13

—¿La quieres aquí o más arriba?

Anna se giró hacia Peete, que estaba de pie encima del sofá colgando un tiesto de begonias rojas de un gancho de la pared.

—Así está bien. Gracias, cuñado.

Llevando la mano a la espalda, hizo lo que supuso era una reverencia. Era difícil si tomaba en cuenta que intentaba balancearse para no caer del asiento.

—Mira qué bonita está. —La voz de Zowie provino de la cocina—. Tu madre tiene buen gusto para la vajilla.

Anna se llevó las manos a la cadera.

—No sé a qué le llamas buen o mal gusto. Son solo platos. La comida cubre el diseño.

Su amiga se acercó a la sala, donde vio a Peete bajarse del sofá y desplomarse sobre él.

—¿Quién te envió las flores? —preguntó Zowie.

—Nadie, las compré yo. Hay una floristería cerca y pensé que se verían bonitas.

—Eso lo sé, hablo de las orquídeas que tienes en la cocina.

—Oh.

Sobre la mesa del comedor, en un rinconcito en la cocina con el limitado espacio para una mesa y sus sillas, había un jarrón rojo con cuatro orquídeas. Recibió una diaria en los pasados días y no tuvo que leer el nombre escrito en la tarjeta para saber quién se las había enviado.

—También me las compré —le dijo, concediéndole una sonrisa poco sincera—. Quiero poner bonito el piso.

—¿Y a ti desde cuándo te gustan las flores?

—Pues desde siempre, solo que nunca tuve un espacio propio para decorar.

—¿Y nuestro espacio?

Anna encajó las manos en el bolsillo trasero del pantalón, levantando la barbilla.

—¿A qué viene este interrogatorio sin sentido?

—¿Quién dijo que era un interrogatorio?

—Tu forma de hablarme.

Peete se puso de pie.

—Mejor iré a calentar la cena. La que sobreviva puede ir después a ayudarme a servir.

Zowie la abordó una vez que su novio se marchó.

—¿Qué pasa contigo? Estás rara.

—Nada. —Anna acomodó los cojines del sofá y después se sentó—. ¿Por qué?

—Te conozco y estás como nerviosa, o no sé. Tú odias limpiar, y de repente andas muy contenta decorando y ordenando. ¿Me vas a decir qué pasa o empiezo a lanzarte cosas?

Anna subió las piernas al sofá.

—Está bien, pero te prohíbo que se lo cuentes a nadie.

—De acuerdo. Cuéntame.

El nerviosismo hacía mella en ella, y se percató de ello por la manera en la que se rascaba el dorso de la mano izquierda con el pulgar de la derecha.

—Vi a Charles hace unos días —empezó a decir, sin más, y como si hubiera soltado de repente el peso del mundo de sus hombros, jadeó, aliviada.

—¿En persona? Si fue en la televisión, no cuenta.

—En persona.

—Ya va, ya va, ya va. —Se acomodó en el asiento junto a ella—. ¿Fue un encuentro a puerta cerrada, pero de piernas abiertas?

—Nos vimos en un café irlandés. Quería que habláramos.

—¿Sobre qué? ¡Cuéntamelo todo de una vez, por favor!

Anna le contó la conversación con todo detalle. Cuando terminó, Zowie la miraba como si le hubiese dicho que se reunió con Carlos Eduardo Estuardo para unirse a su revolución jacobita.

—Es increíble —musitó, sorprendida—. ¿Tú qué le dijiste?

—Pues ¿qué le iba a decir? Le pedí tiempo y solo me dio cuatro o cinco días.

—¿Qué harás si viene a buscarte?

La abrumó una pregunta que no había querido hacerse. Llevaba semanas hecha un lío, atormentada por pensamientos obsesivos sobre lo que quería que pasara. Se había sentido decepcionada y abandonada cuando él aceptó su decisión de separarse sin insistir, pero ahora que le pedía que siguieran juntos estaba aterrada. Su mundo no había parado de tambalearse desde el día que lo recogió en su taxi.

—Anna. —La voz de Zowie, suave como un susurro, la instó a mirarla—. ¿Estás enamorada de él?

Ella contuvo el aliento de forma involuntaria. «Amor» era una palabra muy grande que todavía le asustaba.

—No lo sé —admitió—. Estoy muy confundida. No sé cómo él puede decir que ese fin de semana le sentó bien. A mí me ha sacudido todos los miedos e inseguridades que tengo por dentro. Sí quiero volver a enamorarme, pero no me refería a enamorarme ya. Apenas he hecho las paces conmigo misma. Además, no sé si es un hombre que me convenga. Es un mujeriego. ¿Qué hago si después cambia de idea? Eso sin contar que él es un príncipe heredero y yo, una exconvicta. No creo que su padre me considerara como posible nuera cuando me pidió que ejerciera como asistente. —Sucumbiendo a la desesperación, se cubrió el rostro con ambas manos y se frotó las mejillas con insistencia—. Oh, Dios mío, ahí es cuando comenzó este lío. Debí negarme y seguir siendo su chófer.

—Mujer, respira y cálmate un poco.

