Abrió la puerta del apartamento con el teléfono pegado a la oreja.
—Ya te dije que aún no lo abro. —Sosteniendo la puerta con la mano libre, dio empujones a una caja que había en el suelo con el pie izquierdo—. Por cierto, no necesitaba que me enviaran tantas cosas, pero gracias.
—¡Tonterías! —musitó su hermana—. Es tu primer piso. Sabemos cuánto te ha costado conseguirlo. Pero, bueno, ¡abre mi paquete!
—Mira, Alice, ¡te he dicho que te esperes!
—No pesa tanto como para que tardes un siglo en meterlo en el apartamento.
Anna se apartó del teléfono y le hizo un par de muecas, agradecida de no tener a su hermana enfrente. Cerró la puerta de un portazo, dejó el teléfono sobre la mesa con el altavoz activado, tomó la caja con ambas manos y la subió a la superficie de madera.
—Sé que Abraham te ha enviado algo. ¿Qué ha sido? No quiso decirme. ¿Es algo pervertido?
—Me envió preservativos. —Abrió uno de los cajones y tomó un cuchillo—. Creo que se le olvidó que no llevo lo mismo que él entre las piernas.
—Parece que no quiere sobrinos.
—De mi parte no tiene por qué preocuparse.
—Abre mi paquete.
Clavó la mirada en el teléfono, ahora sí deseaba tenerla enfrente para estrangularla.
—Si tanta prisa tienes, la próxima vez ven tú misma con el maldito paquete abierto.
Rasgó la cinta adhesiva con el cuchillo y por fin pudo ver el contenido. Anna soltó una maldición.
—¿Lencería y tacones?
—¡Sorpresa! —gritó Alice—. Para que te lo pongas cuando abandones tu soltería. Ya lo tienes todo. Empleo estable, piso propio... Tienes los cimientos para construirte una buena vida. Ya ha llegado la hora de que la pequeña Mawson le proporcione algo de alegría a ese cuerpo.
—Tengo por hermanos a un par de enfermos. —Lanzó el cuchillo al fregadero—. Uno me regala preservativos y la otra, lencería.
—No rechaces las posibilidades sin pensártelo bien antes. Llevas cinco años sola. Hemos respetado el tiempo que has necesitado para recuperarte y estamos contentos de que hayas cumplido tus metas. Ahora tienes que centrarte en ser feliz. Sé que siempre quisiste una familia, es lo que muchos quieren. Deberías abrirte a la posibilidad de conocer a alguien, a tener una cita, a enamorarte...
Anna tomó el teléfono y se lo llevó a la cama, donde se desplomó. Con las prisas de la mañana, no le dio tiempo a hacerla y la sábana estaba rozando el suelo, así que la tomó y se envolvió con ella.
—No quiero tener citas.
—¿Acaso estás viéndote con alguien?
Con la mirada fija en el techo, Anna frunció el ceño. Habría querido contarle a su hermana lo vivido con Charles. Hablarlo con alguien le sentaría bien, pero ni siquiera se animaba a hacerlo con Zowie. Centró toda su energía en demostrar que lo ocurrido ya no le afectaba tanto como en los primeros días. Mentía para no evidenciar esa sensación insoportable que le quedó tras su despedida.
Lo echaba de menos.
Pensó que se trataba del sexo. Le bastaron un par de días lejos de todo para renovar viejos deseos que creyó suprimidos. Comprendía ahora por qué Charles no dejaba de tener amantes. Tenía pericia en la cama y una forma dolorosa de hacer sentir a una mujer como una diosa. Después del encuentro y la inminente separación volvió a convertirse en un manojo de añoranzas.
Echaba de menos la complicidad de un amante, la compañía en momentos difíciles, lo que reconfortaba saberse escuchada y comprendida... Aquel fin de semana con él la hizo imaginarse cosas que enterraban aguijonazos dentro de ella. La posibilidad de que ambos pudieran...
Agitó la cabeza, tratando de apartar de su mente esa tontería.
Alice la llamó por su nombre tres veces.
—Parece que estás tratando de invocarme —le dijo Anna, deseando que el cambio de tema le hiciera olvidar sus tristes pensamientos.
—Funcionó, porque me respondiste. Entonces ¿qué? ¿Tienes con quién usar los preservativos y mi fabuloso regalo? ¿Por eso no quieres tener citas?
