EL MIEDO DEL SUEÑO

Los Florindos y los Lindoros,28 con las cabezas de creta recién pintadas, colgados en fila, para secarse, sobre una de las cinco cuerdas de hierro extendidas de una pared a la opuesta en la penumbra de la habitación (que tenía dos ventanales, pero con protecciones de tela en lugar de cristales), llamaban a la mujer del fabricante de títeres, quien se había adormecido, con una aguja suspendida en la mano que poco a poco bajaba por su regazo, ante una gran canasta llena de gorras, de pantalones, de chaquetas multicolores.

¡Bella señora!29

Y la mujer adormecida se sacudía del susto; se frotaba los ojos; volvía a coser. Uno, dos, tres puntos y, poco a poco, de nuevo, sus párpados se entornaban y su cabeza se inclinaba lentamente sobre su pecho, como si quisiera, un poco tarde en verdad y con mucha languidez, contestar que sí a los Florindos y a los Lindoros: un sí que quería decir no, porque aquella buena señora Fana, si dormía, no podía coser las pelucas.

¡Eh, señora! —llamaban entonces los Polichinelas desde la segunda cuerda.

La mujer adormecida volvía a sacudirse del susto; se frotaba los ojos; volvía a coser. Uno, dos, tres puntos… y de nuevo sus párpados se entornaban, su cabeza se inclinaba lentamente como si quisiera contestar que sí también a los Polichinelas. Pero, ay de mí, la buena señora Fana tampoco cosía las chaquetas ni las gorras.

Y también esperaban tocados y togas, camisas y pantalones y capas reales, sobre las otras cuerdas de hierro, jueces, payasos, campesinos y Carlomagnos y Ferraúses de España:30 en suma, un variado pueblo de títeres y marionetas.

Saverio Càrzara, marido de la señora Fana, por su amplia e ingeniosa producción se había ganado el nombre y la fama de Mago de las ferias. Realmente era un apasionado de su trabajo, y ponía tanto empeño, tanto estudio, tanto amor en fabricar sus criaturitas, como quizás el Señor no puso tanto en crear a los hombres.

—¡Ah, cuántos errores has cometido tú, Señor! —solía repetir el Mago—. Nos has dado los dientes y nos los quitas, uno por uno; nos has dado la vista y nos la quitas; la fuerza y nos la quitas. Ahora mírame, Señor: ¡a qué estado me has rebajado! ¿No tenemos que devolverte ninguna de las muchas cosas buenas que nos has dado? ¡Qué gusto ver, de aquí a cien años, a figuras como la mía!

Él, el Mago, cada noche, venciendo la dificultad con la paciencia, leía todo tipo de libros: desde los Reali di Francia31 hasta las comedias de Goldoni, para enriquecer su mente con nuevos conocimientos útiles para su profesión.

Una buena jarra de vino representaba un consuelo durante aquel estudio. Y leía en voz alta, cometiendo bastos y magníficos errores. A menudo leía tres o cuatro veces seguidas el mismo párrafo, por el gusto de repetirlo o para entender mejor su sentido. A veces, en los puntos más dramáticos y conmovedores, ante alguna frase con efecto, cerraba rápidamente el libro, se ponía en pie y repetía la frase en voz altísima, acompañándola con un largo y enérgico gesto:

¡Y lo marcó con dos balas en la frente!

Se ensimismaba, pensaba un poco en ello y luego repetía de nuevo:

¡Y lo marcó con dos balas en la frente!

Su mujer dormía tranquilamente, sentada al otro lado de la mesa, arropada por un amplio chal de lana. De vez en cuando su ronquido, creciente, molestaba al marido, quien entonces interrumpía la lectura para reproducir con los labios la onomatopeya con la cual se llama a los gatos. Su mujer se despertaba; pero, poco después, volvía a dormirse.

Saverio Càrzara y la señora Fana (como ella se hacía llamar: «¡Porque yo, verdaderamente, por nacimiento y por educación, soy una señora!») se habían casado doce años antes, y nunca una pelea, nunca un malentendido, había turbado la quietud laboriosa de su casita.

