17

Cuando abrió los ojos esa mañana, la mujer más bella que había visto en su vida dormía plácidamente envuelta entre sus sábanas. Le asustó moverse, moverla, y arruinar aquella maravillosa imagen. Podría acostumbrarse a que fuera su rostro lo primero que viera al despertar.

Estiró el brazo hasta el pequeño buró para alcanzar su teléfono. La parpadeante luz de la cámara hizo que ella se moviera y se despertara, abriendo los impresionantes ojos verdes que había visto segundos antes de quedarse dormido la noche anterior. Observó la fotografía en el teléfono y después lo dejó sobre la cama.

—Buenos días —susurró.

Anna gruñó algo incomprensible, pero él sonrió como si hubiese captado el mensaje.

—Tal vez debí asegurarme de tenerte la taza de café lista antes de despertarte. —Sonrió.

A Anna se le escapó una risita.

—Eso me habría gustado. —Se movió en la cama para acurrucarse junto a él—. Esto me gusta más.

Charles descansó los brazos sobre ella.

—¿Qué tal has dormido? —le preguntó.

—Como toda una reina.

—¿De verdad? ¿Qué te hace pensar que la reina duerme bien? He visto a Tessie merodear por el palacio sin poder dormir, casi comiéndose...

—Es solo una expresión, Charles. —Rio—. Supongo que los que son de la realeza no le ven la gracia a ese tipo de chistes.

—¿Vas a comenzar con tus pullas tan temprano?

Anna se escondió en la curva de su cuello para soltar una carcajada.

—¿Qué tiene el regente en la agenda hoy? —preguntó.

—Me reuniré con mi padre para discutir algunos asuntos. Ponerlo al día, quiero decir.

—Mmm.

Charles tenía una cosa muy clara: si no se levantaba de la cama, ambos terminarían por quedarse dormidos y el productivo día que tenía por delante quedaría reducido a cenizas.

—Voy a preparar el baño —le susurró—. ¿Quieres el agua tibia o caliente?

—¿Desde cuándo preguntas cómo quiero el baño?

—No lo sé. Tal vez desde que duermes conmigo.

Se movió rápidamente en la cama, aplastándola con su peso, mientras le depositaba un ruidoso beso en el cuello.

—Charles —gruñó ella—, pesas un poco.

—Lo sé. —Llevó sus labios hasta su boca para separarse—. No te duermas.

—¿Me pondrás una multa si lo hago?

—No. Algo peor. Algo mucho peor.

—¿Qué puede ser peor que una multa?

—Si te duermes, lo averiguarás.

Con un beso en la mejilla, dio la discusión por terminada.

La misma sensación extraña de los últimos días lo inundó apenas puso un pie en el baño de su santuario.

¿Qué había diferente? Era el mismo baño, la misma bañera, la misma decoración. Siempre estaba igual de limpio, igual de ordenado. ¿Por qué lo veía distinto? Se hacía la misma pregunta cada mañana desde la última semana. ¿Qué había cambiado en ese tiempo?

La respuesta a esto último contestaba también todas las preguntas anteriores.

Le ofreció a Anna una semana antes que se mudara con él al lugar que consideraba su santuario, allí donde nunca antes había llevado a sus amantes. En aquel espacio, solo entraban la pintura y su amor al arte. Aún recordaba las expresiones de sorpresa en su rostro, los mil y un intentos de pronunciar una palabra coherente. Sobre todo, recordaba con precisión aquella declaración accidentada que se le había escapado y que, por primera vez en su vida, no lamentaba.

Le sería imposible volver a dormir en una cama donde no estuviera Anna.

Así que eso era, ahí estaba la diferencia. Ya no era solo su baño. Ni en él había solo su gel, porque junto a él también estaba el de ella. Junto a su toalla, había otra toalla; junto a su cepillo de dientes, estaba el de Anna... Además, estaba el espacio que había hecho en el armario para que ella colocara su ropa.

Ahora su habitación era también la de ella.

¿Cuándo Anna había invadido todo ese espacio? Se preguntó qué sucedió para llegar a ese punto en el que Anna Mary Mawson se había convertido en parte de su vida más allá de lo que alguna vez pudo haberse imaginado. Lo llevó por una vereda que juró que jamás pisaría, y a pesar de ese miedo a lo desconocido, se abrazó a la idea con una sonrisa en el rostro y avanzó por un camino impensable para él durante mucho tiempo.