—No estoy interesada en las citas.
—Está bien, siguiente pregunta: ¿te gustan las mujeres? No tengo problemas con eso, de verdad.
—Me gustan los hombres.
—¿Segura? Podrías estar en negación.
Le vino a la mente aquel fin de semana y la vibrante excitación que sintió cuando él la tocaba y le proporcionaba placer. El recuerdo se atoró en su vientre. Dos días no fueron suficientes para apagar el fuego de cinco años de abstinencia.
—Estoy bastante segura de que me gustan los hombres —aseveró con la mirada fija en el techo. Movió el cuello sobre la almohada para acomodarse—. ¿Podríamos hablar de otra cosa?
—De acuerdo. Cuéntame cómo te fue tu trabajo con el príncipe. Casi no me has dicho nada.
Anna se golpeó la frente un par de veces con el puño.
—¿Podríamos hablar de algo que no tenga relación con él?
—Pero si apenas te... —Dejó escapar un grito—. No me digas que tú y el príncipe...
—¡No! —le dijo de inmediato—. ¡Por supuesto que no!
—Eso explicaría por qué dejaste el trabajo como su asistente, con las condiciones tan buenas que tenías, y volviste al taxi... Si me dices que te acostaste con él, ¡te mato!
—Ya te he dicho que no. ¿Acaso no me crees?
—Con la labia que tiene, no me sorprendería que...
—¿Así que te parezco una mujer fácil?
No quería que nadie más supiera que se había acostado con el príncipe, en especial su familia. Si se hubiese tratado de cualquier otro hombre, no le habría importado. Era una mujer soltera que tenía derecho a hacer con su cuerpo lo que le diera la gana y con quien le diera la gana. Pero las reglas del juego cambiaban cuando el otro jugador era un príncipe. Lo último que deseaba era ser señalada como una más de sus amantes y que llegara a oídos de su familia. Implicaría otro golpe para ellos. Primero, había pasado un año en prisión, después todo el mundo supo que se había discutido en plena calle con el príncipe. Luego pasó de ser taxista a convertirse en chófer de Charles y posteriormente en su asistente. Y al final terminó siendo su amante. Era la hija perfecta.
—¿Sigues ahí?
La voz de Alice sacudió sus pensamientos.
—Si tienes algo que decirme, hazlo ahora. Ya casi termina mi hora del almuerzo.
—Anna, lamento haberte hecho enfadar. —Anna no pudo ignorar cómo había suavizado su voz—. Claro que no te veo como una mujer fácil. Sabes que a veces soy así, un poco bocazas, pero es que quiero verte feliz. Has tenido que renunciar a muchas cosas para llegar al punto en el que estás.
—No tengo ganas de forzar las cosas. Lo que tenga que ser, será.
—Como tú digas, hermanita.
Alargó la conversación unos pocos minutos más y después colgó para volver al trabajo.
Richard dejó el vaso de agua en una esquina de la mesa, lejos del cuaderno de dibujo que su amigo miraba de vez en cuando.
—Necesitas salir más. —Tomó la silla y la arrastró para sentarse después—. Nunca te he visto tan tranquilo llevando tanto tiempo de abstinencia. Tres meses es mucho tiempo.
Quiso decirle que dos semanas, el tiempo que había transcurrido desde el fin de semana en la casa de campo. Pero prefirió reservárselo. Todavía le parecía muy íntimo y no quería que nadie más lo supiera. Le bastaba con saberlo él.
—Lo que menos necesito ahora es sexo —le dijo. Ordenó los lápices y las hojas donde había probado algunas mezclas de colores, ya secas, y las dejó a un lado de la mesa. Tras haber hecho sitio para poder trabajar, tomó el cuaderno y lo abrió—. No he logrado pintar nada desde hace más de un mes.
—¿Qué hay del dibujo de la rubia sexy? —Richard alargó el cuello. La mirada de refilón lo hizo desistir—. Me dijiste que era lo único decente que habías conseguido hacer desde hacía tiempo.