De joven, Càrzara, sí, había sido un poco fogoso, al punto que todavía llevaba los pantalones acampanados, como los chulos,32 y tal vez hubiera querido llevar el pelo con mechones sueltos hasta las mejillas pero, ¡ay de mí!, se le había caído precozmente; tal vez también hubiera querido hablar con el énfasis de antaño, pero ahora su voz tenía ciertos repentinos y ridiculísimos cambios de tono, y don Saverio prefería permanecer callado y hablaba solo cuando no podía evitarlo, con prisa y sonrojándose.

A la pérdida del pelo y a la enfermedad de la voz se les había añadido, para acabar de extinguir el fervor juvenil del Mago, el carácter placidísimo de su mujer.

Bajita, delgada, como de madera, la señora Fana parecía tener el espíritu envenenado por el sueño: dormía siempre, envuelta en un aura espesa y grave de letargo, o se acurrucaba en un oscuro y profundo silencio, huyendo de todas las maneras posibles de cualquier sensación de vida.

Había acogido los primeros impulsos amorosos de su marido como alguien con fiebre acogería una sábana mojada. Y así los ardores de Càrzara poco a poco se habían enfriado.

Ahora se ocupaba asiduamente de su trabajo, sin cansarse nunca. A veces, olvidando la enfermedad de su voz, intentaba cantar, mientras trabajaba; pero enseguida se detenía, apenas se le despertaba la dolorosa conciencia de aquella ridícula enfermedad; resoplaba y continuaba (como para engañarse a sí mismo) modulando la tonada, silbando. Algunas noches se entretenía un tanto excesivamente con la jarra de vino, pero su plácida mujer no se quejaba, con tal de que él la dejara dormir.

Este sueño constante de su mujer era una espina que se volvía día tras día más punzante en la carne del Mago. Los títeres, es cierto, expuestos desnudos sobre las cuerdas de hierro no eran capaces de sufrir el frío o la vergüenza, pero, si seguían así, don Saverio se veía amenazado por el riesgo de que en breve todas las habitaciones fueran invadidas por sus desnudas criaturitas, que suplicaban a la señora Fana que les ofreciera, finalmente, la tan esperada ayuda de la aguja. Sin contar con que en casa no entraría dinero, si seguían así.

«¡Fana!», llamaba por lo tanto desde la habitación contigua, donde trabajaba, «¡Fana!», si ella no contestaba, y «¡Fana!», cada media hora, durante todo el día. Hasta que, cansado por aquella vigilia continua, un día decidió que dejaría dormir en paz a su mujer, y que le pediría a otra persona que cosiera la indumentaria de sus criaturitas. Era lo mejor que podía hacer, porque la señora Fana, cegada por el sueño, irritada por las continuas interrupciones, empezaba a contestar a su marido con poca cortesía.

—Ese sueño es mi cruz —les decía el Mago a sus amigos, cuyas palabras de compasión escuchaba con agrado, y sobre todo las de su vecina, a quien había encargado la tarea del vestuario para sus títeres.

Esta vecina le hablaba a Càrzara con la mirada baja, suspirando, de su marido, muerto, «¡un buen hombre, pero perezoso, que en paz descanse!».

—Por el sueño y por el calor de la cama, mire, nos hemos visto reducidos a este estado… Él no: ya duerme en paz, para siempre, ¡pobrecito!, pero yo… ¿me ve? Por eso le digo que nadie puede entenderle mejor que yo…

Y quién sabe hasta qué punto hubiera querido entenderlo de verdad, si el Mago, con su honesto recato, no hubiera impuesto desde el principio un límite a la vecina viuda.

—¡Tenga cuidado, no sea que aquel sueño sea provocado por alguna oculta enfermedad! —le sugería algún amigo.

El Mago se irritaba, se encogía se hombros.

—¡No me hagan reír! ¡Come por dos, duerme por cuatro! ¡Así quisiera yo estar enfermo!

En aquel tramo de calle, no se hablaba de otra cosa que del continuo sueño de la señora Fana, que casi se había convertido en proverbial. Cuando una mañana, poco antes del mediodía, salen de la casa de Càrzara gritos y llantos desesperados.

Todo el vecindario y otra gente que pasaba por la calle acuden y encuentran a la señora Fana tumbada, inmóvil, en el suelo y al Mago que grita arrodillado y llora:

—¡Fana! ¡Fana! ¡Fana mía! ¿No me oyes? ¡Perdón! Fana mía…

Luego, al ver tanta gente, empieza a golpearse las mejillas:

—¡Asesino! ¡Asesino! ¡La he matado yo! ¡No la he curado! Yo que creía…

—¡Ánimo! Ánimo… —le repiten las voces a su alrededor, en la confusión del momento—. ¡Ánimo! ¡Tiene razón, pobrecito!

