LA TINAJA

Aquella cosecha había sido abundante también en olivas. Ramas fructíferas, cargadas el año anterior, habían conseguido fortalecerse pese a la niebla que las había acechado mientras florecían.

Zirafa, que en su finca de las Quote, en Primosole, tenía muchos olivos, previendo que los cinco viejas tinajas de barro esmaltado, que guardaba en el sótano, no serían suficientes para contener todo el aceite de la nueva cosecha, había encargado tiempo atrás una sexta tinaja, de mayor capacidad, en Santo Stefano di Camastra, donde se fabricaban: que fuera alto hasta el pecho de un hombre, barrigón y majestuoso, para que actuara como el padre prior de los otros cinco.

Pero se había peleado con el fabricante. ¿Y con quién no se peleaba don Lollò Zirafa? Por cualquier nadería, incluso por una pequeña piedra caída de un muro, incluso por una brizna de paja, pedía a gritos que le ensillaran la mula para correr a la ciudad e iniciar las prácticas legales para la denuncia. A fuerza de papel sellado y de honorarios de abogados, citando a Mengano y a Fulano y pagando siempre todos los gastos, casi se había arruinado.

Decían que su consultor legal, cansado de que apareciera dos o tres veces por semana, para librarse de él, le había regalado un librito parecido a los de la misa: el código penal, para que él mismo intentara encontrar el fundamento jurídico de los litigios en que quería involucrarse.

Antes, para burlarse de él, todas las personas con quienes se metía le decían: «¡Pida que le ensillen la mula!», ahora, en cambio, le repetían: «¡Consulte su chuleta!».

Y don Lollò contestaba:

—¡Seguro que lo haré, y os fulminaré a todos, hijos de perra!

Aquella tinaja nuevo, que le había costado cuatro onzas contantes y sonantes, mientras aguardaba un lugar adecuado en el sótano, fue colocado provisionalmente en el lagar. Una tinaja así era algo inaudito. En aquel antro impregnado de olor a mosto y del hedor agrio y crudo de los lugares sin aire y sin luz, daba pena.

Dos días antes había empezado la varea de las aceitunas y don Lollò estaba colérico porque no sabía cómo repartir su tiempo. No sabía de quién ocuparse primero, entre los hombres que habían venido para la varea y los que traían las mulas cargadas de fimo, para depositarlo en montones por la costa, de cara a la siembra de habas de la nueva estación. Y blasfemaba como un turco, amenazando con fulminar a este o a aquel si cada montón de fimo no tenía las mismas dimensiones o si faltaba una aceituna —una sola aceituna—, como si antes las hubiera contado, una por una, en los olivos. Con el sombrero blanco, los brazos y el pecho descubiertos, el rostro acalorado y bañado en sudor, corría de un lado para el otro, con sus ojos de lobo, frotándose con rabia sus mejillas afeitadas, donde la barba prepotente brotaba pese al rasurado de la navaja.

Al final del tercer día, tres de los campesinos que habían vareado aceitunas, al entrar en el lagar para depositar las escaleras y las cañas, se quedaron sorprendidos al ver la nueva y hermosa tinaja rajada en dos partes, como si alguien, de un único corte que recorría toda la amplitud de la barriga, hubiera cortado la parte delantera.

—¡Mirad! ¡Mirad!

—¿Quién habrá sido?

—¡Oh, madre mía! ¿Y quién lo aguanta ahora a don Lollò? ¡La tinaja nueva, qué lástima!

El primer campesino, más asustado que el resto, propuso que cerraran la puerta y que se fueran en silencio, dejando las escaleras y las cañas apoyadas en el muro, afuera. Pero el segundo dijo:

—¿Estáis locos? ¿Con don Lollò? Sería capaz de decir que se la hemos roto nosotros. Quedémonos aquí.

Salió del lagar y, poniéndose las manos a ambos lados de la boca para amplificar el sonido de su voz, llamó:

—¡Don Lollò! ¡Ay, don Lollòoo!

Zirafa estaba con los hombres que descargaban fimo: gesticulaba como siempre, furiosamente, calándose de vez en cuando con ambas manos el sombrero blanco en la cabeza, tan fuerte que a veces no podía quitárselo después. En el cielo se apagaban los últimos fuegos del crepúsculo y, en la paz que descendía sobre el campo con las sombras de la noche y la dulce frescura, destacaban los gestos de aquel hombre siempre enfadado.

