El 21 de febrero de 1919 tuvo una mañana esplendorosa. Ni más ni menos, esplendorosa. A las 6 hice ensillar al Tinterillo, monté y me alejé de las casas al galope por la larga alameda de algarrobos.

Era mi objetivo llegar a los cerros del Melocotón. Para ello hay que ir hasta el final de dicha alameda, tomar luego por espacio de unas ocho cuadras el camino público, torcer a la derecha por un sendero cubierto por las ramas de tupidos arrayanes y, por fin, cruzar un gran potrero sembrado de alfalfa. Terminado éste, se halla uno al pie de los cerros.

Lo que más contribuía al esplendor de aquella mañana eran dos cosas: 1a) La temperatura; 2a) los perfumes campestres.

La primera se hallaba mantenida por un sol tibio de rayos aterciopelados. No tuve la ocurrencia –cosa que cualquiera se explicará– de proveerme de un termómetro, por lo cual me fue imposible verificar qué grado exacto marca esa atmósfera deleitosa. Lo único que puedo decir es que al galope suave del caballo daba justo la temperatura que se traduce en la piel sin un milígrado de calor ni un milígrado de frío, es decir, una temperatura tan adecuada, tan exacta, tan precisa, que, mientras galopaba suavemente el caballo, desaparecía la temperatura.

Ahora bien, forzando un poco el galope del animal, sentíase inmediatamente un frescor agradable. Y si, aprovechando sus bríos, se le espoleaba hasta el gran galope largo, un frío franco penetraba por los huesos. Al final del camino público hice que mi cabalgadura corriese a cuanta velocidad sus patas pudiesen dar, mas apenas pasados unos treinta metros la detuve: una helada glacial de picacho aislado encima de las nubes me acuchilló el cuerpo entero y a punto estuve de quedar petrificado.

En cambio, si del galope suave uno pasaba al trote corto, sentíase un calorcillo reconfortante que inundaba los pulmones. Y si de aquél se venía al paso, se recordaba acto continuo que nos hallábamos en verano en un sitio a 32 grados de latitud. En la alameda de algarrobos tuve la idea de detenerme un instante. Una bocanada de fuego me envolvió súbitamente como si caballo y yo nos hallásemos sobre un horno gigantesco. Adopté, pues, fuera de estos ratos de ensayo, el suave galope acompasado, así es que hice la mayor parte del trayecto sin temperatura alguna.

Mientras así galopaba, me entretuve en gozar cuanto podía con aquel amplio registro de hielos y calores que esa esplendorosa mañana había puesto a mi disposición. Regulé perfectamente la velocidad del Tinterillo, de modo que la temperatura quedó del todo anulada. Entonces me entregué al siguiente juego: echaba mi mano derecha hacia atrás hasta tocar el anca del animal y luego, con el brazo bien estirado, la proyectaba hacia adelante hasta tocarle las orejas. La velocidad adquirida por mi mano durante este gesto era, naturalmente, la del galope del caballo más la suya propia, es decir que, haciendo dicho gesto con mayor o menor violencia, la mano alcanzaba un galope apresurado, o un gran galope, o la carrera. Por lo tanto, según como la proyectase hacia las orejas, sentía en ella todas las gamas del frío mientras el resto del cuerpo permanecía sin ningún grado registrable, al menos como sensación. Puedo asegurar que esto era agradabilísimo, cuanto hay de agradabilísimo en este mundo. Y no es todo. Una vez la mano en las orejas repetía el gesto hacia la grupa, de modo que restase su propia velocidad a la velocidad del Tinterillo. Sentía entonces, según su mayor o menor violencia, todas las gamas del calor, y cuando la echaba hacia atrás con igual velocidad que el caballo iba hacia adelante, era la detención, y poco me faltaba para quemarme las yemas de los dedos.

Después de divertirme varias veces con este –repito– agradabilísimo juego, quise ir más lejos: tanto para adelante como para atrás, acelerar mi movimiento al máximo. Para adelante, doblar si fuese posible la velocidad del caballo; para atrás, llegar primero al punto de detención y luego retroceder con respecto a ese punto.

El primer ensayo lo hice al entrar al sendero de los arrayanes. El segundo, en medio del mismo. Al hacer el primero, no había alcanzado a tocar mi mano las orejas, que ya había lanzado un grito de dolor. Fue como si cien navajas me hubiesen herido; luego, una total insensibilidad. La mano estaba verde y dura. Con la izquierda le di un papirote: sonó como una bola de billar. Felizmente, al entrar al sendero, vi que a un costado se alzaba una pirca. Cogí de inmediato una de sus piedras y la restregué con fuerza sobre el miembro congelado. Las piedras superiores de las pircas, sabido es que de cada verano guardan un poco de calor, así es que cuando la pirca tiene más de setenta años de existencia, basta frotar una de ellas hasta que caiga deshecha la primera capa para que el calor almacenado de esa capa para adentro, se derrame irradiando. Así salvé mi mano.

Por cierto que pensé que si tal me había sucedido con la experiencia del hielo, peor me iría a ir con la del fuego. Mas, ¿cuándo volver a hallar una mañana como ésa? ¿Cómo dejarla trunca? ¿Cómo, pudiendo experimentarlo, no hacerlo? Me decidí.

¡Mil demonios, qué dolor! Aquí fue más que un grito: fue un aullido. Mi mano ardía roja como un tomate. Felizmente, como todos saben, el arrayán produce el arrayanín, y los que allí había se hallaban llenos del morado fruto. Cogí uno con mi izquierda y, apretándolo fuertemente, dejé que su jugo azucarado cayera sobre mi mano en combustión. ¡Santo remedio! El arrayanín condensa en su jugo todas las temperaturas bajo cero que el arrayán haya tenido que soportar durante el invierno anterior, y como el de 1918 había sido excesivamente frío –catorce veces el termómetro había bajado de cero– el jugo del fruto pudo fácilmente volver mi mano a la normalidad.

Sin deseos de repetir semejantes experiencias, llegué hasta el alfalfar entregado a otro ejercicio. Helo aquí: mientras el Tinterillo seguía su galope regular, yo avanzaba el pie derecho junto con retroceder el izquierdo y, llegado a ese punto, avanzaba el izquierdo retrocediendo el derecho, y así sucesivamente con una velocidad mesurada. De este modo, cuando un pie se iba refrescando hasta el frío de un picacho –que es, sobre todo en breves segundos, muy tolerable–, el otro iba entrando en calor hasta el grado de la tapa de un horno –que, en iguales circunstancias, es también muy tolerable–, y estas dos sensaciones iba registrándolas el total resto de mi cuerpo sin sentir él ni una nada de temperatura. ¡Agradabilísimo! ¡Deleitoso! ¡Mejor que todo lo experimentado por mí hasta entonces!

Y creo que es suficiente en cuanto a la temperatura de aquella esplendorosa mañana se refiere.

Vamos entonces a los perfumes campestres.

Se dividieron en cuatro categorías según los sitios por donde pasé:

  1. Alameda de algarrobos: olores útiles;
  2. Camino público: olores humanos;
  3. Sendero de arrayanes: olores silvestres;
  4. Potrero final: olor a alfalfa.

    A) Los dos costados de la alameda de algarrobos están sembrados de productos extremadamente útiles al hombre. Además, muchos potrerillos alimentan animales igualmente útiles. Así es que respirar en ella daba en uno como un compendio de nuestras necesidades más apremiantes, compendio que entraba por las narices.

    El primer potrero a la derecha estaba sembrado de trigo. Olía a pan. Un pan por venir, de miga algodonosa y cáscara crujiente; un pan arquetipo. Un pan por venir –digo–, por lo tanto todas las posibilidades de pan para el hombre.

    En el potrero de enfrente pastaban varias vacas holandesas. Olían a mantequilla. Las mismas consideraciones que para el caso anterior: la mantequilla arquetipo, puesto que aún no se había hecho. Este olor entraba por la ventanilla izquierda; aquél, por la derecha. Al fondo se juntaban y uno vivía entonces en un perfume de pan con mantequilla. Pero no se olvide: todo ello en la realidad primera, no involucionada aún en la materia formal; de donde: las posibilidades infinitas para una próxima existencia palpable.

    Seguía una viña. Olía a tinto. Al llegar de pronto su olor, se producía un choque con el otro. Mas a los cuantos pasos, éste lo domina todo y entonces uno, ligeramente mareado, perdonaba desde su caballo a todos sus enemigos.

    En el potrero siguiente embarrábanse cien cerdos. Cerca de la alameda, en su rancho, un hombre los iba destripando. Aquello iba a oler a arrollado e iba yo a saber todos los misterios latentes en el arquetipo de todos ellos. ¡Pero no! Al llegar al deslinde de este potrero divisé allá lejos una carretela que se alejaba y que reconocí por ser la del carnicero del pueblo vecino que a este hombre compraba todo lo comestible de sus puercos. Olía, pues, este trecho a lo inútil de los cerdos, a putrefacción, a desechos pestilentes de carnes, vísceras y excrementos. Casi una náusea.

    Pero una náusea fácil de retener, pues bastaba pensar que aquello no era en verdad pestilente sino únicamente inútil y que, por el hecho de serlo, nosotros lo encontrábamos pestilente. Como que algún día se le encuentre utilidad, y será deliciosamente aromático.

    Luego un potrerillo con alcachofas que olían a insondables misterios, pues ya estaban allí presentes y florecientes, y el aroma es, en las mañanas esplendorosas en medio de la naturaleza, el aroma del destino. Y cada alcachofa guardaba en potencia el suyo. Todos ellos se mezclaban y confundían. Y uno quedaba aturdido, con las narices encandiladas. ¡Insondable misterio de las alcachofas!

    Y por fin otro potrerillo con ovejas que olían a lanas, que olían a colchones, que olían a bostezos, a modorras y espasmos.

    B) El camino público está bordeado por casas de inquilinos. Los inquilinos de estas casas echan hacia el camino público diversos perfumes humanos.

    Recuerdo que el primero de tales perfumes fue de anciano con barba medio cana rabiando obstinadamente. El motivo de su rabia no logró mi olfato precisarlo. Luego me llegó un aroma de sumisión momentánea de mujer entrada en carnes, morena de unos 40 a 45 años de edad. Pensé, pues, que una mujer, dentro de aquella entre casa y rancho, había cedido a las furias de un anciano, pero no olí más; ya el Tinterillo me tenía frente a otras puertas.

    Olí frente a una de ellas un olorcillo confuso, informe, mezclado. En él había algo de arrullador y algo de violento; algo que pedía pasar del techo para arriba y elevarse; algo que miraba hacia tierra, al barro, a los ladrillos pisoteados. Pero luego todo eso se fundió en un crudo olor a semen. Pensé que pudo haber sido un idilio, un arrebato de amor terminado en coito. Tal vez. Mis apreciaciones olfativas eran aquí harto vagas ya que la vista, como en la alameda, no les prestaba ayuda alguna.

    Más allá olí mugre humana corrompiendo al jabón que la había sacado de los trapos que la mantenían. El jabón corrompiéndose hacíase mucho más fétido que la mugre misma. Esta, para decir verdad, no era totalmente desagradable, digan lo que digan los académicos del mundo entero y los profesores de todas las universidades. Creo que esto de afirmar que la mugre huele mal, es algo a priori, una simple convención. Creo más: creo que muy en breve, muy en breve, este asunto volverá a ser puesto sobre el tapete y entonces, nuevamente examinado y estudiado, nuestras ideas al respecto sufrirán francos cambios. Naturalmente que allí, al pasar frente a aquel rancho, lo repugnante sobrepasaba a lo agradable, pero ello –puedo asegurarlo– se debía a la descomposición del jabón y además a la inodoridad de los trapos. Estos, en un principio, olían a fábrica, a palillos, a agujas y a almidón. Luego, al ser usados, olieron a verano caluroso con gente laboriosa dentro del verano. Luego, las convenciones de los profesores universitarios hicieron que esas gentes, por laboriosas que fuesen, se plegasen a las creencias en curso en universidades, academias y demás y que juzgasen necesario lavar dichos trapos. Y lo hicieron. Al hacerlo, hubo un momento en que los trapos quedaron ya sin el olor a la mugre y aun sin el olor a resto de jabón seco, a alambre al sol y a plancha. Hubo, pues, un momento ambiguo, un momento inodoro, y certifico y firmo que cuando un objeto, de cualquier naturaleza que sea, que deba por su constitución oler a algo, deja de tener olor, produce en nuestro sentido olfativo tal desilusión sorpresiva que ello se traduce por una sensación de fetidez inaguantable. Así es.

