LAS TRES QUERIDÍSIMAS
Aquellas tres chicas que me encontraba en cualquier lugar: en los conciertos, en todos los estrenos (siempre en un palco de la platea), de paseo por el Pincio o por el Corso, al atardecer; una con la madre pálida y cansada del brazo, las otras dos delante, vestidas de manera un poco extravagante. Aquellas, sí: las hermanas Marùccoli.
Pobres hijas, después de tantos sacrificios, en cierto momento, perdieron la paciencia y también el aprecio de quienes, en la misma situación, no hubieran tenido el coraje de actuar como ellas (digo el coraje, no el deseo). ¡Recuerdo qué indignación, entonces! Las madres, especialmente, no podían tranquilizarse y, en presencia de sus hijas, aplaudían, horrorizadas, exclamando:
—¡Qué mundo! ¡Qué mundo!
Y yo, al escucharlas, sonreía para mis adentros, estudiando el aire compungido y aturdido de sus honestas hijas.
Efectivamente, la sociedad nos impone un buen número de leyes y reglamentos, que tendrían que refrenar a ese animal malvado que se llama hombre. Desde hace siglos la sociedad se las ingenia para enseñarle la buena educación, para que por ejemplo diga siempre «Buenos días» o «Buenas noches», para que vaya vestido decentemente por la calle, erguido solo sobre dos patas, etcétera. Pero de vez en cuando el animal malvado hace una de las suyas. Quisiéramos entender qué es, qué no es… y culpamos a la sociedad, como si fuera culpa suya, solo porque hemos querido obligarla a imponer a la naturaleza ciertos deberes que esta no quiere reconocer ni respetar. Como si una mujer no pudiera amar, ni siquiera por error, a otro hombre que no fuera precisamente su marido, solo porque la sociedad le ha dicho que una esposa no debe hacerlo. La sociedad, pobrecita, lo dicta y lo impone; pero ¿qué culpa tiene si luego la naturaleza se ríe de ella?
¡Tan evidente es, dicen ustedes, que no estoy casado!
Volvamos al caso de las Marùccoli.
Quisiera que, antes de condenar, intentáramos examinar bien, si lo conseguimos, los pros y los contras, sin servirnos de aquellas palabras que son como las moscas de agosto, dispuestas a correr a cada lágrima y a cada escupitajo (con perdón).
Ustedes desconocen muchas cosas, que en principio, según parece, no habría que tener en cuenta, pero que sin embargo tienen o tendrían que tener el mayor peso en la famosa balanza de la justicia.
Por tanto, no se sorprendan si me ven llevar a un plato de esa balanza, entre otras cosas, muchas que todavía me embriagan. Es decir: toda la ropa usada de las tres pobres jóvenes. Ustedes ignoran que aquellos vestidos, tan admirados por su extravagante gracia, salían de sus manos: la madre, muy experta, cortaba, y las tres hilvanaban, cosían a mano y a máquina durante días enteros, como tres alegres costureras. Y no saben que junto con los encajes y con los lazos colgaban en cada vestido la esperanza de que con aquel, por fin, atraerían la mirada de alguien dispuesto a casarse con ellas.
La madre disponía de una pensión muy modesta que le había dejado su marido (aquel buen señor Carlo Marùccoli, que luego todos reconocieron como un gran caballero, ah, él sí, porque ya había muerto cuando ocurrió el escándalo); y también tenían una pequeña viña —como la llaman en Roma— con una graciosa villa más allá de Ponte Molla; pero la pensión y la viña no alcanzaban para cubrir todos los gastos.
La vida que llevaban se regía entonces por los milagros de una economía secreta y de sacrificios disimulados con arte. Las tres queridas hijas estaban siempre alegres, y su deseo ardiente y honestísimo de encontrar marido nunca las volvía fastidiosas, especialmente con nosotros (conmigo y con el pobre Tranzi), aunque sabían, por otro lado, de nuestra buena voluntad para hacerlas felices, si… El si se lo imaginarán fácilmente: yo, pobre pintor; Tranzi, maestro de música. Bellas artes, no digo que no, pero adecuadas para mantener a una mujer, no creo que sean.
