—¡Zowie! —gritó por quinta vez—. ¡Tienes que salir ya! ¡Llegaré tarde al trabajo!
—Haberte despertado antes.
—¡Me desperté antes!
—Espera. Ya casi termino.
—Al diablo. Me iré sin ducharme.
—Haz lo que tu corazón te dicte.
Gruñó un par de palabras apenas comprensibles mientras se alejaba del baño. Si algo odiaba de convivir con Zowie era que, sin importar cuán temprano despertase, si el baño estaba disponible, ella le robaba el turno. Se lo habría dejado pasar en cualquier otro día menos ese, el nefasto y oscuro lunes en el que empezaba a trabajar para el desgraciado y oscuro príncipe de Gales. Pensar en él tan temprano le duplicó el mal humor.
Se dirigió a la cocina donde vio a Peete preparando el café.
—Hola, buenos días, Peete, yo quiero de esa ambrosía.
Él sonrió al verla.
—¿Zowie ha vuelto a ser más rápida que tú?
Ella asintió mientras lo vio tomar una taza y verter el café en ella para después extendérsela. Anna la envolvió con ambas manos.
—Me despierto temprano en vano. No sé cómo lo hace, pero cuando voy a meterme a la ducha, ella ya está dentro.
—Puedes usar el baño de mi habitación.
Anna negó con la cabeza al tiempo que le daba un largo trago al café.
—No voy a ducharme donde ustedes dos han tenido sexo.
Peete soltó una carcajada.
—Yo nunca he dicho que lo hayamos hecho allí. —Negó con la cabeza—. A veces olvido que me das miedo. —Abrió la puerta de un armario de arriba y sacó una taza gris—. Es solo un baño. Y es como cuando estás en la habitación de un hotel. Seguro que muchas personas han practicado sexo en ella.
—Sí. Pero yo no las conozco ni tengo que verlas diariamente.
—A mí no me ves diariamente.
—Peete, Peete, tú no sales de nuestra casa.
Él sonrió, dándole la razón.
—Me resulta difícil dormir por las noches pensando que están las dos solas en ese piso. Cada dos por tres se quedan sin luz y esa calle parece una boca de lobo. No veo la hora de que consigas ese apartamento para que te vayas de allí.
Echó dos cucharadas de azúcar y mientras revolvía el café, propuso:
—¿Por qué no se vienen a vivir aquí conmigo? La verdad es que paso más tiempo en su casa que en la mía. Es como si viviéramos los tres juntos.
Anna negó con la cabeza.
—Ni hablar. Que Zowie venga. Yo me mudaré a mi nuevo apartamento esta semana o la otra.
—No te dejará sola, y honestamente yo tampoco accedería a ello.
—Sabes que a mí no me molesta que te quedes con nosotras. A mí me encanta ver feliz a Zowie. Una de las dos lo merece.
—Anna... —musitó él lentamente.
La joven soltó una maldición.
—No vayas a empezar con tu discurso —le advirtió ella.
—Oye, tuviste una mala experiencia con alguien. Sabes que no es cierto eso que dicen algunas mujeres de que todos los hombres somos iguales. —Le dio un rápido trago al café—. Eso es una estupidez. Si lo fuéramos, yo sería un cabrón con Zowie, pero, hasta donde sé, la trato muy bien.
Ella sonrió.
—Eres muy bueno con ella. Yo nunca la había visto tan feliz.
—Ya llegará alguien bueno para ti.
Ella hizo una mueca antes de responder.
—No creo estar lista para volver a enamorarme. Tal vez después, cuando consiga una vivienda para mí, sin tener que compartirla con mi mejor amiga. Me ha tomado un par de años tener una vida estable y dejar atrás todo lo que me pasó. De todas formas, no creo que exista alguien que aguante mi humor, y yo tampoco tengo ganas de aguantar a otra mierda de persona.
—Los mejores frutos tardan en estar listos.
Anna dejó la taza sobre la pequeña mesa.
—Hablando de estar listos, tengo que terminar de arreglarme.
—Zowie me ha dicho que no te gusta el uniforme.
—Lo odio.
—También me ha dicho por qué debes trabajar para el príncipe. —Sonrió burlón—. Anna Mary, ¡eres un desastre!
—¡No me llames Anna Mary! —gritó antes de desaparecer por el pasillo.
Con el pincel de medio grosor, trazó una suave línea de un lado a otro en el lienzo a medio pintar. Tan solo tenía la línea mal difuminada de la arena, pintada con el amarillo ocre. Le costaba más unir los tres tonos de azules que conformaban el mar y el cielo. Frustrado, decidió humedecer un poco más el pincel y deshacerse de los errores de presión. Se le escapó un gruñido de exasperación al percatarse de que se le había acabado el azul cobalto.
Se levantó del asiento y se dirigió al estante —a su izquierda, en la única pared sin ventanas— y tomó dos tonos que le servirían para crear el que necesitaba. Al volver a la mesa, observó la pintura a medio hacer.
—Esto es un desastre —masculló, descontento.
No entendía qué iba mal con su pintura. No había cometido errores como ese en años. La precisión y la sutileza siempre fueron sus mejores armas, y en aquella mañana de un gris nublado parecía que su talento se le había agotado. Las líneas que conformaban los límites físicos entre el cielo y el mar eran tan profundas y marcadas que ni echándole toda la jarra de agua podría difuminarlas.
