—¿No has recibido respuesta del Parlamento?
Charles parecía inquieto ese día, pensó el rey mientras desplegaba el periódico por séptima vez en una hora.
Había tenido la reunión con el Parlamento cuatro días antes, y no acabó muy bien. Evidenciaron su descontento por el comportamiento del príncipe de Gales durante los últimos años, pero, aun así, no podían impedir que el proceso de aprobación de la regencia prosiguiera.
El monarca había esperado que la señorita Anna Mawson convenciera al Parlamento de las capacidades de Charles para ejercer como regente, pero su hijo no quiso que ella hablara en la Cámara. Por momentos quería moler a palos a ese cabeza hueca.
—Continúan deliberando. —Volvió a su lectura.
El silencio duró lo que le tomó hacer tres respiraciones.
—No lo aceptarán —dijo Charles—. La única parte de mí que lo lamenta es aquella que es tu hijo.
El rey sonrió divertido.
—Cada parte de ti es mi hijo, Charles. No puedo tenerte por pedazos, ¿o sí?
—¡Yo qué sé!
—Pareces malhumorado.
—¿Por qué habría de estar malhumorado? Es una excelente mañana.
Apenas lo comprendió, el rey sonrió sin apartar sus ojos de la nota periodística.
—Anna Mawson no ha llegado.
Charles soltó un bufido.
—¿Crees que mi malhumor se debe a que son casi las diez de la mañana y que Anna aún no ha llegado? —Se levantó de golpe de la silla—. Creo que iré a nadar un poco.
—¿Me lo dices con el propósito de avisarme o para que informe a la señorita Mawson de dónde puede encontrarte cuando llegue?
Le obsequió con una mirada ceñuda antes de salir.
Anna se reprendió por tercera vez apenas comenzó a bajar por las largas escaleras. Cerró las manos en puños y respiró profundamente para intentar calmarse. Se sentía un poco mareada desde anoche, con algunas náuseas. El frío le calaba hasta los huesos. Supuso que se debía al haber dejado la ventana medio abierta por error. La distrajo la llamada de Charles y, muerta de sueño, se fue a dormir y no supo que se la había dejado abierta hasta por la mañana. Temblaba de frío y tenía los dedos y la nariz rojos. La alivió el baño de agua caliente.
Le duró la calma hasta que estuvo frente al edificio.
—Hazlo ya, cobarde —murmuró para sí misma.
¿Por qué le resultaba tan difícil hacer aquello? Subir las escaleras, colarse en una reunión del Parlamento, interceder por el rey y por su hijo. Podrían arrestarla, por supuesto. Por suerte, tenía inmunidad real.
¿Y qué iba a decir con exactitud si al final conseguía entrar? Planeó las palabras correctas durante toda la noche. Quería asegurarse de no empeorar las cosas. Un par de ensayos en voz alta no le parecieron suficiente.
Respiró profundamente y comenzó a subir las escaleras hacia el imponente edificio, haciendo resonar los tacones con cada paso que daba. El primer obstáculo se encontraba justo delante de ella: el guarda de seguridad.
Un hombre alto, tanto que le recordó a una montaña, la frenó con un solo movimiento.
—Identificación, señora. —La voz gruesa le erizó el vello.
—¿La de conducir? —bromeó, pero los ojos del guardia no parecían divertidos.
—Sin identificación no puedo permitirle la entrada, señora.
—Sé que está haciendo su trabajo, pero necesito hablar con el primer ministro. Vengo de parte del rey Edward y quiero...
—Le pido que se marche, señora, o tendré que...
—Llamar a seguridad para que me saquen, sí, lo sé, pero...
Anna visualizó al hombre vestido de traje gris caminando rimbombante por un largo pasillo que parecía dar a la nada. De inmediato lo reconoció.
Hizo un amago de marcharse y, mirando por encima del hombro, vio que el guardia ya no le prestaba atención, así que volvió a darse la vuelta y entró corriendo en el edificio.
—¡Primer ministro! —gritó, formando un gran escándalo con sus tacones al correr—. ¡Por favor, espere, primer ministro!
No tardó en notar que el guardia corría detrás de ella. Debía darse prisa o la alcanzaría.
—¡Primer ministro! —volvió a gritar.
El hombre trajeado se volvió hacia ella cuando los pesados y grandes brazos del guardia ya la habían rodeado para sacarla de allí.
—¡Suélteme! —protestó—. ¡Déjeme en paz!
Anna observó que el primer ministro se acercaba.
—¿Qué está sucediendo aquí? —La señaló con el sobre que llevaba en la mano—. ¿Quién es esta mujer?