Nadie, antes, las había juzgado melindrosas. Ahora, se sabe, ahora se les descubren todos los vicios y todos los defectos. No me considero su paladín: pregúntenselo a muchos otros que frecuentaban la casa como yo. ¿Quién puede decir que haya recibido de ellas la más mínima provocación? Se bromeaba, se reía, se charlaba, por la noche, pero en un tono lícito y correcto, como se tiene que hacer ante tres jóvenes que, si era necesario, con el tacto y la cortesía más exquisita, sabían poner en su lugar a quienquiera que se hubiera sentido empujado por la festividad del encuentro a excederse un poco en los gestos o en las palabras.
Una prueba de que no eran melindrosas puedo dársela yo, a mi costa y a costa del pobre Tranzi. ¿Por qué no decirlo? Yo estaba enamorado de la segunda; Tranzi de Giorgina, la mayor. Algunas noches, al dejar su casa, conversando, nos afligíamos sinceramente porque las tres buenas, bellas y queridas chicas no conseguían encontrar marido. Al no poder convertirnos en sus maridos, al menos de dos de ellas, hubiéramos querido que se casaran con otros que sí pudieran serlo, a quienes tachábamos de tontos porque, al no sentirse particularmente atraídos por ellas, no sabían decidirse. Ahora bien, Tranzi y yo, más de una vez, ante alguno de estos que resoplaba contra el tedio de su existencia ociosa y se declaraba cansado de la vida, llegamos incluso a ofrecer una receta infalible al casarse con una de las Marùccoli. Como Irene no recibía tantas simpatías como las otras dos, yo recomendaba a Giorgina; Tranzi a Carlotta; es decir: yo a la suya y él a la mía.
Pero con una o con otra de las tres, aquellos tontos se curarían sin duda del tedio y de cualquier otro mal, ya que cada una volvería alegre la vida del marido que le correspondiera. En cambio, uno por uno, aquellos tontos, después de haber disfrutado un rato de la dulce compañía o de haber adulado tal vez con miradas o con graciosas atenciones a las tres jóvenes, se casaban con otra; pero después se arrepentían.
Yo le daba clases de pintura a Giorgina, en mi tiempo libre. Tranzi le enseñaba con regularidad a Carlotta música y canto. Ambas se mostraban muy agradecidas por lo que hacíamos por ellas. Y diré algo más. También diré lo que otro tal vez no diría por miedo a ser considerado ridículo. Cuando, algunas noches, entraban en la sala donde estábamos solo nosotros, las tres vestidas con algún traje nuevo, ya listas para irse a casa de familias amigas o al teatro, las tres se daban cuenta del deseo que despertaban en nosotros; y para nuestro deseo secreto (pero evidente en nuestros ojos) tenían una mirada y una sonrisa indefinibles, de complacencia hacia sí mismas y de piedad hacia nosotros. Irene entendía mejor que nadie y se sonrojaba confundida y, para eliminar la confusión, nos preguntaba con una gracia indescriptible, mirándose el traje:
—¿Estamos guapas así?
Oh, podría pronunciar, a propósito de esto, un largo discurso sobre lo que los ojos dicen cuando los labios no tienen que hablar. Por ejemplo cuando Carlotta, por escrúpulos, atendía a algún imbécil que estaba a su alrededor con insistencia excesiva, a menudo hablando con él o sonriéndole, me miraba y con aquella mirada me compadecía amorosamente; me decía:
—¡Tendrías que ser tú!
Porque les aseguro que los ojos de Carlotta me tuteaban.
De las tres, Carlotta era la más hermosa, al menos para mí; Irene, la más inteligente; Giorgina, la más atractiva.
El retrato grupal de ellas es ciertamente la menos mala de mis creaciones. Lo expuse en Mónaco, hace años, bajo el título: Las tres queridísimas. Se vendió y ahora no sé quién lo posee ni dónde ha ido a parar.
Conmigo y con Tranzi ninguna hipocresía, ¡nunca! Cuando, en el teatro, veíamos a una de ellas más luminosa de lo habitual, bastaba con hacerle una señal con la cabeza para que lo entendiera. Y la señal significaba:
—¿Hemos encontrado?