Lanzó los tubos de pintura sobre la mesa, ubicada en el centro de su estudio de arte, y se dejó caer en la silla de madera, que crujió por el violento impacto. Era la tercera pintura que arruinaba desde el viernes. Supuso que no estaba concentrado por las distracciones del palacio y su infantil venganza, por lo que el domingo, muy tarde por la noche, tomó alguna de sus cosas y se instaló en el estudio.
Su santuario.
Lejos del renombre de su título y su comentada reputación, el piso de dos plantas en el Little England era la residencia a la que iba cuando quería paz. Allí no era el hijo del rey, ni el príncipe de Gales, ni un fiestero borrachón que aparecía desnudo en revistas. Era un artista que encontraba felicidad en su arte, un arte íntimo que hablaba más que sus palabras. Era un espacio pequeño: abajo solo tenía lo necesario: una sala, un comedor, una cocina, una habitación extra y un baño, y arriba, una cama y la habitación abierta donde pintaba. No parecía mucho, pero para él era suficiente.
Pero ahora ni siquiera su santuario parecía proporcionarle paz. Desde anoche, le rondaba una extraña sensación cada vez que pensaba en que aquella rubia de lengua suelta pasaría a recogerlo. Pasada la alegría del triunfo, le quedó un sabor amargo en la boca, y una vocecilla molesta le recordaba que no había actuado como debía. Conocía a esa intrusa. Su conciencia.
Sin embargo, ahí estaba él, jugando a ser Dios y tratando de demostrar a esa joven que podía controlar su vida y la de toda su familia. Y todo por su orgullo herido... ¿Acaso se estaba arrepintiendo? Pues a buena hora le entraba el arrepentimiento, justo cuando faltaban minutos para que ella apareciera.
No obstante, independientemente de cómo fue todo, no había duda de que esa taxista se había pasado. Trabajar dos semanas para él era un pequeño castigo por haberse atrevido a hablarle así. Tal vez podría restarle al final una semana... Un buen susto bastaba, siempre que sirviera para recordarle que debía tener cuidado con lo que dejaba salir de su boca.
Convencido de su decisión, se puso de pie y examinó por última vez la pintura. Una mueca de descontento se le formó en la boca. Otro lienzo desperdiciado.
Abandonó la habitación y se detuvo en el pasillo. Un biombo en forma de ele separaba el estudio del rincón donde tenía la cama. A pocos metros estaba la escalera de caracol. Descansando las manos en la barandilla, observó el par de piernas largas que abandonaron el pasillo del fondo y entraron en la sala caminando como si lo estuvieran haciendo por una pasarela de moda. La joven iba con una camisa abotonada, y al levantar los brazos para recogerse el pelo, se percató de que no llevaba ropa interior.
—Buenos días —le dijo.
La mujer dio un salto al escuchar su voz. Del susto se soltó el moño, y la melena larga y enredada volvió a caerle sobre los hombros.
—Buenos días —respondió ella.
—¿Qué tal has dormido?
La pregunta la incomodó. Lo supo por cómo se cruzó de brazos.
—Bien.
Charles asintió.
—Abajo, en la cocina, encontrarás lo que quieras para desayunar. Avísame cuando estés lista. Le pediré a uno de mis chóferes que te lleve a casa.
La joven frunció el ceño.
—¿Por qué no me lleva Richard?
—Porque Richard nunca acompaña a su casa a ninguna mujer —acotó con un amago de sonrisa—. Él te dirá que te pagues un taxi, y si no tienes dinero para el taxi, te pedirá que te vayas de todas formas. —Se apartó de la barandilla—. Despiértalo y dile que quiero hablar con él.
Richard debía de estar despierto cuando la mujer fue a darle su mensaje, porque subió al estudio cuando él aún estaba limpiando los pinceles y la pintura salpicada en la mesa. Levantó la cabeza para que supiera que tenía un problema.
—¿Por qué trajiste a una mujer a mi piso? —le preguntó.
El joven de metro ochenta, aún soñoliento, se metió las manos en los bolsillos nervioso. Tenía el pelo rubio despeinado y los ojos castaños semicerrados; la borrachera todavía estaba haciendo estragos en él.
—Lo siento —se disculpó después de un par de bostezos—. Me pasé bebiendo...
A medio camino de los estantes, Charles asintió. Dejó allí las pinturas y se volvió hacia Richard.
—Cuando te permití quedarte unos días hasta que encontraras otro apartamento, te dije muy claramente que no traigo mujeres aquí, por tanto, tú tampoco. Fue la única condición que te puse.
—Lo sé y lo lamento... Es que ya he encontrado piso y salí a tomar unas copas para celebrarlo, pero bebí demasiado y, bueno... —Señaló tras su espalda—. ¿Ya te he presentado a Lucy?
—¡Soy Stella! —gritó la mujer desde abajo.
—A Stella —corrigió él.
—Stella tiene que irse —le dijo Charles, moviendo la cabeza al tiempo que pronunciaba cada palabra.
—Claro, eh... Que pida un taxi.
—¡Cabrón! —chilló Stella.
Por el ruido de los pasos, dedujeron que había vuelto a la habitación.
—Dile que la llevará uno de mis chóferes. Y tú —extendió la mano hacia él— dame las llaves de mi piso y múdate ahora mismo.
Con una mueca de resignación, Richard metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón del pijama y le arrojó las llaves.
