MIRANDO UN GRABADO

Un camino escoltado por dos gigantescos eucaliptos. A la izquierda, una colina con un refugio. Dos mendigos que cuchichean entre ellos en un rincón de aquel camino, y que han dejado un poco más abajo, en el pretil, una talega y una muleta. El amanecer de la luna que se adivina por el juego de sombras y luces.

Es un viejo grabado, ingenuo y estereotipado, que casi conmociona por el placer manifiesto que tuvo que experimentar el grabador desconocido al representar precisamente todo lo que podía contener: por ejemplo, esta vaguada a los pies de la colina, con el agua que fluye debajo de la pasarela, y la talega y la muleta en el pretil del camino; el cielo detrás de la colina con el refugio en la cima; y la claridad leve y amplia que se difumina en la noche desde la ciudad lejana.

Uno se imagina que tiene que llegar el tronar sordo de la vida de ciudad, y que aquí, entre los matorrales de la colina, tal vez unos grillos griten de vez en cuando en el silencio, y que si el retumbar lejano se detiene por un instante, se tiene que oír también el gorgoteo fresco y sumiso del agua que fluye por esta vaguada, debajo de la pasarela, y el tenue crujir de estos altos y oscuros árboles. La luna que se adivina y no se ve, la talega y la muleta iluminadas por ella, el agua de la vaguada y estos eucaliptos forman, cada uno por su cuenta, un concierto ante el cual los dos mendigos permanecen extraños.

Claro, para hacer de centinelas a la miseria que cada noche va a refugiarse en aquel albergue en la cima de la colina, quedarían mejor en este camino unos arbolitos jorobados, unos arbolitos enanos, con los troncos parecidos a rodillas y con las junturas retorcidas y nudosas, en lugar de estos eucaliptos que parecen haber crecido tanto para no ver y para no oír.

Pero la pena que provoca toda esta pueril precisión del dibujo es tal que vienen ganas de comunicar a todas las cosas aquí representadas, a estos dos mendigos que cuchichean entre ellos apoyados en el pretil del vial, la vida que el grabador desconocido, incluso con todo el amor y el estudio que empleó, no consiguió comunicar. Oh, Dios mío, un poco de vida, la que puede tener un viejo y estereotipado grabado.

¿Lo intentamos?

Para empezar, estos dos mendigos: me parece que uno se podría llamar Alfreduccio y el otro el Rosso.

Es cierto que la luna saldrá por allí, por detrás de los árboles. Y varias veces, descubiertos por ella, Alfreduccio y el Rosso, se han movido hacia la sombra, dejando en el lugar abandonado la talega y la muleta. Hablan en voz baja. El Rosso se ha subido a la frente sus gafas ahumadas y, hablando, hace girar por los aires el rosario y luego lo recoge alrededor de su dedo índice.

—El rosario, sí: ¡santo! ¡Pero intenta desgranarlo todo: no sirve si tú primero no te ayudas a ti mismo!

Y dice que con el verano todos los señores se han ido de vacaciones, a diversos lugares; para él la única solución sería que también ellos dos se fueran de vacaciones.

Pero Alfreduccio no está seguro. No confía en el Rosso. Es completamente ciego, con una barbita de enfermo, pálido y delgado. En suma, educadito. Palpa con las manos extendidas el ala del sombrero de copa que le han regalado hace poco, y repite con su voz lastimosa:

—¿Nosotros dos solos?

—Nosotros dos solos —aúlla el Rosso, imitando a Alfreduccio—. Te estoy diciendo que mañana por la mañana tenemos que ir a ver a Marco.

(Marco es un mendigo que conozco, en quien he pensado enseguida, mirando a estos dos mendigos del grabado. Puede estar perfectamente en compañía de ellos, porque, si estos dos son una representación estereotipada, aquel, aunque está vivo y es real, como cualquiera puede ir a verlo y tocarlo sentado ante la iglesia de San Giuseppe con un cuenco de madera en la mano, no es menos estereotipado que ellos, y por otro lado idéntico a tantos otros que con arte y con conciencia ejercen la profesión de mendigo.)

Pero Alfreduccio sigue sin confiar y pregunta:

—¿Y si Marco no quisiera venir?

—Vendrá, si se lo dices tú. Es una gran idea. Lo importante es sabérsela presentar, como si se te ocurriera a ti: «Marco, ¿para qué seguimos en la ciudad? Todos los señores se han ido de vacaciones».