    A tal punto es así, que metros más lejos el Tinterillo me hacía pasar frente a otra puerta que lanzaba una bocanada de olor auténtico sin mezcla alguna. Olor tal cual de nuestra verdadera y santa mugre. Lo aspiré a pulmones llenos, tan embebido en diferenciar y gozar hasta sus últimos matices, que no presté la debida atención a la calidad y estado del humano que lo desprendía. ¿Hombre, mujer, anciano, joven? No lo supe. Mas ante el vigor y salud que tal bocanada imprimía en uno, se me antojó –¿romanticismo, juventud…?– que tenía que ser una muchacha castaña hecha trigueña por la acción del sol, del oxígeno y de las aves de rapiña que surcan el aire del techo de su rancho.

    Todo este olor era una concentración de todos los olores de nuestros campos inmensos. Olíase su infinita desolación asoleada, sus granos trillados, sus mantecas vivientes, su dilatación lunar. Y lo que concentraba tanto olor diferente, lo que le imprimía una unidad, era ese dejo humano, dejo sudoroso y consistente, almizcle y pezuña aclimatados, fundidos, con las secreciones de la tierra regada y con las bestias que las comen.

    Pero el Tinterillo ya estaba cerca de la última casa. Fue aquí donde ensayé su carrera. Pasé, pues, frente a su puerta como un relámpago y petrificado más allá de ambos polos. Sin embargo alcancé a oler, casi instantáneamente, un perfume compacto, grueso, total. Hubo en mí una punzada de voluptuosidad junto con un abandono lacio. Este perfume llevaba en su interior rayas agudas de hielo tibio y duro que hacían cerrarse las ventanillas mientras el otro, el total, las ensanchaba. Presentí el cuadro dentro de aquella casa que despedía tal mezcla: sin duda un hombre quitaba allí de su corvo gotas espesas de sangre humana, gotas voluptuosas, gotas para frotarlas a lo largo de nuestro cuerpo, gotas donde hundir la lengua, gotas con ensueños dormidos de felicidad total. Y al quitarlas así, el acero del corvo chirriaba frialdad de éter y rasguñaba como amoníaco la esponja grasa de la sangre.

    Pero ya estábamos en el sendero de arrayanes.

    C) Olores silvestres.

    Por entre los arrayanes crecen cien clases de malezas y en estas malezas viven cien clases de arácnidos e insectos. Este total de doscientas clases da un olor uniforme, tranquilo y torpe. Sólo tres malezas detonan: el pímpano, el quilehue y el haba tenca. Sólo dos bichos: el perro del diablo y la vinchuca de los pantanos.

    El pímpano era allí escaso. Percibí su olor únicamente dos veces y sólo una de ellas divisé sus hojas agudas de color tabaco. Tal olor es igual al que tendría una mezcla de boldo, cedrón, tilo, manzanilla, borraja, toronjil, verbena, zarzaparrilla, hinojo, brezo y hierba del platero, debidamente macerada, filtrada y calentada a 55 grados. Un olor, pues, cobijante que causa una inmediata reconciliación con la naturaleza entera. Se le ama en todos sus nobles aspectos y se considera con inquebrantable fe que son ellos mucho más fuertes y duraderos que sus aspectos viles. Así, pues, al olerlo se desprecia el alcohol, el opio, la morfina, la cocaína, el haxix y la nicotina, y se bendicen todos los frutos jugosos y maduros cuando caen del árbol, en ese momento magnífico y santo en que abandonan a quien los sustentaba para convertirse a su vez en sustento. ¡Oh bendita y bondadosa armonía con cuanto existe! Nada hay que remediar, nada que agregar, nada que quitar. Pensé en la Luna, y con espanto, con estupefacción recordé que en mi vida fuera de los aromas del pímpano, muchas veces la había deseado para que me mostrase diferente luz en un mismo paisaje o para que acompañase algún idilio llorado... ¡Qué pecaminosa inversión de roles me parecía aquello ahora! Pensé en la Luna bajo el pímpano y sólo sentí, sólo supe, que si hay Luna allá, uno debe dormir aquí. Y poco a poco el sueño me invadió y a punto estuve de caer del caballo completamente dormido. Pero de pronto consideré el Sol: ¡arriba, despierto, enérgico! ¡Oh, Sol, pobre y escarnecido Sol! ¡Discúlpalos! ¡No saben lo que hacen! También te usan y te abusan para mil cosas que no son de tu incumbencia. Ahora, con el pímpano, yo sé la verdad, tu verdad: sé que cuando brillas majestuoso, uno, hombre, sólo debe despertar, caminar, comer, bramar o cantar, defecar, fornicar. Mas no mirarte ni mirar los curiosos matices y arabescos que te places en hacer en los diferentes rincones, ¡no! Eso también es inversión, violación a la santa ordenación de las cosas que esta hierba nos muestra.

    El quilehue es muy diferente. Su forma de cacto con tronco liso y cilíndrico de tono pálidamente anaranjado y con sus hojas planas, ovaladas y duras, sembradas de lunares blancos de estrías azules, le da un aspecto ligeramente diabólico. Cuanto a su olor, es francamente diabólico. Cosa curiosa: por más que lo aspiré repetidas veces y con toda penetración, no sentí ni un dejo, ni uno solo, a azufre, por lo que puedo asegurar que el Diablo no huele a tal. Es ésta, pues, una creencia popular sin base alguna. Huele el quilehue –y por ende el Espíritu de las Tinieblas– a un término medio entre las chinches y el áloe sucotrino. Este olor irrita las mucosas nasales obligándolo a uno a apretarse fuertemente toda la nariz con el pañuelo. Al hacerlo, se experimenta en ella una especie de dolor sordo que al cabo de algunos instantes toma cierta semejanza con el sabor de la eyaculación sexual. Si en ese momento se retira el pañuelo y se aspira con fuerza el aroma del quilehue, se desatan en uno cientos de violentas pasiones contranaturales que un momento antes ni siquiera se sospechaban. Naturalmente que callaré las que a mí me asaltaron, aunque guardo para mis adentros la perfecta convicción que cualquiera de mis semejantes que hiciera la misma experiencia que yo, quedaría asombrado ante el nidal de endemoniados instintos que duermen en su interior. ¡Cuán lejos quedan el Sol fructificador y la Luna adormecedora! Ahora sé, sé con la más absoluta certeza, que el uno sólo tiene como misión cultivar las fiebres y acelerar las putrefacciones; la otra, conectarnos con los fantasmas y las larvas y ayudarnos a violar, en evocaciones negras, lo que se tilda de sagrado y venerable. Nada más. Aquellos que con estas afirmaciones duden o se escandalicen, pues bien, que huelan quilehue y después hablaremos.

    El haba tenca huele a distancias interplanetarias.

    Las ventanillas se dilatan en tal forma que todos los arrayanes con todo su mundo se precipitan por ellas precedidas del haba tenca. Luego se precipita el paisaje entero. Luego cabe el mundo. Luego los planetas. Uno, durante este tiempo, ha estado desconcertado, aturdido, ante tal derrame de enormidades narices adentro. Mas cuando el último planeta ha penetrado, renace la calma y uno huele el haba tenca, huele su verdadero olor. El haba tenca huele a distancias interplanetarias. Huele a sal. Todo el espacio, apenas se aleja uno de sus núcleos flotantes, huele a sal. El olor a sal comúnmente conocido por nosotros, excepción hecha del que exhala esta mezcla, es sólo aproximativo al olor de la verdadera sal. Después de aspirar la primera bocanada de tal aroma, me propuse, a riesgo de chamuscarme como sobre la tapa de un horno, detener mi cabalgadura para gozar por rato mayor de tal grandeza, tan pronto como el olfato me indicara la presencia de la maleza o la vista me la mostrara a lo lejos. No tardó este momento. Allá, a unos ciento cincuenta metros, divisé las hojas lacias y dentadas, teñidas de diversos verdes. Casi inmediatamente un friecillo me inundó: sin darme cuenta había apresurado el galope del Tinterillo. Llegamos. Nos detuvimos. Una llamarada de infierno nos quemó. Mas yo, tolerando cuanto podía, aspiré. Vino la primera cascada con nuestro primer mundo planetario. A pesar de conocerlo, volvía a sentir el mismo estupor. Hasta que, pasadas y hundidas ya las últimas distracciones ocasionadas por los aromas propios de Neptuno, me hallé aspirando la pura sal de más allá, sin alcanzar a sentir aún las emanaciones del Alfa del Centauro. ¡Sal! Apenas logré gustarla un ínfimo instante. Su olor fue bruscamente revuelto, mezclado, mancillado, deshecho. Abismado ante tal fenómeno que no pude atribuir a la presencia de algún sol maloliente, me acerqué a las hojas del haba tenca. ¡Negra suerte mía! Un perro del diablo acababa de saltar sobre ellas y hedía abominablemente.

    Yo había visto varios de estos bichos en colecciones de insectos. Ya muertos, no tienen olor alguno. Son extremadamente hermosos, de una hermosura singular, pues al contemplarlos uno se está diciendo: «¡qué maravilla!», y: «¡qué horror!». Mide de siete a ocho centímetros de largo del extremo de la cabeza al extremo del abdomen; es decir, sin contar sus patas delanteras. Éstas le nacen del cuello y miden tanto como el resto del bicho. Son gruesas, liláceas, llenas de agudas puntas, y tienen al final fortísimas pinzas granates. Son, pues, más propiamente manos que patas. El bicho las lleva casi siempre levantadas moviéndolas con pasmosa velocidad. En el cortísimo espacio que lo contemplé –su hedor me ahogaba y el calor de la detención me quemaba–, se rascó una vez con la derecha tras la nuca y tres veces bajo el tórax; con la izquierda, una vez el ano y una vez cada una de sus verdaderas patas. Además se alisó con ambas varias veces las antenas y dos veces las alas y, por último, con la izquierda cogió un mosquito y lo reventó, y con la derecha un abejorro que por allí pasaba, que levantó bien por alto lanzándolo luego a no menos de diez metros. Su cabecita es ovalada, con dos ojillos vivarachos cual ningunos. Parpadean, guiñan, se adormecen, fulguran. Su cuello es altivo. Su tórax, pequeño. Su cintura, fina.

    Su abdomen, robusto y alargado. Sus alas transparentes con nervios finísimos son de un verde acuoso. Su cuerpo, de un verde terroso, salvo las patas que son escarlatas. No he podido impedirme esta descripción pues, a pesar de que su hediondez y el calor me hicieron escapar acto inmediato, estuve, durante el instante que lo miré, subyugado por su extrañeza. No dejaba de pensar qué huésped poco grato sería para nuestras sábanas, ni de imaginar qué espanto, qué horror sería si fuese del tamaño de un ternero. Pero, ya digo, aquello hedía abominablemente. Era un hedor a putrefacción viva, a putrefacción llena de salud, a putrefacción no acompañando a la muerte, sino ama y señora de la vida, reina y dominadora de todo lo existente. Clavé espuelas despidiéndome para siempre por los infinitos ámbitos de la sal y de aquella posibilidad de enseñoramiento del olor a muerte en todo lo que bulle, piensa y vive.

    Las vinchucas de los pantanos son muy diferentes. Son grandes (5 a 6 centímetros de largo por unos 3 o 3 ½ de ancho), planas, chatas, pesadas, duras. Duermen permanentemente, embarradas en los pantanos y tembladeras que yacen por entre las raíces de los arrayanes. Su presencia, para la vista, se advierte, únicamente por sus trompas que salen erectas por encima de los barriales. Cuando los entomólogos las divisan, excavan con sus cuchillos todo el rededor y pronto sacan algo encarnado que estira y remueve seis patas cortas en forma de espátulas. Como he dicho, duermen permanentemente salvo una vez, una noche por mes, al estar la Luna en su cuarto menguante. En ese momento sienten hambre. Con sus espátulas se desentierran y, agitando sus alas córneas, salen por los aires zumbando como pequeños aviones. Buscan especialmente al hombre, más, a falta de éste, atacan a cualquier animal. Con velocidad insospechada para bestezuelas al parecer tan cachazudas, se lanzan sobre el cuello de su víctima, se cogen de él con sus seis espátulas y, enterrando la trompa en la carótida, chupan cuanta sangre pueden. Entonces la base del abdomen, que venía aplanada contra la parte inferior de la espalda, empieza a inflarse tal cual un globito soplado por un niño. Se hincha, se hace trasparente y al fin es tal su volumen y su peso que las seis patas, por espatuladas que sean, no logran sujetarse y hacen que el bicho caiga inerte con un sonido opaco y seco.