—¡Don Lollò! ¡Ay, don Lollòoo!

Cuando subió y vio el desastre, pareció que enloquecía. Se lanzó primero contra aquellos tres, aferró a uno por la garganta y lo estampó contra la pared, gritando:

—¡Por la sangre de la Virgen, que me lo pagarás!

Aferrado a su vez por los otros dos, trastornados en sus rostros térreos y bestiales, dirigió contra sí mismo su furibunda rabia, arrojó al suelo su sombrero, se golpeó las mejillas, pataleando y despotricando como los que lloran a un pariente muerto:

—¡La tinaja nueva! ¡Una tinaja de cuatro onzas! ¡Todavía sin estrenar!

¡Quería saber quién se la había roto! ¿Era posible que se hubiera roto sola? ¡Alguien, por fuerza, tenía que haberla roto, por infamia o por envidia! Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¡No había señal de violencia alguna! ¿Acaso había llegado rota de la fábrica? ¡No, que no! ¡Sonaba como una campana!

Apenas los campesinos vieron que el primer enfado se había evaporado, empezaron a exhortarlo a calmarse. La tinaja se podía reparar. No se había roto de mala manera. Solo una raja. Un buen alfarero la arreglaría. Justamente Zi’ Dima Licasi había descubierto una resina milagrosa, de la cual guardaba celosamente el secreto: una resina que, una vez seca, vencería a cualquier martillo. Si don Lollò quería, Zi’ Dima Licasi podía venir mañana al amanecer y en un momento la tinaja estaría mejor que antes.

Ante aquellas exhortaciones don Lollò decía que no, que era inútil, que ya no había remedio alguno; pero finalmente se dejó persuadir, y al día siguiente, al amanecer, puntual, se presentó en Primosole Zi’ Dima Licasi, con la canasta de herramientas a cuestas.

Era un viejo cojo, con las articulaciones deformes y nudosas, como una antigua rama de olivo sarraceno. Para sacarle una palabra de la boca se necesitaba un garfio. Había desdén o tristeza radicados en su cuerpo deforme, y también desconfianza porque nadie podía comprender ni apreciar justamente su mérito de inventor, todavía sin patente. Zi’ Dima Licasi quería que hablaran los hechos. Además tenía que protegerse para que no le robaran su secreto.

—Enséñeme esa famosa resina —le dijo enseguida don Lollò, después de haberlo observado detenidamente, con desconfianza.

Zi’ Dima negó con la cabeza, muy digno.

—La verá en la obra.

—Pero ¿saldrá bien?

Zi’ Dima puso la cesta en el suelo, sacó un grueso y viejo pañuelo de algodón rojo, que estaba enrollado; empezó a desenrollarlo lentamente, entre la atención y la curiosidad de todos los presentes, y cuando finalmente sacó un par de gafas con el arco y las patillas rotas, remendadas con hilo bramante, él suspiró y los demás se rieron. Zi’ Dima no se inmutó, se limpió los dedos antes de coger las gafas, se las puso, luego empezó a examinar con mucha gravedad la tinaja, que había sido trasladada a la era. Dijo:

—Saldrá bien.

—Pero solo con la resina —confesó Zirafa— no me fío. También quiero unos puntos.

—Me voy —contestó Zi’ Dima sin más palabras, levantándose y cargando de nuevo la cesta en los hombros.

Don Lollò lo sujetó por un brazo.

—¿Adónde va? Señor cerdo, ¿así me trata usted? ¡Mira tú qué aires de Carlomagno! Miserable burro, tengo que poner aceite ahí dentro, ¡y el aceite transpira! Un corte de una milla, ¿quiere repararlo solo con resina? Quiero puntos con hilo de hierro. Resina y puntos. Aquí mando yo.

Zi’ Dima cerró los ojos, apretó los labios y sacudió la cabeza. ¡Todos eran iguales! Le estaba negado el placer de realizar un trabajo limpio, escrupulosamente realizado según las reglas del arte, y dar prueba de las virtudes de su resina.

—Si la tinaja —dijo—no suena de nuevo como una campana…

—No oigo nada —lo interrumpió don Lollò—. ¡Los puntos! Pago resina y puntos. ¿Cuánto le debo?