Los ojos verdes sin pintar lo miraron desde el cuaderno. Ciertamente, era lo único decente que había podido dibujar, y aun así no era su mejor trabajo. Cada trazo estaba oscuro, muy marcado, porque no paraba de deslizar el lápiz por el boceto. No le apetecía hacer otra cosa. Su vena creativa parecía haberse quedado con ella el día que se despidieron. Desde entonces, abría el cuaderno cada noche y trazaba una y otra vez la forma de su rostro, la curva de sus labios y las ondas de su cabello —que de tanto presionar el lápiz se le había vuelto negro—. Incluso le había añadido el río de pecas en sus mejillas y hombros, y en el inicio del escote, porque no se atrevía a dibujarle el cuerpo, aunque lo tuviera grabado en la memoria.
Agitó la cabeza para concentrarse.
—No he pasado de un bosquejo.
Richard se rascó la cabeza, haciendo una mueca con la boca.
—Nunca te voy a entender. ¿Cómo te puede gustar más dibujar que practicar sexo?
Charles lo miró, y lo vio encogerse un poco en el asiento.
—Son dos cosas diferentes. El arte me deja una sensación que el sexo no puede proporcionarme. No todas las pasiones se basan en la lujuria de la carne. Explicártelo me tomaría más tiempo del que me gustaría invertir.
—Solo te he visto pintar paisajes. Bueno, excepto por... —Señaló con la barbilla el cuaderno abierto—. Ya sabes, ella. Es que no me sé el nombre y por los gestos que haces parece que te molesta que la llame rubia sexy.
—Anna.
Le pareció raro decir su nombre en voz alta por primera vez después de dos semanas. Quería cortar por lo sano con las ataduras invisibles que le quedaban. Como era un nombre tan común en el país, lo escuchaba de vez en cuando. Había descubierto que en el palacio trabajaban dos mujeres que se llamaban Anna, y aun así pensaba en una sola cada vez que escuchaba ese nombre.
Quería darse tantas bofetadas como la energía le permitiera. Le servían un par de días para sacarse a una mujer de la cabeza. Con Anna, esas dos semanas parecían una tortura. La tenía cada vez más metida en la cabeza, y cuando estaba a solas, podía jurar que olía el aroma inconfundible de su piel o que invadía el espacio de su santuario con el escándalo de sus tacones.
Su santuario. Ya de eso no le quedaba mucho. Llevarla allí fue una equivocación. Le abrió la puerta al enemigo para que tomase posesión de sus tierras. El lugar donde antes podía alejarse de lo que lo atormentaba no paraba de hablarle de ella.
—Te ha dado fuerte...
Levantó la cabeza y miró a Richard, que estaba trazando la forma de la taza que sostenía con ambas manos con el índice. No supo en qué momento fue a la cocina por café, pero el vaso que había traído seguía sobre la mesa. Con los movimientos de un gato volvió a sentarse en la silla
—¿Qué? —le preguntó.
—Esa chica. No es difícil darse cuenta de que todos los cambios que has experimentado comenzaron cuando la conociste.
—¿Estás borracho tan temprano?
Lo vio levantar las cejas, y notó un leve levantamiento de las comisuras de los labios, una sonrisa que vacilaba entre el desagrado y la resignación.
—Eso es lo que sabes de mí. Que bebo, follo y malgasto mi dinero... Tú y yo somos amigos por eso, pero es poco lo que sabemos el uno del otro. —Con la mirada centrada en la taza, se enderezó—. Te voy a contar algo. Hace tiempo estuve en la misma situación que tú.
—¿Qué situación?
—La condena de una mujer que no te quiere. —Levantando la cabeza le miró.
A Charles se le curvaron los labios.
—¿Piensas que me he enamorado? —Negó repetidas veces, cada vez con más ahínco—. Si es así, tienes razón. Es poco lo que sabemos el uno del otro.
—Eres el tipo de persona que más detesto, ¿lo sabías? De esas que dicen que no se enamoran. Uno se enamora. Pero dejamos que el miedo, o el orgullo, o cualquier otra estupidez nos condene a una miserable existencia que creemos merecer. —Se levantó del asiento casi con brusquedad—. Me agota verte así, mirando un papel mientras te preguntas qué va tan mal que no te inspiras cuando yo, que no sé una mierda sobre arte, sé lo que va mal.
Richard colocó la silla en el mismo lugar donde la había tomado, bebiéndose lo poco que le quedaba de café en la taza.
—Tengo que volver al trabajo.
—No me dijiste para qué te pasaste a visitarme.
