmm..., y algo muy interesante. Tiene pasadizos secretos. Esa casa es una maravilla.

La miró por el retrovisor. Tenía los ojos entrecerrados y lo miraba fijamente.

—¿Te aburro? —le preguntó.

Aparcó en el arcén de la carretera y abrió la puerta. La brisa helada de la noche lo golpeó en los brazos. Había olvidado cuán frías eran las noches en ese lugar, aún más que en la ciudad. Por suerte, ambos viajaban en la comodidad de su Bentley Flying Spur negro, cálidos y protegidos. Se frotó las manos y acto seguido abrió la puerta de atrás.

—Nos faltan quince minutos de camino, tal vez menos, no lo sé, pero pensé que te sentirías más cómoda sin ataduras.

Envolvió los dedos en la corbata y tiró de ella. Luego le desató la que le cubría la boca.

—¡Estúpido, imbécil! ¡Te odio! ¡Idiota! —vociferó ella.

—Música para mis oídos —se burló Charles.

Deshizo el nudo de la corbata con la que le había atado las muñecas. Anna extendió las manos contra su pecho y lo apartó. Salió del coche y emprendió la huida hacia ningún lugar.

—¡Auxilio, auxilio! ¡Me han secuestrado!

Charles se frotó el pecho con suavidad.

—Estamos en medio de la nada. Lo sabes, ¿verdad?

Ella echó la cabeza hacia atrás y emitió un grito.

—¡Voy a matarte por esto!

Cerró las manos en puños y se precipitó contra Charles. Él, sonriendo, retrocedió la misma cantidad de pasos que ella avanzaba.

—¿Qué es un secuestro de vez en cuando?

Anna le lanzó un derechazo que él esquivó sin problemas.

—Vamos, Anna. La idea de venir aquí era para que podamos hablar, no para que nos peleemos.

Ella volvió a intentar darle un puñetazo.

—¡Quédese quieto y así podré romper su estúpida cara, alteza! —musitó ella, despectiva. Esta vez no lo había llamado «alteza» en tono burlón.

—Le tengo mucho aprecio a mi cara, gracias. Es la única que tengo.

—¡No te quedará ni siquiera un poro abierto cuando te dé lo que mereces! ¡Un secuestro es un delito, pedazo de imbécil!

Las luces largas del coche, que iluminaban la carretera y, por consiguiente, también a ellos, cegaron a Charles por unos segundos y entonces el sonido del motor al ponerse en marcha lo puso sobre aviso.

—¡No! —chilló, pero ya era demasiado tarde.

Vio cómo su auto aceleraba en dirección contraria en la carretera. Alcanzó a ver un hombre con gorra y lentes en el asiento del conductor que les hizo un gesto obsceno antes de acelerar a fondo. Charles se llevó las manos detrás de la cabeza y lanzó una maldición al cielo estrellado, arrepintiéndose por primera vez en horas de haber esquivado a su guardia.

—Dime que ese hombre no salió de la nada y ha robado tu coche. —Anna se oía aún más alterada.

—Ese coche me costó más de ciento ochenta mil libras.

—Pero si su precio no pasa de los ciento cuarenta mil.

—¡Le instalé algunas cosas!

Anna comenzó a sentir pánico.

—¿Cómo vamos a volver? —Se tiró con suavidad del cabello—. ¡Ahora sí que te voy a matar!

Charles logró librarse de uno de sus golpes, cogiéndola por las muñecas y haciéndola girar.

—Caminaremos hasta la casa de campo y llamaré al palacio para que alguien venga a por nosotros.

—Y yo iré a la policía para poner una denuncia por secuestro.

—Suerte con eso.

La empujó suavemente, obligándola a avanzar.

—¡Sigues abusando de tu poder! —protestó ella.

—No es precisamente cómo me gusta demostrar mi poder cuando estoy con una mujer. —Acercó sus labios hasta su oreja—. Ahora tendré el tiempo suficiente para que lo veas.

A Anna se le congeló el corazón.

—No tendrás tanta suerte.

—Oh, suelo tenerla, pero la suerte no tiene nada que ver.

—Pues menos mal que te consideras un hombre con suerte, de otro modo estarías perdido. Porque te has quedado sin sexo, sin auto ¡y próximamente te quedarás sin algo más si no me sueltas ya!