—Solo con la resina…

—¡Por Dios, qué cabeza tan dura! —exclamó Zirafa—. ¿Acaso no me entiende? He dicho que quiero puntos. Nos entenderemos cuando termine el trabajo, ahora no tengo tiempo que perder.

Y se fue, para ocuparse de sus hombres.

Zi’ Dima se puso manos a la obra, inflamado de ira y de rabia. Y su ira y su rabia crecieron ante cada agujero que practicaba con el taladro en la tinaja y en la parte que se había despegado, para que pasara el hilo de hierro de la costura. Acompañaba el ruido del taladro con gruñidos cada vez más frecuentes y más fuertes, y su rostro se volvía más verde por la bilis y sus ojos más agudos y encendidos por la irritación. Cuando terminó aquella primera operación, lanzó con rabia el taladro a la cesta; aplicó la parte despegada a la tinaja para comprobar que los agujeros se encontraran a la misma distancia y que se correspondieran en ambas partes, luego con las tenazas cortó tantos pedazos de hilo de hierro como puntos tenía que coser, y le pidió ayuda a uno de los campesinos que vareaban.

—¡Ánimo, Zi’ Dima! —le dijo aquel, viendo su rostro alterado.

Zi’ Dima levantó una mano en un gesto rabioso. Abrió la caja de hojalata que contenía la resina y la levantó, removiéndola, como si se la ofreciera a Dios, porque los hombres no querían reconocer sus virtudes. Luego, con el dedo, empezó a untar el borde de la parte despegada y la superficie a lo largo del corte, cogió las tenazas y los pedazos de hilo de hierro que había preparado antes, y entró en la barriga abierta de la tinaja, ordenándole al campesino que aplicara la otra parte, tal como unos minutos antes había hecho él. Antes de empezar a coser los puntos, le dijo al campesino desde el interior de la tinaja:

—¡Tira! ¡Tira con todas tus fuerzas! ¿Ves que no se despega? ¡Maldito quien no se lo crea! ¡Golpea, golpea! ¿Suena, si o no, como una campana, incluso conmigo dentro? ¡Ve, ve a decírselo a tu amo!

—¡Quien está arriba, manda, Zi’ Dima —suspiró el campesino—, y quien está abajo, obedece! Cosa los puntos.

Y Zi’ Dima hizo pasar cada pedacito de hilo de hierro por los dos agujeros contiguos, uno a cada lado de la soldadura, y cerró los extremos con las tenazas. Necesitó una hora para coser todos los puntos. Sudaba como una fuente en el interior de la tinaja. Mientras trabajaba, maldecía por su mala suerte. Y el campesino, desde fuera, lo consolaba.

—Ahora ayúdame a salir —dijo finalmente Zi’ Dima.

Pero aquella tinaja era tan amplia de barriga como estrecha de cuello. Zi’ Dima, por el enfado, no se había dado cuenta de ello. Ahora intentaba salir y no lo conseguía. Y el campesino, en lugar de ayudarlo, se retorcía de la risa. Atrapado en la tinaja que él mismo había reparado y que ahora —no había otra manera— tenía que romperse de nuevo (y para siempre) para que él pudiera salir.

Ante las risas y los gritos, acudió don Lollò. Zi’ Dima, en la tinaja, parecía un gato rabioso.

—¡Déjenme salir! —gritaba—. ¡Por los clavos de Cristo, quiero salir! ¡Enseguida! ¡Ayuda!

Al principio don Lollò se quedó aturdido, no podía creer lo que veía.

—¿Cómo? ¿Adentro? ¿La ha cosido consigo dentro?

Se acercó a la tinaja y le gritó al viejo:

—¿Ayuda? ¿Y qué ayuda puedo darle yo? Viejo tonto, ¿cómo? ¿No tenía que tomar las medidas antes? Inténtelo, saque un brazo… así… y la cabeza… arriba… ¡No, despacio! ¡Espere! ¡Así no! Abajo, abajo… ¿Cómo lo ha hecho? ¿Y ahora? La tinaja… ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma! —les decía a todos los presentes, como si fueran los demás y no él quienes estuvieran a punto de perderla—. ¡Mi cabeza echa humo! ¡Calma! Es un caso nuevo… ¡La mula!