—Soy Anna Mawson, trabajo para el príncipe de Gales —respondió ella quedamente. Hablaba con dificultad debido a su forcejeo con el guardia.
El primer ministro le hizo una seña al hombre para que la soltase. Anna se acomodó el vestido blanco antes de hablar.
—Lamento esta entrada tan abrupta, señor, pero es urgente que hable con usted.
—¿La ha enviado el príncipe? Porque no recuerdo haber recibido una misiva anunciándome su visita.
—No, señor. He venido por mi cuenta. Hace unos días, el rey se reunió con el Parlamento para discutir el pequeño asunto de la regencia.
El primer ministro hizo un gesto arrogante.
—«Pequeño» no es un calificativo apropiado para definir el problema en el que el rey intenta ponernos. Tal como le dije a su majestad, el príncipe Charles no es un candidato apropiado. Sin embargo, su primo, el príncipe Cameron...
Anna rechinó los dientes.
—Con todo respeto, señor. Está claro que diferimos en la definición de «apropiado». Con respecto al príncipe Cameron, he de decirle que tenemos distintas opiniones acerca de él.
El primer ministro se cogió las manos a la espalda. Ella continuó hablando, ignorando aquel gesto de completa indiferencia.
—El Reino Unido no posee una Constitución propiamente dicha por razones que usted y yo conocemos a la perfección, usted porque es político y yo porque me he informado, pero nos rigen algunas cartas de derecho como a otros países. También existe un documento donde se señalan las responsabilidades que tiene un rey. Un par de artículos más abajo, específicamente en la sección que establece los protocolos de sucesión, dice que, en caso de enfermedad, solo el primogénito o primogénita del rey puede sustituirlo el tiempo que la recuperación de su padecimiento lo requiera. Por lo tanto, el príncipe Cameron no puede sustituir al rey, y ni usted ni nadie puede alterar nuestras leyes a favor de lo que usted cree correcto.
El primer ministro respiró hondo por la nariz.
—Señorita, la Carta Magna y el Acta de Unión indican en uno de sus artículos, y cito: «Se le otorga al Parlamento la facultad de determinar la línea de sucesión al trono británico».
Anna afiló sus armas de batalla.
—Por ese motivo, el rey solicita la aprobación del Parlamento, pero, como ya le he dicho, solo el hijo mayor de los primeros cuatro hijos del monarca, de veintiún años de edad o mayores, tiene derecho a sustituir a su padre, el rey. En este caso, ese hijo solo puede ser Charles, ya que es el único hijo de nuestro monarca. El término correcto es «regencia», y para refrescarle la memoria, le diré que este término indica un período de transición en el que una figura perteneciente a la familia real, en la mayoría de los casos, ejerce el poder en nombre del monarca, ya sea porque este es muy joven o muy viejo o porque, como ocurre en la actualidad, padezca alguna enfermedad que le impida cumplir con sus obligaciones reales. —Se acomodó los rizos rubios hacia atrás—. Podríamos seguir así todo el día, señor, pero le aseguro que terminaré convenciéndolo. No me hubiera atrevido a venir si no supiera de lo que estoy hablando.
Para sorpresa suya, el primer ministro le hizo lo que parecía una reverencia.
—Debo admitir que es usted una mujer muy inteligente. —Tendió el brazo hacia el largo pasillo—. Me gustaría terminar esta conversación en un lugar un poco más privado.
Anna comprendió a qué se refería cuando cayó en la cuenta de que casi todo el personal estaba observándolos.
—Por supuesto —convino de inmediato.
Vio que el primer ministro caminaba hacia el pasillo.
—Dios... —masculló ella—. Debería estudiar leyes.
Los minutos saltaron tan rápido que se convirtieron en horas. Después de un baño con agua tibia, veinte minutos más tarde de haber abandonado la piscina, Charles revisó el reloj una vez más. La una de la tarde. Increíble. ¿Qué pudo haberla retrasado cinco horas? No respondía sus llamadas ni a sus mensajes de texto. Le crecía la inquietud con la idea de que tal vez había vuelto a cambiar de opinión. La notó extraña anoche, nerviosa. Debió percatarse entonces de que algo no iba bien.
El sentimiento lo acompañó durante su recorrido por los pasillos. No podía evitar la preocupación, la angustia, la incertidumbre. Estaban grabadas en su piel como un tatuaje. Desde el fallecimiento de su madre, su área de experiencia se centraba en angustiarse por aquellos a quienes quería, y a Anna la tenía incrustada en el alma, cosida con hilos rojos. Las horas sin saber de ella lo perforaban como balas calientes. Tenía que saber pronto si estaba bien o perdería la cabeza.