Marco, ¿para qué seguimos en la ciudad? —empieza a recitar Alfreduccio, como un niño que quiere aprenderse la lección.

El Rosso se vuelve a mirarlo; extiende una mano y aprieta sus mejillas con el pulgar y el dedo corazón, apretándole al mismo tiempo con el dedo índice la punta de la nariz.

—¡Tonto! —le grita—. ¿Qué haces, el papagayo?

Alfreduccio lo deja hacer sin protestar.

Y el otro añade:

—La limosna, querido mío, ¿quién te la da? La gente acomodada, para librarse de ti. Quien sufre, no te la da; no te compadece: piensa en sus problemas. Tampoco quien tiene una pequeña desventura, cree en la suya y no ve la tuya; y si quieres que la entienda, se molesta y te da la espalda. De vacaciones. Si Marco te preguntara, y te dijera como tú a mí: «Pero ¿nosotros dos solos?» (tú porque no confías en mí, él porque no confía en ti), tú le respondes: «También viene el Rosso, que tiene tres pies y conoce los caminos del campo». Aunque Marco, di la verdad, ve un poco mejor que tú.

—¿Mejor que yo? —dice Alfreduccio, sorprendido, y se ríe como un lelo—. ¡Si yo no veo nada!

—¡Eh, vamos a ver, Alfreduccio, entre compañeros! ¡Al menos dime que ves muy poco!

—¡Te digo que no veo nada: palabra de honor! Y Marco tampoco.

—¡Mejor, pues! —concluye el Rosso—. Yo os guiaré. Pero habría que organizar algo. Han muerto aquellos tres conejillos de Indias que eran toda mi riqueza. Hace mucho que busco una mona y no la encuentro. Si no fueras tan tonto, al menos podrías sustituir a los conejillos. Tengo más de trescientas capas con un buen estampado, para militares, chicas en edad de merecer, jóvenes esposas, viudas y viejas. Todo consiste en pescar bien en las casillas. Podrías aprender a encontrarlas tocando, enseguida, en la casilla que yo te indicaría con algún truco establecido entre nosotros. Ciego como eres, causaría sensación. Pero siempre necesitamos a Marco. Tú, en el lugar de los conejillos, y Marco, en el de la mona. Poeta; ¿sabes cómo es? Se pone a predicar e incluso los perros, oh, se acurrucan a sus pies para escucharlo. Nosotros ordeñamos a los señores veraneantes y sorteamos las capas entre los paisanos. Más no podemos hacer. ¿Te apetece?

—Eh —suspira Alfreduccio, encogiéndose de hombros—. Si Marco quisiera venir…

—Me cansas —bosteza el Rosso, y se rasca con ambas manos la cabeza desgreñada—. Hablaremos mañana. Mientras tanto, mira: ve a buscarme la muleta que he dejado abajo.

—¿Dónde? —pregunta Alfreduccio, sin girarse.

—¡Allí abajo! Camina muy cerca del pretil y búscala con las manos, así aprendes. Mira bien, que también está la talega.

Alfreduccio se mueve, con la cabeza alta, una mano sobre el pretil. Cuando se encuentra a un paso de la muleta, se detiene y pregunta:

—¿Sigo?

—¡Esta allí, no la ves! —le grita el Rosso, luego estalla en una carcajada, se cala el sombrero en la cabeza y, saltando, con cuatro zancadas, lo alcanza, coge su rostro entre las manos, lo levanta hacia la luna y observa de cerca sus ojos túmidos, horribles, riéndose:

—¡Tú ves, so perro!

Alfreduccio no se rebela. Espera con el rostro girado hacia la luna que aquel examine bien sus ojos, luego pregunta como un niño:

—¿Veo?

—¿Sabes? —dice el Rosso, soltándolo—. Después de todo, que tengas que hacerte el ciego es una suerte.

Dos días después, temprano, ahí están con Marco por el camino polvoriento; el Rosso en el centro, Alfreduccio a la izquierda y Marco a la derecha, uno del brazo del Rosso y el otro agarrado al borde de su chaqueta.