Y algunos brazos lo arrancan de la muerta, lo levantan, lo arrastran a otra habitación, sosteniéndolo, mientras él, con la ira del primer dolor, interrumpido por los sollozos, narra cómo ha ocurrido la desgracia:

—En la silla, allí… Creía que dormía… «¡Fana! ¡Fana!», la llamo… ¡Ah, Fana mía, te he matado! Yo te he matado… La llamaba… ¿Quién podía suponer? Y ella, ¿cómo podía contestarme? Ha muerto, ¿lo entienden? ¡Así, en la silla! Me acerco para sacudirla, lentamente… y ella… ¡Oh, Dios! Veo que se cae al suelo ante mis ojos… ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Oh, Fana mía!

Càrzara está sentado, inconsolable, entre un corro de amigos, mientras la señora Fana es levantada del suelo y tumbada en la cama. Enseguida es rodeada por curiosos que se asoman para mirar por encima de los hombros de los que están más cerca. La buena señora Fana tiene los ojos cerrados y parece que duerma plácidamente, pero está fría y pálida, como de cera. Y algunos quieren ver cuánto pesa su brazo, otros le tocan la frente, venciendo la repugnancia, con curiosidad recelosa, otros le arreglan el vestido.

Parece que el pueblo de los títeres, colgado en las cuerdas de hierro, asista aterrado desde lo alto a esta escena, con los ojos inmóviles en la sombra de la habitación. Parece que los Polichinelas se hayan quitado las gorras por respeto hacia la muerta; que los Florindos y los Lindoros se hayan arrancado las pelucas por la desesperación del dolor; solamente los paladines de Francia, encerrados en sus armaduras de hojalata o de cartón dorado, ostentan un fiero desdén por aquella humilde muerte que no ha ocurrido en el campo de batalla; los pequeños Pasquinos33, con las cejas espesas y pintadas y la colita aguda en la nuca, conservan la expresión burlesca de la sonrisa que retuerce su rostro, como si quisieran decir: «¿Qué? ¡Qué! ¡La dueña bromea!».

Mientras tanto, ¿quién va a buscar al médico? ¿Un médico? ¿Por qué? ¡Pobre señora Fana! ¡Ha muerto sin consuelo religioso! ¡Las antorchas! ¡Cuatro antorchas! Sí, pero… ¿el dinero? ¡Aquí está! Una vecina lo ofrece. Se va a buscar al médico. ¡Pero es inútil! ¡Hay que vestirla antes! ¿Dónde estará su ropa? Las vecinas más atentas buscan el armario, husmean por doquier. ¿Dónde está el armario? Y mientras tanto, a los pies de la cama, alguien le quita los zapatos a la muerta, mientras los demás aconsejan: ¡despacio, despacio!, como si la pequeña y buena señora Fana pudiera hacerse daño. Llega el médico, observa, en aquella confusión, a la yaciente; luego les pregunta a los vecinos: «¿Por qué me han llamado?». Nadie lo sabe o se preocupa en contestarle, y el médico se va. Entonces las vecinas echan a la gente de la sala y visten a la señora Fana y la cubren con una sábana.

El Mago, sostenido por las axilas, es llevado ante el lecho de la muerta. La señora Fana sobre la amplia cama parece tan delgada y pequeña, que su cuerpo apenas se adivina debajo de la sábana: dos, tres leves pliegues, muestran el cadáver a la luz amarillenta de los grandes cirios.

Ya ha llegado la noche. Tres vecinas velarán a la muerta durante toda la noche. Cuatro amigos, en otra habitación, le harán compañía al Mago.

—Ah, qué dolor aquí… —se queja este de madrugada.

—¿En el corazón? ¡Eh, pobrecito!

—No —don Saverio indica la mejilla—. Como si tuviera un perro enseñando sus dientes.

—El dolor te gasta bromas… —le contesta uno de sus amigos.

Y el otro le propone, con vacilación:

—Para aturdirlo, una calada…

El tercero le ofrece un puro.

—¡No! —se defiende el Mago, un tanto ofendido—. Fana, allí, está muerta, ¿cómo podría fumar yo, aquí?