—Habrá una fiesta el viernes. Conocí a un par de rubias anoche. Hay una de ellas que estoy seguro que puede devolver tu espíritu a la vida, y a otras cosas muy esenciales.
Charles declinó la invitación con un movimiento de cabeza.
—Mañana viajo a Dinamarca y regreso el domingo.
—Necesito una copia de tu agenda, así sabré qué días podré invitarte a una fiesta.
—Temo que no cuento con mucho tiempo libre, y tendré menos si he de ser regente.
—El futuro regente necesitará distracciones de la tediosa vida de palacio.
—No tengo ánimos para andar por ahí buscando mujeres. De todas formas, mi agenda está muy cargada.
Richard lo miró fijamente, sin hablar y casi pensativo, hasta que alzó la taza y fingió una reverencia.
—Como usted ordene, alteza. Yo me retiro. Por cierto —golpeó la taza con las uñas—, sigues preparando el peor café de toda Inglaterra.
—Fuiste tú el que quiso servirse.
—Decisión que lamento. Tendré que ir por uno de camino al trabajo.
Con el sonido de la notificación que anunciaba su llegada al destino indicado, se abrió la puerta del pasajero.
—Lamento haberla hecho esperar. —La puerta se cerró al acabar la frase—. La cola para pedir un café era enorme.
—No se preocupe —respondió Anna—. No estableció el destino, solo el lugar donde recogerlo.
—Se supone que voy al trabajo.
—¿Y la dirección es...?
—No importa. Llamé para informar de que iría más tarde. Lléveme a la Estación de Saint James. ¿Conoce la ruta?
Anna quería estamparle en la cara las rutas que como taxista se conocía de memoria, pero se limitó a poner el auto en movimiento. La última vez que actuó impulsivamente con un pasajero...
El nombre de Charles apareció parpadeante y señalado con flechas de luces neón en su cabeza. Puso los ojos en blanco, enfadada consigo misma.
—Por supuesto —asintió—. Es un viaje corto.
—Menos mal. Vengo de reunirme con un amigo. Está por decidir un rumbo importante para su vida y creo que me ha inspirado a hacer lo mismo.
Anna fingió una sonrisa condescendiente.
—Felicitaciones.
—No sé si yo debo felicitarlo. Verá, es que se trata de una mujer. Creo que se ha enamorado de ella y no sé si es lo mejor para él. No logro comprender qué tiene esa mujer de especial. ¿Qué opina usted?
—Pienso que no es algo en lo que deba usted meterse.
—¿Por qué?
—Porque una cuestión de dos es solo de dos.
—Eso lo tengo claro. —Se acomodó contra el respaldo, mirando de vez en cuando por la ventana—. De todos modos, él es un hombre obstinado que no deja que nadie se meta en sus asuntos, o al menos así fue hasta que conoció a esa mujer. Solo la vi en persona una vez, desde la ventana, y luego la he visto en foto. Tiene una que no para de mirar todo el tiempo. —Se llevó el vaso de cartón a la boca, dándole un lento trago a su café caliente. Suspiró. Le hacía falta otro poco de azúcar—. Supongo que ella debe de tener algo que es especial para él. Siempre me pareció que estaba algo perdido en la vida, pero ahora que no está con esa mujer, creo que incluso se ha perdido a sí mismo.
—Suena a un hombre enamorado.
—También me lo parece, aunque no sé qué hará al respecto. Mi amigo no es un santo, es más bien un mujeriego. Supongo que por eso le ha costado entender que se ha enamorado. No sabe lo que es o cómo se siente.
Prestar atención a la calle y a la conversación no evitó que pensara en Charles, tal vez porque aquella historia le recordaba a la de ellos, con la marcada diferencia de que Charles no la quería.
—Usted que es mujer, ¿qué piensa que debe hacer?
—No tiene nada que ver con ser hombre o mujer. Cuando se quiere a alguien, no buscas a nadie más. Solo a esa persona. Si miras a otra persona teniendo pareja, eso no es amor, es mera atracción sexual, pero el sexo no es lo único que debe tenerse en cuenta en una relación.
