Aquí, aquí

Sale de casa en albornoz, con el gorro y las gafas de natación puestas. No quiere que nadie pueda verle los ojos en la calle y sentir por ella lo que ella sintió alguna vez por otros. Esas emociones que provoca la ceguera que te asalta al pasar y te avasalla. Compasión o dentera o temor irracional a alguna forma de contagio.

Tampoco quiere que la vean andar con bastón, por eso le pide a Juan que le coja de la mano y la conduzca «de la manera más natural» posible hasta el borde del mar.

El niño obedece, y la lleva muy despacio por la superficie regular del paseo, y luego, aún más lentamente, por la arena incierta. Le suda la mano; debe de imaginar lo que le espera y no quiere llegar. Ella sí quiere, cuanto antes, pero se pliega a ese ritmo moroso que encierra también, está segura, una forma de generosidad. Por eso le dice:

—Estate tranquilo; nado estupendamente.

Pero no hay cambios en la mano pequeña ni en el ritmo de la marcha.

Por fin la arena firme y enseguida el agua. Cuando la siente en los pies, suelta la mano del niño, se quita las chanclas, abre el albornoz y lo deja caer hacia atrás, sobre la arena.

—Supongo que no vas a decirme si sabes nadar. En cualquier caso, no serviría de mucho. Pero sí hay algo que puedes hacer por mí.

Se ha metido en el agua hasta la cintura, se ha girado un poco hacia la derecha y luego se ha echado hacia adelante y se ha puesto a nadar, paralela a la playa. Juan Camilo tiene que seguirla por la arena y gritarle, algo, lo que sea, para que ella sepa en todo momento dónde queda la orilla. Eso es lo que le ha pedido:

—Tú me sigues por la playa y me gritas cualquier cosa, lo que te parezca. Lo más fuerte que puedas; porque lo importante es que yo pueda oírte y saber, en todo momento, dónde queda la orilla.

Y sin darle tiempo a reaccionar, se ha metido en el mar. Y ahora nada deprisa, y se está alejando, y el niño no sabe qué hacer y se pone a correr por la orilla, metiendo los pies en el agua. Y ya está a su altura, pero sabe que ella no puede verle. Y ella se aleja y él tiene que correr más. Y primero sale el llanto; lágrimas tan gordas que parecen venir de fuera, como gotas de lluvia. Y ahora siente que las palabras empiezan a moverse dentro de él, a temblar, como esos barcos que ve anclados en la bahía. Las siente subirle por dentro, porque Irene sigue nadando muy deprisa y él sabe que tiene que correr y gritarle, lo que sea, para que no se desvíe y se pierda.

Y las palabras ya se agitan en su boca, como barcos que quieren soltarse de la amarra, y entonces dice «aquí», primero bajito pero luego gritando, porque no puede dejar que Irene se aleje tanto que no pueda volver.

Sigue corriendo y gritando «aquí, aquí». Corriendo más, porque ella nada muy deprisa, y gritando con más fuerza «aquí, aquí». Y ella debe de oírle, porque nada paralela a la playa, sin torcerse, perfectamente recta, como las líneas de palabras de un libro.

Irene se ha parado y el niño también se para, y cuando ella se da la vuelta y empieza a nadar en sentido contrario, él hace lo mismo, y corre y grita «aquí, aquí», pero ahora más tranquilo, porque están volviendo. Él fuerza el paso para llegar primero al lugar donde han dejado el albornoz y las sandalias, y entonces grita:

—Aquí están las cosas. Aquí, aquí… Aquí están las cosas. Aquí, aquí, aquí, aquí…

Y no para de decirlo para que Irene pueda agarrase a sus palabras como a una barandilla y ponerse de pie y salir del mar y llegar tranquilamente hasta la ropa.

—¿Ves, Juan, como no es tan difícil?

El niño, ahora que ella está salvo, prefiere no responder, proteger su voz como si fuera antes. Pero ella no va a dejarle:

—Ni se te ocurra callarte otra vez.

Y entonces, para ponerla lo más lejos posible del secreto, Juan Camilo dice:

—Nada muy bien.

—Te enseñaré si quieres.

—Sí.

Empiezan a andar hacia la casa. Sigue con las gafas puestas, pero se ha quitado el gorro de baño y debe de estar muy despeinada, porque Juan le dice:

—Si se agacha, puedo arreglarle un poco el pelo que se le ha alborotado.

Y en ese gesto delicado ella reconoce la herencia de Manuela, pero probablemente también la de alguien más. Aquel hombre con el que vivieron tanto tiempo y que tal vez Juan extraña al punto de quedarse sin voz. Por eso, mientras los dedos del niño le van ordenando muy despacio el pelo, le pregunta:

—A tu madre creo que la conozco bastante bien, pero Elías ¿cómo era?

Entonces él retira bruscamente la mano y dice en un tono más agudo, como de niña:

—Ya está el pelo.

Y mientras Irene se endereza, añade con la misma tensión en la voz:

—Aquel hombre no era mi padre.

Y ella siente abrirse, como en la superficie de su propia piel, la herida.

—Claro que no, qué tontería. Manuela se basta y se sobra para educarte sola.

Y siguen caminando hacia la casa, en silencio, hasta que Irene, que ha debido de ver asomarse el secreto como ve todo lo invisible, le dice tal vez para ayudarle y alejarlo también lo más posible:

—En cuanto lleguemos, vamos a hacernos un rico té bien caliente. ¿Te gusta el té?

—No sé, nunca he tomado.

—Pues ya va siendo hora de que lo pruebes.