Un cuarto se encoge de hombros y observa:

—No veo qué habría de malo en hacerlo, si no fuma por placer…

Y aquel otro le ofrece de nuevo el puro (la tentación).

—Gracias, no… si acaso, la pipa… —dice don Saverio, sacando, vacilante, una vieja pipa con restos incrustados de su bolsillo.

Los cuatro amigos lo imitan.

—¿Cómo se siente ahora? —le pregunta uno, poco después.

—Igual… —contesta el Mago—. Rabio por el dolor.

—Tal vez, escúcheme, un poquito de vino… —sugiere el primero, entristecido y cuidadoso.

Y los demás:

—¡Claro!

—¡Mejor!

—¡Aturde! ¡La noche es tan fría!

—¿Les parece que puedo beber? —pregunta tristemente don Saverio—. Fana está muerta… Si ustedes quieren, sin ceremonias, tiene que haber vino…

Uno de los amigos se levanta muerto de frío y va a buscar el vino, siguiendo las indicaciones del viudo, no para sí ni tampoco para sus amigos, sino para aquel pobrecito que tiene dolor de muelas… Una botella y cinco vasos. Poco a poco la conversación fluye, triste. Al Mago le queda el remordimiento por no haber escuchado a quien le había confiado la duda de que el sueño constante de su mujer no fuera la señal manifiesta de una enfermedad que crecía en el interior de ella. Sí, así era: ahora, demasiado tarde, tenía prueba de ello. Pero mientras tanto… Eh, ya, mientras tanto había que animarse, resignarse. Ninguna culpa involuntaria, a fin de cuentas, por su parte: había dejado dormir a su mujer para no molestarla. Su esposa, en cambio, estaba enferma, dormía, pobrecita, como para prepararse para el último sueño. ¿Qué sabía don Saverio de ello? ¡Aquella desgracia tenía que ocurrir un día u otro! ¡No era vida! Entonces mejor antes que después, y por muchas razones…

Así, poco a poco, la botella se vaciaba, pero muy lentamente, sin prisa. Y finalmente llegó el amanecer.

En los cuatro ángulos de la cama las antorchas se habían consumido por la mitad, no obstante el cuidado de una vecina que pacientemente había nutrido hora tras hora las llamas con las gotas que recogía de los troncos, porque contaba con llevarse los restos de aquellas antorchas, mientras las otras dos compañeras dormían plácidamente en las orillas de aquel lecho fúnebre.

Hacia las primeras horas del día llegaron los portadores con la camilla.

Los muertos, en los tiempos del Mago, no se enviaban al otro mundo en cajas, se usaban otros medios de expedición: una suerte de camilla descubierta.

Todo el vecindario ya estaba a la espera, para acompañar a la difunta hasta la salida del pueblo.

Don Saverio quiso atar con sus propias manos las muñecas de su mujer con un lazo de seda amarilla, como se estilaba entonces; luego, ayudado por un amigo, levantó a la muerta de la cama, cogiéndola por los hombros, y la puso sobre la camilla, con un crucifijo en el pecho; la besó en la frente y la contempló un rato a través de las lágrimas que brotaban abundantes de sus ojos hinchados y rojos.

Un sacerdote, pronunciando una oración con los labios casi cerrados y los ojos entornados, bendijo el cadáver, y finalmente los portadores se introdujeron entre los palos de la camilla y se pusieron las correas en los hombros. Y se fueron.

El Mago cayó de nuevo víctima de los cuatro amigos de la vigilia.

El cortejo fúnebre avanzaba silencioso por las calles del pueblo, desiertas a aquellas horas. El frío era intenso, y los hombres caminaban con los hombros encogidos y con las manos en los bolsillos, mirando su propio aliento que se evaporaba en el aire rígido en lugar del humo de la pipa, que no encendían por respeto hacia la muerta. Las mujeres caminaban envueltas en sus chales negros de lana o en las esclavinas de paño, conversando entre ellas en voz baja, y las viejas susurraban oraciones. De vez en cuando el cortejo se detenía y los portadores se turnaban.

El camino que llevaba al cementerio, en la cima de la colina que domina la ciudad, se doblaba bruscamente cuando empezaba la cuesta, fuera de la zona habitada. Justo en el recodo había una vieja higuera, con el tronco nudoso y las ramas ásperas y retorcidas, que impedían el paso. Esta higuera, guardiana del camino del cementerio, no había sido retirada porque el hecho de que dificultara así, con sus ramas, el tránsito a los muertos, les parecía de buen augurio a los vivos.