    Se preguntará cómo es posible que un hombre atacado en esta forma no tome cien precauciones al oír el zumbido del insecto o, por lo menos, no se dé, al primer contacto con él, una palmada en la carótida y lo deshaga. Más aún: cómo es posible, si ya he sido picado sin haber podido evitarlo por éste o aquel motivo, cómo es posible que después, cuando el bicho ha caído –repito, casi inerte– no lo reviente de un pisotón. Aunque increíble, es así, y no hay memoria en esta tierra como en ninguna otra habitada por la vinchuca de los pantanos, de que jamás hombre alguno haya matado una de ellas en el momento de sufrir su ataque. La razón de hecho tan extraño es la siguiente:

    Desde que la vinchuca de los pantanos se encuentra a unos quince metros del hombre, produce sobre él cierto efecto de adormecimiento que se traduce no tanto por una mayor o menor pérdida de la conciencia, sino más bien por un vago sentimiento de indiferencia. Es también de quince metros la distancia a la que un buen oído empieza a percibir el zumbido del insecto. Aquí, una pequeña divergencia de opiniones que no está de más anotar: hay quienes creen que el zumbido del bicho es el que produce este efecto; otros, que la presencia misma de él, es decir, aunque no zumbara. Sea como sea, es el caso que las últimas creencias tienden hacia esta segunda hipótesis, por lo tanto que el ruido de su vuelo es por sí solo inofensivo.

    He llamado el efecto de la presencia del animalejo, sentimiento de indiferencia. Esto no es completo. Podría decirse también sentimiento de desgano o de pesimismo. Acaso aún de rebelión. No lo sé a punto fijo. Así es que en vez de tratar de definirlo con un nombre, trataré de describir someramente sus diversas faces.

    Desde que el hombre siente la presencia del enemigo –prefiero decir siente a oye, aunque ambas cosas son casi simultáneas–, es decir cuando éste se halla a unos quince metros, se dice para sus adentros más o menos lo siguiente:

    –¿Una vinchuca de los pantanos? Está lejos aún. Tontería tomar desde ahora precauciones. Ya habrá tiempo para ello. Como que se me pegue a la carótida, ¡pobrecita! Bien. Íbamos pensando en…

    Y sigue el buen hombre con el tema que le ocupaba en ese instante. El bicho llega y se coge al cuello con sus seis patas. El hombre piensa:

    –Una vinchuca de los pantanos… Debería matársela cuando pique en la carótida. Cuando pique en la carótida, la mataré. Pero ahora… Ahora levantar la mano, golpearse, interrumpir todo pensamiento, aplazar sus conclusiones porque está allí sujeta con sus seis patitas… ¡Y mis pensamientos son tan grandes, tan grandes!

    Y sigue el buen hombre con el tema que le ocupaba. El bicho perfora la carótida con su trompa y chupa. El hombre piensa:

    –Una vinchuca de los pantanos… Chupa un poco de sangre. Y esta noche es hermosa, es dilatada. Hermosa esta noche mientras el mundo entero se halla clavado de crímenes espantosos, de crueldades al revés. Y mientras por todas partes se alzan esperanzas ilimitadas. ¡Pobre vinchuca de los pantanos! ¡No es culpa suya nuestra mala suerte!

    Y vuelve el buen hombre al tema que le ocupaba. El bicho se hincha. Ya es, bajo su caparazón, una cereza de sangre. El hombre piensa: –¡Eh! ¡Mañana será otro día! La prueba es que la Luna ronca con dulzura. Y estos campos y las maldades… La culpa ha sido mía al ocuparme de ellas, de esas maldades inexistentes, por haber olvidado la Luna con sus campos. ¿Matarla? Si todo está mal, entiéndaseme, ¡todo!, ¿suprimir una vinchuca de los pantanos? ¡Vaya un remedio! Y todo no puede estar mal. Como que estuviese, ¡yo hombre lo sabría y habría dado el golpazo!

    Y el buen hombre trata de volver al tema que le ocupaba. El bicho ya no puede más. Sus seis patitas son impotentes para sostener una casi ciruela amoratada que le cuelga. Se desprende. Rebota sobre el hombro de su víctima. Cae. Y da contra el suelo un sonido opaco y seco. El buen hombre se vuelve, la mira y piensa:

    –Una vinchuca de los pantanos… Si fuera verdad tanto mal, ya el mundo entero habría estallado. ¡Y no! Prueba, que nada estalla a mi lado. Todo sigue en paz. La Luna. Reventarte de un pisotón sería confirmar mi temor al mal que pudieras hacerme. ¡Quédate allí! No seré yo el que vaya a corregir con tan pequeña cosa cuanto existe. ¡Eh! ¡Mañana a lo mejor es otro día!

    Y el buen hombre sigue su camino, olvidado, totalmente olvidado del tema que le ocupaba, conservando apenas una noción nebulosa de que hubo un momento en que un tema le ocupó. La vinchuca de los pantanos se revuelca pesada y tiene pesadillas completamente estúpidas. Mas apenas cae la primera gota de claridad en la atmósfera, puede agitar nuevamente sus alas córneas, elevarse un poco y volar a sus ciénagas muy lentamente, con un ruido de viejo obeso que dormita y eructa. El hombre sigue toda su vida, hasta su último minuto, dudando entre la maldad y la bondad, pero convencido a medias, así a la ligera, que, fuese la cosa como fuese, no es a él, en todo caso, a quien corresponde dirimir la cuestión. Al verlo, las viejas lo muestran con la uña del índice y murmuran:

    –¡Cuidado con ése! De seguro que una vinchuca de los pantanos le ha picado.

    Pero volvamos a mi asunto y pásese sobre este paréntesis.

    El insecto vuelve a enterrarse enteramente salvo la trompa que le sirve para respirar. Su respiración se ejecuta en dos tiempos diferentes: una aspiración extremadamente lenta, y una exhalación muy rápida en comparación a la primera. En esta primera emplea todos los días y todas las noches que van de uno a otro cuarto menguante, menos veinticuatro horas. Estas veinticuatro horas, que son las últimas del lapso indicado, son las empleadas para expeler el aire quedamente aspirado durante todo lo anterior. Ahora bien, mientras el bicho aspira, no huele. Es entonces cuando los entomólogos tienen que recurrir a sus ojos y a sus cuchillas. Mas cuando el bicho expele, es decir, durante las veinticuatro horas que preceden al cuarto menguante, huele, huele ampliamente, lleva su olor a la altura suficiente como para ponerlo lado a lado con todos los que he mencionado hasta ahora. Deduzco de esto, por lo tanto, que aquella mañana del 21 de febrero de 1919 precedía un cuarto menguante de la Luna. Aquella mañana las vinchucas de los pantanos olían.

    Su olor es sordo, lento, aplastante. Se asemeja mucho al martirio que los indios fueguinos aplicaban a sus enemigos por allá en el siglo XIV: les colocaban alrededor del cráneo un círculo de hierro que luego con un tornillo iban apretando con toda lentitud. Es un olor de desesperanza y angustia. Es un olor totalmente hueco. Da en un comienzo una sensación de asco, pero luego uno piensa que no vale la pena tener ninguna especie de asco. ¿Para qué? Y hay sobre todo una imposibilidad de cimentar ese asco, de retenerlo, pues apenas despunta se diluye en el hueco del olor. Y así diluido y cuando uno por las narices ha quedado sujeto a la vaguedad y vacuidad más completas, percibe allá muy lejos, en un sitio plano como una plataforma, un dejo constante de sangre añeja. Es en vano querer precisar si está él en nuestras narices, en la vinchuca de los pantanos o en la atmósfera misma. La razón impone creer que tal olor nace del bicho y llega a nuestras narices, mas el sentimiento total de nuestra alma nos desmiente, asegurándonos que no sólo se halla en la atmósfera toda, sino que toda atmósfera no es ni puede ser más que ese sabor desleído e inconducente que hace maldecir con la más perfecta serenidad. En todo caso yo, cuando las emanaciones del insecto me llenaron, pensé que no hay aún ni nunca ha habido ni habrá jamás razón alguna que justifique que Colón haya surcado los mares para descubrir continentes tan demasiado vastos.

    Mas el Tinterillo galopaba y con su galope terminaba el sendero de los arrayanes. Bajar una tranquera, respirar el sol. Frente a mí el alfalfar grande y violeta. ¡Galopar!

    D) Olor a alfalfa.

    Creo que todo el mundo conoce el olor a alfalfa, al menos en este país de Chile. Olor sano y optimista. Olor suave, ponderado. Olor que deja a nuestra mente la libertad para pensar y juzgar como se quiera esta vida y las demás pero que dulcemente la inclina a considerar que todas ellas guardan al final una justificación de bondad.

    Para mí el olor a alfalfa tiene un significado más. Me induce a coger su flor, llevarla a la boca y mascarla. Me induce, una vez mascada, a tocar su jugo con el extremo de la lengua y, una vez tocado, a entregarme a la reconstrucción de los más gratos momentos de mi vida. Aquella mañana lo hice así. Arranqué un puñado de sus flores y, manteniéndolo bien apretado en la mano, dejé al caballo cruzar el potrero deleitándome desde luego con el intenso placer de remembranza que pronto iría a tener.

    Llenos los dedos de flores llegué a la falda de los cerros del Melocotón. Dos macizos como lomos de ballena caían a uno y otro lado. Al frente alzábanse hasta el azul violeta sus cumbres suaves. Detuve al Tinterillo y sentí.

    Ni un olor. Nada más que aire, aire y aire. Con algo de cerros… tal vez. Pero sobre todo, aire. Ni una singularidad en la temperatura, ni una sola. Que me mantuviese inmóvil, que me agitase o corriese, ¡nada! Tibia mañana estival plantada en nuestros inmensos campos. Paz.

    Masqué la flor de la alfalfa. Destiló su jugo. La lengua como una culebra aguda con su lengua picó. Y pude evocar mi felicidad pasada.

    ¡A ella!

    Dos años antes de aquella mañana, en la vecina ciudad de San Agustín de Tango, dejó de existir un grande y viejo amigo mío, el chino Fa. Era un hombre alegre y tranquilo que tenía una tienda de cachivaches cerca del río Santa Bárbara. Cuando mis quehaceres o mis deberes de familia me hacían ir a dicha ciudad, me imponía la obligación de pasar todos los días a verle siquiera un instante y, de este modo, charlábamos amigablemente varios minutos. Este buen chino, a más de pequeño comerciante, era poseedor de un misterioso secreto que, según lo que contaba, le había sido revelado pocos años antes de la gran guerra por una tribu nómade durante uno de sus muchos viajes por el desierto de Gobi. El chino Fa había, pues, aprendido, en su vida errante, a fabricar el candiyugo.

    Aquí en Chile lo siguió fabricando para su uso personal y para uno que otro amigo entre los que tuve, más que el honor, la dicha de contar. Cada bastoncito de candiyugo nos lo vendía por la suma de ciento cuarenta pesos, suma que, si a primera vista parece exagerada, se encuentra irrisoria dados los goces que proporcionaba.

    El bastoncito de candiyugo es –diré mejor era– cilíndrico, de dos centímetros y medio de largo por siete milímetros de diámetro. Su color, de almendra ahumada. Jamás el buen amigo quiso referirme cómo se fabricaba ni las proporciones en que deberían entrar los diferentes elementos que lo componían. Sólo una vez se atrevió a comunicarme cuáles eran tales elementos, mas cómo manipularlos, cómo proporcionarlos, no lo confesó jamás. Así es que su secreto se fue con él a la tumba y así es también cómo aquella mañana hacía ya dos años que esa dicha no existía para mí ni había esperanzas de que volviera a existir.

    Cuando tuvo ese momento de expansión, me apresuré a anotar los componentes pensando que acaso otro día se le ocurriría completar los detalles de la receta. Tal vez el buen chino pensaba hacerlo. Pero una tarde vino la muerte y se acabó la historia. En fin…

    El candiyugo se componía de trece elementos que eran: canela de Arabia, raíz de Angélica, nuez moscada, cálamo aromático, tuétano de huesos, lúpulo montañoso, cardomomo mayor, escamas de bremas, hígado de alcaraván, antenas de grillo real, ojos de lampreas, labios de jabalí, y taka diastasa. Es todo lo que sé.

    La manera de administrarlo era muy sencilla: un sitio solitario y una posición cómoda. Se cogía entonces el bastoncillo con los incisivos de modo que su mayor longitud quedase hacia el interior de la boca. Hecho esto, con el extremo de la lengua se le palpaba con un movimiento giratorio muy lento. Y la dicha suprema empezaba, y la dicha suprema duraba tanto como duraba en deshacerse el candiyugo, o sea cuatro minutos.