Charles accedió a liberarla. Anna comenzó a acelerar el paso, escupiendo maldiciones al azar mientras se balanceaba como si caminara por una cuerda floja debido a la altura de los tacones.

—Cuando conducía taxis, estas cosas no me pasaban —gruñó.

—Cuando no te conocía, tenía mis propiedades aseguradas. Me has costado un auto.

—Yo no te pedí que me secuestraras. Todo esto es culpa tuya.

—Te negaste a hablar conmigo. Aquí la única culpable eres tú.

—Oh, perdóneme, alteza. Me disculpo por negarme a tener sexo con un muñeco de trapo.

Charles metió las manos en los bolsillos de su pantalón mientras la veía caminar, agitando las caderas.

—A este muñeco de trapo se le están volviendo de acero ciertos músculos.

Anna lo miró por encima del hombro.

—Sucio. —Devolvió la vista al camino.

—Caminar es bueno para el planeta. Así no contaminamos. Además, es un buen ejercicio.

Él la vio cruzarse de brazos.

—¿Y quién te ha dicho que a mí me gusta hacer ejercicio?

—Tus amigas.

—¿Mis amigas?

—Sí, las inseparables Pier y Nas.

—¿Pier y Nas? —A Anna le costó un minuto comprenderlo—. ¡No te metas con mis piernas!

Charles soltó una carcajada.

—A todas estas, ¿cuánto falta? ¿Cuánto se tarda en llegar caminando?

—En auto son quince minutos, a pie es más, pero si tenemos en cuenta que corres como un caballo desbocado, pronostico que en unos ocho o diez minutos llegaremos.

—¿Cómo no voy a correr? Aquí hace mucho frío, demasiado para ser julio.

Un relámpago rasgó el cielo oscuro y en cuestión de segundos violentas gotas de lluvia comenzaron a caerles encima.

—Esto es cruel —gruñó ella al viento.

Charles se apresuró hacia ella, tirando de su brazo.

—Discute menos y camina más.

—Secuestra menos, asegúrate más.

—Tú sí que sabes armar broncas.

—Pues sí. Tú como secuestrador has fracasado por completo. Has desatado a tu víctima, has dejado el auto encendido con las llaves puestas aparcado en medio de la nada, lo que ha facilitado que te lo roben. Francamente, espero que seas mejor como rey que como conductor.

—Puedo demostrarte en qué soy bueno.

—Espero que al menos lo seas como guía. Quiero protegerme bajo un techo y poder calentarme.

—Yo también puedo calentarte en cuestión de segundos.

Anna fingió una carcajada.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste sexo?

—¿Por qué? ¿Quieres hacer tu acto de caridad en este momento?

—Por supuesto. Puedo recomendarte un panal de abejas.

—No, gracias, supongo que me gusta el enjambre de un tipo de reina diferente.

—Todo lo asocias con sexo, ¿no es así?

—En mi defensa, diré que has empezado tú.

Charles divisó la casa minutos más tarde, por lo que ambos comenzaron a correr hacia ella para acortar la distancia. Cuando llegaron, Anna temblaba de frío y Charles sentía el doble de su peso por la ropa mojada.

—¿Tienes llaves?

—Sí. —Tanteó los bolsillos. Después soltó una maldición—. Están en el llavero del auto.

Anna maldijo también.

—¿No guardas una copia en tu billetera?

—Oh, es verdad, sí.

Sacó la billetera del bolsillo y buscó en ella la pequeña copia de la llave. Al abrir la puerta, el olor del polvo golpeó con violencia la nariz de Anna, haciéndola estornudar.

—No sé si se estará mejor fuera que dentro —dijo.

—Este olor se irá en cuanto abra las ventanas. Confía en mí.

Ella dejó que la guiara hasta la sala. Él no le permitió tocar nada hasta que las ventanas estuviesen abiertas y las luces encendidas.

Anna dejó escapar un jadeo.

La casa era preciosa. Por fuera, dada la oscuridad y la lluvia, no pudo apreciarla. Sin embargo, el interior era todo un maravilloso espectáculo de impecable estilo romántico. La mayoría de los muebles estaban cubiertos por sábanas blancas.