—No creo que haya estado nunca en una relación. Digamos que él y yo somos compañeros de conquista. Salimos a beber, conocemos a alguna mujer y en algún punto de la noche nos separamos, cada uno con su ligue. Esa es la base de nuestra amistad. No nos unen lazos de afecto. Sé que, si tuviera que estar ingresado en un hospital, él no se acercaría a verme. Se limitaría a mandarme unas flores con un mensaje de «Mejórate pronto», lo que estaría muy mal porque soy alérgico al polen. Siempre pensé que había optado por llevar una vida de desenfreno para escapar de algo. Es uno de esos imbéciles que dice que nunca se enamora o así era hasta hace poco.
Hubo un silencio de segundos en los que solo podía escucharse el ruido del motor en marcha.
—Usted me recuerda un poco a mi amigo —dijo el pasajero—. Mi amigo escucha, pero no habla mucho, como si no le importara lo que le estuvieras contando.
—No soy quién para meterme en la vida de mis pasajeros, por eso prefiero callar. Aunque soy una excelente conversadora.
—Le debo parecer un cotilla, ¿no es así? Cuestionando el proceder de un amigo. No sé, supongo que me ha caído simpática... Hace un tiempo conocí a la mujer más guapa que había viso en mi vida y me enamoré como un estúpido, pero cuando ella quiso que le contara a su hermano, de quien yo era amigo, que estábamos juntos, yo no me atreví... Bueno, mandarme al infierno fue lo más suave que hizo. Y ahí me quedé, en ese infierno adonde me envió. Usted me recuerda a esa mujer... Por eso, cuando veo a mi amigo mirando esa foto, y rompiéndose la cabeza porque no sabe lo que le pasa, me veo reflejado en él. Creo que acabará más jodido de lo que está. Enamorarse es una mierda.
—No lo es. —La convicción en su voz le desató un escalofrío—. Que no te correspondan sí es una mierda. Tal vez esa mujer lo mandó al infierno porque sabía que era un mujeriego. Las mujeres tomamos en cuenta todos los detalles. No nos crean tan complicadas, es que ustedes a veces son muy básicos y tener fama de playboy no deja bien parado a nadie.
—¿Lo dice por experiencia?
—Conozco a un par así.
—¿Se arriesgaría con uno de ellos?
Anna se aferró al volante con ambas manos.
—Sería un riesgo muy grande y ya no estoy dispuesta a perder.
—Supongamos que, un día, un hombre así vuelve a su vida y le propone, no sé..., una relación seria, ¿qué haría?
—No lo sé.
—Usted también parece un poco perdida en la vida.
Anna rio entre dientes, sin humor.
—Lo bueno de perderse es que te da la oportunidad de encontrarte.
—Eso es cierto.
Cuando llegaron a la estación del tren, el pasajero abrió la puerta del taxi apenas ella aparcó e, inclinando la cabeza hacia el interior, dijo:
—Le agradezco la buena conversación. Me ha dejado bastante en qué pensar. —Le tendió la mano—. Soy Richard.
Ella le aceptó el saludo.
—Anna. Un placer.
Con un asentimiento de cabeza, cerró la puerta y observó el vehículo alejarse. Frente a él, pasaron a toda velocidad cuerpos sin rostros, que corrían a sus trabajos. Tenía en la mano todavía el café que compró y del que había bebido poco. Con un trago descubrió que seguía caliente, así que fue tomándoselo mientras pensaba.
No había logrado encontrar nada especial en esa mujer, pero ciertamente era preciosa. Le pareció inteligente y con una buena dosis de sabiduría que dejan las malas experiencias. Tenía una forma especial de calar con sus palabras, como si se tratase de una conciencia, y Richard no era mucho de escuchar la suya. Supuso que por ahí venía la cosa. La mujer se le había metido en la conciencia a Charles y fue abarcando terreno poco a poco.
Metió la mano en el bolsillo, tomó el teléfono y buscó el chat de Charles. Caminó por la acera, respiró profundamente y presionó grabar una nota de voz.
—Hoy he conocido a tu chica. Pregunté por ella en su empresa de taxis y me la enviaron. Perdón, sé que suena como si hubiese pedido una pizza. No sé por qué lo he hecho; supongo que por curiosidad. —Al fondo, se escuchó el claxon de un conductor furioso—. Quería entender qué tenía esa mujer que la hacía tan especial para poner tu mundo patas arriba. Aún no lo entiendo, pero al mismo tiempo creo que lo entiendo un poco. Tiene una forma de decir las cosas como si sus palabras tuviesen algún tipo de adhesivo que hace que se te queden en la cabeza.