    No sabría definir exactamente en qué consistía esta felicidad sin igual. Tal vez en lo siguiente: todos los sentidos se dormían a excepción del gusto, que venía a radicarse en toda la superficie de la lengua, que entraba en contacto con el candiyugo. Ahora bien, junto con el sueño total de los sentidos, se elevaba la sensibilidad de la lengua a un grado inimaginable para todos los hombres –por imaginativos que sean– que no hayan probado tal substancia. Y esta sensibilidad adquiría pronto una singularidad curiosísima: no era sólo sensibilidad gustativa, sino, hasta cierto punto, sensibilidad diferenciada de todos los sentidos. Era algo como ver por la lengua, oír por la lengua, oler y palpar por ella y, además, y por cierto, gustar. Así se formaba en el cerebro una imagen del mundo, de la realidad toda, totalmente diferente a la que dan los sentidos en su normalidad. Producíase sobre esa realidad una visión, una audición, un olfato, un tacto, un sabor de tal modo distintos, que la comprensión de ella cambiaba hasta el punto de saber uno cómo se engaña en su vida diaria al juzgar por los sentidos, y hasta el punto de decirse algo como lo siguiente: «¡Ah, ya! ¡Ahora sí! Ahora comprendo, ahora sé de qué provienen los errores de los hombres y su imposibilidad de llegar a un concepto estable que los ponga conforme con la realidad. ¡Ahora sí!». Y la lengua sigue mostrando a manera de ojos, oídos, narices, dedos y lengua misma, una como contraparte de lo mostrado por tales órganos; sigue, mientras se deshacen y corren por la boca todos los componentes del candiyugo, a excepción de uno solo, a excepción del cardomomo mayor. Mas en los últimos cinco segundos del cuarto minuto la lengua ha punzado este componente. El cardomomo mayor se diluye, y junto con diluirse se funden las cinco nuevas percepciones en una, en nada más que una, cesa su diferenciación, créase un sentido, mejor dicho, el sentido único que es ver, oír, oler, palpar y gustar simultáneamente por un solo órgano, y entonces se sabe, no únicamente la realidad, no únicamente su relación con nosotros y con nuestra comprensión, sino también, y sobre todo, la causa primera que la originó.

    Pero el cardomomo mayor se ha terminado a su vez. La lengua se detiene y vuelve a ser lengua, una lengua que, juntándose con el paladar, gusta aún unos instantes más una remembranza de candiyugo, de su conjunto, y espárcese boca adentro, por todo el cuerpo, un algo imponderable que guarda un sutil parentesco con los jugos de la flor de la alfalfa.

    Pasa esto a su vez. Se abren los ojos, suenan los oídos, huele la nariz, palpan los dedos. La realidad se divide en cinco, y uno vuelve a no entender nada y a formularse un rabioso, un desesperado, un aniquilante «¿para qué?».

    Mas queda en el fondo el recuerdo de haber sabido lo que es y para qué es. Entonces se mira con mayor tranquilidad a las gentes y sus afanes, a los astros y sus órbitas, a Dios y sus ocurrencias. Y se bendice la buena idea que una vez tuvo el chino Fa de internarse por el desierto de Gobi, y la mejor aún que tuvieron varios personajes de aquella tribu nómade al revelarle al pobre y generoso amigo los secretos de la fabricación del candiyugo.

    Pero todo eso es pasado, remoto pasado.

    Aquella mañana, como tantas otras veces en el curso de los dos años que siguieron a la muerte del buen chino, me limité a lo único que podía hacer: palpar el jugo de mis flores. Con esto revivía el momento final del bastoncito. Al revivir, resonaba en mí un eco lejano del diluimiento de las doce sustancias y del cardomomo mayor. Un eco lejano, así, muy lejano… Mas de todos modos era una franca dicha poder acercarse aunque, repito, lejanamente a momentos tan magníficos.

    Así fue cómo aquella mañana, en las faldas de los cerros del Melocotón, pude evocar mi felicidad perdida.

    Un momento después me ponía a explorar con la vista los anchos cerros. Por ellos culebreaban y se perdían en sus gargantas tres quebradas. La que más me tentaba para explotarla era la que había frente a mí, por hallarse, desde un comienzo, cubierta por grandes árboles. Pero no sé qué raciocinio tonto, sin base alguna, me hizo llegar a la conclusión instantánea que si esta quebrada tenía grandes árboles a su entrada, debería tenerlos pequeñitos y raquíticos al final, y de allí deduje que la que presentara los más endebles en un comienzo, debería adornarse al fondo con los más gigantescos y frondosos. Cosa absurda que en nada lógico puede asentarse, lo convengo; pero lo pensé y lo creí. Por lo tanto, sin titubear ni un segundo, me dirigí a la quebrada que aparecía a mi izquierda y por ella me interné.

    Largo rato avancé al paso dificultoso de mi cabalgadura que tenía que evitar constantemente las piedras y matorrales, y buscar, improvisar, mejor dicho, un sendero cualquiera. De más creo advertir que las deducciones que me hicieron ir más bien por esa quebrada que por otra, resultaron totalmente erradas. Los árboles allí no iban creciendo; los había grandes de cuando en cuando, mas la mayoría de ellos eran medianos, como todos los árboles comunes. Total, que después de una hora de marcha me sentí hasta cierto punto defraudado. Me detuve entonces, me desmonté y, dejando al Tinterillo pastar tranquilamente, me eché por tierra a fumar.

    Luego me interné a pie un poco más. Matorrales, algunos arbustos, un hilo de agua por entre los guijarros y nada más.

    Reinaba una paz de cielo. A recalcarla venía de tiempo en tiempo un buitre cordillerano que pasaba allá arriba, muy alto, con sus alas extendidas e inmóviles. Luego, tras un picacho se perdía y volvía la soledad asentada sobre el silencio sordo de los cerros. Entonces, por breves instantes, este silencio se quebraba: oculta entre los matorrales una pájara pinta cantaba. ¡Qué hermoso es el canto de la pájara pinta! Es un fuego de artificio, es esa llama culebra que se estira en el cielo oscuro, que detiene su extremo, que retumba como un cañón y que luego se desparrama en mil lengüetas de fuego y en mil chispas, silbando como silban las amapolas y los crisantemos. Así canta la pájara pinta. Y así, mientras canta, vuelve a pasar en el vértigo de la altura, tranquilo, lento, en silencio negro, otro buitre cordillerano. ¡Qué mañana de verdad esplendorosa!

    Seguí avanzando.

    Con gran gusto, en la media luz tibia de la quebrada, vi de pronto un grupo de árboles tupidos cuyas copas alumbraba el sol, seguramente por algún cajón de la montaña. Llegué a ellos. Con mayor gusto aún pude constatar que me ocultaban nueva sorpresa, pues apenas me hallé bajo sus hojas divisé a unos ciento cincuenta metros una enorme roca. Siempre me han gustado locamente las rocas, sobre todo éstas que se levantan solas en los cerros secos entre mil malas hierbas y arbustos retorcidos. A largos pasos me dirigí hacia ella con la intención de contornearla y sorprenderle entre sus grietas algún asiento cómodo que me sirviera luego como sitio habitual para mis próximas lecturas. ¡Es tan dulce leer así! En toda la naturaleza las rocas son las únicas que pueden rivalizar con las industrias de los hombres en materia de comodidad, para un asiento, se entiende. Y luego, entre línea y línea, mirar los inmensos buitres cordilleranos, oír el canto de cristal aislado de alguna pájara pinta. Empecé, pues, a contornear mi roca girando sobre mi izquierda, es decir, en el sentido contrario al de las agujas de un reloj. No sé para qué doy este detalle; vino solo a mi pluma. Mas apenas había andado un cuarto de círculo alrededor de ella, pude darme cuenta que la roca, como el grupo de árboles un momento antes, estaba allí para ocultarme y revelarme después una nueva sorpresa. Mas así como la primera fue de encanto, ésta fue de curiosidad, de punzante curiosidad. Pues he aquí lo que se presentó ante mi vista:

    A algo más de cien metros, frente a mí y en dirección tal que formaría con la de toda la quebrada un ángulo recto, se abría a ras de suelo, en el flanco de la montaña, un socavón perfectamente circular, de unos dos a tres metros de diámetro. A la distancia que me hallaba lo veía negro, negro, lo que contribuyó a espolear mi curiosidad, así es que sin más corrí hacia el umbral de aquella inesperada cueva. Llegué a él, me detuve, me senté sobre una piedra que allí había y miré hacia el interior.

    Esta cueva, galería o socavón –llámesele como se quiera– tenía las siguientes particularidades: su diámetro a la entrada era exactamente de 2 metros 70 centímetros, por lo que puede verse que mi primer cálculo, a pesar de los cien metros, fue bastante acertado. Internábase recto pero disminuyendo progresivamente de diámetro, de modo que venía a formar como un embudo horizontal. El largo de este embudo era de 11 metros, al final de los cuales el diámetro era de 50 centímetros. En este punto abríase una especie de nicho cuyo tamaño, naturalmente de 50 centímetros de alto a bajo y de lado a lado, era de 39 de profundidad. Esto, cuanto a las dimensiones. Ahora, cuanto a la naturaleza de este socavón-embudo, diré que era todo de tierra –no se percibía ni una piedrecilla–, pero de una tierra a mi parecer extremadamente gredosa y que se hallaba sin duda bastante húmeda. Su color, un rojo ladrillo ligeramente gris. Su calidad, más bien lisa que rugosa.

    Pues bien, sentado sobre la piedra del umbral, miré hacia el interior, hacia el fondo, hacia ese nicho del que acabo de hablar y fijé mis ojos, mi observación, mi atención toda, sobre el objeto que había dentro de él. Todo lo demás –dimensiones, forma, color, etc.– lo registré instantánea y automáticamente sin que para ello haya mediado ni un décimo de segundo. Puedo, por lo tanto, decir, sin faltar a la verdad, que junto con llegar al umbral, después de mi apresurada carrera y junto con sentarme sobre la piedra, no miré otra cosa más que el objeto en cuestión dentro del nicho.

    Este objeto era un gato. Un simple y vulgar gato blanco con algunas manchas amarillentas. Se hallaba sentado de perfil pero con la cabeza vuelta hacia la entrada del embudo, es decir, hacia mí. Sobre su cabeza, entre ambas orejas, tenía una pulga, una diminuta pulga en nada diferente a las miles de pulgas que todos hemos visto y hemos tenido que sufrir. Eso era todo. Poca cosa, por cierto. Pero como tantas veces las cosas simples son complicadas, fijemos nuevamente, para bien inculcar el cuadro, los tres puntos principales dentro del embudo: yo, el gato, la pulga.

    Ahora bien, como el diámetro del círculo de entrada al embudo era de 2 metros 70 y el círculo final, al fondo, de 50 centímetros, el punto inferior de este último –donde estaba el gato– hallábase a 1 metro 10 sobre el mismo punto del primero, es decir, sobre el punto donde yo me hallaba. El gato, por otro lado, desde su asiento –o sea el punto a 1 metro 10 de altura– hasta sus ojos –que, he de decirlo pronto por temor a olvidarlo después, eran ojos de un verde brillante– medía 28 centímetros que, sumados a la primera altura, dan un total de 1 metro 38 de elevación respecto al umbral de entrada, o sea a la base de mi asiento. Esto, cuanto se refiere al fondo de la cueva, digamos a «los dominios del gato», para elevar nuestro estilo. Cuanto se refiere a la entrada, a «mis dominios», diré que la piedra que me servía de asiento medía 72 centímetros, y que yo, sentado cómodamente, algo echado hacia delante, mido, desde el asiento hasta los ojos, 66 centímetros. 72+66=1.38. Sea, que nuestros ojos se hallaban exactamente a igual altura, lo que viene a ser que, para mirarnos mutuamente, teníamos que lanzar un rayo visual paralelo al nivel de las agujas, y un rayo así a mí se me antoja, se me ha antojado y siempre se me antojará que, si no es más corto ni más recto que otro cualquiera, y aunque sea más curvo que la recta ideal, etc., etc., para mi antojo es y sigue siendo un rayo así –ya lo digo– si no más corto ni más recto ni más ideal, sigue siendo más fijo, más punzante, más fuerte, mil veces más fuerte, por eso mismo que sigue paralelo a la tierra, paralelo a ella a pesar y más allá de sus montículos y depresiones, paralelo a esta tierra que es en donde estamos, sí, en donde estamos y penamos, dígase lo que se diga y piénsese lo que se piense.

    Respecto a nuestros otros sentidos, nada tengo que decir. Ni el oído, ni el tacto, ni el olfato, ni el gusto jugaron rol alguno, al menos rol de alguna importancia, en nuestras vidas desde entonces para adelante. Si continuaban intactos y viviendo, sus actividades se redujeron a la más mínima expresión, hasta aquella que, un punto menos, y vendría su plena suspensión. Cuando al resto de nuestros organismos –en todo caso del mío y supongo también del gato y la pulga– pasó a llevar una vida totalmente vegetativa. De modo que nuestras existencias, es decir, lo esencial, lo significativo, mejor dicho la razón de ser de ellas, tenía como vehículo de expresión por un lado y de absorción por otro, el sentido de la vista y en éste, el rayo aquel de ojo a ojo.