—Te lo voy a compensar —le dijo—. Conocí a alguien anoche que es posible que te guste. Es tan... —movió ambas manos frente a su pecho, indicándole que hablaba de sus pechos—, ya sabes...
Charles enarcó una ceja oscura. Odiaba cuando hablaba con frases a medias.
—Esta semana no. Estaré muy ocupado.
Le dio la espalda para tomar el lienzo. Le echó una última mirada antes de colocarlo junto a los otros dos intentos fallidos.
—¿Debo preocuparme durante esta semana que no te voy a ver?
Charles lo imaginó más despierto y consciente de su entorno por el tono burlón que percibió en su voz.
—Tengo otro tipo de conquista en mente —le respondió Charles, asegurándose de haber dejado la mesa limpia. Le ponía de mal humor el desorden en el estudio. Tan solo soportaba las manchas de pintura. Le daba un toque artístico al espacio que despertaba su vena creativa—. Puede que logres verla en unos minutos.
—Eso es aún más preocupante. ¿Ahora tienes novia?
—No. No se trata de ese tipo de conquista. —Se le acercó para darle una palmada en la espalda, indicándole que bajara con él—. Esta mujer tiene una deuda conmigo por ser una bocazas.
Le resumió el incidente lo mejor que pudo, pero sin omitir los detalles importantes. Cuando terminó, ambos tenían una taza de café negro en las manos.
—¿Es guapa? —quiso saber Richard—. Hay cosas que uno le perdona a las caras bonitas.
—No tanto como para olvidar sus palabras. Si la discusión se hubiese quedado dentro del taxi, me habría limitado a imaginar cómo la estrangulaba y luego me hubiera ido, pero llevó la pelea a la calle, donde todo el mundo nos vio. No he querido mirar los periódicos. Tuve suficiente con la discusión que tuve con mi padre por la foto de la fuente.
Richard asintió con la taza pegada a la boca.
—La vi. —Movió la mano en el aire, formando un medio círculo—. Escándalo en la Casa Candor. Abajo, como subtítulo: este periódico tuvo huevos para publicar esta foto en la portada.
—Mi padre tuvo que haberse hecho cargo. Siempre lo hace, y al final, también, siempre acabamos discutiendo.
—Nada, todos los padres son iguales. No le hagas tanto caso.
—Es difícil ignorar a un hombre como mi padre.
—Deja de vivir en el palacio. Tienes este piso.
—No es un hogar, es mi estudio y me gusta tenerlo sin que nadie conozca su existencia. —Dio un golpe al bolsillo de su pantalón—. Espero que lo hayas disfrutado, porque no volveré a permitirte la entrada.
—Pequeño príncipe rencoroso, como usted ordene.
Charles dio el último trago a la taza y la dejó en el fregadero de la cocina.
—Voy arriba a cambiarme. Procura que tu conquista esté preparada para irse. Quiero que me hagas una lista de los sitios en los que han tenido sexo para cambiar los muebles.
—No tengo ni idea. Ya te he dicho que estaba muy borracho.
—Entonces los cambiaré todos.
A media escalera, Charles escuchó refunfuñar a su amigo, pero decidió ignorarlo. Se consideraba a sí mismo irresponsable y fiestero, pero no a los extremos de Richard.
Este trabajaba para su padre como administrador financiero, y a Charles le costaba comprender cómo era tan bueno en su trabajo y, sin embargo, estaba al borde de la bancarrota. Cuando salía del trabajo, se iba a un bar a beber o a reunirse con amigos —a beber— o a ligar con alguna mujer —después de beber—. Siempre bebía más de la cuenta y se olvidaba del nombre de la mujer a la que se llevaba a la cama. Por la mañana, se despedía de ellas como si no hubiese pasado nada, importándole muy poco si tenían dinero o no para el taxi.
En definitiva, él no era un santo y le gustaba la compañía femenina y beber, pero siempre se llevaba a las mujeres a un hotel o a cualquiera de sus otras propiedades y se aseguraba de que llegaran a casa a salvo. De nada le servía el placer momentáneo con una conciencia enlodada. Dentro de su escasez de límites, tenía algunos que respetaba.
Mientras se ponía la chaqueta gris oscuro del traje, pensó en cómo pudo ocurrírsele que Richard respetaría sus reglas sabiendo que era peor que él, un desalmado conquistador sin convicciones ni moral.
¿No era aquello lo que la rubia de lengua demasiado suelta le había dicho? Que no tenía convicciones ni moral. Quizá, en el fondo, tuviese razón si él mismo se veía reflejado en Richard. ¿Y por qué le preocupaba ahora que alguien le considerara un amoral? No era la primera vez que se lo decían.
Se lo había dicho su padre.
Su viejo amigo Gray.
Y ahora esa joven rubia indiscreta.
Comenzó a sonar el teléfono y lo cogió de encima de la cama. En el mensaje se le informaba de que la señorita Mawson ya había llegado. Sonrió.
Las calles de Little England eran preciosas y pintorescas, con los edificios de ladrillo y musgo en las paredes. Era uno de los suburbios rurales más tranquilos de Londres, con una distancia entre residencias considerable para asegurar la privacidad. En concreto, esta calle, la avenida de los Artistas, hacía honor a su nombre. En los adoquines quedaban el rastro de la lluvia de hacía una hora y por las nubes grises que volvían oscura la mañana supuso que una nueva llovizna se avecinaba.