Marco, el poeta, tiene un aire digno y sereno de apóstol, con el pecho inundado por una barba solemne, que fluye, un tanto entrecana. Su ceguera no es tan horrible como la de Alfreduccio. Sus ojos se han secado, sus párpados están amurallados. Y avanza feliz por el aire que ventila su rostro de cera. Es consciente de que posee un don precioso, el don de la palabra, y la vanidad de darse a conocer también en los pueblos vecinos tal vez lo haya convencido a irse con aquellos dos. (Es necesario que yo lo suponga, porque sé de cierto que Marco no se juntaría con los dos mendigos del grabado por ninguna otra razón.) El Rosso es listo. Para que Marco lo aprecie, en cierto momento, le pregunta:

—¿Fuiste a la escuela de niño, Marco?

Marco asiente con la cabeza.

—Yo también —dice Alfreduccio—. Hasta el tercer año de primaria.

—¡Calla tú, animal! —le grita el Rosso—. ¿Quieres compararte con nuestro Marco que, me imagino, también sabe latín?

Marco asiente de nuevo con la cabeza, luego arruga la frente y dice con gravedad:

—Latín, italiano, Historia y Geografía, Historia Natural y Matemáticas. Llegué hasta el tercer año de gimnasio.26

—¡Uy, entonces casi podías hacerte cura!

—¡Sí, cura! Tendría apenas trece años cuando mis ojos enfermaron y mi padre me sacó de la escuela para enviarme a la ciudad, a casa de una tía mía, para que me curara.

—Ya, porque tú naciste sano, lo sé.

Pero los listos no siempre consiguen valerse provechosamente de su sagacidad, ocultándola no aguantan la tentación de descubrirla, sobre todo cuando los obliga a debilitarse y la persona sobre quien la ejercen se muestra satisfecha por su debilidad.

—¿Es cierto —añadió el Rosso—, que tu padre era escribano en una tienda de lotería y que se metía en el bolsillo las apuestas de los simplones que iban a jugar? Yo no me lo creo.

—Yo sí —contesta, seco, Marco.

—¿Ah, sí? Pero hacía bien, ¿sabes? ¡Muy bien! Viendo todo aquel dinero desperdiciado, pobre caballero, él lo habrá necesitado. Lo entiendo. Así que, ¿te volviste ciego en la ciudad?

—¿Quieres que te lo cuente? —dice Marco—. Sí, en la ciudad. En casa de mi tía, que era monja de casa.27

—Que te enseñó la Biblia, ¿verdad?

—Me enseñó… La leía, yo aprendí.

—¿Hermana de tu padre?

—Sí. Apenas la recuerdo. ¡Me daba unas patadas!

—¿Patadas?

—Yo tenía dificultades en la lectura; se enfadaba…

—… ¿y daba patadas?

—Porque yo le sugería las palabras que ella no conseguía leer. No quería. Quería leerlas por sí misma. Ya estaba ciego. Me decían que no, que me operarían, cuando… no sé, decían que tenía que madurar. Y esperaba. Pero me aburría en casa de mi tía: quería volver a mi pueblo, y lloraba. Mi tía al final se cansó y me dijo que en el pueblo no tenía a nadie más, porque mi padre, tras perder el empleo, se había ido a América. ¿A América? ¿Cómo? ¿Me habían abandonado allí, solo, en casa de la tía? Pero luego supe lo que significaba para ella América. El otro mundo. Me lo dijo la sirvienta, cuando también murió mi tía. Yo había cambiado de casa dos veces mientras vivía con ella y no sabía exactamente dónde estaba viviendo. Todavía veía mi casa como un sueño y me creía vestido como cuando mi padre me acompañaba a la escuela. Pero la sirvienta, dos días después de la muerte de mi tía, me cogió de la mano, hizo que bajara por una escalera que no se acababa nunca y me llevó por la calle. Allí se puso a gritar, sin dirigirse a mí, unas palabras que al principio no entendí: «¡Caridad para este pobre huérfano, ciego, abandonado, solo en el mundo!». Me giré: «¿Qué dices?». Y ella: «Calla, niño, dilo conmigo y extiende la manita, así». ¿La manita? Me la puse tras la espalda enseguida, como si hubiera querido que tocara fuego.

Alfreduccio, conmovido, siente un escalofrío en la espalda que lo hace reír:

—¡Hay que estar alegres!

—¡Alegres, diablos! —el Rosso le hace eco—. Después de todo, la profesión siempre te ha ido bien, ¿o no?