Zowie la observó deshacerse el moño y agitarse el cabello.

—Pensé que ya no te afectaba. Te veías tranquila.

—Lo intentaba porque quería avanzar, pero ahora que lo he visto...

—Estabas dolida porque no insistió en que siguieran juntos, ¿qué piensas hacer ahora que lo está haciendo?

—Te lo acabo de decir, no lo sé.

—Pero ¿qué sientes? ¿Te gustaría darte una oportunidad?

Su respiración trabajosa la atormentaba, presionándole el pecho. Se frotó las manos contra los muslos.

—¿Qué pasaría si después me deja? Zowie, yo no sé si podría soportarlo.

—¿Sientes algo por él?

Se le torció la boca por el grito de exasperación que contuvo en su interior.

—Me gusta —le confesó—. Me atrae muchísimo. Sexualmente, sí, por supuesto, pero también... Maldita sea, no sé. Me gustó mucho ese hombre que conocí, del que la prensa se niega a hablar. Creo que conocí una parte de su alma y es muy hermosa, pero ¿y si me estoy equivocando?

—Pensé lo mismo cuando comencé a salir con Peete. —Alargó las manos hasta descansarlas en las de su amiga, dándole un par de golpecitos antes de apartárselas—. Me pregunté muchas veces si debía darme o no la oportunidad con él, y ahí es cuando me di cuenta de que, si le seguía teniendo miedo al amor, le estaría cediendo mi paz a un hombre que me hizo daño. No es justo que el que sufra sea el que se condene a sí mismo a la desconfianza y al miedo. No sé si debes darle una oportunidad a Charles, pero si no es a él, entonces que sea a otro. Ábrete más a las posibilidades. Asusta al principio, y mucho, pero mientras más vivas sobreprotegiéndote a ti misma, más difícil se te hará avanzar.

Presionó ambas manos en sus mejillas.

—Necesito más días de los que me ha dado para pensarlo.

—Si vuelve, pídeselos.

Asintió al tiempo que vio a Peete acercárseles.

—Ya he calentado y servido la cena. —Movió la cabeza en dirección a la cocina—. Vengan a comer.

Los despidió pasadas las ocho de la noche después de haberles agradecido que la ayudaran a ordenar las pocas cosas que le quedaban.

—Yo lavaré los platos —les dijo—. Ustedes trajeron la comida, es lo justo.

—Fantástico, porque detesto lavar los platos. —Zowie le dio un beso en la mejilla—. Me avisas cuando tomes una decisión, ¿eh? Suerte.

Sintió que le volvía el peso de esa difícil decisión, pero le regaló su mejor sonrisa y los vio salir por la puerta. Con un resoplido, se encaminó a la cocina y comenzó a ordenar deprisa, deseosa de tomar una ducha e irse a la cama. La puso de mal humor recordar que debía madrugar para trabajar.

—Eres una adulta responsable, Anna, tranquila —se dijo a sí misma—. Son ocho horas diarias y ya está.

En el momento en que terminó de ordenar los platos, escuchó su teléfono sonar. Un puño de hielo giró en su estómago, acompañado por un escalofrío que aumentaba a medida que se acercaba más al aparato. Con la mano temblorosa, lo tomó. Un suspiro de alivio se le escapó al ver el nombre de su hermano en la pantalla.

—Abby, cariño, me alegro de oírte.

—Cómo odio que te pongas tan cariñosa. —Soltó un resoplido que la hizo reír—. Detesto que me llamen así y lo sabes.

—Lo sé, por eso lo hago.

—Estúpida.

Hubo un silencio de segundos, una protesta infantil que siempre hacía cuando alguien de la familia lo llamaba Abby.

—Habla ya, Abraham. Es tarde y quiero irme a dormir.

—Todavía es temprano.

—No para mí. Me levanto a las cinco.

—Qué más da... Te llamo para invitarte a mi exposición en septiembre. Ve ahorrando. Si no puedes pagarte el viaje, te lo pagaré yo.

—Oh, ¡eso es fantástico! Me alegro de que te esté yendo bien. Envíame los datos por mensaje. No tengo con qué anotar.

—¿Cómo vas con el apartamento? ¿Estás contenta?

—Lo estoy. Zowie y Peete me han ayudado a acabar de ordenar algunas cosas que me faltaban. ¿Cuándo vendrás a verlo?

—No lo sé, Annie. Tengo que ver cuándo tengo algo de tiempo. Mi agenda está a reventar con los preparativos de la exposición.

—Está bien, no hay prisa. No pienso mudarme en mucho mucho tiempo. Es el piso perfecto.

—Espero que te siga yendo tan bien. Si conoces a alguien, recuerda lo que te envié. Me tomé el tiempo de comprar de diferentes tallas.

—No haré ningún comentario al respecto —decretó.

—Alice dijo que te veías con alguien, ¿es verdad?

—¡No! —El golpeteo de la puerta llamó su atención—. A tu hermana se le soltó un tornillo.

—También es tu hermana, querida.

Con el nuevo coro de golpeteos, Anna decidió encaminarse hacia la puerta.