Esperaba dentro de la limusina, con las manos sobre el volante, observando el despertar de una de esas mañanas londinenses que le gustaban tanto cuando vivía en la casa de su niñez. En la radio sonaba un dueto de un hombre y una mujer que le hizo olvidar lo incómoda que se sentía con la ropa que llevaba. Lo único que protegía su dignidad era el encierro autoimpuesto dentro del vehículo.
Bastaba una mirada hacia el escote para notar cómo sus pechos sobresalían del corte diamante.
Maldijo al príncipe en silencio mientras ajustaba el espejo retrovisor, pero no tuvo tiempo de más cuando lo vio abrir la puerta de la casa roja. Iba acompañado de una mujer castaña que parecía haberse despertado muy cabreada. Él le tendió la mano para ayudarla a cruzar la acera.
Anna puso los ojos en blanco. Magnífico. Ahora le tocaba transportar a sus amantes. Refunfuñando, abrió la puerta del auto y salió.
—No tenía por qué llevarme a casa —insistió la joven castaña—. A pesar de lo que Richard cree, tengo dinero para pagar por un taxi.
—No es ninguna molestia. Mi nueva chófer puede llevarnos a ambos. Es la persona más discreta que he tenido el placer de conocer.
Charles vio desde lejos cómo se abría la puerta del vehículo y salía la joven rubia peinada con un moño alto y con cara de pocos amigos. Le parecía más alta, tal vez por los tacones. Rodeó el auto con dificultad, dando pasos lentos en la calle adoquinada.
«Mierda», pensó. Eso no estaba bien. No debería ser así.
Anna llevaba el vestido blanco que él había mandado comprar especialmente para ella. La pequeña tela la cubría poco más arriba de medio muslo y exhibía un escote en forma de diamante que le dejaba ver la línea que separaba sus pechos. Aunque era pequeña, aquellos tacones le concedían una prominente altura. Tenía unas piernas esbeltas, de aspecto suave y terso como la seda. El moño alto dejaba libre su cara para observar los rasgos cautivadores, con los grandes ojos verdes, la nariz pequeña y redonda, los labios gruesos, protegidos por el labial de un tono suave... La visión de la joven con ese uniforme podría volver loco a cualquier hombre.
Tragó en seco al observar cómo el ceñido vestido marcaba la planicie de su vientre y la montaña de sus curvas. Dios mío, pero ¿dónde había escondido semejante silueta? La ropa que llevaba el día en que se conocieron le había engañado por completo.
—Dios mío... —masculló para sí.
—¿Lo llamo jefe o alteza? —preguntó Anna al detenerse frente a él—. Para empezar con buen pie.
Estuvo a punto de decirle «Llámame como quieras, muñeca», pero recuperó a tiempo la compostura. Siendo tan descarada como era, le podría soltar cualquier otro apodo denigrante.
—Alteza —respondió—. Bien, entre en mi piso... —Negó al instante con la cabeza, apartando la confusión de su mente—. Olvídelo. ¿Le-leyó mis horarios?
—Sí.
—Perfecto. Pues nos vamos.
Charles se olvidó por completo de su acompañante hasta que su insolente nueva chófer lanzó una mirada interrogativa hacia ella.
—Llevaremos a Stella a su casa —dijo él entonces—. Ella le dirá dónde es.
Anna asintió una vez y giró sobre sí misma hacia el auto. Abrió la puerta y esperó a que subieran.
Charles le tendió la mano a Stella para ayudarla a entrar. Después se recolocó la chaqueta del traje.
—Puntual, con mejores modales y el uniforme apropiado —comentó, mirándola de reojo—. ¿Qué le ha pasado a esa lengua suya tan suelta?
—La he ajustado.
Charles contuvo una carcajada.
—Estoy impresionado.
—Estoy dispuesta a complacerlo en lo que usted me ordene.
—Una oferta muy tentadora.
Ignorando el decoro, se dedicó un instante a observar cada detalle de su obra maestra.
—No creí que le fuera a sentar tan bien ese vestido.
Anna parpadeó. ¿Cómo se suponía que debía responder a eso?
—¿Debería quedarme mal? —le preguntó, contrariada.
—Sí —admitió—. La verdad es que con aquella blusa y aquellos pantalones que llevaba no parecía que su cuerpo estuviera tan... bien definido.
Ella lo miró fijamente.
—Creí que me había ordenado ponerme este vestido para hacerme sentir..., bueno, ya sabe...
—No, no lo sé.
—Incómoda —detalló—. Los vestidos no son lo mío.
Con lo difícil que era quitarle la mirada de encima, debería llevar vestidos como ese más a menudo. A una parte de él le enfurecía que Anna no fuera capaz de admitir su propio atractivo. Deseó haberla conocido en otras circunstancias y que su infantil añoranza de salvaguardar su orgullo no los hubiese colocado en aquella situación.
Nada iba como esperaba. Mierda. Tenía que dejar de mirarla...
—Lo mío tampoco es comprar vestidos a las mujeres. Soy más del tipo de quitárselos. Debería considerarse afortunada.
«Mujeriego, pervertido y detallista —masculló ella en su mente—. Sí, Anna, qué afortunada».
—Tengo varias cosas que hacer. En marcha.
Ella parpadeó, y apenas se hubo liberado de la incómoda sensación que él le provocaba, aferró la puerta con ambas manos y esperó a que se montara en el coche.