La quería. Santo Dios, la adoraba. En tan poco tiempo derrumbó lo que le costó años construir, y ver sus murallas destruidas puso fin a sus largas noches frías y solitarias. Invadió su reino y tomó posesión de todo lo que tenía.

Saberse perdido nunca le supo tan dulce.

Sus pensamientos fueron a volar lejos cuando sus pequeñas manos le envolvieron la cintura desde atrás.

—¿Qué pasa con ese baño, alteza? —musitó coqueta.

Él sonrió.

—Estará listo en un momento.

—Pero no oigo el agua correr.

—Lo harás en unos segundos.

Se alejó un poco de ella para abrir el grifo. Observó cómo el líquido transparente comenzaba a llenar lentamente la bañera. Finalizada su labor, Anna se las arregló para volver a abrazarlo por la espalda.

—¿Es posible celebrar que hayamos pasado la primera noche vestidos? —bromeó ella.

A Charles se le escapó una carcajada.

—Sabes bien a qué se debe.

—Se nos acabaron las municiones.

—Es una manera muy graciosa de llamar a los preservativos.

Anna le depositó un sonoro beso en la espalda desnuda.

Unos pocos minutos más tarde, ambos se encontraban dentro del agua caliente. Charles la movía con la palma para mojarle los pechos y los brazos. Hacía un poco de frío. El agua caliente le sentaba de maravilla a su tersa piel y deseó tener en sus manos un pincel para dibujar sobre ese maravilloso lienzo hecho mujer. Le fascinaba lo aún más suave que se volvía su piel después de un baño caliente.

—Quería pedirte algo —susurró ella, dejando caer su cabeza contra el pecho desnudo de Charles.

Él vertió agua caliente sobre los brazos de ella.

—¿Sí?

—Has dicho que vas a informar a tu padre, ¿no es así? Lo que significa que debes mostrarle los registros de todo lo que has hecho, y eso incluye la distribución de dinero.

Anna consiguió despertar su curiosidad.

—¿A dónde quieres llegar?

El sonido del agua fue el único ruido que se escuchó en la habitación durante unos segundos.

—Hoy no vas a necesitarme, ¿verdad? Lo tienes todo organizado.

—Siempre te necesito.

Anna movió la cabeza para besarle la mejilla.

—No me necesitas para informar a tu padre de todos tus movimientos. Zowie me dijo anoche que tenía el día libre y pensé que podrías...

—¿Dártelo a ti? —Rozó con la nariz la base de su cuello. Se dejó llevar por un impulso y le plantó un beso—. Anna, si quieres un día libre, tómatelo. No tienes que pedírmelo.

—Te recuerdo que firmé un contrato. Tu padre y tú son mis jefes.

—Yo no soy tu jefe.

—Sí, sí lo eres.

—No, Anna. Yo no soy tu jefe ni tú eres mi empleada. Voy a destrozar ese contrato.

—Si lo haces, me quedaré sin empleo.

—Oh, nada de eso. Seguirás recibiendo un cheque quincenal, pero no atada a un papel. Alguien que tolera tanto al príncipe de Gales merece ser bien recompensada.

—Claro que tengo una buena paga y no me estoy refiriendo al dinero.

—¿Al sexo entonces? —bromeó él.

A Anna se le escapó una risotada.

—Yo me estaba refiriendo a ti.

—Bueno, entonces ya llegamos a un acuerdo.

El baño duró el tiempo que el agua se mantuvo caliente. Anna observó a Charles abandonar el vestidor vestido muy informal: tejanos, camiseta a cuadros azules, blancos y negros con las largas mangas dobladas hasta los codos y botas de cuero marrón. Parecía tan normal, tan sencillo, que a Anna se le iluminaron los ojos.

Ella se miró por última vez en el espejo. Qué locura. Llevaba puesta casi la misma ropa que él, solo que ella tenía el cabello atado en una coleta y los labios pintados de rojo.

Ambos se echaron a reír.

—Quédate ahí —le ordenó él.

Anna lo observó buscando algo entre las sábanas. Al encontrarlo, se detuvo detrás de ella y estiró el brazo.

—Sonríe. —Apuntó hacia el teléfono con la barbilla y después disparó.