Al llegar cerca del árbol, el séquito ya se disgregaba cuando, de pronto, como los portadores, al darse el cambio, habían enganchado el vestido de la muerta en las ramas más sobresalientes de la higuera, la señora Fana, con cosquillas en las piernas, en las manos y en el rostro, a causa de las hojas del árbol, entre los gritos de horror de todos los presentes, se sentó en la camilla, con las muñecas atadas, color de cera, asombrada por encontrarse en aquel lugar, al aire libre, entre tanta gente del pueblo que gritaba horrorizada.

Por voluntad de Dios o por mano del Diablo, la pequeña señora Fana había resucitado. Quizás el mérito le correspondía más al Diablo, al menos a juzgar por la prueba que de su resurrección quiso dar enseguida, rompiendo el lazo que ataba sus muñecas para lanzar contra la gente que la aturdía el crucifijo que se encontró en el regazo. Tras bajar de la camilla con las manos en el pelo, fue rodeada por sus amigas, por los curiosos que habían seguido el cortejo fúnebre. En un instante se difundió, voló, la noticia de la resurrección y la gente acudía desde cualquier lugar para ver el milagro.

—¡Milagro! ¡Milagro!

Y la pequeña señora Fana no encontraba las palabras para contestar: aturdida, oprimida, asaltada por las preguntas, miraba en la boca de la gente. ¡Una silla! ¡Una silla! ¿No se sostenía de pie? ¿Los pies? ¿Cómo se los sentía? ¡Aire, aire! ¿Los pies? ¿Cómo? ¿Le dolían los pies?

—Sí…, llevo los zapatos que me quedan estrechos, hacía un año que no me los ponía… —contesta la señora Fana, mirándose los pies, sentada.

Los más cercanos se ríen; le quitan los zapatos.

—Quiero volver a casa… —continúa la señora Fana.

Entonces surge una división de opiniones entre la gente reunida.

—¡Por caridad, que no vaya a su casa enseguida! —aconsejan algunos.

—¡Enseguida, enseguida! —insisten otros.

—¡No! ¡Preparen al marido para la noticia, podría enloquecer!

—¡Es justo! ¡Es justo! —gritan de un lado, pero del otro, levantando la silla donde la señora Fana estaba sentada, insisten—: ¡A casa! ¡A casa!

—¡No, primero a la iglesia, a darle las gracias a Dios!

—¡A casa! ¡A casa!

Mientras tanto, cuatro vecinos del Mago se escapan de aquel pandemónium para ir a su casa y prepararlo para el fausto acontecimiento, antes de que llegue la procesión que grita en delirio por las calles:

—¡Milagro! ¡Milagro!

—Cosas que ocurren… —explica, sonriendo, el médico de la mañana en una farmacia—. Un síncope terminado a tiempo, ¡por suerte!

Los vecinos que han ido a casa de Càrzara para darle la noticia lo encuentran entre los cuatro amigos de la vigilia, si no del todo consolado, bastante calmado. Habla de sus títeres y de su arte, fumando y bebiendo con los demás, a sorbitos, sin pensar en lo que hace. La tristeza, sí, permanece en su voz, porque la conversación ha empezado con la desgracia de su mujer, que hacía mucho que no lo ayudaba en su trabajo, pero habla de ella como si hubiera muerto un año atrás. Los amigos alaban su criaturitas, y él se complace, es más, ha cogido una adrede de una cuerda y la muestra a los cuatro admiradores.

—Miren… no, por favor, miren bien. En conciencia, ¿quién trabaja ahora así? ¡Estos no se rompen ni siquiera si los tiran sobre los cuernos de Tubba, que osa proclamarse mi rival! Es fácil que un niño, factura de Dios, muera, pero estos que hago yo viven cien años, ¡palabra de honor! Hay una razón: nunca he tenido hijos, ¿me entienden? Mis hijos siempre han sido estos.

Pero la extraña animación en los rostros de los recién llegados, jadeantes y exultantes, sorprende al Mago y a sus cuatro compañeros.

—¡Una buena noticia, don Saverio!

—No, es decir… sí… una noticia que le alegrará…

—¿Qué noticia?