—¡No! —contestaba la cabecita, meneándose vivazmente, con los ojos entornados y una sonrisa pícara en los labios.
¡No encontraban, todavía no encontraban, no encontraban nunca marido aquellas tres queridas chicas!
Pues bien, un día, se cansaron. Perdieron la paciencia, finalmente.
¡Quién sabe cuánto hacía que refrenaban, en su interior, las agitaciones de su esperanza continuamente frustrada y reprimían las señales de su desilusión! La primera señal que yo pude observar, y que se me ha quedado impresa, como en un drama una frase que deja entrever la catástrofe, fue aquella mañana que teníamos que ir a la viña de Ponte Molle, y Giorgina se presentó ante Tranzi cabizbaja, sosteniendo en alto con dos dedos un hilo de plata de su cabellera, hacia el cual los ojos intentaban levantarse para mirarlo y no eran capaces.
—¡Tranzi, una cana!
Porque ya había superado los treinta años. Había notado, en aquellos últimos tiempos, que se había acercado con insistencia insólita a Arnaldo Ruffo, uno de los visitantes más asiduos de la casa; luego, de pronto, había empezado a hablar de él con insólita frialdad; y finalmente se había dedicado a atormentar a Tranzi, hiriendo su pereza, diciéndole que no tenía derecho alguno a quejarse por la injusticia de la suerte, porque él no quería intentar nada para expresar sus dotes artísticas. ¿Tenía el esbozo de una obra juvenil? Bien, ¿por qué no lo retomaba? ¿Por qué no se dedicaba a una nueva creación?
Casi con lágrimas en los ojos, el pobre Tranzi le reveló entonces las secretas miserias de su vida; le dijo que, un año antes, había tenido que privarse del piano, que tenía que alquilar. Sin más, Giorgina le propuso que trabajara en casa de ellas, poniendo a su disposición el piano, del cual podría servirse con la máxima libertad; lo dejaría solo en la sala; la familia se retiraría al lado opuesto de la casa. E hizo lo que dijo, de modo que lo obligó a aceptar. Sé que incluso llegó a encerrarlo con llave en la sala, y la llave la guardaba ella.
Quién sabe si el descubrimiento de aquella cana, junto con muchas otras cosas tristes, sobre las cuales los ojos hasta aquel momento se habían cerrado con pena, no haya determinando en ella, y por consecuencia, en sus hermanas, la rebelión. La cual fue tanto más violenta cuanto más larga y paciente había sido la espera, que de pronto tuvo que parecerles vana y casi una suerte de burla.
He oído a más de una persona culpar a la mayor de las Marùccoli por el suicidio de Angiolo Tranzi. Es una infamia. ¿Qué culpa tuvo la Marùccoli de que Tranzi se quisiera crear remordimientos por la alegría que ella, de pronto (en su rebelión contra el tiempo perdido en la espera vana, y contra la suerte que la condenaba a consumirse sin amor), quiso concederle deliberadamente, como premio por el largo deseo de él, ya resignado al silencio?
No, no: conocí bien a Tranzi, estaba demasiado consumido por dentro, y no pudo resistir la irrupción de tan ardiente alegría, rebelde a cualquier prejuicio. La termita del desengaño lo había roído por dentro, completamente, y con la intrusión de la alegría, su espíritu se quebró.
Yo lo vi el día que volvió con los ojos hinchados y rojos: después se había puesto a llorar, ¿entienden? Y tuvo que llorar mucho, convencido de haber cometido un delito; y la mujer, la joven, tuvo que consolarlo, reanimarlo, alejando la sombra del remordimiento, con la cual él quería ofuscarle a ella, en aquel momento, el sol de la reciente alegría. ¡Y quién sabe! El desaliento por esta escena, en la agitación interior, en la repentina disociación de tantos sentimientos y tantos pensamientos, tal vez contribuyó a determinar en él el acto violento contra sí mismo.
Y la Marùccoli no lo lloró: es más, se sintió herida por la muerte de él, como por un insulto.