Lo hizo un par de veces más, hasta tener un montón de fotografías.

Él fue el primero en apartarse, guardando el teléfono en su bolsillo.

—Tengo algo que darte —le dijo.

Abrió uno de los cajones de su mesita de noche para sacar una pequeña caja blanca.

—Oh, no —masculló ella.

Charles le extendía un teléfono nuevo, con las etiquetas y el plástico protector aún puestos.

—Te dije que pensaba comprarme uno —protestó.

—Iba a dártelo para tu cumpleaños, pero como aún falta... El tuyo está fallando bastante. No es que me moleste que utilices mi teléfono, pero creo que necesitas tu propio espacio, y con espacio me refiero a enviarle mensajes a Zowie manteniendo tu privacidad.

—Nunca le he enviado nada inapropiado.

Él se echó a reír.

—Lo sé, pero aun así es bueno que tengas tu propio teléfono. Además, necesito poder contactar con mi asistente a todas horas. Vamos, Anna. No te pongas difícil. Te lo descontaré del sueldo, ¿qué te parece?

A pesar de su petición, ella continuó protestando. Sin embargo, él seguía allí, ofreciéndoselo. No estaba dispuesto a recibir un no por respuesta, así que ella acabó aceptándolo.

—Tiene mi número, el del palacio, el de Zowie y el de Peete guardados.

Anna miraba su reflejo en la pantalla con tanto esmero que ni siquiera notó lo que él llevaba en las manos.

—No, no, no —protestó—. No aceptaré un auto.

—No te he comprado un auto. —Sonrió—. Aún. Son las llaves del mío. Ve a pasear con Zowie.

Anna sonrió ampliamente.

—¿De verdad?

—No pensarás que iba a dejarte ir en un taxi, ¿o sí?

Anna hizo una pequeña mueca con la boca, dando a entender que la idea sí se le había pasado por la cabeza.

—Dolor —masculló él—. Trabajaremos la confianza.

Ella dio un saltito para rodear su cintura con las piernas.

—Gracias, gracias, gracias. —Comenzó a darle pequeños besos en la mejilla, dejándole marcas de pintalabios por toda la cara.

—No quiero mirarme en el espejo.

No era la primera vez que ella le llenaba de besos después de haberse pintado los labios, y el lápiz labial rojo era muy difícil de sacar.

—Lo siento. Deberías usar mi desmaquillador.

—Es lo que siempre termino usando.

Deslizó los pulgares por sus mejillas para limpiarle la cara.

—Quiero que te lleves a algunos de mis guardias —dijo él de repente. Su voz sonaba tranquila, imperturbable, casi como una orden.

Sorprendida por la propuesta, Anna detuvo los movimientos de su mano y lo miró.

—¿Por qué?

—Por seguridad.

Su respuesta escueta la inquietó.

—¿Por qué necesitaría seguridad?

Charles convirtió sus labios en una fina línea, y en sus ojos se instalaron destellos de preocupación.

—Quiero cerciorarme de que estés a salvo.

—No corro peligro de ningún tipo. Zowie y yo iremos a comprar unas cosas y después a comer. No hay riesgos en una salida de chicas.

Pero él no parecía convencido.

—¿Hay algo que no me hayas dicho? —le preguntó ella, inquieta.

Charles movió la cabeza de lado a lado.

—Quiero estar seguro de que no corres ningún peligro. —Le comenzaron a temblar las manos cuando observó sus ojos entrecerrados—. Lo lamento, no quise preocuparte. Es un estado persistente que adquirí después de la muerte de mi madre, y ahora que te tengo en mi vida no quisiera...

La vulnerabilidad en él la hizo pedazos, y no pudo evitar sonreírle al tiempo que le tomaba el rostro con las manos.

—Voy a estar bien. —Aguardó a verlo curvar los labios antes de continuar—: Lo prometo.

Charles asintió, y observó cómo, después de dejarle un beso rápido, comenzó a alejarse hacia la puerta.

La detuvo por la muñeca, frenando su avance. El azul de sus ojos se intensificó, y vio cómo la mandíbula cuadrada se torcía a medida que se le formaba una sonrisa. A través del apretón de la muñeca, Anna percibió el calor de la piel a la que se había vuelto adicta. La tentaba con la mirada, su magia personal de tocarla sin usar las manos, y lo odió porque sabía que ante eso poca resistencia le quedaba.

