La fruta

No le va a insistir para que desayune, como si fuera Juan Camilo. Así que recoge la bandeja sin decir nada y la lleva a la cocina. Irene solo ha tomado un poco de té, el resto sigue intacto, el pan con el tomate y el aceite, las nueces, las dos piezas de fruta.

Manuela vuelve al salón y la ve sentada como la ha dejado, junto al olor de las flores carnosas que acaba de arreglarle.

—Voy a empezar por el dormitorio —le dice.

—Bien.

—Este ramo es muy grande; si quiere, le pongo la mitad en otro jarrón en otro lugar de la casa para que huela más.

—Bien.

—Huelen tan rico…

—Sí.

Manuela no sabe lo que ha sucedido, solo que Irene se siente peor. Más triste o desamparada por debajo de su quietud de estatua. Se le adivina, como a las estatuas se les adivinan las emociones aunque no se muevan.

—Pues si le parece, empiezo con las flores y luego hago los cuartos.

—Bien.

Y saca un jarrón del armario y lo llena de agua y se acerca a las flores. Y ese olor que parece caliente de puro dulce le infunde valor; y empieza a repartir las flores muy cerca de Irene mientras le dice:

—Yo si no hubiera tenido aquello por detrás, no habría sido tan feliz ahora. Es como que te regalen una cosa o comprarla. Parece que cuando te llega gratis o sin esfuerzo es mejor, pero no. Yo me acuerdo de la primera vez que me reí después de aquello. Y de la primera vez que el gusto de la fruta me volvió a la boca. O la alegría de un olor delicioso por la calle.

Y Manuela también piensa ahora en cómo será la primera vez del placer; pero eso aún no se atreve a confiárselo a Irene; cómo será cuando el cuerpo ya se olvide de todo, o mejor dicho, cuando el cuerpo ya no tenga nada que ver con aquello.

—Me acuerdo de esas primeras veces. Por eso, si usted me lo permite, me gustaría decirle que la ceguera es una desgracia, pero que queda lo demás para la alegría. O, cómo decirlo…, igual que una fruta rica que tiene un golpe en algún lado o un podrido o incluso un gusano, pero lo apartas y el resto vale para comer. Y es una delicia, porque las frutas tocadas maduran de una manera más libre, más desordenada, y son más profundas y sabrosas. Lo que quiero decir es que la ceguera es el podrido, el gusano.

Irene gira entonces la cabeza hacia ella. Y Manuela nota que la está mirando, como seguramente miraba en otro tiempo, como mira la gente que ve, con esa atención.

La mira, pero no le pregunta por el gusano, sino por lo que pasó.

—Has dicho «la primera vez que me reí después de aquello». ¿Qué es aquello?

—Eso, Irene, todavía… Eso se lo contaré más adelante. Aún no sé cómo hacerlo.

—Es tu ceguera particular.

—Sí.

—El gusano.

—Sí.

—Que se aparta, dices.

—Y el resto de la fruta es sabroso.