    Mas no es todo. Pues al fin y al cabo un rayo, uno solo, como lo digo, «uno», es una unidad y hasta ahora, que yo sepa, en la unidad uno, no ha sido posible realizar expresión alguna de vida manifestada, ni recibir eco de ella, ni generar propulsión, ni guardar equilibrio de la misma. La unidad, dicen, está fuera de nuestro mundo, es, aunque principio de todo –dicen también–, inconcebible para nosotros, luego, en mi caso particular frente al gato, completamente inútil.

    ¡Ah! ¡Pero aquí viene el rol de la pulga! Y ya, haciendo entrar a dicha pulga en nuestro sistema, iremos formando una figura organizada que, por el hecho de ser figura, y no más una unidad una –que como tal tendría que ser infigurada–, puede ya pasar a ser o pasar a tener una relación, una conexión, una afinidad, una polarización, si se quiere, con todo el resto de lo creado, con la otra y total figura.

    Se recordará que dije que la pulga se encontraba en el vértice de la cabeza del gato, es decir, algo más arriba de los ojos del mismo, lo que es decir del punto final de mi rayo visual. Luego, uniendo este punto con la pulga por medio de un nuevo rayo –imaginario, por cierto–, sé que era con esto con lo que iban a rebatir la posible existencia de mi figura. Pero mi rayo de vista, ¿es acaso más real? ¿Se le puede tocar, apreciar de algún modo, siquiera ver? Sin embargo existe, tiene que existir, ya que yo veo al gato y él a mí también y, al vernos nosotros dos –puntos distantes–, al conectarnos, algo, claro está, tiene que haber entre ambos dichos puntos, pues de lo contrario, de lo contrario… piénselo alguien un instante y se comprenderá que el gato y yo dejaríamos de ser el uno para el otro. Y bien lejos estamos ¡ya lo creo! de no ser el uno para el otro. Lo somos a tal extremo que me estoy temiendo que casi no seamos sino esto, sino este rayo en cuestión y nada más.

    Así, pues, uniendo ese punto terminal de la expresión de mi vida, ese punto allí en… Justamente en donde físicamente se halla, no puedo ni hay para qué saberlo. En la frente del gato, entre sus dos ojos, en los dos al mismo tiempo… No lo sé y, repito, no hay para qué saberlo, pues mi figura apuntalada, naturalmente, en puntos perceptibles para la física (nosotros tres), se halla y se construye al lado, al espejo, sí, al espejo de cuanto la física registra. Ese punto, aunque inubicable por ser dos mis ojos y dos los suyos, está, y eso basta. Está como está cada vez que nos miramos con otro ser en los ojos y nos vemos y sentimos. ¿Dónde miramos y dónde nos miran? ¿Dónde cae y dónde recibimos la visión? En un punto, no puede ser más que uno, aunque cuatro ojos están en juego. Pues bien, en ese punto fijo un puntal de mi figura y de allí lanzo hacia arriba la nueva línea en cuestión cuya existencia no hay caso de rebatir, pues de lo contrario, ya lo he dicho, con su no existencia volveríamos a lo anterior, es decir, a que los ojos del gato y la pulga no serían los unos para la otra y viceversa. Y son. ¡Vaya que son! Si allí están, allí los veo: el gato, el buen gato blanco y amarillo, y encima la pulga molesta que pica y pica y se duerme un rato.

    Por lo tanto ya estamos unidos, conectados los tres, yo, el gato, la pulga, y formamos un ángulo. Estas son las líneas por donde pasan nuestras vidas.

    ¿Pasan? ¡Aún no! Porque, de pasar por ellas se irían, se irían para siempre, se desvanecerían en el infinito, pues la figura no ha sido cerrada todavía y, al no haberlo sido, deja en cada uno de sus extremos dos puertas, dos bocas abiertas hacia la infinitamente nada. Y la vida hay que cerrarla, encerrarla, limitarla, dibujarla. De lo contrario, el mundo todo, el cosmos, convergería precipitándose hacia el imán de estas dos líneas, y una mitad se pulverizaría de la pulga para allá y la otra de mi punto para acá. Y nada subsistiría en nada.

    Tracé, pues, la tercera línea. Partió de la pulga y vino hacia mí. Cerráronse las dos bocas peligrosas; definiose la figura de un largo, fino, agudísimo triángulo; detúvose admirada, estupefacta, por un centésimo de segundo la naturaleza entera –y estoy cierto, los hombres también– y luego, ya bien clavados los tres puntos en mí, en él y en ella, y ya pudiendo sobre todo decir en él, en ella, y en mí, como también en ella, en mí y en él; ya entonces pudo la vida, no sólo llegar, no sólo pasar, sino que circular, circular así: yo, él, ella; él, ella, yo; ella, yo él… circular, circular siempre, circular definitivamente, al lado, al espejo de la otra, en pequeño, sí, muy pequeño, más en condensación apretada, comprimida y retenida, circular allí por el largo y agudísimo triángulo ya por fin establecido y fijo dentro del embudo que pasó a ser su estuche protector.

    Mediodía, mediodía en punto.

    Estaba terminada nuestra obra, establecida y fijada. Y los tres nos establecimos y fijamos.

    Una gratísima sensación de reposo me inundó; más que de reposo, de estabilidad. No sé si todos los seres hayan sentido tal sensación. En todo caso puedo asegurar, en lo que a mí respecta, que hasta ese instante la noción de estabilidad, sin saberlo yo mismo, me había sido una noción abstracta, puramente intelectual, que jamás había penetrado mi organismo fibra por fibra como sucedió entonces. De noción, repito, pasó a ser sensación física, y esta sensación no sólo ocupaba mi cuerpo, sino que se prolongaba por las vibraciones del triángulo y abarcaba, envolvía a mis dos compañeros silenciosos.

    No había duda, ni la menor duda, que al juntarnos así los tres, habíamos formado una figura, una imagen estable, mejor dicho –y para ver si logro expresar con justeza la sensación sentida–, habíamos realizado un equilibrio, un perfecto equilibrio entre fuerzas aisladas, fuerzas sueltas, tres fuerzas diferentes que, hasta ese momento, habían estado trotando desorientadas y a locas por el mundo, tres fuerzas incoherentes en el caos de la vida que, por su misma incoherencia, por su mismo desequilibrio, al hallarse errantes, contribuían de más en más a intensificar ese caos. Tres fuerzas desesperadas en su rodar inútil, agriadas en su no empleo, rabiosas en su correr obligado, temerosas de reflejar su infortunio a las demás fuerzas ya existentes, ya –mal que mal– agarradas en un equilibrio que podría al fin romperse sobre todo si, libres y caprichosas, ellas, el viento o el hastío las empujasen en contra de él, golpeándolo.

    Tres fuerzas así, así, largas, larguísimas; en el espacio tan largas que, ya habiéndolo surcado todo, habían perdido sus formas iniciales de serpientes largas que se estiran y ya, sin formas, tenían la forma de ser y nada más; y en el tiempo tan remotas, tanto, que no podían tener como origen más que tres míseros, infinitamente míseros, gestos descuidados del Todopoderoso, Omnipresente y Omnisapiente cuando vínole a Su voluntad crear un mundo –creía Él– de exactos equilibrios.

    Tres fuerzas así, así –¡humanos, compañeros míos que vivíais ignorantes del peligro que a cada instante podía caeros y aniquilaros!–, tres fuerzas así, humanos, que de un momento a otro, por un desvío cualquiera, por una combinación instantánea, imperceptible para nosotros en su punto de choque infinitamente pequeño, inevitable para nosotros en nuestra enorme impotencia, podían arrastrar al desequilibrio lo ya débilmente equilibrado desde el día de la creación y, al desequilibrarlo así, volverlo todo a la primera nada.

    Pero hasta aquella mañana las tres, por aquí, por allí, por acá, no habían logrado más que resbalar sin penetrar por el cosmos; resbalar la una hasta incorporarse en su resbalar frenético al dulce gato que roncaba una noche junto a un brasero; la otra, a la pulga que saltó de los maderos carcomidos a la cabeza del gato; la tercera a mí ¡sí, señores! a mí que vivía en tan grata paz, fumando, soñando, hojeando viejos libros; a mí que era todo buena y reposada vida; a mí que esa mañana fatal se me ocurrió, sin saber por qué, hacer ensillar el Tinterillo y salir al galope por alamedas, caminos y senderos rumbo a los cerros del Melocotón.

    Se me dirá que cuanto he escrito proviene de una enorme exageración mía, pues aun admitiendo que, por un momento y por un sinnúmero de circunstancias sumadas, tres fuerzas dispersas hubiesen logrado llegar y manifestarse allí en el embudo a través de nosotros tres, prácticamente en esta vida tal cual ella se organiza y rige, no habría medios, no habría posibilidad alguna de llegar, de producir hecho alguno, desde la insignificancia de sus expresiones en aquel instante: un gato, una pulga y yo. Se me dirá que, aun admitiendo la formación allí dentro de un perfecto equilibrio; aun admitiendo que ese allí dentro pasase a ser un reflejo, un contrapeso colocado, como lo he dicho, al espejo del otro y grande equilibrio, del equilibrio en que vivimos y en que ruedan los astros; aun admitiendo más, es decir, que mudos y quietos nosotros tres allí, fuésemos –por el granel de circunstancias y misteriosas combinaciones sucediéndose desde la creación atropelladamente por los siglos–, fuésemos como un microcosmos frente –no, al lado, prefiero decir–, al lado del vasto macrocosmos; y aun admitiendo por fin –lo que ningún hombre algo versado siquiera en las ciencias podría dejar de admitir– que, dado un equilibrio, su ruptura puede, tiene que producir trastornos, tiene que liberar fuerzas cuya potencia, y por ende sus consecuencias, puede ser incalculable y, muy por cierto, nefasta; aun admitiéndolo todo se me argüirá siempre que, en el caso mío, aceptado todo, repito, en el ínfimo caso mío podría todo hacerse y deshacerse cientos de veces sin que ni una hoja de un arbusto vecino, sin que ni un grano de la arcilla del embudo, sufriese ni un pequeñito movimiento. La descarga de fuerzas al romper el equilibrio sería tan minúscula –por inmensa que fuesen las tres primeras fuerzas originadoras de este equilibrio–, tan sumamente minúscula como minúsculo es en el mundo todo gato, ese gato, el mío, que representa entre nosotros tres el justo promedio: es más que la pulga y, después de todo, menos que yo. Pues –se me seguirá arguyendo (la verdad es otra)–, por formidable, por gigantesco e inconmensurable que fuese todo aquello que allí en el embudo confina, tendría, por la ley de las cosas, que expresarse, ya una vez el equilibrio roto y las fuerzas desatadas, por intermedio de nosotros tres que sumados como poder de acción y divididos por tres, damos la potencia activa de tres gatos en medio del universo. Por lo tanto ¿qué temer? ¿Para qué mantener tal estatismo allí en una quebrada perdida en esos cerros solitarios?

    Pues bien, argumentar en tal forma es lisa y llanamente argumentar haciendo lujo de una inconcebible superficialidad. Escuchadme bien.

    Tres gatos. Se ven tres gatos y se piensa en la fuerza física de los tres en su calidad de tales. Por cierto, insignificante. Tres elefantes, tres mastodontes, insignificantes también. Ahora, tres gatos… ¡Ni qué decirlo! Pero se olvida una cosa, una cosa esencial: que aquí, aquí en mi caso, no hay que considerarlos en su calidad de tales sino en su calidad de fuerzas constitutivas y sobre todo en su calidad de elementos, eso es, ¡elementos! De ahí que haya hablado de tres gatos, pues tal representa el promedio de las fuerzas del embudo aunque de verdad haya uno solo y los otros dos estén representados por la pulga y por mí. De ahí que haya trazado la figura, el finísimo triángulo, para pasar a ser, de aislados que éramos, un todo, y cada cual un elemento de ese todo. Que hayamos pasado a ser, de libres y vivientes como seres, de errantes e inocupados como fuerzas, tres elementos estables de una nueva forma que como tal había inexistido hasta aquel momento de las 12 del día del 21 de febrero de 1919.

    Desde aquel momento había algo más en el Universo, una formación más, un reflejo, un espejo. Pero aquí, entiéndaseme bien, la palabra «espejo» puede inducir a error. La empleo porque allí en el embudo se reflejaba otro, el Todo. Pero no sólo se reflejaba; también se reproducía. Digamos claramente: se repetía. Era un nuevo total, idénticamente equilibrado como el gran total. Chiquito, ínfimo, raquítico, miserable… ¡todo lo que se quiera! Pero era un total. Era nuevamente, era dos veces lo que hasta entonces no había sido más que una. Era el total caído sobre el total y viviendo desde entonces, no de la vida del otro, sino con vida igual al otro. Porque no se olvide que, lanzada la primera línea –de mí al gato–, nada ocurrió allí ni en ninguna otra parte porque la línea única fue la unidad inexpresada e inexpresable. Mas cuando se lanzó la segunda –del gato a la pulga– ya hubo dos, y la vida se manifestó. Pero no se olvide tampoco que, al no existir más que estas dos, quedó en cada extremo –de la pulga para allá, de mí para acá– una como boca, como arteria cortada que derramaba. Por lo tanto, durante ese momento, es decir, antes que se lanzara la tercera, la vida, por mucho que se manifestara, lo que hizo fue circular. O sea que, al circular, era aún la vida del total, vitalizada, sí, pero parte de él. Todavía no había habido la individualización, la separación, el espejo reproductor, el nuevo total junto al total, el nuevo cosmos junto al cosmos.