—Pero yo no ando regalándole a mis hermanos preservativos ni lencería, par de puercos. —Un grito nervioso se le escapó de la garganta al abrir—: ¡Santo Dios!

Los ojos diamante casi parecían perforarla cuando se centraron en los suyos, y a Anna le costó dolores y agonías tragar su propia saliva.

—¿Qué haces aquí tan tarde? —le preguntó ella.

Con la pose relajada, recostado en el marco de la puerta y con una botella de vino en la mano, a ella le pareció que aquella sonrisa estampada en su cara estaba cargada de burla.

—Te dije que vendría a verte después de mi viaje.

—Dijiste dentro de cinco días, ¡solo han pasado cuatro!

—Dije cuatro o cinco días —le recordó.

—¿Ese quién es? —Escuchó la voz de su hermano en el teléfono—. Acabas de mentirme, señorita. Sí te estás viendo con alguien.

—No es cierto —se apuró a decir.

—¿Y ese quién es? ¿Qué hace visitándote a las nueve de la noche? ¿Y de qué viaje está hablando? Tengo muchas preguntas.

—Es un vecino. —Soltó lo primero que le llegó a la mente—. Tuvo que viajar por un asunto familiar y me pidió que cuidara su... mmm... su vino.

—¿Su vino?

Anna se golpeó la frente con la mano abierta.

—Sí. Tiene unas cajas de vino muy caras en el piso y me pidió que les echara un ojo de vez en cuando.

Charles se echó a reír.

—No te creo, pero tengo trabajo pendiente y no puedo interrogarte como me gustaría. Quiero que sepas que se lo voy a comentar a Alice.

—Qué pesados que son los dos.

—Bueno, atiende al tipo que está en tu puerta. Que te está esperando... Te llamaré pronto. Acuérdate de mi regalo. Te envié diferentes tallas para que...

Anna colgó, incapaz de seguir escuchándolo.

En el fondo, deseó seguir pegada al teléfono para evitar hablar con Charles, que, silencioso, esperaba en la puerta a que ella lo invitara a pasar. No pudo quitarle los ojos de encima. Una parte de ella pensó que no vendría a verla, que se arrepentiría de haberle ofrecido tener algo más serio que sexo casual.

La llenó de esperanza indeseada verlo frente a ella. Después de todo, sí había cumplido con su promesa de volver y no supo muy bien cómo reaccionar. Nunca se imaginó en una situación como esa, y teniéndolo delante no podía negar que, ciertamente, sentía algo por él, pero sus sentimientos no eran del todo claros. Se negaba a sentir algo por él más allá que una mera atracción sexual. Le fastidió darse cuenta de que, después de cinco años, aún le tenía miedo a cosas que de joven soñaba. Tuvo que admitir que, después de ese fin de semana, muchos de sus deseos de adolescente volvieron a aflojarse, pero temía que su mente y su corazón estuvieran intentando contarle que era con él con quien quería cumplir esos sueños.

—Pareces sorprendida de verme —dijo él—. Supongo que una parte de ti no esperaba que viniera a tu puerta tan pronto.

—Lo siento, sigo muy confundida. —Se aferró al borde de la puerta como si fuera su único soporte—. Me diste muy poco tiempo para pensar. Siento que estos días han pasado volando.

—Para mí, sin embargo, han transcurrido muy lentamente. —La dejó sin aliento la intensidad de su mirada que le aumentó el atractivo a niveles casi insoportables—. No veía la hora de volver.

Anna lo miró sin decir nada, porque no sabía muy bien cómo responder. Se sentía como en presencia de su primer amor: inexperta, torpe, nerviosa.

—¿Cómo te ha ido el viaje? —le preguntó.

—Nada mal. Fue una experiencia interesante. ¿Qué hay de ti?

—Normal, supongo. Trabajando. —Huyendo de la incomodidad, cambió de tema—: He recibido tus flores. —Señaló hacia la cocina, consciente de que desde la puerta no podía verlas—. Gracias, son muy bonitas.

—Fue un placer —le dijo, sonriendo—. No sabía muy bien qué flores enviarte, así que pregunté en la floristería y me recomendaron las orquídeas. Estuve buscando el significado de esa flor. No sé si lo conoces o si alguna vez has sentido curiosidad por él.

Se cansó de andarse con rodeos, así que se enderezó y la miró fijamente.

—Sé que es un poco tarde, pero no podía esperar a mañana. He traído una botella de vino como ofrenda de paz, aunque no sé muy bien si te gusta.

—No suelo beber, ya te dije que no me sienta bien el alcohol, pero gracias.

—No te preocupes, me aseguré de que no contenga mucho alcohol. Prefiero que ambos estemos lúcidos durante la conversación.

Anna suspiró, preparándose para lo que venía.

—Charles, la verdad es que no sé si lo que me estás proponiendo es una buena idea. Tienes que entender que para mí no es tan fácil tomar una decisión de este tipo. Eres el príncipe de Gales y yo soy una exconvicta. No será bueno para ti y yo no quiero causarle más problemas a mi familia. Además, no sé cómo dar saltos de fe.