Entonces las tres hermanas se retiraron a la villa de la viña. Por una discreción que es más fácil entender que definir, después de la muerte de Tranzi, me abstuve de ir a visitarlas. Por eso no sabría dar noticias precisas de ellas. Sé que la villa siempre fue muy frecuentada, pero que los más asiduos, después de cierto tiempo, se alejaban para dejar lugar a otros.
Las tres hermanas, sin freno alguno, en la libertad del campo, parecían enloquecidas; hacían las más extrañas cábalas para su porvenir: Giorgina se consagraría a la pintura y cada mañana, con un sombrero de paja en la cabeza, vivaz y exuberante de fuerza y salud, saldría al aire libre para desafiar a duelo a los cipreses de Monte Mario: su arma, el pincel; el lugar, una tela, hasta que los rayos del sol dijeran basta. Carlotta —me dijeron— se había convencido más que nunca de que tenía en su garganta el tesoro de una bellísima voz de contralto, con la cual aturdía, en todas las sobremesas, los oídos de un decrépito maestrito de canto. Irene se había obsesionado con ser actriz, y declamaba en voz altísima y con hiperbólicos gestos, condenando a su pobre madre a hacerle de contraparte. La pobre vieja, paciente, la secundaba, sentada, leyendo plácidamente con las gafas en la punta de la nariz:
Odetta: —¿Usted pretende obligarme a salir?
Conde (leía la madre): —De mi casa… sí, y ahora mismo.
Odetta: —¿Y mi hija?
Conde: —Oh, mi hija… Se queda conmigo.
Odetta: —¿Aquí? ¿Sin mí?
Conde: —Sin usted.
Odetta: —¡Fuera! Usted está loco, señor… Mi hija me pertenece, y no espere que me separe de ella.
Hasta que volvió a la villa, después de unos meses de ausencia, uno de los asiduos que primero se había alejado: quiero decir Ruffo.
Arnaldo Ruffo, ya lo he mencionado, antes de la aventura del pobre Tranzi había hecho que Giorgina concibiera serias esperanzas. Era uno de los que podían, aunque dos escapadas a Monte Carlo hubieran disminuido mucho sus bienes: un joven guapo, alto, moreno, sólido. El marido que Giorgina necesitaba. El primer amor, en él, con la posesión, se encendió, se volvió pasión violenta. Parece que sus parientes intentaron arrancarlo de la joven una segunda vez, obligándolo a probar el tonto remedio de un viaje de diversión. Tras volver a la villa Marùccoli, como una mariposa a la lámpara, parece que encontró a Giorgina enamorada de otro asiduo del momento y que en la villa tuvieron lugar furibundas escenas de celos. Algunos amigos me contaron que habían sorprendido una noche, en la oscuridad, este fragmento de diálogo:
—¡Pues, bien: cásate conmigo!
Y la voz de Ruffo, agitada, sorda:
—¡No! ¡No! ¡No!
Y una gran risa de desprecio de Giorgina:
—¡Pues déjame en paz!
El resto lo saben.
Hace dos años que Giorgina Marùccoli es la legítima esposa de Arnaldo Ruffo. Después de Giorgina se casó Carlotta, enseguida. Irene todavía está de novia. Anteayer me encontré con su prometido, muy ocupado preparando el nido: ¡está radiante! Y me ha dicho que se casará muy pronto.
¿Entienden? Antes no, ahora sí. ¡Me gustan los señores hombres! Es más, miren, casi casi, ahora —después de tanto tiempo— estaría tentado a hacerle una visita de felicitación a Giorgina, la valiente. No es muy feliz, pobrecita: su marido está celoso del pasado (¡estúpido!, como si no fuera culpa suya). Pero, en fin, ¿quién es feliz en este mundo?
Ahora, en breve, las tres tendrán un estatus, una casa por fin, un propósito en la vida: lo que deseaban honestamente. Y ya en las rodillas de la abuelita, que estará más pálida que la cera, duerme rosado el primer nieto. Me imagino a la buena viejita contemplándolo, feliz, mientras con una mano temblorosa aleja a una mosca obstinada, que quiere posarse justo allí, en el pequeño, redondo y querido rostro.