Se puso la chaqueta, guardó el teléfono y las llaves del auto y se marchó de la habitación. Debió haber tomado la decisión de ir buscarla a su apartamento. Quizá estaba allí, en la cama, tras decidir que no seguiría estando con él. Debía salir de dudas. De no encontrarla allí, movilizaría a la guardia. Sí, lo haría; si era necesario, lo haría.
Cualquier idea desapareció cuando la vio de pie al final de las escaleras con un brillo inmenso en sus enormes ojos verdes, que parecían más pequeños que de costumbre. La nariz resaltaba roja, a pesar del maquillaje.
—¿Dónde has estado? —preguntó, apurando el paso para llegar hasta ella—. Me tenías preocupado.
Ella ignoró sus inquietudes. Subió las escaleras con la misma rapidez que él empleó para bajarlas y se colgó al instante de su cuello. Charles le correspondió con vehemencia, enterrando la nariz en su cuello e inhalando el maravilloso aroma de su piel.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, empleando esta vez un tono más suave.
—Sí, sí, por supuesto. —Se separó de él quedamente—. Tengo algo que contarte.
Él no se había percatado del enorme sobre que llevaba en las manos.
—¿Qué es? —preguntó.
Anna expuso toda la dentadura.
—Es una carta firmada por el primer ministro y aprobada por todo el Parlamento. —Le extendió el sobre—. Han aceptado la regencia. Tu padre y tú deben firmar para iniciar el proceso cuanto antes.
Incapaz de creérselo, le arrebató el sobre y liberó el largo papel de aquella prisión. Los ojos azules viajaron por su contenido tantas veces que Anna perdió la cuenta.
—«Firmado el 24 de julio de 2014» —leyó—. Pero es la fecha de hoy... —Posó los ojos en Anna—. ¿Cómo es que tienes esto?
Ella le contó lo que había hecho, le relató con todo detalle la pequeña disputa legal que había sostenido con el primer ministro. Los ojos de Charles se maravillaron durante el relato, y en ese pequeño lapso de tiempo la vio con nuevos ojos, porque existía una única palabra para describirla a ella y todo lo que representaba: «milagro».
El largo papel y el sobre cayeron al suelo cuando sus grandes brazos la envolvieron para acercarla a él y besarla, un exiguo pago por lo que había hecho.
—Tenemos que contárselo a mi padre —le dijo, separándose de Anna.
La tomó de la mano, después de recoger los papeles del suelo, y la guio escaleras arriba, pero ella lo detuvo.
—Estoy contenta por cómo han ido las cosas, pero quería pedirte permiso para irme temprano.
Él la miró con el ceño fruncido.
—¿Te encuentras bien?
—Me he estado sintiendo rara las últimas horas. Me dormí con la ventana abierta y me parece que he cogido frío.
—Entonces sube a mi habitación y descansa un poco.
Ella no pudo evitar sonreír.
—¿Dónde está la discreción en eso?
—Te juro que es un fastidio, y siéndote sincero, no creo que estemos engañando a nadie.
—En especial después de haberle dicho a tu primo que soy tu novia.
—Discúlpame. No pude controlarme después de que te faltó el respeto.
—Estás muy perdonado. Respecto al permiso...
—Claro, puedes irte a descansar a tu casa. Pasaré a verte más tarde.
A Anna se le llenó de esperanza el corazón.
—Está bien.
Era de noche cuando llamaron a la puerta.
Anna abandonó la cama y arrastró los pies para abrir. Lo vio fruncir el ceño mientras la examinaba. Supo de inmediato que lo había sorprendido con aquel pijama extralargo en el que parecía perderse. La nariz y los dedos estaban más rojos que antes, y quiso echarse a llorar por lo mal que se había sentido las pasadas horas.
—No te atrevas a decir nada —le advirtió ella—. Esto tampoco me hace feliz.
—Tienes un aspecto horrible...
—¡Pero qué grosero eres!
Charles echó una rápida mirada al pasillo para asegurarse de que nadie lo observaba antes de entrar en el apartamento. Cerró la puerta con la pierna al tiempo que la veía dirigirse de nuevo a la cama.
—No estabas tan mal hace un par de horas.
—No estaba tan mal hace un par de horas. —Tiró de la sábana para arroparse. Estornudó—. Ven. —Golpeó la cama con la mano—. Lo invito al reino de los gérmenes, alteza.
Charles levantó la mano derecha. Traía en una bolsa de papel sopa caliente y zumo.