—Lo sé, lo comprendo. —La intensidad de su mirada se suavizó, y una pequeña y dulce sonrisa se asomó en sus labios, apuñalándole el corazón—. Es por lo que estoy aquí. Siento que, si no soy yo el que da el primer paso, nosotros nunca vamos a avanzar.

—¿No crees que es un poco pronto para pensar en un «nosotros»?

—No lo sé, es a lo que he venido, para hablar de nuestras posibilidades. —Movió los hombros, víctima de la tensión—. Mira, yo no sé hacer estas cosas. No soy un hombre que vaya detrás de una mujer buscando algo serio, pero tampoco puedo negarme a ver lo que está justo frente a mis ojos. —Anna siguió la trayectoria de su lengua por sus labios, humedeciéndolos antes de continuar—: Anna, lo que pasó entre nosotros no fue una simple casualidad. Mientras más lo pienso, más creo que estábamos destinados a conocernos. ¿No puedes al menos darte la oportunidad de hablarlo y no quedarte tan cerrada con la idea de que estamos cometiendo un error o de que vamos muy deprisa? Dame la oportunidad de demostrarte que hay algo más en mí que el hombre del que todo el mundo habla. Quiero que me conozcas, y yo quiero conocerte a ti.

A Anna el corazón le dio un vuelco, y no supo cómo logró controlar dentro de sus labios temblorosos un grito de alegría.

—Sé que eres un buen hombre —asintió para sí, convencida—. Tal vez el mayor problema no es tu pasado o lo que solías hacer, sino yo. No confío en nadie, ni siquiera en mí misma. Me fue muy mal en mi primera y única relación y tú eres un riesgo que no sé si estoy dispuesta a correr.

Anna sintió que le temblaban las piernas cuando la intensidad de su mirada la arropó con su manto seductor. Lo sentía recorriéndola, tocándola sin usar las manos.

Lo vio alargar la postura, y lo imaginó como un soldado preparándose para la guerra.

—Independientemente de si me aceptas o no, ya no me interesa ir de cama en cama si tú no estás en ellas. Así que tómame y seré tuyo o déjame y no seré de nadie.

La confesión atoró un llanto en la garganta de Anna. Nunca lo había visto así, y ella nunca se había sentido así, tan cálida, tan bien querida, pero también tan aterrada. Le asustaba la posibilidad de que en el momento en que empezara a quererlo, él decidiera abandonarla. Le asustaba lo que su pasado como convicta podía condicionar su futuro. Le asustaban tantas cosas que la hacían temblar. Recordó las palabras de Zowie y se dio cuenta de que tenía razón. Vivía una existencia solitaria y tortuosa, llena de dudas y miedos, de felicidades incompletas, que le impedían avanzar.

Teniéndolo frente a ella, con su mirada penetrante abierta y fija en ella, esperando, ya no podía ignorar el hecho de que tenía sentimientos por él. Lo supo por cómo le dolía la posibilidad de que se marchara. Amor tal vez no era, pero era algo mucho más allá que una mera atracción física. Le gustaba muchísimo la forma en la que usaba sus palabras para endulzarla, como un hechizo, como un bálsamo, y la sensación de su presencia. Cuando lo tenía cerca, temblaba y se sacudía como si estuviese en medio de una tormenta.

No sabía si la decisión correcta era permitirle la entrada a su vida o si debía pedirle que por favor se fuera y la dejara con su orgullo. Tampoco supo si estaba haciendo lo correcto al abrir un poco más la puerta para dejarlo pasar.

—Supongo que una conversación en privado no nos hará daño.

Su respuesta lo hizo sonreír, y Anna sintió que ese tirón en el vientre la dejaba sin aliento.

Cerró la puerta con mucha calma, alargando el momento. Al volverse, fingió una sonrisa tranquila, al tiempo que en su mente se pedía a sí misma compostura.

—¿Quieres que te sirva un poco de vino? Mi madre me regaló una vajilla completa.

—Si te parece...

—Creo que lo voy a necesitar.

También necesitaría un poco de dignidad después de pedirle que le bajara las copas, porque su estatura la limitaba. Al extendérselas, lo tuvo a pocos centímetros de ella. El calor de su piel la hizo hiperventilar. No le ayudó la forma casual en la que él se inclinaba hacia ella, como queriendo robarle un beso. Lo esperó, pero no llegó.

Tomó las dos copas de sus manos.

—Gracias.

Sirvió el vino en ellas apenas él descorchó la botella. Se preguntó si era correcto ponerse a beber con ese hombre a tan poca distancia. Al mismo tiempo se dijo que lo necesitaba, así que dio el primer trago mirándolo fijamente. Él hizo lo mismo. Después le sonrió.

—No estés tan nerviosa. Solo beberé lo que quieras darme.

—Tengo agua y refresco de naranja si te apetece.

—No me refería a la bebida.

—Lo sé.

Anna lo invitó a la sala, donde lo vio desplomarse en el sofá más largo. Acomodándose la blusa, se sentó junto a él.

—¿Puedo comenzar yo? —preguntó ella.