    La tercera línea se trazó. Recuérdese: vino de la pulga a mí. Nos desprendimos, aparte, fuera, espejo, pero solos, con nuestro mundo, nuestro principio, nuestra espera de nuestro fin.

    ¡Las doce! El Universo, entero, repito, se detuvo por un mínimo instante. Luego siguió rodando. Y nosotros, a la par, rodamos también.

    Allá, las órbitas y las miserias.

    Aquí, ¡silencio! Yo, él, ella… Ella, yo, él… Él, ella, yo…

    Acaso hasta el tiempo infinito.

    ¡Las doce!

    Tuve una noción nítida de esa súbita e instantánea detención. Luego, como lo dije, vino aquella gratísima sensación de reposo. Pero entre ambas –lo diré ahora–, entre esa noción y esta sensación, fueron otros, muy otros, los sentimientos que me llenaron. Entre ambas tuve primero un sentimiento de estupor, acaso es mejor decir de solemnidad y de adiós. Luego me pinchó un arrepentimiento repentino. Luego, un sentimiento de pavor tan intenso como rápida fue su duración. Sólo entonces, cuando la detención del mundo hubo cesado y volvió a marchar, y cuando a su vez el embudo con mis dos compañeros marchó, sólo entonces fui inundado por aquella sensación de reposo de que he hablado.

    Vamos, pues, ordenadamente.

    Un sentimiento de estupor; algo solemne, el adiós. Porque súbitamente mi significado como hombre terminaba; mi signo cambiaba, mi signo hombre se iba, mi signo era otro al pasar a ser elemento. Pasaba a ser apuntado, fijado con el signo elemento. El hombre, en el sentido de esta palabra, en el sentido del ser que cumple su vida aquí, el hombre en mí cesaba y a todos los hombres hoy poblando el mundo, a todos cuantos lo poblaron, acaso a todos los que se incuban para poblarlo después, a todos los vi alejarse, los vi haciéndome un quite en el espacio, para ellos seguir a suelazos con la tierra, para yo sorprenderme amalgamado, aspirado por otra conformación y otro destino.

    Cuando antes paseaba por las calles en medio de la muchedumbre, pensaba de pronto en algo como una gigantesca grúa cuyo eje se hallase a distancia inimaginable, cuyo brazo se inclinase hasta mí. Luego me veía cogido por una de sus poleas y elevado vertiginosamente por los aires. Me venía la certeza de que mi propio movimiento dejaría muy pronto de sentirlo para ser transferido al planeta de que me arrancaban. Vería, pues, a la Tierra desprenderse y caer a mis pies, dibujar a su alrededor un inmenso círculo, luego redondearse y, como una gran esfera primero, como una bolita después, disminuirse hasta un punto que ahora inmóvil se clavaría en un sitio del espacio mandándome en una chispa parpadeante los sanos, los cálidos soles de que en ella gozaba al pasear por sus calles distraído. Y entonces, inevitablemente, al pensar así, junto con la solemnidad de sentimiento al haberme desprendido de mis suelos y mi atmósfera, se me filtraba una angustia desesperada, un arrepentimiento agudo, una falta imperdonable: todos los asuntos, todas las cosas que dejaba pendientes! Todo lo que no terminé, todo lo que quedó abierto, sin cicatrizar, como una herida chorreando sangre! Cada asunto, cada asuntillo, por ínfimo que fuese, que hubiese quedado sin redondearle su objetivo propio, sabía –mientras iba por las calles a codazos– que me aparecería –al estar ya arriba suspendido por la grúa– como un punto de descomposición, como una úlcera –tan pequeñita como se quiera– que a más de alguno molestaría, mortificaría, tal vez torciéndole su destino, y ese alguno o esos algunos me reprocharían el haber partido sin antes no haber finiquitado, cauterizado esos focos de miasmas dejados por mí. Y no sabrían cuánto estaría yo sufriendo allá arriba, solo, perdido, frente a la Tierra luminosa en un cielo de abajo. Entonces –siempre por las calles a pasos largos– veía de cuántos huecos ociosos, de cuántas postergaciones abúlicas, postergaciones pálidas, formaba yo mismo mi vida, en vez de repletar tales huecos precipitadamente, en vez de coger las postergaciones, de coger las fechas futuras en que caían y traerlas, precipitadamente también, al momento actual y ¡tapar, cicatrizar, cauterizar, redondear! por si acaso, por si la grúa venía –¡vaya uno a saberlo!–, por si venía y me llevaba, y para poder entonces estar en paz para siempre al haber venido y haberme llevado.

    Sí; pero todo esto no pasaba de ser una pequeña fantasía con qué llenar los silencios de mis pies entre dos tacazos sobre el asfalto al marchar. No pasaba de tal cosa. Y como consecuencia llegaba únicamente –y sólo a veces– a hacerme apresurar la marcha hacia un deber improvisado o hacerme girar sobre los talones, volver a casa y, durante un par de horas, precipitarme en un trabajo cualquiera repitiéndome entre dientes que aquello, de no hacerlo, podría un buen día convertirse en úlcera, dañar a muchos y, a distancia, pincharme a mí.

    De allí no pasaba la cosa en aquellos tiempos.

    Pero ese día, el 21 de febrero de 1919, a las doce en punto, la cosa fue muy otra. Ese día las pequeñas fantasías tantas veces hechas por las calles se convertían en realidad. No había, por cierto, grúa alguna, no me alejaba de esta Tierra, mas el hecho era el mismo: por tres fuerzas puntudas como víboras, me amarraba y me englutía en la nueva figura, me separaba de mis semejantes y sentía descomponerse, oliendo mal, allá lejos, tantos de mis asuntos dejados inconclusos, quedados para siempre como yo hasta entonces había sido: algo suelto, volante, inocupado; y no como hubieran debido quedar: algo de un total, elemento inmovible, fijo, de un organismo completo y paralelo. Y sentí acto continuo cómo hasta lo más cercano –el potrero de alfalfa, las faldas mismas de estos cerros– se me alejaban. ¡Qué decir de los arrayanes, del camino público y de los algarrobos! ¡Y qué de las casas del fundo, del país entero, del mundo entero! Era de verdad un adiós.

    Mas no había para mi interior en todo ello nada que pudiera emparentarse con la sorpresa. Si tal hubiese habido, la sensación de solemnidad de que hablo, no habría podido producirse. Sin embargo, en aquel instante, era lo único existente.

    Por cierto que la continua repetición, esa casi obsesión de la grúa, me había familiarizado un tanto con la idea de un aislamiento, de una muerte en vida. Mas esto, repito, había sido simple fantasía, algo frívolo, que no bastaba por sí solo para eliminar cualquier sorpresa al pasar tan radicalmente de un estado a otro. Había más, había habido más y lo había habido durante largo tiempo.

    Desde luego, al hallarme allí clavado ante mis dos compañeros supe que siempre en mi pasado, en mi pasado liviano de campos y ciudades, siempre este hecho de pasar de pronto a ser elemento me había rondado muy cerca. Y aquello de la grúa no era más que materializar –si puedo explicarme así– con una imagen esta vaga obsesión de cambio.

    Pero ahora me venían a la memoria muchos actos de mi vida para los cuales, en esa vida misma, no hallaba explicación que me satisficiera. Eran actos que repetía sistemáticamente, que tenía que repetir mas que, al interrogar, se me deshacían volviendo a sumirse en la vaguedad de algo que iría a producirse o acaso que ya se había producido, en todo caso que se escapaba. Entonces seguía mis horas habituales sin tratar de ir más hondo. Pero a la noche siguiente o subsiguiente volvía a lo mismo, inexorablemente a lo mismo. Quedaba mirando, los ojos fijos, pero sin que se abriera paso ninguna idea nítida en mi cerebro.

    Así era casi cada noche.

    Casi cada noche, escapándome de la cama, bajaba al pequeño hall de mi casa a beber un café y luego a fumar arrellanado en un sillón, los ojos fijos –ya lo he dicho– es decir, más o menos como ahora en el embudo, con tan sólo la diferencia de que entonces quedaba yo fuera y miraba los elementos ya formados, ya amarrados, ya paralelos allí enfrente; y ahora sólo miraba, sólo podía mirar parte de esta nueva amarra, pues la otra parte de ella la formaba yo, sencillamente yo.

    En el muro del hall, frente al sillón, había colocado un cuadro de Gabriela Emar, hecho de dos maderos, dos trozos de metal y ¾ de círculo de zuncho. El todo sobre fondo de madera, y cada elemento coloreado diferentemente con tierras a la cola: el primer madero, el de mayor relieve, es decir, el más cercano a mí y que, recuerdo, tenía cierta forma triangular, era de un claro gris azulado; seguía uno de los metales, alargado y quebrado en ángulo recto, de tono de oro viejo, ligeramente brillante; más atrás, como sombra de éste, el otro metal, opaco, oscuro, con reflejos sordos de violeta y tinta; atrás, al último, el otro madero, recto, gris azulado como el primero, pero ensombrecido y algo chorreado por trasparencia de vagos tonos rojizos; y abajo, mordiéndolos a todos, el ¾ de círculo, de hierro negro. El fondo, tabla de ocre tostado. Por los cuatro lados, un marco amarillento, fino y liso.

    No sé si esto dé idea de dicho cuadro. En fin, supongo que ha de estar aún en casa. Quien quiera, que vaya y lo mire.

    Pasaba muchos minutos, tal vez algunos cuartos de hora, fijando esas formas y dejando que, como humos, me envolviera, pero sin penetrarme, algo semejante a un sentimiento de equilibrio. Un natural impulso me inducía a querer trasmutarlo en idea, concreta si fuese posible, una idea manual que poder llevar conmigo por todas partes y que poder lanzar por todos lados. Pero al menor esfuerzo, las pequeñas raíces de tal idea se desvanecían, se esfumaban y, sin formular nada, sentía y sabía que así tal cual estaban, tal cual ya eran, esos elementos allí reunidos aseguraban una ordenación mayor que repetían en el sosiego y en el silencio de un pequeño cuadro suspendido en el muro vacío de mi hall.

    Sosiego y silencio… Ahora recuerdo que ambas palabras las murmuraba a menudo durante esos momentos. No eran vanas palabras venidas a los labios por repicar bien en los oídos. No. Silencio, sosiego… Suenan bien, por cierto, sobre todo en las noches de café y tabaco. Pero repito: no. Eran palabras espontáneas, últimas puntas de un proceso interno que rondaba cerca de mi conciencia. Era un sentir más agudo de lo que es de verdad el silencio, de lo que es el sosiego. Y veía entonces –siempre mirando– que el sosiego dentro de aquel marco era como un movimiento, pues había allí, ante todo y por encima de todo, una relación, y una relación sólo puede existir si por lo menos dos están en juego, y al estar en juego –la frase misma lo dice– tienen que moverse, pues la quietud absoluta los haría fundirse y desaparecer. En último caso –pensaba– si todo ello no fuese más que imaginación y especulación mías, si ningún movimiento existiese allí, mis ojos para verlo giraban, palpaban, titilaban en la punta de sus rayos por maderos y metales. Y una diferencia, al resbalar por sobre otras cosas, otros objetos, se me implantaba aquí: en los otros, en el común y mayoría de los otros, ese resbalar se extendía, se vaciaba hacia más allá de ellos, abarcaba, junto con ellos, cuanto les rodeara, habitación, casa, calles, mundo, todo, de modo que no lograban aislarse, sino que seguían como detalles, como puntos del total. Mientras que aquí quedaba todo encerrado, condensado dentro del pequeño espacio limitado por el marco y, al ir con los ojos tan sólo una línea más allá, era salir definitiva e inexorablemente de ello para pasar a la otra parte.

