Las llamadas

Cada quince días, Manuela llama a Colombia. Lo hace por obligación más que por necesidad o por gusto. Y esa obligación le pesa cada vez más. Como esos saquitos de arena, lo vio en una película, que se cuelgan alrededor de la cesta para impedir que el globo pueda elevarse. Siente que podría coger más altura, pero que esas llamadas tiran de ella hacia abajo.

«Abajo» son los recuerdos y tal vez los remordimientos. Aunque no haya nada en lo que ella ha hecho que tenga que remorder. Pero a veces una se siente mal simplemente por la tristeza de los otros; sobre todo cuando una no está triste. Y Manuela no lo está; ahora menos que nunca.

Por eso le cuesta más y más esfuerzo llamar a Colombia. Cada vez que oye las voces mustias de allí, como rotuladores de pizarra que ya se están acabando y casi no pintan, los remordimientos se meten en su cabeza y quieren tener razón aunque no la tengan.

Primero habla con su cuñada, que enseguida le pasa a su madre, que como una grabación antigua, con saltitos, repite lo de siempre: todo va bien, no les falta de nada, el hijo trabaja, el dinero que ella manda llega puntual. No hay problemas de salud, ni siquiera en los animales.

Con sus sobrinos nunca habla. Ella desde aquí no lo pide y ellos allí, tampoco. Será porque a los niños no les interesa estar en dos sitios a un tiempo. Solo quieren estar en uno, atentos a todo lo que pasa a su alrededor, disfrutándolo. Solo los adultos que ya han aprendido a no disfrutar quieren estar en otra parte, aunque luego no se muevan del sitio.

A Juan Camilo tampoco le gustan las llamadas a Colombia, dice que no con la cabeza cada vez que ella le acerca el teléfono. Pero Manuela le obliga a ponerse, por lo menos con Elías. Siempre espera que a Elías el niño le diga algo, que con él se le quite la mudez por fin, por todo lo que allí se decían; que no paraban de hablar.

Pero Juan Camilo no dice una palabra. Solo escucha con el teléfono muy pegado al oído y una expresión que Manuela no sabe si le gusta o no; una expresión que ya no viene del territorio de la infancia, que ya está sobre el camino o el puente hacia otra orilla de la edad. Y Manuela ante esa expresión de su hijo se siente también dividida entre el susto y la alegría de verlo crecer.