Dio un par de golpes con los dedos al vaso del café, reflexionando... Sabía que debía mantenerse al margen, pero aun así continuó hablando.
—La verdad es que no sé por qué lo he hecho, pero, bueno... Te quería dar un consejo. Deja el dibujo y busca a Anna. Cuando se quiere algo, se debe ir a por ello. Qué mierda de vida se vive teniéndole miedo a todo. Uno deja de hacer cosas por las dudas y las cosas que no se hacen duelen después, cuando las añoras y ya no puedes tenerlas.
Suspiró y se lamió los labios. Miró hacia la estación de tren.
—No estoy borracho y no sé si me puedes escuchar porque aquí hay mucho ruido de gente. Espero que sí, los discursos motivacionales se me ocurren una vez cada tres días sobrio.
»Lo dije en serio, yo también he estado enamorado. Amé mucho a una mujer, pero me largué a Londres esperando olvidarla.
La opresión en el pecho le hizo mover la cabeza en una rotunda negativa, avergonzado de sus propias decisiones.
—Temía contarle al hermano de ella nuestra relación porque no quería que eso perjudicara nuestra amistad, y al final me fui para no mortificarla. No sé si se me va a joder la vida con esto, pero me voy. Con suerte, habrá dejado de odiarme un poquito. Si no es así, tendré lo que me merezco, pero tengo ganas de luchar por algo que de verdad quiero. No esperes años como hice yo. La gente se cansa de esperar y los sentimientos se gastan. Siento que voy directo al fracaso, y que su negativa será como encajar una bala, pero ya no me importa. —Volvió a suspirar al tiempo que asentía—. El desenfreno y la fiesta no son para ti, y puede que esa mujer que sí es para ti esté esperando a que te decidas a luchar por ella... No sé, piénsalo.
Envió la nota de voz y luego se guardó el teléfono en el bolsillo. Siguió bebiendo su café al tiempo que se internaba en la estación.
Anna aparcó frente al café irlandés, con ambas manos aferradas al volante como si de él dependiera su cordura. Apenas supo su nuevo destino, intentó cambiarlo por cualquier otro, pero la mala suerte parecía perseguirla. Era la única taxista en el área.
Saboreó su desgracia recostándose en el asiento.
No había tenido una jornada fácil; habían sido muchas las cosas que le habían hecho recordar a Charles. Dios, parecía que la vida quería torturarla. Primero la conversación con su hermana, después el pasajero que le contó la historia de su amigo, y ahora tenía que recoger a alguien en el café irlandés al que ella había llevado a Charles en su primer día de trabajo como su chófer. Incluso le era imposible no pensar en él cuando escuchaba o leía el nombre de la calle donde vivía. Charlwood. Pero qué mala broma del destino.
Se deshizo el moño para volver a hacérselo más ajustado. Estiró la mano hacia el teléfono y envió el mensaje de notificación de su llegada, como una sutil petición de que se diera prisa. Estaba descansando con los brazos sobre sus muslos, cuando advirtió que una sombra se detenía junto a la puerta. Dos más se posicionaron en la parte de delante y dos más en la de atrás. Presionó el claxon para apartarlos.
Nada.
Dejando escapar un resoplido, bajó la ventana.
—¿Puedo ayudarles en algo o me los llevo por delante con el taxi para que me dejen tranquila?
Vio que uno de los hombres giraba la cabeza hacia ella. Un escalofrío la recorrió; era uno de los guardias de Charles.
—El príncipe de Gales la espera dentro.
Un puño de fuego le golpeó en el estómago. Acababan de quedar confirmadas sus sospechas. Cambió el rumbo de su mirada hacia el café, buscándolo, pero no pudo verlo por el gentío que había en el interior.
Se volvió hacia el guardia.
—¿Qué es lo que quiere?
—Quiere que meriende con él.
—¿Para qué?
—Lo desconozco.
La embriagó un nerviosismo cruel que despertó un asfixiante cosquilleo en su pecho. Maldita sea, ¿por qué la emocionaba tanto la idea de verlo? Quería darse de golpes hasta que la sensación se esfumara. No podía dejarse entontecer por algo así, no debía.