—Pedí en el palacio que prepararan sopa para ti. Tessie me hacía comerla cuando me ponía enfermo y parece que tú la necesitas.
—Nunca se debe decir no a la comida.
—Deja, yo te sirvo —le dijo al ver que empezaba a apartar sábana.
—¿Qué diría la gente si supieran que estoy tratando al príncipe de Gales como mi sirviente?
—Te admirarían.
Fue a la cocina y volvió más tarde con la sopa servida en un plato hondo. Se sentó a su lado mientras ella comía con lentitud. Le parpadeaban los ojos por el sueño, que se le esfumaba de repente al estornudar o toser.
—¿Y Anna se enferma fácilmente? —musitó él con una voz aguda—. No, qué va. Lo que ocurre es que durmió con la ventana abierta —añadió con su voz habitual.
Anna lo miró fijamente.
—Hacía frío y acababa de ducharme. No soy tan débil.
—Mmm..., esperemos que sea así.
—Nada de esperemos... No lo soy.
—Tranquila, tranquila. —Se estiró en la cama para estar más cómodo—. ¿Te tomaste algo para esa nariz?
—Algo. —Terminada la sopa, dejó el plato en la mesita de noche—. Pero es un medicamento que da sueño.
—Mejor, así descansas.
—No me gusta. El efecto somnífero me dura unos días, aunque en menor intensidad, y tengo la sensación de estar siempre cansada.
—Casi nunca me pongo enfermo. Hace años que no tomo ningún medicamento.
—Yo tampoco. Ha sido por culpa del descuido de anoche.
Charles levantó la cabeza para asegurarse de que la ventana estuviera cerrada. La sintió moverse en la cama hasta acurrucarse junto a él. Frunció el ceño al sentirla más grande. Supuso que se debía al gigantesco pijama.
—¿Qué ha dicho tu padre?
—Has conseguido que sea feliz, y al igual que yo se pregunta cómo lo hiciste.
—Sé muchas cosas que me ayudaron a defenderme. Lo más importante es que la fe que te tengo me sirvió de guía. Quiero que todo el mundo conozca al verdadero príncipe Charles, un hombre maravilloso, a pesar de todos sus errores y faltas y un montón de cosas más que en su tiempo me desesperaban.
Él se echó a reír.
—No te des golpes de pecho. Mira que tu carácter no es del todo fácil.
—No sé de qué me hablas. Soy muy afable.
—Como tú digas.
Anna descansó el brazo en la barriga de él al tiempo que envolvía sus piernas con las suyas. Todavía sentía fría la habitación y su cuerpo tiritaba, ansioso por un poco más de calor. Lo sintió trazar círculos en su cabeza y, después, recorrer el camino de su cabello hasta las puntas.
Por la forma pausada en que respiraba, Charles se percató de que se había quedado dormida. No tardó mucho, supuso que estaba agotada. Estar allí, con ella, le despertó una sensación atípica. ¿Cómo iba a imaginarse él que acabaría un día en una situación como aquella? Cuidando a una mujer enferma. Tampoco se imaginó disfrutando del silencio y de la cercanía de otra persona, un instante cómplice.
Incluso dormida y con la nariz enrojecida, Anna le parecía preciosa.
Lo maravilló la paz que sentía a su lado, como si el mundo fuera de ese apartamento perdiera importancia.
Habían sido muchas las veces que había salido en mitad de la noche a buscar consuelo en el sexo y la bebida. Pero ahora le bastaba con Anna. Vivía feliz atado al monte de entre sus piernas, al valle de su cintura, a las montañas de sus pechos, el paraíso de su boca..., y sintiéndose acogido en el hogar de su corazón. Quería que ella sintiera por él el mismo cariño que sentía por ella.
«Quiéreme, por favor», le imploró en silencio.
Luego quiso echarse a reír. «Mira cómo te han pillado, cazador», se dijo.
El amor que sentía por ella era innegable, y lo bien que le sentaba tenerla en su vida, incuestionable. Anna era un milagro para él. Aún con su mundo roto, ella quería ver brillar el de los demás. Le trajo dicha y paz y guio a su alma perdida a un puerto seguro, el de sus brazos. ¿Dónde habría quedado él si la hubiese dejado marchar para siempre? Perdido y sin cordura, echando de menos lo que en su día juró que no querría nunca. Con su presencia dio sentido y orden a su mundo, e incluso había conseguido que fuera a ejercer la regencia. No sabía cómo lo había hecho. Por eso era mejor no cuestionar su fe en ella y declararla su milagro.
La necesitaba en su vida.