—Zowie me está esperando —dijo, temblorosa. Tenía la boca seca, añorando la humedad del único oasis que le quitaba la sed.

De su boca entreabierta escapó un jadeo. Parecía torturado por algo y buscaba las palabras precisas que le permitieran escapar de su prisión.

—Quiero algo de ti antes de que te vayas —sentenció, aflojando el agarre de la muñeca.

—¿El qué?

La desarmó la forma en que la miró, la mirada iluminada de un amante desesperado. Le parecía resuelto, un hombre que sabía lo que quería, y era tan imponente que la hizo tambalearse. El poderío masculino que emanaba la envolvió como un manto de seda oscuro, haciendo desaparecer el mundo que los rodeaba. Por instinto, llevó la mano izquierda a su pecho y a través de la ropa sintió el desenfrenado palpitar de su corazón.

Su toque fue la inyección de valentía que necesitaba.

—Dime que me quieres.

El corazón de Anna palpitó dolorosamente en su pecho. Le pareció una súplica, una petición de alma a alma.

Una confirmación de lo que ya sabía.

—Si quieres que te deje ir... —se interrumpió, suavizando sus gestos. Le pareció tan guapo y tan dulce que deseó lanzarse a sus brazos y perderse en su refugio—, dime que me quieres.

La inspiración repentina robó su esencia masculina, hechizándola. No podía apartar la mirada de sus ojos —dulces y expectantes—, salvo para observar su sonrisa seductora. Tenía la respiración acelerada, el corazón impaciente.

Y ella no pudo sentirse más feliz.

—Te quiero —susurró con la voz temblorosa.

Los ojos de él se iluminaron, briosos y satisfechos, y una sonrisa ancha acentuó su felicidad.

—Te quiero —le dijo también.

Presa de la felicidad que sus palabras le habían proporcionado, lo tomó por la nuca y se acercó a su boca. La respuesta fue inmediata, carente de control, y cuando las manos de él moldearon su cadera, lo sintió empujar de ella hacia la cama.

—Zowie... —Musitar su nombre en su boca hizo que él frunciera el ceño—. Lo siento, es que me está esperando. No es que no quiera...

—¿No puedes pedir otro día libre? —Volvió a besarla con una urgencia que puso en consideración su propuesta.

—Ella no puede... —Movió las manos por sus hombros, presionándolas contra su pecho palpitante—. Prometo compensarte esta la noche.

—Mmm... —Atrapó su boca en un beso que prolongó hasta que a ambos les faltó el aire—. Voy a cobrar esa promesa.

Anna sonrió contra su boca. Encontrándose envuelta por sus brazos, deseó que fuera posible quedarse, cancelar los planes y perderse con él. Quería volver a oírselo decir.

Hacía mucho tiempo que no se sentía tan querida y mimada.

—Te quiero. —Una sonrisa surcó su rostro. Decírselo le parecía tan liberador..., y por la forma en que él le sonreía, era una sensación gratificante para ambos

—Te quiero —le dijo él.

Anna le volvió a robar un beso que él estuvo dispuesto a devolverle.

—Te veo esta noche. —Recorrió la forma de su mentón con los dedos. Una mueca divertida le torció la boca—. Te he dejado la cara manchada de pintalabios.

Charles se echó a reír.

—Supongo que de verdad tendré que usar el desmaquillador. —Dejándole un beso en la frente, le dijo—: Vete, diviértete. Llámame cuando estés a punto de llegar a casa.

Apenas se separó de él, observó a una Anna muy alegre correr fuera de la habitación, lanzando besos al aire como despedida. Verla marcharse lo inquietó. Pero supuso que debía acostumbrarse. En las últimas semanas, pasaban más tiempo juntos que separados.

Apartó la preocupación de su mente con una sacudida de la cabeza.

—Bien, ¿dónde habrás dejado ese desmaquillador esta vez? —se preguntó a sí mismo.

Anna no conseguía recordar la última vez que Zowie y ella habían tenido una salida de chicas. Ambas siempre estaban hasta el cuello de trabajo o Zowie se tomaba el día para estar con Peete. Necesitaban un espacio para ellas.

La tienda de cosas de casa estaba abarrotada de gente. La mayoría estaba haciendo compras rápidas. Lo intuyó porque llevaban pocos productos en los carros.