—Por supuesto.

—Bien. —Asintió—. Normalmente, no suelo mostrarme tan nerviosa, pero tampoco he estado antes en una situación como esta.

Anna se llevó la copa a la boca, pero no bebió. La apartó y se dedicó unos segundos a mirarlo.

—¿Por qué te tomó casi tres semanas venir a buscarme?

—Querías que nos separáramos y yo te dije que respetaría tu decisión.

—Sin embargo, aquí estás.

—Sin embargo, aquí estoy. —Asintió, pensativo, con la mirada divagando entre la copa y ella—. He tenido una mala racha con mis dibujos. Siento que he vuelto a mi etapa de principiante. En las últimas semanas, he trazado el boceto de tu rostro hasta arruinarlo con trazos fuertes y exagerados. El lugar que solía ser mi santuario ahora me habla de ti a cada momento. —Un tono de desesperación se apoderó de su voz—. Lo dije en serio, Anna, yo nunca había llevado mujeres al estudio. Debí darme cuenta de que algo había entre nosotros cuando te permití pasar. Lo que sí me permitió darme cuenta de que entre nosotros no solo hay tensión sexual fue la separación de semanas. Comencé a echar de menos nuestras discusiones y nuestras bromas sin sentido, las conversaciones profundas... No me había sentido a gusto con ninguna persona en mucho tiempo como contigo. Vaya, creo que de hecho nunca antes me había sentido a gusto con nadie.

Anna continuó bebiendo del vino para evitar que se le escapara un grito.

—Crecer bajo las normas y protocolos de una familia real te obliga a controlar tus sentimientos, sin importar que seas un niño de cuatro años que acaba de perder a su madre. Mi niñez transcurrió así, callada. Mi padre me compensaba con cualquier tontería, con cualquier capricho. Me distraía. Llegó un punto en mi vida en el que añoré compañía, pero yo no quería querer. Amar duele cuando el miedo a perder te domina. Sabía que no podría soportar querer a alguien y que luego se fuera.

Lo escuchó reír, pero sin humor, subiendo y bajando la copa mientras observaba el líquido moverse.

—Así nació un mujeriego.

—Las compañías efímeras no resuelven nada.

Asintió, y después bebió de la copa.

—De las cuestiones de la vida, no soy un buen alumno. Tomo los caminos fáciles, los cortos.

—¿Y yo?

Un suspiro ahogado se escapó de sus labios, mostrando una vulnerabilidad que clavó aguijonazos en ella.

—Tú, tú eres muchas cosas, pero fácil no es una de ellas. Por eso me encantas.

A Anna comenzó a temblarle la copa en las manos.

—No digas esas cosas —le pidió—. No es justo.

—¿Por qué?

—Porque siento que intentas encandilarme.

—Solo quiero ser sincero. Es la única forma que tengo de hacerte saber que he venido con las mejores intenciones.

Anna se levantó del asiento y él, después de dejar la copa en la mesa, se puso de pie y se le acercó.

—Escúchame bien. No puedes entrar en mi vida, ponerla patas arriba y actuar como si no me hubieses hecho nada. Me has condenado a las semanas más agonizantes desde el fallecimiento de mi madre. He venido a ponerle fin a ese sufrimiento.

—Me has dicho muchas cosas y no me has dado tiempo para pensar...

—Si lo hago, levantarás un muro y yo aún sigo intentando atravesar tu coraza. No puedo dejar que pongas más límites.

Se le apartó y huyó a la cocina, el único lugar al que podía ir. Dejó la copa en la mesa y fingió que guardaba los platos que ya estaban secos.

Su acercamiento fue como el golpe de un relámpago. Lo sintió detrás de ella, respirando en su cuello, y Anna comenzó a temblar por la añoranza.

—Duda de mí, mujer, te lo permito, pero piénsalo bien. —Su aliento contra su piel al pronunciar estas palabras la hizo temblar—. ¿Te parece que soy un hombre que va por ahí rogándole a una mujer? Dios, Anna... No solo echo de menos tu cuerpo, que tenerlo un fin de semana no fue suficiente, sino que echo de menos todo de ti. —Cuando su pecho golpeó la espalda de ella, Anna se sintió desfallecer—. ¿No te ha pasado a ti lo mismo estas semanas? ¿No deseaste que nos encontráramos por ahí, aunque fuera por casualidad para vernos? Londres es enorme, y me volvía loco buscándote en medio de la multitud.

La embriagó el hambre cuando la tomó por la cadera y la acercó a él. Lo sentía vibrar por ella, casi con la misma intensidad que ella temblaba por él. Sus labios cálidos iniciaron un sendero húmedo por sus hombros que culminó en su oreja. Gimió, también jadeó, indómita.

Presionó con fuerza la cadera y la hizo girar a su encuentro. Pinchazos de excitación torturaron su vientre cuando se encontró con sus ojos azules oscurecidos por la lujuria. Respiraba de forma trabajosa por la boca entreabierta, y la calidez de su aliento la golpeó el rostro, pudiendo percibir el olor del vino.