    Otro tanto era para el silencio. Atentos los oídos a ruidos y murmullos del exterior, emanaba el cuadro, por contraste, el silencio, mejor dicho, la imposibilidad de que por entre sus elementos se produjera la más insignificante vibración. Entonces sabía imaginativamente que, si me fuese dado penetrar escuchando dentro del marco, conocería la total carencia de ruido. Pero, ¿cómo la conocería? Para ser un conocimiento verdadero no podría ser más que con los oídos ya que de oídos se trataba. Sentía entonces que, al conocer así, el total silencio no era más que otra manera de ruido, era tal vez sentir los propios tímpanos enmudecidos. Pero no. De los propios tímpanos pasaba a escuchar nuevamente el cuadro. Ese silencio radicaba en él y no en mí. Aguzando, pues, los oídos al máximo, mas en una concentración enérgica de modo que todo lo que no fuese el cuadro callase, trataba de saber cómo en él oiría el silencio y oía de verdad, abismado, no sólo uno, no sólo el, sino varios, sino los silencios de cada elemento, madera o hierro, sus silencios que pasaban a ser la manera peculiar de cada cual de haber enmudecido desde que, arrancándolos de basuras, desechos e inutilidades, los habían entrelazado, los habían pactado, al espejo del mundo de que se habían desprendido.

    Sí; todas éstas eran cosas que yo sentía, lo sé, lo recuerdo nítidamente como si apenas pocas horas hubiesen transcurrido desde mi última contemplación hasta hoy que escribo. Pero algo más rondaba, algo más se insinuaba. Era algo como que en alguna parte o en algún momento existiese un cierto parentesco o afinidad entre ese cuadro y yo, o entre él y mis ambiciones, mi finalidad… o tal vez mi fin. Era algo ante lo cual parte de mí mismo me aconsejaba dilucidar, atacar de frente, como si con ello un punto importante me quedaría adquirido. Pero otra parte de mí mismo, llena de pereza, parte resbaladiza, prefería balancearse y amodorrarse en las dulces sensaciones del sosiego y el silencio y no exponerse a mortificación alguna al pretender perforar más hondo. Pequeña, minúscula lucha de casi todas las noches. Para acallarla venía siempre una transacción y venía en la forma de un propósito, de un proyecto para el día siguiente: ¡un poco de literatura lo soluciona todo! Sí; mañana –me decía– escribiré ese cuadro. Por ejemplo: la historia de cada uno de sus elementos: la semilla que dio el árbol, que dio la madera; su corte, su empleo en éste o aquel objeto; la muerte del objeto; su rodar por polvos y fangos; su existencia en otra forma que la de hoy; etc., etc. Y otro tanto para los metales. ¡Lindas historias! Junto a ellas, planeando cual inmenso pájaro negro –sí; así me lo imaginaba ni más ni menos: pájaro inmenso y negro por añadidura–, planeando y atisbando por los rincones de desperdicios y hierros viejos, planeando la concepción del pintor para cogerlos, torcerlos, mutilarlos, cortarlos y hendirlos allí, plasmados en un color. ¡Lindas historias!

    A veces sentía pena por esos elementos aprisionados, deseos de devolverles la libertad, que sigan ellos también su destino. Era como un sentimiento espantoso de nuestra crueldad. ¡Atarlos, detenerlos así! ¡Por gozar de una sensación estética! Y allí seguían «¡haciendo una figura!». El mundo fuera…

    Pero no era eso, no, nada era eso. Prueba es que el cuadro está allí y que la historia no se escribió jamás. Y ahora me digo, no sé bien por qué, pero me digo: «No se escribió, a Dios gracias».

    Esos proyectos de historias eran para postergar, para despistar, mejor dicho, la insinuación –que se abría paso– que en aquello de los elementos algo de mi destino tomaba parte. Ahora, apenas sentado en la piedra del embudo, veía que por encima de historietas, que más allá de silencios y sosiegos, lo que había era un presentimiento de lo que alrededor mío se estaba formando para luego empujarme y decidir mi vida una mañana. Mas como en esas noches nada podía saber ni siquiera sospechar de la existencia de un gato y una pulga, ni aun de mí mismo con relación a ellos, al presentimiento lo dejaba pasar. Y vuelta a lo mismo: «Una historia de esos maderos y hierros sería una linda historia». Así, en las noches de mi casa.

    Hoy, mediodía estival, con él y ella al frente, conmigo mismo frente a ella y él, acallado todo sentimiento de sorpresa por tanta vaga experiencia anterior, empezando a acallarse ya esa impresión de solemnidad por una rápida aclimatación y una resignación sin defensa; ahora pasaba por mí un arrepentimiento agudo al recordar mi indolencia, mi inconsciencia ante tanto llamado para estudiar lo que iba a ser mi destino, un arrepentimiento desolado por no haberme entonces fijado más.

    Pero esto también pasó, pasó con velocidad inaudita. Había empezado junto con venir las doce del día. Aún las doce se estaban dando y ya otro sentimiento ocupaba, inundaba mi ser entero: pavor que me heló las venas.

    Ya he dicho –y repito ahora hasta la majadería– que desde aquel momento había un todo más, un todo viviente, organizado allí en los cerros del Melocotón, caído al costado del otro y equilibrado instantáneamente sin que ni una hoja, para ello, hubiese temblado en ningún matorral. Allí al costado estábamos y quedábamos, y es por este hecho, por esto de «al costado» que había algo más en el Universo. Hasta entonces, nosotros y las fuerzas que éramos, habíamos, como todo lo restante, rodado y rodado, con más o menos golpes y sinsabores, con más o menos protestas o indiferencias, pero rodado, rodado dentro, amalgamados y siendo lo otro. ¡Terminado todo eso! Ahora, no. Desde ahora, no. Recordaré la fecha nuevamente: febrero 21 de 1919, a las 12 en punto del día. Porque aún es la misma hora. Aún seguirá siendo la misma hasta que toda la sucesión de sentimientos míos se haya cumplido. Entonces serán las 12 más lo que inmediatamente viene después de ser cada hora.

    ¡Las doce! ¡Pavor!

    Pavor de que, caído uno más en el Universo, el Universo perdiese su equilibrio y estallase.

    Sé lo que me van a alegar, sé que tratarán de volver siempre a lo mismo: que tres gatos, por mucho que equilibre o desequilibre, tres gatos… etc. Y sé también que por mucho que raciocine, demuestre y pruebe, por mucho y plenamente que convenza a todos mis semejantes, siempre en ellos el sentimiento gato –que, al ser parangonado nada menos que con el Cosmos, reducirá a todo gato a la más escuálida expresión–, por el hecho de ser sentimiento, prevalecerá y triunfará en todo hombre ponderado, serio y juicioso.

    Así, pues, renuncio a que los hombres ponderados sepan o vagamente sospechen lo que es, por un lado, desprenderse, arrancarse de la vida; por otro, lo que es no estar dentro sino frente a algo; por un tercero, saber –no sólo con el entendimiento sino con cada célula de la piel, de la sangre, de los huesos– que únicamente existe el equilibrio; y por un cuarto y por fin, a que sepan que, por este hecho de no existir más que equilibrio, nada pueda ser inmenso ni nada minúsculo, que desaparecen tamaños y condiciones, para sólo ser el equilibrio mismo, sin posibilidad de un «más uno» ni de un «menos uno». Renuncio a todo ello aunque pienso qué lógica elemental debiera convencer de tales verdades. Pero sé, hombres juiciosos, que el sentimiento es más fuerte que todo en vosotros. Sé que, una vez al borde del convencimiento, echaréis máquina atrás y os diréis:

    –Un gato…, dos gatos…, tres gatos… ¡Absurdo! ¡Imposible! ¡Nada ocurrirá en ninguna parte! ¡No hay tal equilibrio, no!

    Mas, como último recurso, no puedo impedirme ir a una pequeña comparación: una balanza, por ejemplo, una balanza y nada más. Está en equilibrio y es de tal sensibilidad que ya para ella no tiene significado hablar de sensibilidad. Está en equilibrio, sigue, vive, es en equilibrio. Y de pronto cae a uno de sus platillos un grano, un milésimo de grano, un millonésimo, menos de grano que lo que para esta otra balanza significan tres gatos –¡no se olvide!– entrelazados y constituidos. Un platillo caerá. ¡Roto el equilibrio!

    Pongo este ejemplo porque apenas caí sentado allí, mientras aún eran las doce, vino a cruzarme como una flecha. Hasta tuve un momento de espera frente al desequilibrio del mundo. Esperé que el mundo estallara. Esperé que todos los mundos se precipitaran unos sobre otros, los grandes chupando a los pequeños, para ser, a su vez –aunque engrosados con este tragar–, pequeños para otros mayores, para luego… ¡Oh! En fin, ya en tales momentos mis compañeros y yo nada seríamos sino nuevamente elementos sueltos, sólo que ahora no de un rodar en equilibrio, sino de una realización de desequilibrio.

    Esperé lleno de pavor. Pero junto con esperar, dentro de mi espera noté como un ligero vaivén universal. Fue –o al menos así lo sentí yo– como una onda circular desprendida de nuestro centro, del Sol, que golpeó a los primeros planetas alejándolos de él justamente los milímetros necesarios para subsistir en el nuevo equilibrio. Golpeó a nuestra Tierra en aquel momento en detención. Sentí como si levemente mi asiento vacilara hacia abajo y, allí al fondo, vaciló el gato con su pulga en la frente. Y todo se restableció. Entonces sentí la onda alejarse y mover los siguientes mundos: Marte, los planetas telescópicos, Júpiter, tal vez Saturno. Es decir: indudablemente Saturno también. De otro modo… Bueno, ¡ni qué hablarlo! Quiero decir que ya de Saturno no supe nada; sólo supuse. Menos aún de Urano y Neptuno. Mi receptibilidad no registraba más. O acaso era ya turbada con la nueva actividad que volvía a aparecer por todos lados junto a mí, por todos lados, desde mi propia sangre volviendo a circular, hasta el infinito volviendo a rodar. Así es que de Júpiter para allá, me contenté, sin percibir nada, con saber, con estar cierto –y con estarlo lleno de un fervor como jamás ningún ser ha sentido al unirse a un Dios cualquiera–, con estar cierto que todo, todo, había vacilado, vacilaba en aquel momento, se equilibraba de nuevo, de nuevo se amarraba y de nuevo seguía, ajustado ligeramente de otro modo.

    Justo en ese instante dejaron de ser las doce para ser, como he dicho, lo que es inmediatamente después de ser cada hora. Entonces, muy lejos, oí a una pájara pinta cantar. Al romperse bien alto en el cielo su canto, los oídos se me llenaron de crisantemos y amapolas. Y aquí, sólo aquí, fue cuando esa gratísima sensación de estabilidad me inundó todo íntegro.

    He estado a punto de omitir la comparación de mis sentimientos, al desparramarse más allá de Júpiter, con los que supongo han de tener los que se unen a un Dios. Pero la fidelidad de mi relato ha podido más que mi deseo de no mencionar a ningún Dios y que la certeza de que en mi destino para nada se ha inmiscuido. Pero recuerdo que al pasar Júpiter y abarcar el cosmos infinito, pensé y creí con firmeza que tal era lo que sentían cuantos aseguran haberse unido a la divinidad, cosa que luego –acaso por cansancio o por falta de repetición– empecé a poner en duda hasta olvidarla totalmente. Ahora lo vuelvo a recordar y me hago un deber anotarlo.

    Las doce ya han sido dadas. Todo vuelve para todos a tomar su ritmo acostumbrado y yo, en mi plena estabilidad, noto que las horas me son ligeras. Yo, él, ella… Ella, yo, él… Él, ella, yo… Esto me ocupa, me absorbe. Pasan las horas. Pasan los días. Mi vida entera anterior la siento definitivamente desaparecida.

    Mas no se crea que esto duró sin alteración. Ya pasados varios meses, era a menudo presa de muchas añoranzas. Mi hogar, mis gentes, ¡mi vida de hombre suelto! Para alejarlas de mí y volver a recuperar la estabilidad de mi nuevo estado, tenía que hacer dolorosos esfuerzos. Sobre todo cuando me asaltaba el recuerdo de aquella mañana que, sin preocupaciones, sin cometido alguno, hice ensillar el Tinterillo y salí rumbo a estos cerros. ¡Mi última mañana! Por eso la escribí con tanto detalle. Temperaturas extremas, perfumes útiles, perfumes humanos, pímpano, quilehue, haba tenca, perro del diablo y vinchucas pantanosas… Y por fin los enormes buitres cordilleranos y las cataratas de gorjeos de esas pájaras pintas que nunca se ven. Pero otra vez me dominaba la estabilidad, otra vez era cogido sobre todo por nuestro equilibrio y más que por él, más que por todo, por nuestro rol, nuestra espantosa responsabilidad al ser únicamente nosotros tres, él, ella y yo, allí perdidos en la montaña, el contrapeso, más aún, la contraparte, ¡el espejo! del total.