Se vio a sí misma abriendo la puerta, como si estuviese observando la escena de una película romántica de esas que la hacían desesperarse, donde sabía que la protagonista iba directa a un vergonzoso momento.
Iba por buen camino, porque lo primero que hizo al salir fue golpear por accidente el guardia.
—Lo siento —le dijo.
El hombre asintió y después se apartó. Anna cerró la puerta del taxi de un golpe. Mientras avanzaba hacia el café, se frotó el estómago. Bajó un poco su camisa y se aseguró de abotonársela mejor para esconder cualquier rastro de piel, y eso que él la había visto desnuda, y la había recorrido con su boca, acariciado con sus manos...
Sacudió la cabeza al tiempo que abría la puerta. No tuvo que buscarlo, lo reconoció de lejos. Al fondo, en la mesa donde se habían reunido una vez, Charles bebió de la taza que tenía en la mano mientras revisaba los papeles esparcidos encima de la mesa.
Le rugió una sensación asfixiante en el vientre por lo jodidamente atractivo que le parecía. Incluso a la distancia que estaban podía sentir como su poderoso magnetismo masculino la atraía hacia él.
Respiró profundamente y se acercó a la mesa.
Creyó que se derrumbaría cuando sus ojos azules se centraron en ella, mirándola fijamente a los suyos. Se hizo un silencio punzante entre ellos que vino acompañado de un calor violento que recorrió todo su cuerpo. No estaba preparada para volver a verlo.
—Hola —lo escuchó decirle—. Toma asiento, por favor.
—¿Has pedido a mi empresa que fuera yo quien viniera?
—Lo hice. —Dejó la taza sobre la mesa y señaló la silla frente a él—. Acompáñame. Me gustaría que habláramos.
—¿Sobre qué?
Sin saber por qué, Anna se pasó la punta de la lengua por los labios al verlo sonreír.
—¿No quieres sentarte porque estás cansada de estar sentada o porque no quieres estar conmigo?
—Es que no entiendo de qué quieres hablar.
—Si te sientas, te lo explicaré.
Resoplando, movió la silla y se acomodó en ella.
—Ya está. Ahora, dime. ¿De qué quieres hablar?
—¿Quieres beber o comer algo?
La mirada de exasperación que le lanzó lo hizo reír.
—Me parece que no todo quedó resuelto entre nosotros —acotó. La calma en su propia voz lo reconfortó.
—A mí me parece que sí. Ambos estuvimos de acuerdo en que separarnos era lo mejor.
—Lo pediste tú, yo no.
—Dijiste que respetarías mi decisión.
—Lo hice.
—Entonces ¿por qué estamos aquí?
—Porque quiero que cambies de opinión.
—¿Respecto a qué?
—A nosotros.
Ella puso mala cara.
—¿Qué vas a pedirme? ¿Que seamos amantes?
—No.
—¿Entonces?
Le sostuvo la mirada con tanta intensidad que Anna sintió que estaba a punto de derretirse por dentro.
—No te conozco tanto como me gustaría —Charles apartó la taza y comenzó a ordenar los documentos—, pero sé un par de cosas. Sé que te resulta difícil confiar en los demás y que vas predispuesta a pensar lo peor. También sé que tengo un pasado que me deja mal parado, uno que haría dudar a cualquiera. Aunque no lo digas en voz alta, sé que te asusta involucrarte con un hombre porque temes que te vuelvan a fallar. No te he visto en dos semanas, pero sí que he pensado en ti hasta agotar mis energías. Me niego a pensar que después del fin de semana que pasamos juntos todo te dé igual. Esos días nos cambiaron a ambos.
Anna apartó la mirada cuando él se centró en la de ella, buscándola, queriéndola poseer. Charles inspiró con violencia.
—Mírame, tengo fe en que podemos tener una conversación razonable.
Lo miró fijamente después de un par de intentos, rendida o cansada, no lo sabía bien.
—Mi decisión sigue siendo la misma —recalcó, temblorosa.
—¿Por qué?
—Porque es lo que una persona con sentido común haría.
—Que le den al sentido común, que eso a ambos nos ha faltado desde un principio.
—¿Por qué no puedes aceptar que lo que pasó fue solo sexo? Somos adultos. No hay que perder la cabeza por algo así. No soy la primera ni la última mujer con la que te lo pasas bien en la cama.