—Estoy dispuesto a renunciar a un montón de cosas y a sacrificar otras si me aceptas.

Lo vio introducir la mano en el bolsillo del pantalón y sacar su teléfono.

—Aquí está todo lo que sé que te hace dudar. Mi vida de libertinaje y desenfreno. —Le tomó la mano y se lo dejó en la palma—. Es tuyo. Ya no lo quiero.

Anna observó el teléfono en su mano, confundida, pero también llena de esperanza.

—¿Qué significa?

—Que, si me aceptas, me comprometo a ser solo tuyo. —Un acercamiento más y la tuvo a nada de su boca, donde sus respiraciones inquietas se mezclaron—. Me gustas muchísimo y quiero que tengas en cuenta que estoy faltando a mi lema de vida sobre no establecer lazos permanentes. —Se humedeció los labios, ansioso, hambriento—. Si has entrado en mi vida en el momento en el que más me hacía falta un milagro, es porque eres ese cambio que necesitaba, la malaquita que le hacía falta a mi azurita. Solo te pido un sacrificio... —Una preciosa sonrisa le ensanchó la boca cuando ella lo miró, dos perfectas esmeraldas, dos malaquitas brillantes, que lo miraban con la misma intensidad que él a ella—. Yo lo dejo todo y tú sueltas tu miedo. Dame la oportunidad de demostrarte que de verdad quiero estar contigo y solo contigo.

Una punzada caliente la sacudió devolviéndola a la vida. Era ahora su respiración entrecortada la que resonaba en el pequeño espacio, debilitando las fortalezas que había reforzado los pasados días. Tenía una agonizante sed de sus besos y una enloquecedora hambre de su piel. Débil como estaba su carne, acortó la distancia entre ellos y reclamó su boca con la urgencia de una amante liberada. De su mano cayó el teléfono y, pronto, la ropa esparcida por el suelo dibujó el camino hacia la habitación.

Lo llevó consigo hasta la cama con las sábanas revueltas, que no había querido hacer por el cansancio. Se sintió viva cuando, en medio del prolongado beso, la tomó de la cintura y la levantó del suelo. Con la respiración entrecortada, Anna se aferró a él descansando los brazos en el cuello. Enterró los dedos en su pelo y lo mantuvo allí, pegado a su boca. Lo envolvió con las piernas alrededor de su cintura y contuvo un grito cuando lo sintió golpearse con la cama, tropezar y caer sobre ella. Anna dejó escapar una carcajada que duró hasta el encuentro con sus ojos.

Tenían un aspecto oscuro, brillante. Era evidente la excitación en ellos, el azul de su iris se hizo potente, como si se lo hubiesen encendido. Tragó ante la expectativa, ansiosa por sentir su pericia actuar sobre ella.

Un silencio centelleante los envolvió a medida que sus miradas se volvían eternas, como si estuvieran soldadas una a la otra.

A Anna se le despertó una sensación ajena a ella, esa complicidad de amantes de la que carecía. Se supo perdida cuando le poseyó la boca en un beso hambriento, y se supo indómita cuando le tomó el rostro para que ese beso no acabara... Con un gemido ahogado, se montó sobre él y sintió sus manos recorriéndole la piel ya expuesta. A ella solo le quedaba la ropa interior, pero él aún estaba vestido. Le pareció injusto, así que sus manos comenzaron a tironearle de la camisa.

Él se detuvo para ella y la miró fijamente a los ojos verdes mientras desabrochaba con calma los botones de la camisa. Con una calma tortuosa, se deshizo de la prenda, deslizándola por los brazos, y después la dejó caer en algún punto de la habitación a la que ella no prestaba atención. A la poca distancia, él percibió el calor de la tensión sexual, que se le antojó divina. Tuvo en la boca una sed ansiosa por su piel, un hambre iracunda por su carne. Lo abrumó cuánto la había echado de menos.

Se movió en la cama, ajustándose a su altura. Charles la observó con la boca entreabierta mientras ella presionaba ambas manos sobre su pecho, contemplándola, y eso le inyectó a ella una felicidad indescriptible. Bajo la palma, el calor de su piel la condenó a arder, haciéndola sucumbir en la hoguera más dulce. A él su contacto lo hizo pedazos, el corazón empezó a palpitarle deprisa. Anna se le montó encima, ansiosa, y con movimientos lentos, le recorrió el cuello con sus dedos. A Charles se le cortó la respiración cuando instaló la boca en la base de su garganta y empezó a trazar una ruta paradisiaca con los labios y los dientes, dejándole mordidas que despertaron fuertes sacudidas de deseo que le llegaron hasta la entrepierna.

Anna se detuvo ahí, saboreando la textura de su piel y aspirando su potente olor masculino, un reguero de sensaciones que la consumían viva. Quería recorrerlo con la boca, alargar ese contacto de piel contra piel y disfrutar de la magia erótica de su boca húmeda saciando un hambre enloquecedora.

Una gran satisfacción la invadió al escucharlo gemir, al escuchar sus gemidos roncos y eróticos, potenciadores de su propio deseo.