Pero él no se movió. Anna se apartó unos pasos y lo observó contemplándola, como analizándola. No supo por qué aquello no la hizo sentir incómoda, sino... ¿percibida? Tal vez se debía a que hacía mucho tiempo que nadie la miraba de esa forma, como una pieza de arte encontrada donde se pensaba que solo había desperdicios, y no como un pedazo de carne que quisiera comerse, como hacía Eli. Le agradó esa sensación, aunque viniese de la persona equivocada. Seguramente se trataba de una de sus mañas de conquista. En ese instante comprendió por qué le había sido tan fácil tener una vida de libertinaje. Tenía el poder de hacer sentir atractiva a cualquier mujer solo mirándola, y a veces la vanidad o la añoranza de atención podían ser los puntos débiles de muchas mujeres.
Decidió que debía tener esto en cuenta si pretendía pasar las dos semanas a salvo. Tuvo la sensación de que ahora el príncipe la veía como otra mujer a la que llevarse a la cama, aunque la proposición que le había hecho de pasar tres días en su cama ya se lo había dejado claro. Pero no estaba dispuesta a humillarse más de lo que lo había hecho al ponerse ese vestido.
«Hormonas, un poco de control —gruñó para sí—. Es el mujeriego más mujeriego de Inglaterra».
Apenas recuperó su autodominio, y viéndolo entrar en el auto, cerró la puerta y rodeó la limusina para partir de inmediato.
En las tres horas de viaje, conduciendo por las calles entre destinos de veinte minutos y cinco de espera, la lengua suelta no había dicho una sola palabra. ¿Cómo era posible que esa mujer aún no hubiera comenzado a rechinar los dientes por la irritación cuando la suya aumentaba por segundos?
Juego de niños, sí, de eso se trataba. Solo a un niño se le podía ocurrir tratar de vengarse de una taxista obligándola a hacer múltiples viajes en coche. Por favor, ¿dónde había dejado el cerebro? Primero le falló el arte, ahora las ideas.
Tanteó el teléfono en su bolsillo y lo tomó para entretenerse. Tenía mensajes de Richard sin leer.
RICHARD: Ya he abandonado tu palacio.
RICHARD: Las llaves están donde siempre.
RICHARD: ¿Quién era la rubia del vestido blanco? Menuda obra de arte la que adquiriste.
Charles puso los ojos en blanco.
CHARLES: ¿Dónde está la lista que te pedí? Necesito desinfectar el espacio.
RICHARD: Ya te dije que no me acuerdo de nada. Pregúntale a Stacy.
CHARLES: Se llama Stella.
RICHARD: Compañero, recuerda que tenemos la política de no robarnos las conquistas.
CHARLES: No son esas mis intenciones. Tuve mi momento de caballerosidad y la llevé a casa. Era lo mínimo que pudiste hacer.
RICHARD: Tengo que sacarte esta noche y buscarte compañía. Pareces amargado.
El sonido del claxon hizo que diera un salto en el asiento.
—La gente está harta de ver accidentes en las noticias, pero nunca miran al cruzar la calle —escuchó que decía Anna.
—Mis chóferes no van por ahí tocándole el claxon a los peatones.
—¡No es culpa mía! Yo tenía el paso, él no.
—Parece que se le ha vuelto a aflojar la lengua.
La escuchó emitir un gemido que contuvo casi al instante.
—Discúlpeme. Son costumbres de taxista.
Charles miró por la ventana.
—¿Dónde estamos?
—En la calle Chapel. ¿Quiere que lo lleve al palacio?
«Por favor, vuelva al palacio y acabe con mi tortura», imploró ella en su mente.
Charles se pasó las manos por el rostro.
—Es el último lugar al que quisiera volver. ¿Hay algún sitio tranquilo cerca de aquí?
—Está el parque Belgrave.
—Algo tranquilo. —Se frotó las sienes—. Dije algo tranquilo. ¿Cree que un parque es un lugar tranquilo?
Anna rechinó los dientes. En otras circunstancias, habría soltado toda clase de improperios, de esos que siempre acababan metiéndola en problemas.
«No le contestes, no le contestes...», se repitió.
—Me disculpo. Supongo que lo que yo considero tranquilo no lo es para usted.
—Bueno, ¿qué me dice de un bar? ¿Hay uno cerca?
—Pero apenas son las nueve de la mañana.
—¿Le estoy pidiendo permiso?
—No, lo siento, tiene razón, pero no me estoy refiriendo a eso. Los bares no abren tan temprano.
Charles parpadeó.
—Cierto. —Se pasó la mano por el pelo—. No acostumbro a estar despierto a estas horas.
Anna lo observó por el espejo retrovisor. Tenía un inusual aspecto cansado y malhumorado. Con ese ánimo, cualquier cosa imprudente que le dijera podría traerle más problemas.
Se obligó a ser amable.
—Tal vez le sentaría bien un café —comentó con cautela—. Podría ir a una cafetería y sentarse en un apartado; no creo que nadie le moleste.
Él alcanzó a verle los ojos por el espejo antes de que ella apartara la mirada. Eran de un verde peculiar, como el musgo o quizá más claros, como la pulpa de la lima.
Tan agria como su personalidad.
—Ya he tomado café —le dijo.
—¿Y un chocolate caliente?
—Solo tomo chocolate por la noche.
—¿Qué tal un té?
—No es lo que me apetece en este momento.