En la entrada, Zowie tomó una cesta roja.

—Hablé ayer con mi madre y me ha dicho que no podrá venir a pasar las fiestas con nosotros —le dijo Zowie—. Dile a tu familia que lleguen antes o, si no, me aburriré.

Anna soltó una carcajada.

—Se lo diré.

Zowie la cogió del brazo.

—Ayer estaba viendo unos diseños que Stephanie estaba preparando. Su próxima colección es de vestidos de novias. ¿Te digo un secreto? No puedo esperar a casarme con Peete.

—¿Eso debería ser un secreto?

—Mi guapo hombre se verá tan atractivo vestido de novio...

—Me estás poniendo celosa.

—¿Lo hago?

—Sí. Que no se te olvide que eres mía.

Ambas comenzaron a reír.

—¿Ya han hablado de boda? —preguntó Anna.

—Aún no, creo que es muy pronto. Llevamos juntos solo dos años.

—¿Y eso qué? Se conocen perfectamente, pero si crees que necesitan más tiempo, está muy bien.

—No quiero casarme sin tener plena seguridad de que somos una pareja estable.

—Bueno, pero si no discutieran, entonces serían robots.

—Eso ya lo sé, pero lo que trato de decirte es...

—Lo comprendo. No te angusties.

—Bueno, basta de hablar de mí. —Le golpeó las costillas con el codo—. ¿Qué tal te va con el príncipe?

A Anna se le tiñeron las mejillas de rojo.

—Estamos bien.

—¿Bien? ¿Solo bien? —Zowie dejó escapar una sonora carcajada—. Estás viviendo con un hombre indomable y mujeriego, pero viviendo de verdad, y tú que jurabas que nunca te liarías con un hombre así.

—Me pasa por hablar de más.

—A veces todavía me parece mentira. Tú lo insultaste y él te chantajeó. ¿Cómo surge un romance de algo así?

—Hay un hombre muy bueno dentro de él, aunque trata de ocultarlo, pero yo quiero que la gente lo conozca. Vi en él más de lo que muchos han visto. Es una buena persona, y es de esa buena persona de la que me he enamorado. Un cuerpo atractivo es fácil de conseguir.

—Pero esa buena persona tiene además un cuerpo atractivo.

—Bueno, sí, también.

—Siempre pensé que después de cinco años de abstinencia, encontrarías atractivo hasta a un escarabajo.

—¡Zowie!

Ella se echó a reír.

—Ahora que están viviendo juntos, ¿cuánto va a durar el romance en secreto?

Anna suspiró.

—No lo sé, pero me da la sensación de que no le gusta del todo que nos estemos escondiendo. Ha mantenido muchas cosas ocultas en su vida y ahora yo soy una de ellas.

—Si lo piensas bien, es muy romántico.

—Lo es, pero para mí no es una situación fácil. Sé que él lo entiende, pero al mismo tiempo no lo entiende. ¿Me explico?

—No.

Anna torció la boca.

—Entiende que para mí no es sencillo salir a la calle con él cogidos de la mano y exponerme en público, pero no comprende que tengo miedo de que, al haber estado en prisión, aunque haya sido injustamente, mi pasado pueda afectarlo de forma negativa. Y sería injusto porque, de verdad, tengo mucha fe en que puede ser un buen rey. A veces creo que no le importa.

—Otra vez, si lo piensas bien, es muy romántico...

—Sí, lo es, pero él tiene que pensar en las repercusiones que puede tener mi pasado en su vida, y en cómo puede afectar a su imagen, ahora más que nunca que es regente.

—No me parece un hombre tan tonto como para ponerse una venda en los ojos e ignorar lo que me comentas. Pienso que te quiere en su vida y que está dispuesto a enfrentar los problemas que puedan surgir... Supongo que ya son novios, ¿no es así?

—Me presentó a su primo como su novia, pero en realidad nunca me ha pedido que lo fuéramos.

—Dios, me encantaría oírselo decir: «Ella es Anna, mi novia», «Hola, ¿qué tal? Te presento a mi novia», «A que está buena mi novia, ¿eh?».

Anna negó con la cabeza, divertida. Observó en silencio a Zowie tomar lo que necesitaba: algunas toallas para la cocina, manteles a juego con el comedor, filtros para el fregadero y otro par de cosas a las que no prestó atención.