A Charles le gustaba. Le gustaba ese recorrido desesperado de la boca de Anna por su cuello, el mentón, la garganta, y ella se percibió incontrolable, queriendo más. Dios santo, el deseo que sentía por él acabaría por llevarla a la locura.

Descansando las manos en su cintura, Charles, con la voz ronca y extasiada, la instó a moverse sobre él con movimientos más rápidos. A ella se le escapó un gemido que hizo eco en su oído. Con un par de besos más, llegó al mentón y después a su boca. Se le volvió trabajosa la respiración a medida que se movía más deprisa, añorando ya calmar ese palpitante dolor en su entrepierna.

La apretó de la cintura y giró con ella en la cama, iniciando un rápido descenso desde su boca hasta su pecho y después trazando un camino húmedo de mordidas hasta el ombligo. Anna contuvo un jadeo al escuchar el crujir de su ropa interior, destrozada por el tirón de sus grandes manos impacientes, y se le escapó una carcajada ahogada, sorprendida por su descontrol.

Embrutecido por el placer, la tomó de las piernas y tiró de ellas, acercándola. Anna se arqueó al notar el inicio de un camino de besos desde el tobillo hasta la rodilla. La suavidad de sus labios fue reemplazada por la humedad de sus dientes, que la mordían con suavidad, provocándole sacudidas de un placer que no pudo evitar delatar con un gemido. Una oleada caliente la invadió al descubrir hacia dónde avanzaba su boca experta.

No tuvo tiempo de abrirle la puerta a la vergüenza, porque le martilleó el corazón con un ímpetu salvaje al sentir la boca de Charles en su sexo. Se arqueó por el golpe de su aliento cálido en su piel sensible, mareada por las sacudidas de placer que instaron a su cuerpo a moverse.

—Te he echado de menos —lo escuchó decirle, la voz ronca disparando rayos de placer que subieron por sus piernas—. Sabes tan bien...

No supo cuánto más duró aquella tortura, pero se vio a sí misma colocando las piernas sobre los hombros mientras su cuerpo se sacudía por el éxtasis. Gritó su nombre con la voz temblorosa y trabajosa, la espalda arqueada y las piernas tensas al tiempo que sentía como su boca seguía recorriéndola con pericia.

Cuando se apartó de ella, Anna respiró profundamente para reponerse. Lo encontró de rodillas en la cama, mirándola. Se sintió abrumada por la intensidad de su mirada y quiso eliminar la distancia entre ellos. Añoraba su contacto; en ese instante, se dio cuenta de cuánto lo había echado de menos esos días.

Se impulsó con los codos contra el colchón para levantarse. Deslizó los dedos por su pecho desnudo, rasgando la piel afeitada con las uñas. Lo vio despegar los labios al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás. Anna sonrió, satisfecha con ella misma. Hasta un contacto mínimo como aquel lo afectaba. Quiso hacerle sentir lo mismo que él le despertaba con apenas una mirada.

Lo tomó del cuello y lo acercó a ella para besarlo, acentuando en su boca el deseo de contacto. Lo envolvió como mejor pudo y giró con él en la cama. Con la cabeza en la almohada, Charles la miró. Sonreía.

—Parece que esta es tu posición favorita.

Ella le sonrió también, trazando con las uñas el camino desde su pecho hasta la uve de su vientre. Notó el cambio en su rostro por los labios tensos y los ojos entrecerrados. Buscó con las manos el botón del pantalón y después fue abriendo lentamente la cremallera de la bragueta, para hacerle agonizante la espera. Lo vio patalear para quitarse la ropa que aún le quedaba puesta. No le tomó mucho hacerlo, y entonces un gruñido de placer se le escapó, mientras enterraba la cabeza en la almohada, al sentir la boca de ella recorriéndolo hasta tomarlo entero.

El eco de su placer se expandió por la habitación, y tuvo que armarse de la poca fuerza que le quedaba para controlarse al recordar que Anna tenía vecinos. Benditas fueran ella y su boca, que a momentos la sentía experta y a momentos torpe, pero que sabía de igual forma cómo proporcionarle el placer. Verla obrar su magia erótica le cortó la respiración, que acabó convertida en jadeos.

Repentinamente, tras detenerse, Anna se subió sobre él. A Charles le costó un instante reponerse y concentrarse al percibir el calor de su piel desnuda golpeando la suya. Vio en sus grandes ojos lo que quería, el mismo anhelo que lo dominaba a él. Buscó con la mirada dónde habían quedado sus pantalones. Estaban lejos...

—Abre el cajón —le dijo ella.

Con el ceño fruncido, hizo lo que le dijo y encontró en su interior un montón de preservativos de diferentes tallas. La miró con una mueca divertida.

—¿Hay algo que quieras decirme?

Sonriendo, ella alargó la mano para tomar un preservativo, dejando en el aire cualquier respuesta mientras rasgaba el paquete, con la vista fija en él. Charles también la miraba, y a Anna le encantaba. Le proporcionaba seguridad que pudiese mantener en ella la atención de un hombre como él.