—¡Muy bien! —exclama Marco—¿Sabes que hubiera podido entrar en una residencia para aprender algún arte o un oficio para ganar dinero? Por ejemplo, tocar el violín o la flauta. ¡Cuánto me hubiera gustado saber tocar la flauta! Pero también hubiera podido seguir estudiando. En cambio, aquella se aprovechó de mí, me tuvo más de diez años consigo… ¡Cuando pienso en ello!

—¡Deja de hacerlo! —le aconseja el Rosso—. Piensa más bien en distraerte durante estos días, lo necesitas. Pareces un Cristo de cera. ¡Si vieras qué bonito día y qué bonito campo!

—¡Ya! —suspira Marco, encogiéndose de hombros—. Pero no te hagas ilusiones, ¿sabes? No hay nada de nada, ni siquiera para ti.

—¿Cómo que no hay nada?

—Nada. ¡Los ojos, querido mío! Aquí somos dos ciegos y medio. Pon que tú también fueras completamente ciego, ¿dónde se van tu bonito día y tu bonito campo?

El Rosso se detiene para mirarlo, como para ver si habla en serio, luego estalla en una carcajada.

—¡Oh, no te preocupes! —le dice—. Conmigo no sirve, ¿sabes? Espera a hacerte el poeta cuando estemos ante la gente.

—¡Ignorante! —exclama Marco—. ¿Qué tiene que ver hacerse el poeta? Es física, querido mío.

—¿Física? No me lo trago.

—Nadie puede saber ni conocer las cosas tal como son. Así me consuelo yo. Tú dices que aquí, sí, hay muchas cosas porque tú las ves, mientras que yo no. Pero cómo son, tú que las ves, no lo sabes mejor que yo. Yo te lo explico. ¿Qué ves allí?

—Una cruz, donde el año pasado mataron a don Dodo.

—Gírate, lo sé. ¿Qué ves al otro lado?

—Un almiar, con un cazo en la cima como si fuera un sombrero.

—¿Y de qué color te parece? ¿Amarillo?

—Color paja, diría.

—Color paja, para ti. La paja, por su cuenta, quién sabe qué es, quién sabe cómo es. ¿Sabes dónde están los colores? En los ojos. Y cuidado, solo cuando ven la luz. De hecho, ¿acaso ves colores por la noche, en la oscuridad? Así que los ojos, querido mío, ven falsamente, con la luz.

—Espera —dice el Rosso—. Ahora mismo me los quito. Igualmente son de mentira.

—¡Ignorante! —repite Marco—. No digo esto. Tú ves la cosa tal como tus ojos te la hacen ver. Yo la toco y me la imagino, con los dedos. Dime algo, si piensas en la muerte, ¿qué ves tú también? Negro, más negro que el mío. ¡Ante la muerte todos estamos ciegos, todos! ¡Todos ciegos!

—¡Y ahora empieza la prédica! —exclama el Rosso—. ¡Cállate, que aquí no hay nadie!

Así suele empezar Marco sus prédicas, al menos las más solemnes y terribles. «¡Todos ciegos! ¡Somos todos ciegos!» y levanta los brazos, agitando las manos, mientras su rostro, con el volumen de toda aquella gran barba negra, palidece.

Un ciego que tache de ciegos a los demás no se ve todos los días. Y tiene éxito.

Ahora bien, el Rosso aprecia estas habilidades de Marco porque sabe que le rinden bien; pero se puede estar seguro de que considera tontos a quienes le dan limosna. Viviendo por los campos como un animal huraño, él también se ha forjado una filosofía peculiar de la cual, mientras caminan (para no quedarse detrás de nadie), quiere dar un botón de muestra a sus dos compañeros. Los planta en medio del camino diciéndoles que esperen un poquito porque ha reflexionado sobre el hecho de que Sopri está muy lejos y no podrían llegar allí antes de la media noche.

—Razonáis entre vosotros sobre los colores que no existen. Me los voy a llevar de paseo. ¡A vosotros no os sirven!

—¿Y dónde vas? —le pregunta Alfreduccio.

—Aquí cerca. No tengáis miedo, vuelvo pronto. Pienso en todos.

Alfreduccio extiende una mano para tocar a Marco y acercarse a él; no toca nada porque Marco está detrás, y entonces lo llama:

—¡Marco!

—¿Eh? —contesta este, extendiendo una mano en el vacío.

Pero la voz es suficiente para consolarlos, al menos se sienten cerca.

—¡Qué bonito aire!