—¿Y qué te dijo cuando le preguntaste? —le preguntó Zowie.

—¿Preguntarle qué?

—¿No le preguntaste por qué le dijo a ese tipo que eras su novia si no te lo ha pedido?

—Bueno, no me molestó que lo hiciera. Y supongo que lo hizo para evitar que su primo me siguiera llamando «amante de turno».

—A mí que un bombón como Charles dijera que soy su novia tampoco me molestaría.

Anna permaneció en silencio, pensativa.

—Hoy me dijo que me quería.

En pleno pasillo, Zowie se detuvo de golpe, sorprendida.

—¿El «te quiero» con todas sus letras?

Anna asintió.

—¿El que comienza con «te» y termina con «quiero»?

Anna volvió a asentir.

—Ay, Dios, me muero. ¿Y tú qué le dijiste?

Levantando los hombros, sonrió tímida.

—Le dije que lo quiero.

La perplejidad fue evidente en el rostro de su amiga.

—Creo que hoy voy a ver volar a los cerdos.

Anna se echó a reír.

—Él es diferente —dijo—. Diferente a como yo creía que era. Sigue siendo un pervertido, pero también es dulce y divertido. Le gusta leer, pintar..., y también escribe. Es inteligente y...

—... y tú estás loca por él, Nana.

Anna sonrió.

—¿Crees que estoy haciendo bien? La verdad es que me da miedo que un día de estos despierte y todo ese interés que tiene en mí desaparezca.

—No lo creo. Te pidió que vivieras con él y no en cualquier lugar. Dijiste que era su santuario, y uno no comparte esas cosas con cualquiera. Tú estás loca por él, él está loco por ti. Así de simple.

Anna sonrió.

—Ya que estoy aquí, compraré algunas cosas que necesito. Te invito a comer a la salida.

—Hecho, futura reina consorte.

El chico miró a Anna con picardía y Zowie, lejos, fingía no conocerla.

—¿Necesita algo más? —le preguntó.

Anna miró a Zowie. «Por favor, para», imploró su amiga en silencio.

—No, es todo. —Una tontería se le cruzó por la mente—. Bueno, deme un paquete de los rojos. Son los que saben a cereza, ¿verdad?

Zowie la miró con los ojos abiertos mientras el chico metía en la bolsa de papel la caja de preservativos.

Se acercó cuando la vio pagar.

—Haremos un trío esta noche —dijo Anna. Zowie la miró fijamente, deseando ahorcarla en ese momento—. Mejor que nos sobre que no que nos falte, ¿no?

El chico soltó una carcajada. Apenas le entregó la bolsa, Zowie se llevó a su amiga del brazo, quien no paraba de reírse, fuera de la tienda.

—No puedo creer lo que me acabas de hacer ahí dentro —gruñó.

—¿Nunca has venido con Peete a comprar preservativos?

—No. Él lo hace solo. Sabe que me da vergüenza.

—Zowie, es normal tener sexo. La gente lo sabe.

—Sobre todo cuando te ven comprando preservativos. Y los de sabor a cereza, ¿qué?

Anna los sacó de la bolsa y se los lanzó. Ella los atrapó en el aire.

—Para ti y para Peete.

—Te odio.

Ambas entraron en el auto.

—¿Acaso tengo pinta de hacerle sexo oral a mi novio? —gruñó Zowie.

Anna le obsequió una mirada cómplice.

—Lo hago ocasionalmente —admitió—. No hay que malacostumbrar a nadie.

—Estrénalos esta noche. —Le guiñó un ojo.

—¿Quieres que te deje un par?

Ambas se echaron a reír.

—¿Dónde quieres comer? —le preguntó Anna.

Zowie sabía muy bien dónde quería ir a comer, pero algo distrajo su atención al mirar por el espejo lateral. Al final de la línea de coches aparcados, vio un auto negro, de lujo, uno que había visto en cada parada que habían hecho.

—Anna, ¿Charles te dijo si enviaría a alguien? ¿Un guardaespaldas o algo así?

Anna frunció el ceño.

—No. Quería que me llevara a algunos guardias, pero me fui sin ellos. ¿Por qué?

—Disimula un poco si vas a girar, pero creo que nos ha estado siguiendo el auto que hay al final de la línea de coches...