—Mire… dicen… que tantas veces… sí, uno se engaña y que luego no es cierto… ciertas enfermedades…

—¡Milagros de la Virgen! —exclama uno, con los ojos animados, incapaz de contenerse.

—¿Qué milagros? ¿Qué enfermedades? ¡Hablen! —dice el Mago, levantándose, inquieto.

Pero desde el fondo de la calle ya se empieza a oír el clamor confuso de la procesión.

—Su mujer, ¿lo oye?

—¿Y bien?… ¿Y bien?… —balbucea don Saverio palideciendo, luego de pronto, sonrojándose.

—¿No ha muerto? —pregunta sorprendido uno de los cuatro compañeros.

—¡No, don Saverio, no! ¿Oye? Se la lle… ¡Oh, Dios, don Saverio! ¿Qué ocurre?

El Mago se abandona en la silla, inconsciente.

—¡Vinagre! ¡Vinagre! ¡Háganle aire!

El clamor de la procesión crece, se acerca cada vez más, se vuelve ensordecedor. El pueblo entero ya está debajo de la casa del Mago. Y en vano los que han llegado primero y dos de los compañeros desde el balcón hacen señales con los brazos para que se callen: nadie les hace caso. Y ya la señora Fana, bajada entre aclamaciones de los hombros de los que la llevan, se levanta de la silla, confundida, aturdida por las miles de felicitaciones que le están lloviendo.

—¡Silencio! ¡Silencio, por Dios! ¡Se ha desmayado! ¡Lo harán enloquecer!

La señora Fana, seguida por una gran multitud de gente, sube por la escalera —la casa está atestada—, don Saverio no se reanima.

—¡Saverio! ¡Saverio! ¡Saverio mío! —lo llama su mujer, abrazándolo.

—¡Ahora se muere el marido! —exclama la gente.

Finalmente el Mago se reanima. Marido y mujer se abrazan, llorando por la alegría, largamente, entre los aplausos y las aclamaciones de todos los presentes. Don Saverio no puede dar crédito a sus ojos.

—¿Cómo? ¿Es verdad? ¿Es verdad?

Y toca, aprieta, vuelve a abrazar a su mujer, llorando.

—¿Es verdad? ¿Es verdad?

Luego, como enloquecido por la alegría, empieza a saltar como un ternero y con las manos sacude, agita, descompone los títeres en las cuerdas de hierro y las marionetas, invitando a los demás a hacer lo mismo.

—¡Así! ¡Así! ¡Que bailen! ¡A bailar! ¡Bailemos todos, por Dios!

Y mil brazos minúsculos y mil piernitas de madera se agitan, con furia loca, en un loco tripudio, entre las risas y los gritos de la gente. Los más ridículos son los Pasqualinos, con el rostro retorcido por la mueca picaresca: «¡Ya decíamos nosotros que el ama bromeaba!». Y bailan y se balancean alegremente.

Poco a poco los curiosos se van, se quedan los más íntimos del vecindario: una docena de personas.

—¡A comer! ¡A comer! ¡Todos a comer aquí conmigo! —propone el Mago.

Y se celebra una segunda fiesta de boda.

Pero, tras terminar la fiesta:

—¡Cuidado, ahora, don Saverio! —le recuerdan sus amigos en voz baja, antes de irse—. Cuidado con que su mujer no se ponga a dormir como antes… ¡Cuidado!

Desde aquella misma noche empezó para el Mago una vida infernal.

No había nada más natural que por la noche, Dios santo, su mujer durmiera. Pero él ya no podía verla dormir. La tocaba ligeramente para sentir si estaba fría, se levantaba apoyándose sobre un codo para distinguir a la luz del quinqué si la manta se movía al ritmo de la respiración de ella, y, no contento, encendía la vela para examinarla mejor, por si estaba demasiado pálida… Fría no estaba, y respiraba, sí, pero ¿por qué tan lentamente? ¿Por qué estaba tan plácida?

—Fana… Fana… —la llamaba entonces en voz baja, para no despertarla con un sobresalto.

—Ah… ¿quién es?… ¿Qué quieres?

—Nada… soy yo… ¿Te encuentras mal?

—No. ¿Por qué? Dormía…

—Bien… pues duerme, duerme.

—Pero ¿por qué me has despertado? ¿Cómo hago ahora para volver a dormirme?