—¡Hay que estar alegres!

Suspiran de alivio, oyendo el ruido profundo de la muleta del Rosso.

—¡Aquí estoy, silencio! —dice este, jadeando y arrastrando a Marco por el camino—. ¡Vamos! ¡Vamos!

Marco, consternado, sacudido por tanta energía, pregunta:

—¿Por qué?

—¡Silencio! —impone de nuevo el Rosso. Y por fin, parándose en un recodo del camino, coge una mano de Alfreduccio para que toque algo en la talega.

—¿Una gallina? —dice Alfreduccio enseguida.

Marco frunce el ceño:

—¿La has robado?

—No. La he cogido —contesta el Rosso tranquilamente.

Marco se rebela:

—¡Ve inmediatamente a dejarla donde la has robado!

—¿Para que se la coman los perros? ¡Ya está muerta!

—¡No quiero saber nada! ¡Tírala! Si tenemos que estar juntos, ¡nada de robar! Te lo impongo como condición.

—¿Y quién roba? —dice el Rosso riéndose—. ¿Acaso a esto lo llamas robar? Sí, quizás en la ciudad. Pero aquí estamos en el campo, querido mío. El zorro sí, si se le ocurre, coge una gallina, ¿y yo, hombre, no puedo? ¡Ensancha tu mente, al aire libre!

—¡No ensancho nada! —replica Marco, pataleando—. Vuelvo atrás, con el riesgo de romperme el cuello. ¡Con los ladrones no me llevo bien!

Y se aleja de Alfreduccio, que se ha aferrado con una mano a su brazo.

El Rosso lo retiene:

—¡Vaya, qué furia! Quiere decir que no comerás, ¡tú que eres hombre de bien! Pero si la paja, con perdón, es paja para mí, ¿por qué el zorro tiene que parecerte un ladrón? Será ladrón para ti que has comprado la gallina. Pero el zorro tiene hambre, querido mío, no es un ladrón. ¿Ve una gallina? La coge.

—¿Y tú qué eres, un zorro? —le pregunta Marco.

—No —contesta el Rosso—. Pero ¿qué quiere decir para ti ser hombre? ¿Morir de hambre?

—¡Trabajar! —le grita Marco.

—¡Bravo, perro! ¿Y si no puedes?

—¡Hago esto!

Y Marco extendió una mano en acto de pedir limosna.

Entonces el Rosso no pudo resistirse:

—¡Puaj!

Un escupitajo en aquella mano. Salido realmente del fondo de su estómago.

Marco se vuelve, furibundo:

—¡Cerdo! ¡Asqueroso! ¡Vil! ¿A mí, un escupitajo? ¿Te aprovechas de que soy ciego?

Y con aquella mano de donde cuelga el escupitajo, levantada por el asco, y con la otra armada con el bastón, busca al Rosso, que lo evita retrocediendo y riéndose.

Alfreduccio, apartado, asustado, se pone a gritar:

—¡Ayuda! ¡Ayuda!

Pero enseguida el Rosso lo alcanza y le tapa la boca.

—¡Calla, animal! ¡Era una broma!

Marco patalea, se retuerce por la rabia, encorvado, y grita que quiere regresar. Entre las manos del Rosso, Alfreduccio, como si se estuviera ahogando, le grita:

—¡Y yo voy contigo, Marco!

Entonces el Rosso los echa a empujones:

—¡Id a romperos el cuello, ambos! ¡Quiero veros! ¡Id, id!

Los dos se alcanzan, cogidos de la mano y se van, tocando con sus bastones el polvo del camino. Aquella prisa enfadada de pobres impotentes que, avanzando, parecen bailar a causa de la ira, provoca de nuevo las risas del Rosso, que se ha parado a mirarlos. Pero, en cierto momento, viendo que a la vuelta siguen recto, empieza a gritar:

—¡Parad! ¡Parad, por Dios!

Y corriendo apenas llega a tiempo para salvarlos del peligro de precipitarse en el barranco.

—Aquí estoy, dame una paliza —le dice a Marco, dejándose llevar—. Estoy aquí.

Marco, todavía rabioso, le aferra la camisa a la altura del pecho y le grita:

—¡Dale las gracias a Dios, carroña, de que no lleve nada encima! ¡Te mataría!