Anna fingió que ajustaba el espejo retrovisor, pero no alcanzó a verlo. Con movimientos lentos, echó una mirada por encima del hombro izquierdo. A la distancia reconoció el modelo: un Maserati.

—No utilizan ese tipo de coche en la guardia del palacio. Los cambian cada tres años y aún falta uno para eso. Ese es de este año.

—No quiero sonar paranoica, pero...

—Sí, comprendo. —Se acomodó en el asiento, instándola a hacer lo mismo—. Buckingham está a quince minutos. Si de verdad nos está siguiendo, allí no podrá alcanzarnos.

Anna encendió el motor del coche y emprendió la marcha cuidadosamente. El auto negro comenzó a seguirlas poco después.

—Bueno, de acuerdo, creo que tu teoría es bastante cierta.

Zowie se aferró a su cinturón.

—No quiero asustarte, pero ¿no estamos en el auto del príncipe? ¿Y si tratan de asaltarnos?

—No lo lograrán si no nos detenemos. Solo debemos ir directas al palacio.

Zowie miró por el retrovisor.

—Sigue ahí.

—Intenta no mirarlo, ¿vale? Solo conseguirás ponerte más nerviosa. Tal vez no es el mismo auto. Tal vez nos hemos confundido o tal vez Charles envió a alguien al final, aunque yo le dije que no lo hiciera.

Anna echó un rápido vistazo por el retrovisor. El auto seguía allí, tras ellas. Se aferró al volante e intentó deshacerse de su paranoia. No las estaban siguiendo, solo estaba casualmente dirigiéndose al mismo lugar que ellas, tomando las mismas curvas en las mismas calles. Sí, era eso. Decidió tomar la conveniente curva a la derecha. Se hizo a un lado en la carretera para dejarlo pasar sin reducir la velocidad. Sin embargo, el auto no hizo ningún movimiento. Permaneció tras ellas.

—Muy bien —se dijo a sí misma, temblorosa.

—¡Perfecto! —chilló Zowie—. No soy la única a punto de entrar en pánico.

—Cálmate, Zowie.

—Dile eso a tus nudillos blancos.

Anna sujetaba el volante con tanta fuerza que, en efecto, tenía los nudillos blancos.

—No molestes a la conductora.

Respiró profundamente y observó por el espejo retrovisor el avance del conductor. O ella había reducido la velocidad sin percatarse o el auto de atrás aceleraba, porque lo veía más cerca por segundos.

Enfocó los ojos.

—¡Dios mío! —gritó, estiró el brazo hacia Zowie y la presionó contra el asiento.

El auto negro las embistió por detrás con tanta fuerza que su cuerpo se impulsó hacia delante y se golpeó la cabeza contra el volante.

—¡Anna! —escuchó gritar a Zowie.

Ella gimió de dolor, pero se obligó a controlar el coche al ver que derrapaban. Sostuvo el volante con ambas manos y presionó el freno para detenerse. Apenas se detuvieron, se llevó una mano a la frente. Oh, no. Sus dedos se tiñeron de escarlata.

—¡Dios mío, Anna! —chilló Zowie al ver la sangre.

Anna alzó la vista y observó el auto que las había embestido por detrás. Un hombre de traje, con el rostro cubierto con un pasamontaña negro, se aproximaba apuntándolas con un rifle de francotirador. A Anna se le secó la boca cuando vio el arma. Le pareció oír los pasos de ese tipo acercándose, consciente de que el sonido estaba en su cabeza. Ambas profirieron un grito aterrador cuando comenzó a disparar, pero las balas no fueron capaces de atravesar el cristal.

—¡Oh, por Dios! —gimió Zowie, llorosa—. Es a prueba de balas. Oh, Dios mío, ¿qué está pasando?

Temblorosa, Anna se sujetó con mayor fuerza al volante, metió la marcha atrás y comenzó a alejarse. El francotirador se dio la vuelta y volvió al interior del auto, poniéndolo en marcha también.

Anna continuó retrocediendo. Sentía el corazón latiéndole en la garganta. Pronto, visualizó la curva que las había conducido a aquella trampa mortal. Pulsó con fuerza el freno, giró el volante y cambió la trayectoria.

—Intenta llamar a la policía —le indicó a Zowie.

Con las manos temblorosas, Zowie rebuscó el teléfono en el suelo.