Anna suspiró. Comenzaba a exasperarla más de lo que creía posible.
—¿Qué tal un café irlandés? —le sugirió.
—Mmm... Eso contiene alcohol, ¿verdad?
—Ajá.
—¿Conoce un lugar cerca?
—Conozco cada restaurante de Londres. Hay uno familiar de comida irlandesa como a diez minutos. Allí los preparan.
—Bien. Diríjase allá.
Anna asintió una vez antes de girar el volante hacia la izquierda.
El resto del camino estuvo protagonizado por el silencio. Anna consiguió aparcar justo enfrente del restaurante para evitarle cualquier agotamiento al tirano energúmeno. Mantuvo las manos sobre su regazo mientras esperaba a que el príncipe bajara del auto.
Pero la puerta no se abría. Lo que escuchó fue el sonido de su teléfono.
Charles soltó un suspiro al ver en la pantalla el nombre de su padre. Respiró profundamente antes de responder.
—Buenos días —le dijo con voz formal.
—¿Dónde estás?
—Fuera de cualquier escándalo, si es lo que te preocupa.
—Ven al palacio. Necesito hablar contigo.
—De momento es imposible. Te veré más tarde.
—Más tarde no, ahora. He estado pensando qué hacer contigo y ya lo he decidido. Voy a contratar al nuevo personal que conformará tu equipo de trabajo. De ahora en adelante, asumirás las responsabilidades que te corresponden como príncipe de Gales.
Charles se frotó el rostro con la mano izquierda y después se masajeó el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—¿De verdad vamos a tocar ese tema otra vez?
—Sí, de verdad. Estoy cansado de esta situación, así que te impondré la solución definitiva con un montón de limitaciones. Un solo auto, por ejemplo, una única propiedad en Londres, una reducción del ochenta por ciento de tu cuenta bancaria... ¿Quieres que continúe?
—Lo harás, aunque te pida que pares.
—Pararé cuando regreses al palacio, Charles —dijo el rey, y el silencio se estableció al otro lado de la línea.
El príncipe soltó una maldición para sí mismo antes de responderle.
—¿Qué? —dijo.
—Quiero que tengamos una conversación como corresponde. Necesito entender por qué te niegas a ejercer como príncipe.
—Yo ya he tomado la decisión y pensé que la respetarías tarde o temprano.
—Lo haría si hubiese una razón de peso para tu forma de proceder, pero solo lo veo como un berrinche. No logro comprender cómo es que la fiesta y el desenfreno te hacen feliz.
Charles se calló un montón de respuestas. Los motivos eran demasiados y nunca se animaba a decirlos en voz alta. El de más peso, el que le revolvía el estómago, era que tendría la posición de su padre cuando este muriera, y él aún no estaba preparado para eso.
No lo estuvo a los diecisiete, cuando su padre enfermó de cáncer y su tío tuvo que ejercer como regente. No lo estuvo años más tarde, cuando tuvo que abandonar la universidad porque su padre sufría una neumonía grave. Y no lo estaría en el futuro, cuando la muerte se lo llevase sin que él pudiera hacer nada para impedirlo y tuviese que ocupar el trono, que le recordaría día tras día que su padre se había ido.
—No estoy preparado para hacerlo —le dijo después de un rato—. Además, sabes que tener responsabilidades no es lo mío.
—Pero puedes con ellas. Es solo que nunca has querido tenerlas, o pierdes pronto la paciencia y lo dejas todo a medias. —Escuchó un largo suspiro de frustración—. Intento razonar contigo, pero me respondes como un niño, no como el adulto que eres. Yo también tuve tu edad, y también estuve en tus zapatos en su debido momento, pero acepté mi responsabilidad porque era lo correcto. Tú deberías hacer lo mismo; por tanto, he decidido que, una vez que tu equipo de trabajo esté formado, vas a recibir el adiestramiento necesario. Si crees que no estás listo, pues te prepararás.
—Acabo de decirte que no me interesa.
—Y en vista de que todo lo que yo te digo tampoco te interesa, ignoraré igualmente todas y cada una de tus protestas. Te prepararás para ejercer tus responsabilidades, y no quiero oír nada más. De no hacerlo, tendrás que buscarte un empleo para mantener tus caprichos como la gente normal. Eso es todo, Charles. Puedes continuar con tu día.
Charles tensó la mandíbula al percatarse de que le había colgado. Miró la pantalla y masculló una maldición; su mañana había empeorado considerablemente.
¿Por qué de repente todo lo que le había dejado de importar comenzaba a agobiarlo tanto de nuevo? Parte de su declive empezó la semana anterior.
Enfrente, tenía a la responsable.
—Necesito que baje conmigo —le dijo.
Anna giró un poco la cabeza y lo observó por encima del hombro como si acabara de ponerle un arma en la cabeza.
—Es un restaurante familiar. No asesinan a nadie dentro.
—No, no es por eso. Necesito hablar con usted.
Ella parpadeó, entre desconcertada y preocupada.
—¿Qué he hecho ahora? —Hizo un movimiento brusco para encararlo—. Oiga, estoy haciendo todo lo que me ha pedido. Conduzco, conduzco y conduzco. —Golpeó con insistencia el asiento, remarcando las palabras—. Además, me he reservado todas mis opiniones. He estado calladita. No he hecho...
—Pues siga calladita, apague el motor y venga conmigo.
La puerta se abrió y el príncipe salió del coche sin darle tiempo a responder.
