La clave

Ha llamado a una compañía de limpieza; el taller es demasiado grande para una sola persona y lleva mucho tiempo cerrado. Además, quiere que Manuela lo descubra impecable y en perfecto orden. Porque va a decirle:

—Si quieres, yo te diseño el vestido para esa boda a la que te ha invitado tu novio. Me dedicaba a la moda antes del accidente.

Y como es muy probable que Manuela no la crea capaz de hacerlo, que mantenga cerrada la «caja fuerte» de su confianza, añadirá:

—Una vez me dijiste que la confianza siempre puede abrirse, que en algún sitio está la clave. Yo voy a mostrarte esa clave. Ven conmigo.

Y la conducirá, a través del patio, hasta el taller perfectamente limpio y en el mismo orden en que estaba cuando ella lo dejó aquella última mañana. Era primavera también, debía de haber mucha luz entrando por las ventanas altas cuyo diseño y ubicación ella misma había decidido. «Como un escote bien definido ilumina el cuerpo y el vestido».

—No cambien nada de sitio —les ha ordenado a los de la limpieza—, absolutamente nada, ni una bobina de hilo. Todo tiene que quedar como estaba para que yo pueda orientarme después.

—Sí, desde luego, no se preocupe —se ha apresurado en responder la encargada—, ya me hago cargo.

Y esa última frase se ha elevado tontamente en el aire, igual que un globo lleno de nada.

Porque es imposible hacerse cargo, compartir la perspectiva de un ciego que no comprende ya la perspectiva; ponerse en su lugar porque precisamente lo que un ciego no tiene son lugares.

Quién que no sea ciego va a poder situarse en una oscuridad sin relieve y sin tope, que no se mueve aunque él no pare de moverse; que no se inmuta aunque él recorra cientos de kilómetros, y atraviese ciudades o bosques, o suba montañas.

Cómo va alguien que ve a recoger la carga que supone repoblar los paisajes, reanimar las calles, redecorar los cuartos, reencarnar las figuras humanas solo con el recuerdo; solo con la sustancia friable de la memoria que flota desamparada, como un globo en el aire, sin poder apoyarse en nada.

Quién puede entender lo que cuesta en esas circunstancias recordar.

Como ella hace ahora junto a Manuela, que seguro que está contemplando sorprendida y tal vez entusiasmada, y es posible que confiada ya, el taller que Irene describe con todo detalle: el despacho, las mesas grandes de cortar, la hilera de máquinas, las vitrinas del material, los colgadores, las sillas, cada espejo…

—Y delante de la zona de los probadores, ese espacio diáfano para instalar una pasarela cuando se necesite.

Irene no le dice a Manuela que antes había plantas repartidas por todo el local, delicadas o robustas, como los tejidos con los que trabajaban; inspiradoras de formas; guardianas de armonías. Pero que ella pidió a la empresa de limpieza que las retiraran:

—Están todas muertas, así que llévenselas junto con los tiestos.

Y han obedecido, porque que Manuela dice:

—Qué maravilla de lugar. Y qué limpio y cuidado está todo.

—¿Hacemos entonces ese vestido?

—Sí, claro. Muchas gracias.

—Pues tienes que decirme más cosas de ti… Tu pelo, tu piel, tus movimientos… No se puede vestir a alguien si no se sabe cómo anda.