También la señora Fana, ahora, le tenía miedo al sueño; se agitaba en la cama, sin poder cerrar los ojos, angustiada por el terror, como a la espera de que algo de un momento a otro tuviera que faltarle por dentro. Pero las noches en que estaba tan agitada y no dormía, el Mago, en cambio, estaba contento y dormía él hasta que su mujer, oprimida por el insomnio y por el miedo, lo despertaba a su vez.

De manera tal que la noche no ofrecía descanso a ninguno de los dos. El día, además, era un tormento continuo.

Al no dormir por la noche, naturalmente el sueño los asaltaba a menudo durante el día. Pero don Saverio lo alejaba para vigilar a su mujer, que amenazaba con dormirse en la silla, como antes. Para distraerla, la entretenía con conversaciones tontas y sin relación entre ellas, porque la consternación constante menguaba su fantasía.

¡Y pretendía que su mujer lo escuchara!

—¡Hijos míos, ayudadme vosotros! —exclamaba el Mago, dirigiéndose a sus títeres.

Quitaba dos muñecos de las cuerdas de hierro y le daba uno a su mujer.

—Toma, tú aguanta esto…

—¿Para qué? —preguntaba sorprendida la señora Fana.

—Escucha: te haré morir de la risa.

—¡Oh, Dios, Saverio! ¿Te parece que soy una niña?

—No. Te represento un momento importante: la derrota de Roncesvalles… Escucha.

Y se ponía a declamar, a tontas y a locas, repitiendo las palabras del libro tal como llegaban a su memoria, y a gesticular animadamente con su títere, mientras el que sustentaba la señora Fana poco a poco se doblaba sobre las piernas, se arrodillaba como si, asustado por los gestos airados del otro, quisiera pedirle misericordia.

—¡Fana! ¡Por Dios!

—Sí, habla… habla: ¡te escucho!

—¡No me oyes! ¡Saca la espada!

—La saco… la saco…

—¡No sacas un cuerno! ¡Estás durmiendo!

—No…

¿Cómo que no? ¡Su cabeza se caía! La señora Fana dormía.

¡Ah, qué desesperación para el Mago! Sentía su garganta apretada por un deseo rabioso de llorar, de gritar. Y no trabajaba más: las filas de títeres y de marionetas disminuían día tras día, sobre las cuerdas de hierro, en todas las habitaciones de la casa.

¡Bella señora! —llamaban los Florindos y los Lindoros.

¡Eh, señora! —llamaban los Polichinelas.

En vano.

Algunas de aquellas cuerdas parecían extendidas para las moscas, que abundaban en verano. Y aquella casa, tan tranquila antaño, retumbaba ahora por las discusiones entre marido y mujer, a causa del sueño.

El Mago desahogaba su cólera de fuego sobre los muebles, destrozaba sillas y mesas, rompía contra las paredes tazas, vasos y jarras.

Este suplicio duró varios meses. Finalmente la muerte tuvo piedad del pobre Mago y vino a recoger —esta vez de verdad— a la pequeña señora Fana.

Un golpe apopléjico de los genuinos, en pleno día, mientras ella estaba despierta.

Al principio, don Saverio no quería creérselo. Pero, después de que un médico confirmara la muerte, se puso a llorar y a gritar como la primera vez. Y él quiso vestir a la muerta, con sus propias manos; quiso ponerla sobre la camilla y atar una vez más sus muñecas, mientras los sollozos le quebraban el pecho.

Pero no supo evitar decirle, entre las lágrimas, a los portadores que ya levantaban la camilla:

—¡Tengan cuidado, pobrecita! Vayan despacio. Al pasar ante la higuera, tengan mucho cuidado. ¡Manténganse alejados, lo más que puedan, de ella, por caridad!

28 Nombres de personajes masculinos de la Commedia dell’Arte.

29 Todas las supuestas intervenciones de los títeres aparecen en dialecto veneciano en el texto original.

30 Ferraù, caballero sarraceno, es un personaje de las Canciones de gesta y del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto.

31 Novela caballeresca de Andrea de Barberino, publicada en 1491, sobre las gestas de los primeros reyes franceses hasta Carlomagno.

32 Pirandello utiliza el término guappo, propio del dialecto napolitano, que connota una personalidad arrogante, fanfarrona, descarada.

33 Pasquino es un personaje siciliano de la Commedia dell’Arte.