—Hombres —gruñó ella.
Después de apagar el motor, abrió la puerta y salió del coche con cuidado, bajándose la falda del vestido. «Dios santo, este pequeño pedazo de tela no cubre mucho», pensó.
Charles se aclaró la garganta al otro lado del auto, captando su atención.
Anna se apresuró a llegar junto a él.
—¿Quiere que le pida un apartado?
—¿Tiene alguna obsesión con los apartados? —Una sonrisa perfilada se asomó a sus labios—. ¿Hay algo en particular que le guste hacer en las esquinas?
—Adornarlas con flores.
Charles sonrió. Debía admitir que era una mujer ocurrente. Descarada, pero ocurrente.
—Supongo que un apartado estaría bien.
Apenas hubo terminado de hablar, entraron en el restaurante y la gente lo reconoció de inmediato.
—¡Príncipe Charles! ¡Príncipe Charles!
Anna puso los ojos en blanco. En un parpadeo, se vio envuelta entre distintos cuerpos que la obligaban a ir de un lado a otro, reduciéndole el espacio para caminar.
—¿Nos dejan pasar, por favor? —musitó.
—¿Qué le trae por aquí, príncipe Charles?
—Señor, ¡es un placer conocerlo en persona!
Anna lo perdió de vista un instante, pero enseguida lo localizó entre la gente.
—¡Con permiso! —gruñó ella—. Tengo un arma y no dudaré en usarla.
Unos dedos cálidos atraparon entonces su muñeca y tiraron de ella para sacarla del bullicio.
El príncipe Charles la miró con ojos divertidos mientras se abrían paso por el restaurante.
—¿Tiene un arma y no dudará en usarla? Ni esto es una película de acción, ni...
—¡Príncipe Charles! —seguía gritando la gente.
Evitó poner los ojos en blanco.
—¿Por qué no pide ese apartado?
—Hecho.
Minutos más tarde, se acomodaban en la mesa de la esquina al fondo, desde donde podían observar a la gente caminar por la acera a distancia y a algunos curiosos deteniéndose para tomar fotografías.
Y un par de minutos después, les llevaron lo que habían pedido.
—El servicio nunca había sido tan rápido —musitó ella.
Charles tomó la taza en sus manos y observó su contenido.
—¿Viene mucho por aquí?
—Venía. Solía hacerlo con frecuencia.
—¿Solía?
—Sí. Con mi exnovio.
—Ah. De ahí su obsesión por las esquinas.
Ella entrecerró los ojos un poco.
—De hecho, mi mesa favorita estaba casi a la entrada. Siempre nos sentábamos ahí.
Durante los dos minutos que estuvo dando sorbos ocasionales al café, notó que las manos de ella estaban vacías.
—No ha pedido nada —dijo.
Anna cruzó los brazos sobre la mesa.
—No tengo hambre.
—¿Ni siquiera algo de sed?
—Estoy bien. Quisiera saber de qué quería hablar conmigo.
—Sí, por supuesto. —Dejó la taza sobre la mesa, y el barrito de un elefante lo hizo fruncir el ceño—. ¿De dónde viene ese ruido?
Por la mueca que hizo ella, supuso que era la responsable.
—Discúlpeme —dijo mientras metía las manos en el escote, del que sacó un teléfono pequeño.
—Y cuando yo tenía las manos metidas en el pantalón, ¿qué me dijo? —Sacudió los hombros, desprovisto de humor—. Que no me masturbara, y usted, muy contenta y tranquila, se mete las manos en el escote.
—No tengo bolsillos en esta cosa. Tenía que guardarlo en algún lado. —Miró la pantalla, y al instante una mueca de impaciencia se le formó en la boca—. ¿Me permite responder?
—Sí, por favor. Creo que hasta el presidente de Estados Unidos debe estar escuchando esos berridos en la Casa Blanca.
Anna se levantó apresurada de la silla y se alejó lo necesario para hablar con cierta privacidad.
—Señor Hastings, buenos días. Lamento no haberlo llamado antes.
—Buenos días, Anna —contestó el hombre, muy afable, y luego hizo una pausa, como pensando—. Te llamo por lo del apartamento.
—Lo sé... Debo disculparme —se apresuró a decir—. Sé que no he hecho el pago que acordamos, pero he tenido algunos problemas. He empezado un nuevo trabajo, o más bien un segundo trabajo de dos semanas, y de momento no puedo pagarle, pero si me da hasta el viernes, yo podría...
—Lo lamento, querida. Te he dado muchos plazos y me urge alquilar el piso. Tengo una pareja que está dispuesta a pagarme al momento.
—Puedo pedir un adelanto y le pago mañana.
—No me es posible esperar más. Me gustaría ayudarte, por eso te he dado tantos plazos, pero de verdad que necesito alquilar el piso cuanto antes.
—Por favor, señor Hastings... —insistió ella, rayando en la desesperación—. Ya hemos avisado al propietario de la casa en la que estamos mi amiga y yo de que nos íbamos a ir y tiene a sus próximos inquilinos a la espera de nuestra mudanza. Deme una semana más.
—Lo siento, querida, pero mi mejor ingreso lo obtengo de las rentas y ese apartamento lleva mucho tiempo vacío. Espero que consigas algo pronto.
—Bueno, gracias... —musitó, sabiéndose derrotada—. Le deseo suerte.
—Lo mismo para ti, querida.