Golpeó la tinaja con los nudillos. De verdad sonaba como una campana.

—¡Muy bien! Como nueva… ¡Espere! —le dijo al prisionero—. ¡Ensilla la mula! —le ordenó a un campesino y, rascándose la frente con todos los dedos, continuó diciendo para sus adentros: «¡Mira tú, qué me ha pasado! ¡Esta no es una tinaja! ¡Es un aparato diabólico! ¡En marcha!».

Y corrió a sujetar la tinaja, en cuyo interior Zi’ Dima, furibundo, se movía como un animal atrapado.

—¡Es un caso nuevo, querido mío, que tiene que solucionar el abogado! Yo no me fío. ¡La mula! ¡La mula! ¡Vuelvo enseguida, tenga paciencia! Por su propio interés… Mientras tanto, muy despacio… ¡Calma! Tengo que velar por mis intereses. Y antes que nada, para salvar mi derecho, cumplo con mi deber. Le pago el trabajo, le pago la jornada. Cinco liras. ¿Es suficiente?

—¡No quiero nada! —gritó Zi’ Dima—. ¡Quiero salir!

—Saldrá. Pero, mientras tanto, yo le pago. Aquí, cinco liras.

Las sacó del bolsillo de su chaleco y las tiró en el interior de la tinaja. Luego preguntó, precavido:

—¿Ha desayunado? ¡Que traigan enseguida pan con algo! ¿No quiere? ¡Tírenselo a los perros! Me basta con habérselo ofrecido.

Ordenó que se lo ofrecieran; montó en la mula y se dirigió a la ciudad al galope. Quien lo viera, creería que iba a encerrarse voluntariamente en un manicomio, por la extraña y agitada manera en que gesticulaba.

Por fortuna, no le tocó esperar en el despacho del abogado; pero, cuando le expuso el caso, tuvo que esperar bastante antes de que este terminara de reírse. Le irritaron aquellas risas.

—¿De qué se ríe, con perdón? ¡A su señoría no le molesta! ¡La tinaja es mía!

Pero el abogado continuaba riéndose y quería que le relatara de nuevo lo ocurrido, para reírse más. Adentro, ¿eh? ¿La había cosido consigo dentro? Y él, don Lollò, ¿qué pretendía? Te… te… tenerlo ahí dentro… ay, ay, ay… tenerlo ahí dentro para no perder la tinaja.

—¿Tengo que perderla? —preguntó Zirafa con los puños cerrados—. No basta con el daño: ¡además la burla!

—¿Sabe cómo se llama esto? —le dijo finalmente el abogado—. ¡Se llama secuestro!

—¿Secuestro? ¿Y quién lo ha secuestrado? —exclamó Zirafa—. ¡Se ha secuestrado solo! ¿Qué culpa tengo yo?

Entonces el abogado le explicó que se trataba de dos casos diferentes. Por un lado él, don Lollò, tenía que liberar enseguida al prisionero para no tener que responder por secuestro ante la ley; por el otro, el alfarero tenía que responder por el daño que había provocado con su incompetencia o tontería.

—¡Ah! —Zirafa retomó el aliento—. ¡Pagándome la tinaja!

—¡Cuidado! —observó el abogado—. ¡Pero no como si fuera nueva!

—¿Y por qué?

—¡Porque estaba rota, claro!

—¿Rota? ¡No, señor! Ahora está entera. ¡Mejor que antes, lo dice él mismo! Y si vuelvo a romperla, no podré hacerla reparar de nuevo. ¡Una tinaja perdida, señor abogado!

El abogado le aseguró que ese factor se tendría en cuenta, y que lograría que Zi’ Dima lo pagara según el estado en que se encontraba ahora.

—Es más —le aconsejó—, pídale a él mismo que la tase.

—Le beso las manos —dijo don Lollò, corriendo hacia su casa.

De regreso, por la noche, encontró a todos los campesinos de celebración alrededor de la tinaja habitada. Participaba en la celebración incluso el perro guardián, saltando y aullando. Zi’ Dima no solo se había calmado, también se divertía por su extravagante aventura y se reía de ella con la mala alegría de los tristes.

Zirafa apartó a todos de la tinaja y se asomó para mirar en su interior.