—¿Quieres un cuchillo? ¡Toma, mátame! —dice el Rosso, metiéndose una mano en el bolsillo para fingir que busca el cuchillo. Pero estalla de nuevo en una carcajada, al descubrir que Alfreduccio de verdad ha sacado su cuchillo—. ¡Tontito! —le grita, sujetándole la mano—. Ah, ¿de verdad lo has sacado? ¡Bravo, sapo! ¡Y mira qué afilado es! ¡Y desproporcionado! ¿Sabes que podría meterte en la cárcel como si nada? ¡Déjalo, tíralo! Así… ¡En el suelo, tú también!

—¡Por caridad! ¡Por caridad! —gime Alfreduccio, arrodillándose ante él.

—¿Qué le haces? —grita Marco.

—Nada —dice el Rosso enseguida, recogiendo con una mano el cuchillo y estirando con la otra una oreja de Alfreduccio—. Le corto esta oreja, para que se acuerde de esto.

—¡No! —grita Alfreduccio, irguiendo la cabeza y abrazando las rodillas del Rosso.

—¡Suéltame las piernas! Me has hecho reír —dice entonces el Rosso—. Levántate y vámonos: ¡basta ya! Si no, llegaremos a Sopri para el año santo. Vamos, vamos. Y toma tu cuchillo, que te puede servir para cortar el pan. Era una broma, Marco. Tú dices que pides limosna, como si esa no fuera también mi profesión… Cuando estoy en el campo, si tengo hambre y nadie me ve y veo una gallina, con perdón, no puedo ir a pedirle: «¡Pon un huevo para mí, bonita, por favor!». No me lo pone. Pues yo la cojo, la aso y me la como. Tú dices que robo, yo digo que tengo hambre. Aquí estamos en el campo, querido mío. Los pajaritos actúan así, los ratones actúan así, las hormigas actúan así… Criaturitas de Dios, inocentes. Hay que ensanchar la mente. Y puedes estar seguro de que no la cojo para enriquecerme, porque de ese modo sí que sería un ladrón desvergonzado: la cojo para comer, y quien muere, muere. Una vez saciado, no toco ni siquiera a una mosca. La prueba es que ahora tengo una pulga que me está chupando la sangre en una pierna. La dejo chupar. Aunque, dime, ¿puede existir un animal más estúpido que esta pulga? ¡Chuparme la sangre a mí, mi sangre que no puede ser dulce ni pura ni nutritiva, y dejar en paz las piernas de los señores!

Alfreduccio estalla en una carcajada y también hace reír a Marco, que no tiene ninguna gana de hacerlo. Le hierve la sangre; siente un gran fuego en la cabeza, tiene dificultad para respirar.

El Rosso se da cuenta de ello y se preocupa.

—Tienes que descansar un poco —le dice—. Deja que yo me encargue. Allí, a la sombra.

Ayuda, primero a uno y luego al otro, a subirse al borde del camino y a sentarse a la sombra de un gran platanero; él también se sienta y le dice a Alfreduccio al oído.

—Tengo miedo de que no aguante el camino.

—Yo también —dice Alfreduccio—. Toca su mano, quema.

El Rosso reacciona con ira:

—¿Y qué quisieras hacer?

—¡Bah! Yo diría…

—¿Volver atrás? ¡Qué negocio he hecho juntándome con vosotros dos! Deja que descanse, verás que se le pasará todo. ¡Me pregunto qué hacéis en la tierra vosotros dos! ¡Ni siquiera sois buenos para recorrer tres millas a pie! ¡Mataos! ¡Qué vida es la vuestra! Mira qué cara, ¡oh!, mira qué ojos. ¡Suerte que no te ves, querido mío!

Alfreduccio escucha con una sonrisa de tonto en los labios, apoyado en el tronco del árbol.

—Ah, ¿tú te ríes?

—Eh —contesta Alfreduccio—, ¿qué quieres que haga?

—Quisiera ponerte una flor en la boca —continúa el Rosso—, lavarte, peinarte y vestirte como a un señor, luego te llevaría a las ferias: «¡Miren, señores, qué bonitas cosas hace Dios!». ¡Cierra la boca, diablos! ¡O te la clausuro con un puñetazo! No puedo verla tan abierta.