    Pasaron años. Nuestras vidas estaban reducidas al mínimo de movimiento. La pulga picaba de tarde en tarde, dormía el resto del tiempo, muy raras veces se desplazaba algunos milímetros. El gato, sentado, me miraba, se estiraba, se desperezaba, dormía poco, no maullaba nunca. Yo, sentado a mi vez, me enderezaba un tanto, alargaba las piernas, las recogía; creo que no he vuelto a dormir. Y con cada uno de nuestros movimientos, por leves que fuesen, el triángulo obedecía con cierta rigidez, con cierta dura flexibilidad. Me parecía entonces oír como un crujido, como un roce de cuerdas mojadas.

    Y a veces venía la desesperación, la desesperación atroz de verme clavado allí. Unos deseos súbitos, vecinos a la locura, de saltar, echar a correr, desmoronarme cerro abajo y lanzarme como a un lago, como a un mar, al vasto potrero de alfalfa. Meterme nuevamente al mundo vivo por entre esas flores violáceas, otra vez la vida, mascándolas, chupándolas, triturándolas. Saltar y partir –¡venga lo que venga!–, saltar y partir. Pero siempre que tales deseos me espoleaban, el gato posaba sobre mí sus ojos verdes, quitaba de ellos todo brillo y me apesantaba con una mirada sorda, suave, plácida, que desmenuzaba mis proyectos de fuga.

    Entonces era la ira contra aquel animal maldito. Lentamente echaba mano atrás y cogía mi revólver. Sería tan simple apuntar. El cañón quedaría en la línea de él a mí; la bala la recorrería en toda su longitud e iría a destaparle los sesos fulminando, a su vez, a la maldita pulguilla. Por cierto, nunca he hecho fuego. Estamos aún los tres tal cual nos encontramos en aquel verano del 19. Nunca he hecho fuego ni nunca, creo, lo haré, pues siempre dos conjeturas me han sujetado y me sujetarán en lo sucesivo. Helas aquí:

    1a) Junto con atravesar la bala el cráneo del animal, todo nuestro equilibrio quedaría roto. Esto, ni a qué dudarlo. Ni a qué dudar tampoco que, roto éste, se desequilibraría lo que nos rodeaba, trayendo como consecuencia un desequilibrio mayor, y éste otro más hasta el estallido total. Nuestro organismo, allí dentro del embudo, es de tal sensibilidad y precisión que no impunemente se le puede desbaratar, es exponerse a consecuencias mayores, es exponerse al caos.

    Me objetaba, entonces, para enardecerme, que si la primera vez, junto con crearse nuestro nuevo equilibrio, el cosmos se había acomodado a él, ahora, por las mismas razones, volvería todo al equilibrio antiguo sin más consecuencia que un nuevo y ligero vaivén universal venido en sentido contrario. Y, por lo tanto, ¡santas paces para todos y para los cadáveres de mis silenciosos compañeros!

    No, ¡no sería así! Dudaba primeramente; luego llegaba a la certeza opuesta. El revólver volvía a su funda. Pues me hacía el raciocinio siguiente:

    La primera vez se formó el embudo sin voluntad particular. ¡Sin! Aquí venía a estribar la diferencia, aquí convergían todos los ejes del asunto: sin voluntad particular, sin la intromisión de la voluntad de un hombre. Y como no concebía, ni aún concibo, una realización cualquiera sin una voluntad que la guíe, la voluntad de aquella mañana la radicaba fuera de todo designio mío. Por lo tanto, aquello había sido destino, nada más. Y nosotros tres, sus simples ejecutantes. Al ser tales, aquello estaba previsto, calzaba con la ordenación de las cosas. Todo, por los siglos hacia atrás, se había estado moldeando, preparando, para que en ese instante tres seres se unieran en un nuevo curso de vida, tres seres se desprendieran, añadiendo un peso más.

    Mientras ahora no había sido la voluntad de un hombre. Y este hombre no podía llevarla a finalidad con el pleno dominio de sus facultades, pues cualquier intento suyo se desmenuzaba con sólo recibir la lenta mirada de un gato de ojos verdes y apagados. Para hacerlo, tendría que ser bajo el imperio de un arrebato, de un total desorden, de la locura. ¡Un hombre así ante el destino! La misma insignificancia del realizador demostraba que tal empresa no podía acometerse, en todo caso, con un hombre así.

    Y seguía mi raciocinio:

    Viene el arrebato, la locura, parte el tiro… La otra vez se había realizado lo que el destino gestaba, en el mínimo vaivén de un instante detenido. Esta vez, sin gestación, sin nada previsto, sería una sorpresa. Ante ella vendría el crujir del embudo, un crujido aumentando, amplificándose de sitio en sitio, de mundo en mundo, hasta la precipitación, ¡el caos!

    Nada de revólver. Sigamos. Yo, él, ella… Ella, yo, él… Él, ella, yo…

    Era mejor.

    2a) Que no ocurriese nada, absolutamente nada. De un balazo o de cualquier otro modo, se rompe el triángulo. Supongamos el modo más violento: dinamita, y todo vuela; o el más tranquilo: me levanto de la piedra, me estiro, sacudo mi ropa y me marcho paso a paso. El caso es que no ocurre nada, ni allí ni en ninguna parte. Por algo que ignoro –al fin y la postre no voy a saberlo todo–, se rehace súbitamente el antiguo equilibrio, nadie nota el ligero vaivén, ni yo mismo que ya me hallo embelesado contemplando las faldas de los cerros y los potreros lejanos. Regreso, rehaciendo el camino, hasta las casas del fundo y vuelvo a ser una fuerza larga, inocupada personalmente de los equilibrios, y ocupada únicamente de mi vida privada.

    Esto no podría ser posible.

    Me bastan cortos momentos de meditación para constatar su absoluta imposibilidad.

    Volvía a ser una fuerza inocupada. Todo puede volver a ser más o menos como antes pero no exactamente como antes. Durante el trecho de haber sido y volver a ser algo ha tenido que ocurrir. Se vuelve a ser lo anterior, más la huella de lo ocurrido. En mi caso: esa fuerza inocupada, que volvería a rodar, habría ya conocido lo que es ser, habría ya adquirido conciencia de un estado diferente, de la posibilidad de su ocupación, de su subsistencia. Sería fundamentalmente de otra naturaleza, aunque mucho aparentara ser idéntica.

    Ahora, no cabe duda que diferente naturaleza era la de un estado superior venido a uno inferior. No se piense en mí como persona, caminando libre por calles y carreteras o clavado aquí en la boca del embudo. Esto podría llevar a error porque para todos aparecerá que ir a grandes trancos es un estado superior a permanecer en la casi total inmovilidad sobre una piedra, y así el proceso indicado se vería en sentido inverso. Yo en esto, repito, no soy más que un mero ejecutante. Es de las fuerzas que a través de nosotros tres se expresan de lo que quiero hablar; es, particularmente, de la fuerza mía. A ella me refiero.

    Ahora otra vez estaría suelta pero no exactamente como antes. Ahora habría en ella un agregado, un algo semejante a lo que en nosotros se llama recuerdo o experiencia. Y esto habría sido superior. Lo que es nostalgia o añoranza, planearía enredado en ella. No sé de qué modo. Pero estaría allí. Estaría como una simple ductilidad material o como sutil tendencia moral… No lo sé. Pero estaría.

    No encuentro aquí en mi retiro otra palabra: «tendencia». Tendencia a volver a encarnarse, a no más seguir circulando, a volver a tener en jaque al gran equilibrio. Y si en ella hay un algo de conciencia, entonces no sólo tendencia sino también temor. Temor de que su ociosidad galopante, al choque de las otras dos, que galoparían ociosas a su vez, causara el estadillo, evitado penosamente hasta aquella mañana y ahora conjurado, aprisionado, en mí, en él y en ella.

    Molestaría, se agazaparía, se escurriría hasta encontrar. Y –tendencia o añoranza– se inclinaría hacia mí que, de elemento de un todo indestructible, la habría devuelto a su ociosidad de trotar eterno.

    Seríame entonces la obsesión de cada instante. Me parecería que cuantos males ocurriesen en cualquier parte, serían, por algún lado, culpa mía. Ante cada catástrofe, aun ante cada destemplanza, no dejaría de decirme –por mucho que apresurase el paso por calles y carreteras– que si hubiese quedado allá en los cerros del Melocotón manteniendo el pequeño mundo paralelo, destemplanzas y aun catástrofes habrían podido evitarse. No podría seguir viviendo sino echándome sobre los hombros hasta los crujidos imperceptibles de la naturaleza al desenvolverse sufriendo.

    Entonces, ¿cuál sería mi salvación, mi idea fija? ¿Qué se me impondría para verme libre, para descargar tanta culpa?

    ¡Volver! ¡Volver al embudo!

    Me rozaba a esta altura de mis pensamientos una solución posible:

    Partir de aquí; si por el mundo el mundo me distraía y me descargaba, seguir en él y anotar lo del embudo como un recuerdo más; si la fuerza me perseguía aumentando mi obsesión, volver. Por lo menos, de este modo sabría que no había ni podía haber otra alternativa para mí, sabría la potencia de mi estado y esto tal vez calmaría mis iras contra el gato permitiéndome volver sin revólver.

    Pero veamos con calma.

    Primer punto:

    ¿Quién se atrevería a asegurarme que una vez yo lejos, iba el gato, con su pulga en la frente, a permanecer aquí? ¿No es lógico que a su vez partiera y se me perdiera para siempre? Todo raciocinio serio tiene que llegar a esta conclusión: si yo hasta entonces no me había movido por hallarse frente a mí ellos dos, ellos tampoco se habían movido por hallarme yo frente a ellos. De donde se deduce que si yo me marcho, se han de marchar ellos también. Luego: volvería a un embudo vacío y nada podría volver a formar.

    Mi vida, entonces, se convertiría en una desesperada búsqueda de mi gato… o de otro gato. Mi vida se convertiría en correr tras un gato.

    Segundo punto:

    Logro un gato. Más aún: la suerte me es tan benévola que me ofrenda un gato justamente con una pulga en la frente. Heme, pues, camino a los cerros del Melocotón. Galopa mi caballo, otro Tinterillo. Aquél debe haber muerto. Viene mi gato en un saco. Galopamos. Nuestras necesidades nos envían sus perfumes; los humanos, también; hierbas de los arrayanes, bichos de los arrayanes; el potrero de alfalfa, y un nuevo saludo al incomparable amigo que fue el chino Fa; pájaras pintas y buitres. ¡El embudo!

    Tercer punto:

    Me arrastro por el embudo con mi gato en ambas manos para colocarlo en el nicho del fondo. Lo coloco. Allí se queda. Retrocedo como un reptil. Me levanto, me vuelvo y marcho hacia la piedra.

    Junto con dar el primer paso, el gato saltará nicho abajo y marchará sobre mis talones. Entonces… media vuelta, cogerlo, y al nicho otra vez.

    Retrocedo, me vuelvo y… ¡el gato en mis talones! Y otra vez, otra más, otra y otra. En vano lo acariciaré allá al fondo, dándole a entender que debe quedar en el más completo sosiego. Apenas ve mis talones, ¡al suelo y tras ellos!

    Ya mis talones empiezan a tomar una especial sensibilidad. Ya son el único punto de mi cuerpo en que vivo. Ya son dos llagas. Y el gato insiste.

    Retrocedo sin volverme. Él vacila un momento, pero salta al fin. Y viene, viene, busca mis talones contorneándome los pies. Para evitarlo, avanzo hacia el nicho. Él, atrás. Mas la estrechez del embudo me obliga a detenerme. Si me echo por tierra, el gato los alcanzará. Vuelta hacia fuera entonces. ¡Fuera! ¡Fuera! El gato me echará fuera –¡al mundo de las obsesiones otra vez!–. O bien, hacer de todos los años que me quedan por vivir, este ir y venir hasta el nicho, hasta la boca, hasta el nicho, hasta la boca. Y ya talones y gato no serán más que uno, doloroso, sanguinolento, atroz!

    Los años pasan, pasan. Inmóviles aquí seguimos los tres, gato, pulga y hombre.

    Es mejor, indiscutiblemente, no desatar lo que se ató. Es mejor que este nuevo espejo de vida siga su curso de mí a él, de él a ella, de ella a mí. ¡Allá los otros hombres y el otro Universo!

    Nosotros, aquí.

    Por lo demás, ¿a qué tanta queja? Nuestro triángulo tiene, como he dicho, su cierta flexibilidad. Nos movemos un poco, nos estiramos. La pulga duerme a veces; el gato abulta el lomo; yo echo una pierna arriba, junto y separo las manos a voluntad. Hay libertad. Por ejemplo, en este momento el gato duerme. Es lo que aprovecho para escribir nuestras vidas, hoy 30 de mayo de 1934.

    Mayo…

    Un nuevo otoño, un nuevo invierno. Las pájaras pintas más que cantar lanzan graznidos helados. Los buitres cordilleranos pasan hacia el mar cubiertos de plumas blancas.

    Sigamos aquí.

Este libro ha sido posible por el trabajo de

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