La brisa helada entró por las ventanas apenas Charles las abrió. A través del hueco en la pared, miró el camino cubierto por la oscuridad de la noche y la lluvia.

—¿Cuánto hace que no vienes?

Charles se apartó de la ventana cuando la escuchó hablar.

—No vengo desde que tenía trece años, ya te lo había dicho. Supongo que no me prestabas atención.

—Imagino que vendrías con tu padre, ¿no?

Charles permaneció en silencio un rato. Lo cierto era que, desde que su madre falleció, su padre y él no habían vuelto a utilizarla como una casa de verano. La conservaban porque a su madre le encantaba. Cuando él tenía trece, vinieron los dos. Pensaron que era una buena forma de recordarla. La vieron desde fuera, y decidieron volverse a palacio. No quisieron despertar tantos recuerdos a la vez.

—Es bonita —dijo ella como respuesta al silencio.

Charles sonrió un poco.

—Lo que más le gustaba a mi madre de este sitio era el lago. Solía llevarme. La verdad es que no tengo muchos recuerdos de eso. Lo sé por las fotos.

—Apuesto a que tienes muchos álbumes.

—No tantos como quisiera.

Anna temió haber hecho un comentario inapropiado.

—Lamento si lo que he dicho te ha hecho sentir..., bueno, mal.

Charles negó con la cabeza.

—¿Cuántas formas elegantes existen para decir «madre muerta»?

—Yo no quise...

—Lo sé. —Se cruzó de brazos—. Mi madre es un tema delicado que no toco con cualquiera.

Anna desvió la vista. «Cualquiera», otra manera de decir alguien sin importancia, pero con ella se había abierto de una forma que aún le dolía recordar. La pena danzaba todavía en el eco de sus palabras.

—¿Habrá algún teléfono que funcione? O, mejor dicho, ¿hay algún teléfono en la casa?

—En la cocina, creo, pero no sé si habrá línea. No hemos venido desde hace más de diez años.

La expresión de su rostro le resultó divertida. Señaló hacia la puerta del fondo.

—Aquella es la cocina.

Anna asintió una sola vez antes de dirigirse hacia allí. Charles esperó a verla atravesar la puerta para acercarse a la pared. Movió la pequeña mesa y desconectó la línea del teléfono.

—¡Charles! —gritó ella—. Creo que no funciona.

Él presionó los labios para no reírse.

—Supongo que es por la lluvia. La casa lleva años deshabitada.

—¿Y tu teléfono?

—En el auto.

La escuchó maldecir.

—Por tu culpa dejé el mío en tu apartamento. ¿Cómo vamos a volver?

Charles miró el cable que acababa de dejar en el suelo.

—No lo sé. Ya pensaremos en algo.

—Solo hay otro problema.

Él ocultó el cable bajo la mesa cuando la escuchó entrar de nuevo en la habitación.

—Hace frío y tengo hambre.

—En realidad, eso son dos problemas.

—¿Importa? Tengo hambre. Aquí no hay más que polvo.

—Podemos ir a pescar.

—¿Con esta lluvia?

—Solo hay que esperar a que termine de llover.

—¿Y si dura toda la noche?

—Pescaremos por la mañana.

Anna dejó caer la cabeza hacia atrás.

—Voy a matarte y enterraré tu cuerpo en el jardín.

—Hay un par de cuchillos en la cocina —se burló él—. Pero tranquila. Aunque no vengamos aquí, siempre hay comida enlatada y otras cosas, por si acaso. Además, hay luz y supongo que agua también. Si el calentador funciona, podríamos ducharnos. Deja que recuerde dónde se guardaban las toallas y las sábanas.

Un relámpago iluminó la habitación. Charles cerró los ojos y esperó el estruendo, pero todo lo que escuchó fue la lluvia y el viento.

A Anna se le formó una pequeña curvatura en los labios.

—¿Te asustan los truenos?

Charles abrió los ojos de golpe.

—No —gruñó.

Ella se cruzó de brazos.

—¿Y por qué has cerrado los ojos?

Él agitó los hombros para restarle importancia.

—¿No puedo cerrar los ojos en mi propia casa?

—Bu-bu. Te asustan los truenos.