—¡Ah! ¿Estás bien ahí?

—Muy bien. Al fresco —contestó aquel—. Mejor que en mi propia casa.

—Me alegra. Pero te advierto que esta tinaja me costó cuatro onzas, nueva. ¿Cuánto crees que pueda costar ahora?

—¿Conmigo dentro? —preguntó Zi’ Dima.

Los villanos se rieron.

—¡Silencio! —gritó Zirafa—. De estas dos opciones es válida una sola: tu resina sirve o no. Si no sirve, eres un impostor; si sirve, la tinaja, tal como está, tiene su precio. ¿Qué precio? Tásala tú.

Zi’ Dima se quedó un rato reflexionando, luego dijo:

—Le contesto. Si usted hubiera dejado que la arreglara solo con mi resina, como yo quería, antes que nada, no estaría aquí dentro y la tinaja tendría más o menos el mismo precio que antes. Con estos puntos que he tenido que darle a la fuerza, ¿qué precio podría tener? Un tercio de lo que valía, más o menos.

—¿Un tercio? —preguntó Zirafa—. ¿Una onza y treinta y tres?

—Menos sí, más no.

—Pues bien —dijo don Lollò—, confío en tu palabra: dame una onza y treinta y tres.

—¿Qué? —dijo Dima, como si no hubiera entendido.

—Si rompo la tinaja para que puedas salir —contestó don Lollò—, según dice mi abogado, tú me la tienes que pagar según tu propia estimación: una onza y treinta y tres.

—¿Yo, pagar? —se rio Zi’ Dima—. ¡Su señoría bromea! Aquí me quedo hasta que me muera.

Y, tras sacar de su bolsillo su pipa con restos de tabaco incrustados, la encendió y se puso a fumar, echando el humo por el cuello de la tinaja.

A don Lollò le sentó mal esa reacción. Ni su abogado ni él habían previsto este otro caso: que Zi’ Dima no quisiera salir de la tinaja. ¿Y cómo se solucionaba eso ahora? Estuvo a punto de ordenar de nuevo «¡La mula!», pero se percató de que ya era de noche.

—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Quieres domiciliarte en mi tinaja? ¡Todos sois testigos! Él no quiere salir, para no pagar: ¡yo estoy dispuesto a romperla! Mientras tanto, como quiere estar allí, mañana lo cito por ocupación abusiva y porque impide mi uso de la tinaja.

Zi’ Dima echó otra humada, luego contestó, plácido:

—No, señor. No quiero impedirle nada. ¿Acaso estoy aquí por placer? Déjeme salir y me voy de buena gana. Pagar… ¡ni en broma, su señoría!

Don Lollò, en un arranque de rabia, levantó un pie para darle una patada a la tinaja, pero se contuvo; en cambio, la aferró con ambas manos y la sacudió, temblando:

—¿Has visto qué resina? —le dijo Zi’ Dima.

—¡Eres apto para la cárcel! —rugió entonces Zirafa—. ¿Quién ha provocado el daño, tú o yo? ¿Y tengo que pagarlo yo? ¡Muérete de hambre, ahí dentro! ¡Y veremos quién gana!

Y se fue, sin pensar en las cinco liras que había tirado en la tinaja por la mañana. Para empezar, Zi’ Dima pensó en proseguir la juerga —con aquellas cinco liras— con los campesinos que, a causa del retraso por aquel extraño accidente, pasarían la noche en el campo, al aire libre, en la era. Uno fue a la taberna más cercana para comprar lo necesario. Como parte de la conspiración, lucía una luna que brillaba como si fuera de día.

En cierto momento don Lollò, que se había ido a dormir, fue despertado por un ruido infernal. Se asomó a un balcón de su granja y vio en la era, bajo la luna, a una multitud de diablos: los campesinos borrachos que, cogidos de la mano, bailaban alrededor de la tinaja. Zi’ Dima, en su interior, cantaba a grito pelado.

Esta vez don Lollò no aguantó más: se abalanzó afuera como un toro enfurecido y, antes de que tuvieran la oportunidad de detenerlo, con un empujón envió la tinaja abajo, por la cuesta de la montaña. Rodando, acompañado por las risas de los borrachos, la tinaja se quebró contra un olivo.

Y Zi’ Dima venció.