Alfreduccio cierra la boca enseguida, y entonces el Rosso retoma la palabra con otro tono:

—Si llegamos a Sopri, verás que haremos una buena recolecta. Teniendo algo ahorrado, no estaremos obligados a movernos siempre. Podríamos tomarnos las cosas con tranquilidad y veranear nosotros también. Sopri es un pueblo bonito, ¿sabes? Es grande y conozco varias personas allí, hombres y también… también mujeres, sí —se ríe y añade—: ¿Mujeres… tú… nada?

Alfreduccio le muestra su rostro delgado, con la boca de nuevo abierta en una sonrisa inefable:

—Nunca —dice.

—¿Y cómo has hecho? ¿Nunca lo has pensado?

—Sí, siempre. Pero…

—Entiendo. Pero los ciegos, sabes (¡cierra la boca!), los ciegos con las mujeres honestas pueden tener suerte. Mira, apostaría a que Marco, hombre guapo, habrá tenido sus aventuras. Porque para la mujer, ¿entiendes?, lo importante es que pueda hacerlo sin ser vista. Un ciego, que no puede saber ni decir mañana con quién ha dormido, es precisamente lo que ella necesita. Y yo sé de muchos ciegos que son buscados y enviados a casa de ciertas viejas… Ah, pero no feos como tú. Dime, ¿te gustaría?

—Eh —contesta de nuevo Alfreduccio, encogiéndose de hombros.

—Bien, en Sopri, si llegamos —promete el Rosso—. Pero tú convence a Marco de venir con nosotros.

—Sí, sí, no lo dudes —se apresura a decir Alfreduccio, con tal empeño que el Rosso se ríe fuerte.

Al oír la carcajada, Marco, que se ha tumbado en el suelo y se ha dormido, se despierta del sobresalto y pregunta asustado:

—¿Quién es?

El Rosso extiende una mano, le toca la frente y hace una mueca.

—Quédate, quédate allí —le dice—. Duerme tranquilo.

Luego, dirigiéndose a Alfreduccio:

—Tiene fiebre de verdad, ¡oh! Y alta. ¿Sabes qué haré? Te dejo aquí de guardia y voy a ver si consigo que nos cocinen la gallina en algún lugar. Sé bien cómo son los caballeros: la gallina, no, no se la comerá porque la he robado, pero seguramente mojará el pan en el caldo. Espérame. Vuelvo pronto. Y mientras, piensa en las mujeres, tú, así estarás alegre.

Alfreduccio vuelve a abrir la boca en su sonrisa de tonto. El Rosso, mientras desciende, se gira a mirarlo, por una idea que se le ocurre: arranca una de las amapolas que brillan al sol, en la orilla del camino y pone su tallo amargo en la boca de Alfreduccio que salta enseguida, haciendo muecas y escupiendo.

—¡Tonto, para! Es una flor. Abre la boca. Quiero dejarte así, como un novio.

Se ríe. Y se va.

Alfreduccio se queda un rato quieto con aquella amapola en la boca. Oye otra carcajada del Rosso por el camino. Luego, nada más.

—¡Marco!

Le contesta un lamento.

—¿Te encuentras muy mal?

Y Marco:

—Pasa un carro. Tírame encima de él.

—¿Un carro? —dice Alfreduccio, aguzando el oído—. No, ¿sabes? No pasa ningún carro. ¿Quisieras regresar? Apenas venga el Rosso, se lo diremos. Estamos en sus manos.

Marco menea la cabeza. El otro espera un poco más, luego, al ver que no le dice nada, permanece callado. Alrededor hay un gran silencio.

De pronto Marco se sacude y retira su mano de la del compañero.

—¿Qué ocurre?

—No sé. Algo ha pasado por mi cara.

—¿Una hoja?

—No lo sé. Dormía.

—Duerme, duerme. Te hará bien.

Una voz lejana, de mujer que pasa cantando. El vacío se abre alrededor de Alfreduccio, por la lejanía de aquella voz. Con toda su alma en el oído, intenta acercarse a aquella voz. Pero de pronto la voz se apaga. Y Alfreduccio se queda ansioso, consternado, sin poder adivinar si aquella mujer se acerca o se aleja. Vuelve a ponerse la flor en la boca.

—Las mujeres…

(Tal vez sea mejor terminar aquí. No merece la pena seguir desperdiciando fantasía sobre este viejo y estereotipado grabado.)

26 Antiguamente, estudios posteriores a la escuela primaria y previos a la educación superior.

27 Devota que, sin tomar los votos y sin vivir en un convento, se viste y actúa como una monja.