—¡No fue solo sexo! ¡Maldita sea!
El eco de su voz furiosa silenció los murmullos de la gente, y el lugar se quedó en un absoluto silencio. Podía sentir las miradas inquisidoras sobre ellos.
Anna se puso de pie.
—No sé qué tienes en mente, pero no puedo asumir el riesgo que me planteas.
—¿Qué te he planteado? Todo son suposiciones tuyas. A mí aún no me has dejado hablar.
—¿Qué quieres entonces?
Charles se puso de pie.
—A ti.
—No. —Acentuó su respuesta agarrando el borde de la mesa. Dios, tenerlo cerca le afectaba tanto...—. No soy de ese tipo de mujeres.
—No te estoy pidiendo que seas mi amante. Quiero que seamos algo más.
La azotó la calidez de una esperanza a la que acallaba cada vez que se despertaba.
—¿A qué te refieres?
—No puedo dejar que te marches sin decirte que tu recuerdo ha hecho que estas dos últimas semanas hayan sido un tormento para mí. Lo sé, tienes todos los motivos para dudar de mis palabras. No tengo una reputación respetable, y a eso habría que añadirle que eres la persona más terca y desconfiada que he conocido. Solía ser fiel creyente de que uno era más feliz sin establecer lazos permanentes, pero no sé en qué punto mis hilos se mezclaron con los tuyos. Y ese fin de semana contigo me hizo pedazos y al mismo tiempo me recompuso. No puedes decirme que lo nuestro fue solo sexo. Nunca eché de menos a una mujer como te he echado de menos a ti.
El corazón de Charles palpitaba con agonía, y a ella se le despertó el deseo de echarse a llorar. No parecía justo. De todos los hombres, ¿por qué él? Todo en él suponía un problema: desde su pasado hasta su futuro. Con lo que deseaba ella encontrar a un hombre que supiera quererla como tanto añoraba ser querida, y ahí tenía frente a ella al hombre que jamás imaginó que podría hacerle aquella declaración: al príncipe de Gales, un hombre de cuestionable reputación con las mujeres, un irresponsable libertino que abrió un pedazo de su alma atormentada a ella, mostrándole la vida dura y superficial que había tenido y pidiéndole a gritos un poco de luz. ¿Quería él que eso fuera ella?
Anna se sintió mareada.
—No sé. —Movió la cabeza de lado a lado—. No puedes soltarme una cosa así y... y...
—Lo comprendo. Quisiera que extendiéremos la conversación lo suficiente para que tomemos una decisión definitiva, pero tengo un par de cosas que hacer antes del viaje de mañana. Me encantaría pedirte que vinieras conmigo, pero entiendo que necesitas espacio.
—Del tamaño de una galaxia, si es posible.
—No puedo darte tanto tiempo. Te buscaré a mi regreso de Dinamarca dentro de cuatro o cinco días. Dos semanas han hecho que te muestres distante y no quiero arriesgarme a perderte más allá de lo necesario.
—Si mi decisión siguiera siendo no, ¿la respetarías?
Se le formó una línea en los labios al tiempo que asentía.
—Pero tengo fe —le dijo al instante—. Creo en los milagros porque tú eres uno.
Anna contuvo el deseo de gritar.
—Te deseo un buen viaje.
A él se le curvaron los labios.
—Gracias. Te veré dentro de unos días.
Anna asintió, y después lo vio inclinar la cabeza en dirección a ella. La asaltó por sorpresa, dejándole un beso en la mejilla. Con su marcha hacia la salida, Anna dejó que las piernas le fallaran y se desplomó en el asiento. Descansó la mano donde instantes antes él había posado sus labios. Podía sentir la piel ardiendo, gritando lo mucho que lo añoraba. En aquel momento solemne, se sintió un poco perdida, pero también encontrada. Quiso abofetearse por sus contradicciones, pero es que verlo había desquiciado cada pequeña parte de ella. Lo maldijo por tener ese poder sobre ella y por ser capaz de despertar en ella deseos y sueños que intentaba ignorar. Tenía tan pocos días para procesar y decidir tantas cosas importantes...
Se frotó la cabeza y abandonó todo pensamiento respecto a él. Tenía que volver al trabajo. Respiró profundamente y se puso de pie, para dirigirse al taxi y continuar con su jornada.