La sintió moverse y estirar el brazo sobre su barriga. El azote del calor que emanaba su cuerpo le sentó bien durante unos minutos, hasta que se percató de que estaba demasiado caliente. Le tocó las mejillas y después la frente.
—Anna —la llamó con suavidad, sacudiéndole el brazo—, tienes fiebre.
Le respondió con la tos, pero sin moverse o levantarse.
—¿Tienes un termómetro?
Masculló palabras incoherentes que acabó por descifrar que eran un no.
—Creo que tienes bastante fiebre.
Fue moviéndose poco a poco en la cama hasta salir de ella. Tomó el teléfono del bolsillo y buscó el número del médico de la familia. Pegándoselo al oído, se dirigió a la cocina, entrecerrando la puerta de la habitación para minimizar el ruido.
El hombre al otro lado de la línea respondió.
—Doctor Gibert, buenas noches. ¿Lo interrumpo?
—No, alteza. Estoy en mis últimos días de vacaciones. ¿Hay algún problema?
—Estoy con una... —Meditó un instante cómo referirse a Anna—. Una amiga. Tiene fiebre y algo de tos. Supongo que es un resfriado.
—Si me envía la dirección, estaré allí lo antes posible.
—Por supuesto.
Volvió a la habitación después de haberle enviado el mensaje al doctor con la dirección y, media hora más tarde, oyó los golpes en la puerta de entrada.
Charles esperó de pie a que el médico la examinara. La despertó para completar la evaluación.
—No es más que un resfriado —dijo después, confirmando las sospechas del príncipe—. Los veranos en Londres no implican calor, sino un leve aumento de temperatura. Los resfriados siguen siendo muy comunes. Le dejaré anotados los medicamentos y las indicaciones de cómo tomarlos. Lo primordial es que se mantenga hidratada y no repetir el descuido de la ventana.
Lo vio anotar deprisa en la hoja de receta. Charles la revisó al tiempo que lo acompañaba hasta la puerta.
—Lamento haberle molestado en sus vacaciones.
El médico le sonrió, amable.
—No se preocupe. Es mi trabajo, después de todo, y mi vocación. No sacrificaría la salud de un paciente por un descanso al que ya quiero ponerle fin.
—Quería pedirle un último favor.
—Lo escucho.
—Me gustaría que esta visita se mantuviera entre nosotros. Ella no es solo una amiga, ¿me entiende? Tenemos una relación y mi padre no está enterado todavía.
—Comprendo, señor. Puede contar con mi discreción.
Cuando volvió a la habitación después de haber mandado a uno de los guardias por los medicamentos, Anna estaba recostada en el cabezal, sonándose la nariz con un pañuelo. Él se sentó en la cama.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó mirándola con dulzura.
Los pequeños y cansados ojos verdes de Anna parpadearon un par de veces.
—Cuando dijiste que te gustaba mantenerme en la cama, imaginé que te referías a otra cosa.
Ah, bromeaba. Entonces estaba mejor.
—¿Por qué llamaste al médico?
—Porque tenías fiebre.
Aquello parecía divertirle.
—¿Llamas al médico solo por un poco de fiebre? —Soltó una carcajada, pero a continuación hizo una mueca. Por lo visto, reírse le había producido dolor la cabeza.
—¿Crees que exageré? —musitó él, sonriéndole.
—Creo que el que ha exagerado es el médico. He visto que anotaba un montón de cosas.
—No te habría recetado todos esos medicamentos si no lo considerara necesario. Envié a uno de los guardias a comprarlos.
Anna le sonrió. Dios, le parecía tan dulce... y le gustaba tanto que cuidara de ella. Le encantaba que le demostrara su cariño, que lo que les unía no solo era una mera atracción sexual.
—¿Quieres que te traiga aquí el televisor? Así tendrás algo que ver y no te aburrirás.
Anna asintió.
—No tengo muchas películas, solo mis favoritas.
—¿Cuál es la que más te gusta?
Lo meditó un instante.
—Grand Prix. —Sonrió—. Es de 1966.
—¿Por qué no me sorprende? —Se puso de pie—. Iré por el televisor.
—¡Te advierto que dura más de tres horas! —gritó una vez que lo vio abandonar la habitación.
—¿Cómo que tres horas? —resopló—. Bueno, está bien, pero no te atrevas a quedarte dormida.
Veinte minutos más tarde, la vio cerrar los ojos y después, ya dormida, acurrucarse junto a él. Se obligó a concentrarse en la película, pero en cuanto le comenzó a pesar la vista, cedió ante el sueño.