Con el fin de la llamada, se sintió presa de la frustración, por haber perdido la oportunidad de tener un piso para ella sola; de la tristeza, porque todos sus esfuerzos al final habían sido en vano, y de la rabia, porque, de no ser por ese hombre y su ridícula venganza, ya tendría el dinero que necesitaba. No había cobrado la quincena completa, por tanto, el pago del alquiler tampoco lo estaba, y aún no podía recaudar lo obtenido en el trabajo como chófer.
No creyó que el príncipe Charles pudiese caer tan bajo, pero podía. Pensaba que era un hombre sin convicciones ni moral, pero ahora veía que tampoco tenía conciencia. No le importaba jugar con la vida de los demás con tal de salirse con la suya.
Le tomó un par de minutos estar lo suficientemente calmada como para sentarse frente a él, y él parecía querer poner a prueba su paciencia, porque al instante le dijo:
—Quiero hablar sobre lo acontecido en el taxi.
Anna puso mala cara.
—Creí que después de haberme chantajeado para obligarme a trabajar para usted durante dos semanas ese tema estaba más que resuelto.
Él sonrió.
—He tenido una singular discusión con mi padre en el auto. Según él, debo comenzar a prepararme en serio para mi cargo. Está empeñado en que debo ejercer mi responsabilidad como su sucesor.
Anna abrió los ojos un poco.
—Debe ser duro oír eso de boca de tu padre —bromeó.
—Lo cierto es que yo no quiero asumir mis responsabilidades como príncipe —confesó—. No estoy interesado en ello.
Anna chasqueó la lengua.
—¿Y yo que tengo que ver?
—Dijo que yo no era una persona apta para ser rey. ¿Por qué?
Se le inflaron las aletas de la nariz antes de contestar:
—Ni de coña hará que se me suelte la lengua.
Notando su brusquedad, dijo después:
—Lo siento. En realidad, soy una persona con buenos modales.
Él le sonrió burlonamente.
—Le prometo que todo lo que me diga no será usado en su contra esta vez.
—Prefiero reservarme mi opinión.
—Exijo que me conteste —gruñó él, impaciente.
Ella comenzó a hablar:
—¿De verdad quiere saberlo? Pues creo que es un irresponsable que abusa de su poder y falta a sus responsabilidades.
—Yo no tengo responsabilidades.
—Sí las tiene. Es el hijo del rey. Su responsabilidad es no echar lodo a la casa real ni a la reputación de su familia, y es lo único que sabe hacer. ¿Quedarse dormido en una fuente? ¿Y desnudo?
—El hotel es de un amigo de mi padre.
—Eso es humillante. No solo para su padre, sino para usted, y también para el amigo de su familia. ¿No ha pensado que no soy la única que piensa que sería un mal líder? Sí, yo he sido la única persona insolente que se lo ha escupido todo a la cara, pero apuesto a que muchos ingleses comparten mi opinión.
—No me ha dado una razón real de por qué cree que no soy competente.
—¿Quiere una razón real? Usted es una persona sin escrúpulos, un manipulador y un egoísta —escupió de golpe—. Me amenazó con perjudicar a mi familia y a amigos, y puso en riesgo mi estabilidad económica porque no soportó que hablara mal de usted. Es cierto, le ofendí y fui irrespetuosa, pero lo que ha hecho para vengarse ha sido algo muy bajo. Solo se preocupa por usted y por sus deseos. No tiene ningún tipo de empatía. No tiene sentimientos. Si tiene que pisotear a alguien para conseguir lo que desea, lo hace. Usted actúa más como un robot que como un humano. ¿Quiere más razones? —Se inclinó un poco sobre la mesa—. No tiene respeto por nadie, ni siquiera por su padre. No se ha percatado de que su deseo no es que se convierta en rey algún día, sino que vuelva al buen camino y que sea un hombre de bien. No hace otra cosa aparte de emborracharse, acostarse con una mujer diferente cada semana y protagonizar escándalos.
En silencio, Charles la consumió con la mirada.
—Le dije que prefería reservarme mi opinión —concluyó ella.
—Entonces ¿cree que no sería buen rey porque no tengo sentimientos? ¿Que soy un manipulador y un egoísta?
—Lo ha resumido bastante bien, sí.
Él asintió, una y otra vez, sin emitir palabra alguna.
—Hay algo que me caracteriza, señorita Mawson, algo que podría ser mi única virtud al parecer: mi palabra. —Se levantó de la silla—. Voy a demostrarle que soy lo bastante capaz de manejarme de acuerdo con mi título, y que el trono y todas las responsabilidades que este acarrea están hechos a mi medida. Le doy mi palabra.
Sacó un par de billetes del bolsillo y los dejó sobre la mesa.
—Le daré el día libre. Ahí tiene dinero para el pago de la cuenta y del taxi que la llevará a casa. Uno de mis guardias la acompañará para asegurarse de que llegue bien. —Le sonrió, y Anna se sintió desfallecer. Fue como ver al diablo sonreírle—. Gracias por la conversación, señorita Mawson. La veré mañana.
Lo observó con el corazón saltando mientras abandonaba el restaurante. Sintió un silencio gélido tras su ausencia, como si su entorno se hubiese ido con él, y un escalofrío le advirtió de problemas.
—Creo que esta vez sí va a meterme en la cárcel —se dijo, bebiéndose el resto del café que él había dejado.