Anna miró por el retrovisor. El francotirador se acercaba.

—Dios mío —susurró aterrada.

No tenía tiempo de comprender qué estaba sucediendo ni de preocuparse del dolor que el golpe en la cabeza le había ocasionado. Tenían que ponerse a salvo.

El auto del francotirador aceleró. Si la embestía por detrás otra vez, perdería el control.

¿Qué era lo que quería? No había hecho enfadar tanto a alguien en su vida para que intentaran matarla. Ni siquiera a Charles.

Charles...

De repente lo entendió todo.

—Es un atentado —musitó para sí, aterrada.

Trataban de hacer daño a Charles, atentando contra su familia y sus amigos por la regencia. Dios mío, ¿era eso posible?

Volvió a mirar por el retrovisor. El francotirador se acercaba.

—Ya estoy harta —masculló—. ¿Quieres correr? Entonces vamos a correr.

Anna aceleró, giró el volante hacia la derecha, luego a la izquierda y aplicó el freno de mano. Los neumáticos rechinaron en el suelo al tiempo que el auto se sacudía. En segundos, estaba en el otro carril y pasó en dirección contraria justo al lado del auto del francotirador. No pudo ver nada en el interior. Los cristales eran muy oscuros.

Soltó el freno de mano y aceleró un poco más.

—Anna, ¡vas directa a la intersección!

—No te preocupes. Sé lo que hago.

Cuando Zowie se volvió para verla, se encontró frente a un fantasma. Anna tenía la mirada enfocada en la carretera y sus manos se movían del volante al freno, y viceversa. Era una Anna que hacía mucho tiempo que no veía.

Quick-Fire Mawson estaba de vuelta.

Anna esquivó los autos con impecable destreza, girando el volante de izquierda a derecha como una fiera. Le asaltó una punzada en la cabeza que ignoró a medida que se abría paso hacia la siguiente salida. El dolor se acentuaba, pero no estaba en condiciones de ceder ante él, no cuando la vida de otra persona, aparte de la suya, también corría riesgo.

—Dime que ya has podido hablar con la policía —le dijo a Zowie.

—¡No me responden!

Otra punzada sacudió a Anna. Cerró los ojos un segundo y al volver a abrirlos le costaba distinguir entre una mancha y otra. Le mareaba centrarse en aquel punto donde sus manos se unían al volante.

—Zowie —susurró—. Sujétate bien.

Su amiga la miró, pero segundos más tarde comprendió por qué lo decía.

El auto se detuvo de golpe al chocar con otro. Su cuerpo se impulsó hacia delante, pero el cinturón evitó un golpe mayor. Solo podía sentir un dolor muy molesto que comenzaba a crecerle en el cuello y en el pecho, también en la muñeca, pues había estado presionando con fuerza la guantera, para evitar salir lanzada hacia delante. Parpadeó varias veces intentando hallar otro tipo de dolor. Solo detectó el de la cabeza, pero era por el escándalo del claxon.

Al girarse, descubrió a Anna inconsciente sobre el volante. La sangre le humedecía el pelo rubio.

—¡Anna! —gritó Zowie.

Charles colocó frente a su padre los registros del dinero.

—Hicimos uso de la cantidad aquí especificada para ayudar a organizar el baile para recaudar fondos para los niños rescatados. —Lo observó de reojo, y vio que asentía mientras bebía de su taza de té—. El baile estaba proyectado para realizarse la semana pasada, pero surgieron unos inconvenientes. La fecha volvió a programarse, y me satisface decir que será ya la definitiva.

La felicidad fue evidente en el rostro de su padre.

—Y a mí me satisface, como dices tú, ver que empiezas a cogerle el gusto al trabajo.

Encogiéndose de hombros, sonrió.

—Le veo las ventajas. Además —señaló la hoja con el bolígrafo en la mano—, tengo un especial interés en esta institución. Puede que me ayude a...

El sonido de su teléfono interrumpió la conversación.

—Lo siento, dame un segundo.

El rey asintió.

En la pantalla vio el nombre de Anna. Sonriendo, se puso de pie y se apartó, contemplando los jardines desde el ventanal.

—¿Qué tal lo estás pasando, preciosa?

—Me disculpo, alteza. Le llamo desde el Saint Mary. Lamento informarle que la señorita Mawson ha sufrido un accidente.