Notó cómo seguía la trayectoria de sus manos mientras le ponía el preservativo. Lo vio despegar los labios para dejar escapar un jadeo, y a ella le sentó de maravilla su reacción. Presionando las manos en el vientre de él, se le montó encima y de la garganta de ambos escapó un gruñido de placer.

No tuvo tiempo para acostumbrarse a él cuando la tomó por la cintura con ambas manos y la instó a moverse, primero despacio y después deprisa, hasta que a ella le costó respirar. Se arqueó al sentir las manos de Charles recorrer su cuerpo hasta alcanzar sus pechos, envolviéndolos y pellizcándole los pezones de vez en cuando.

Sobre él, no solo perdió el sentido del tiempo, sino que, dominada por los latigazos de placer, también se olvidó de todo lo demás. Se intensificó el tirón en su barriga con las uñas de él recorriendo sus piernas, avivando las llamas que estaban a punto de consumirla viva. Presionó las manos en el vientre de él al tiempo que respiraba trabajosamente. Y entonces, como a la distancia, lo escuchó también danzando en el límite donde estaba ella.

Pronunciando su nombre, sucumbió a la última oleada del placer y cayó rendida sobre su pecho sudoroso, pegando la frente en el lugar donde sintió latir su corazón. Él tenía la respiración tan agitada como ella, rasgándole los pulmones por la urgente necesidad de aire.

Se separó de él y se acomodó a su lado boca arriba. Le subía y bajaba el pecho deprisa, y con el brazo izquierdo tendido sobre el pecho de él, descubrió que a Charles también le costaba recomponerse.

Se acostó de lado y lo examinó. Le parecía atractiva la forma entreabierta de sus labios mientras recuperaba el aliento, y las mejillas coloradas le daban un distintivo sexual que lo volvía más atractivo. Parecía un amante satisfecho y eso elevó un par de puntos su autoestima. Era capaz de enloquecer a un hombre que poseía una vasta experiencia en la cama. Ella, una mujer inexperta.

Intrigado por su silencio, Charles se volvió hacia ella. Con el contacto de su mirada, la vio sonreír como si estuviera avergonzada. No entendía por qué, si era la amante perfecta.

Ella no le dio la oportunidad de preguntarle nada porque, sin dejar de sonreír, abandonó la cama al tiempo que buscaba en el suelo su camisa y se la ponía. Salió de la habitación y al cabo de un momento volvió con dos copas de vino.

—¿Qué te parece mi nuevo apartamento?

Con el gesto divertido y la sonrisa coqueta de ella, Charles se echó a reír.

—Bueno, solo he tenido la oportunidad de inspeccionar la cama.

A él le costó apartar la mirada de la forma tan erótica en que sus pechos se movían mientras se subía al colchón, caminando sobre él de rodillas hasta ponerse a su lado. Le ofreció la copa, y él la tomó sin apartar la vista.

—También has estado en la sala —la oyó decir—. Y en la cocina.

Parpadeó un par de veces para enfocar su atención en su rostro, y abandonar las vistas de sus deliciosos pechos al descubierto.

—Has hecho cambios —dijo—. Se ve mucho mejor.

—¿De verdad lo crees? ¿O solo lo dices para distraerme y que no advierta que no dejas de mirarme las tetas?

Sonrió, culpable.

—Lo digo de verdad. Me gusta mucho más ahora.

—Le envié a mi padre el coche viejo que era de mi abuelo. Tiene un garaje bastante amplio donde puede guardarlo hasta que consiga un buen lugar. El aparcamiento que tengo lo uso para el taxi.

—¿Qué tal te va como taxista?

Anna puso los ojos en blanco al tiempo que daba sorbos a su vino.

—Me preguntan por ti, en especial ya sabes quién.

—¿Clayton?

—No, mis compañeras de trabajo, pero Clayton también.

—Diles que me has sacado del mercado.

A ella se le formó una pequeña sonrisa.

—¿Podría ser nuestro secreto? Solo por ahora.

Charles la analizó mientras se bebía el resto del vino de un trago.

—¿Por qué?

—Porque esto es nuevo y no estoy preparada para perder mi privacidad. No eres como yo, eres un miembro de la familia real. Todo lo que haces es observado.

Anna estaba segura de que a él no le agradaba aquello, lo supo por la forma en que alzó las cejas y asintió. No quería que ella fuese de esas cosas que debía mantener en secreto. Una pequeña parte de ella se sintió feliz.

—Necesito tiempo para adaptarme a lo que somos ahora —le susurró.

—Lo comprendo —asintió él—. Tal vez sea lo mejor, así podremos disfrutarlo nosotros, sin opiniones de terceros.

Lo recompensó con un beso. Al apartarse, sintió la mano de él recorrerle la barbilla hasta llegar a la nuca. La acercó para profundizar el beso. La maravilló la magia de su pericia y cuánto le gustaba que la besara. Quería detener el tiempo y vivir allí para siempre.

—No te preocupes —dijo él contra su boca—. Haré que nunca te arrepientas de haberte deshecho de la coraza.

Sintió desaparecer de su mano la copa y después, con un beso alargado, su cordura.