—No es cierto.

—Te asustan, te asustan —canturreó ella.

—Ya basta.

Anna envolvió su vientre con ambas manos antes de soltar una carcajada.

—No pasa nada, pequeño. Tranquilo.

Charles hizo una mueca.

—Voy a encender la chimenea —anunció.

—Iré a preparar dos habitaciones.

—¿Dos?

—Sí. Una para ti y una para mí.

—Tal vez debas considerar dormir en la cama conmigo. Solo por si te sientes asustada.

—La oscuridad no me asusta.

—Lo digo por si nos encontramos sapos, serpientes o arañas.

El semblante de Anna cambió radicalmente: palideció a medida que sus ojos se dilataban por el miedo.

—¿Aquí hay serpientes? —gimoteó.

Charles comprendió su error demasiado tarde, porque Anna se dejó caer en el sofá. Subió las piernas y se cubrió con ambas manos la cabeza mientras lloraba. Había olvidado por completo su miedo a las serpientes.

—No, no, lo lamento —dijo acercándosele—. No hay serpientes.

Se sentó junto a ella y la envolvió en sus brazos.

—Lo siento —susurró—. De verdad, no hay serpientes. Ni siquiera ranas.

Él la escuchó respirar con dificultad.

—¿No... no... serpientes?

—No, no las hay. Fue una broma, una muy pesada, pero no quise atemorizarte.

—Es... es... túpido.

—Bueno, estás un poco mejor.

Un poco mejor no era como quería sentirse. Ni siquiera alcanzaba a comprender cómo es que perdía los nervios con tan solo escuchar la palabra «serpiente». ¿Cuántas veces más tendría que mostrarse débil y frágil ante él? Posiblemente hasta que pudieran salir de ese lugar. Pero ¿eso cuándo sería? No tenían auto ni teléfono. Podrían pasar días antes de regresar a la ciudad.

Soltó un gemido y se aferró a él, enterrando la cara en su cuello. Charles contuvo el aliento y permaneció inmóvil. ¿Qué estaba haciendo? Podía sentir la calidez de su aliento contra su piel y la tibieza de su cuerpo aferrado al suyo. Aunque no comprendía qué estaba sucediendo, decidió no decir nada ni realizar ningún movimiento. Cerró los ojos y la escuchó respirar. Ese diminuto sonido era casi como una canción de cuna y era, por lo demás, un extraño bálsamo para una herida que no había notado antes.

Se cuestionó a sí mismo qué estaba sucediéndole... Con sus anteriores compañeras de cama siempre iba directo a la acción. Nunca antes se había detenido siquiera cinco minutos a acariciarlas o a obsequiarlas con gestos dulces. Sin embargo, todo era distinto con la cálida y llorosa mujer que tenía ahora entre sus brazos. No era la mujer más dulce, cariñosa y adorable con la que se había topado, pero era la única que había sido capaz de despertarle distintas emociones a la vez. De la ira a la paz, del llanto a la alegría.

Sabía que debía protegerse de ella. Las armas, las drogas e infinidad de cosas autodestructivas no eran lo que destruía el mundo, lo que acababa con el mundo era el amor o la carencia de él. El amor era la salvación de unos y la destrucción de otros. La mujer que tenía en brazos conseguía volverlo loco hasta perder la cabeza, poniendo en peligro su doctrina de vida: establecer lazos permanentes era una pérdida de tiempo.

Tenía que comenzar a poner cierta distancia y levantar su autodefensa.

La suave, lenta y rítmica respiración de Anna captó su atención.

—¿Anna? —la llamó, pero no obtuvo respuesta.

Giró un poco la cabeza y descubrió que tenía los ojos cerrados.

—¿Anna? —volvió a llamar.

Nada. Parecía estar dormida.

«Increíble», pensó. La fría brisa de la noche penetró la estancia, pero él solo sintió calor, el maravilloso calor que transmitía el cuerpo de la mujer dormida en sus brazos. Lentamente, los ojos comenzaron a cerrársele también. Su espalda se acomodó en el respaldo del sofá y su cabeza en su cómodo y mullido brazo. Aunque intentó de todas las formas posibles permanecer despierto, al cabo de unos minutos se quedó dormido.