LA LIGA DISUELTA

A la cafetería, donde Bòmbolo pasaba todo el día —con el gorro rojo de turco en la cabeza de pelo rizado, un puño cerrado sobre el mármol de la mesa en ademán imperioso, la otra mano en la cadera, una pierna aquí, la otra allí, mirando a todos, sin desprecio pero con gravedad, ceñudo, como diciendo: «Las cuentas aquí, señores míos, lo saben, hay que hacerlas conmigo»—, acudían uno tras otro los propietarios de tierras de Montelusa y también de los pueblos cercanos, entre ellos el viejo marqués Nicolino Nigrelli (aquel que iba siempre con la empuñadura de marfil de su bastón de ébano sobre sus labios agudos, como si tocara la flauta), el barón don Mauro Ragona, Tavella, todos en suma, con sus sombreros en la mano.

—Don Zulì, una gracia…

Y Bòmbolo al instante, con deferencia —hay que decirlo—, se ponía en pie, se quitaba el gorro, saludaba militarmente y con la cabeza alta y la mirada baja, contestaba:

—A sus órdenes, Excelencia.

Las habituales quejas y recomendaciones. Cuatro cabezas de ganado le habían sido robadas a Nigrelli en la cuesta, ocho a Ragona en el aprisco, cinco a Tavella en el establo. Y uno decía que habían atado a un árbol al muchacho que las cuidaba y otro que incluso le habían robado la vaca recién parida, dejando al ternerito, que lloraba y que sin duda moriría de hambre.

Al principio Bòmbolo, invariablemente, para conceder justa satisfacción por la ofensa sufrida, exclamaba:

—¡Ah, ladrones!

Luego, juntando las palmas de las manos y levantándolas hacia el cielo, decía:

—Pero, señores míos, señores míos… Digamos ladrones, pero en conciencia, al final del día, ¿cuánto ganan estos sinvergüenzas? ¡Ganan tres tarines! ¿Y qué son tres tarines? Hoy en día, un hombre, un hijo de Dios que trabaja, pobre carne bautizada como Su Señoría, no como yo, que soy turco: sí, señor, turco… aquí está (y enseñaba el fez), decíamos, un hombre que suda sangre con la zapa en la mano desde el amanecer hasta la puesta del sol, sin sentarse nunca, excepto para tragarse a mediodía un pedazo de pan con la saliva como acompañamiento; a un hombre que vuelve a trabajar masticando el último bocado, digo, señor mío, ¿acaso pagarle tres tarines, en conciencia, no es pecado? ¡Mire a don Cosimo Lopes! Desde que ha empezado a pagarles a sus hombres tres liras al día, ¿acaso tiene razones para quejarse? Nadie más se atreve a quitarle… ¿qué digo? (estiraba los dedos, se arrancaba un pelo y lo mostraba) ¿Esto? ¡Ni siquiera esto? ¡Tres liras, señor, tres liras son justas! Haga como yo le digo y si mañana alguien le falta al respeto, tanto a usted como a su ganado, venga a escupirme en la cara: Aquí estoy.

Finalmente, cambiando de aire y de tono, concluía:

—¿Cuántas cabezas ha dicho? ¿Cuatro? Déjeme a mí. Voy a ensillar un caballo.

Y fingía ponerse a buscar aquellas cabezas de ganado por los campos, durante dos o tres días, cabalgando también de noche bajo la lluvia y bajo el cielo estrellado. Nadie se lo creía, y él tampoco creía que los demás se lo creyeran. Y cuando después de tres días se presentaba en casa del marqués Nigrelli o del barón Ragona, y estos lo recibían con la exclamación habitual: «¡Pobre don Zulì, quién sabe cuánto habrá sufrido!», él segaba con un gesto firme de la mano la exclamación, entornaba los ojos con gravedad y decía:

—Dejémoslo. He sufrido pero los he encontrado. Y antes que nada le doy la consoladora noticia de que a los animales les han dado establo y cuidados. Están bien. Los picciotti34 no son malos. Mala es la necesidad. Y créame que si no fuera la necesidad, por la manera en que los tratan… Basta. Están dispuestos a devolver los animales, pero, como siempre, Su Señoría me entiende… Oh, tratando con Su Señoría, y conmigo como intermediario, sin pactos ni condiciones: según su buena gracia, la que el corazón le dicte. Y puede estar seguro de que esta noche, puntuales, vendrán a devolverle los animales, más robustos que antes.

Le hubiera parecido una falta de respeto, hacia sí mismo y hacia el señor, mencionar incluso de pasada la sospecha de que aquellos buenos picciotti pudieran encontrar, por la noche, guardias y carabinieri. Sabía bien que, si el señor se había dirigido a él, era señal de que consideraba inútil recurrir a la fuerza pública para recuperar sus animales. No los recuperaría, seguramente. Al recuperarlos así, mediante aquel pequeño desembolso de dinero, con Bòmbolo como intermediario, cualquier idea de traición tenía que ser excluida.

Y Bòmbolo cogía el dinero; quinientas, mil, dos mil liras, según el número de animales secuestrados, y cada semana, el sábado por la noche, entregaba este dinero a los campesinos de la Liga, que se reunían en un almacén en las alturas de San Gerlando.

Aquí se cerraba el trato. Es decir, a cada campesino que durante la semana había trabajado por tres tarines al día (1,25 liras) la jornada se le calculaba ahora a razón de tres liras, y se le entregaba lo que faltaba. Quienes, no por su culpa, habían «permanecido sentados», es decir, que no habían encontrado trabajo, recibían siete liras, una por día; pero antes eran retiradas, como por un empeño sagrado, las pequeñas pensiones semanales asignadas a las familias de tres socios,Todisco, Principe y Barrera, quienes, arrestados por casualidad una noche por una patrulla de batida y condenados a tres años de cárcel, habían sabido guardar silencio. Una parte de la suma se destinaba a los porcentajes para los capataces y los guardianes que, de mutuo acuerdo, se dejaban atar y amordazar; el resto, si quedaba, se guardaba como fondo común.

Bòmbolo no tocaba ni siquiera un céntimo, lo que se dice un céntimo. Eran infamias, calumnias, que se difundían sobre él en Montelusa. Ya no necesitaba aquel dinero. Había estado muchos años en el Levante y había hecho fortuna. No se sabía dónde, precisamente, ni cómo, pero en el Levante había hecho fortuna, seguro, y no querría aquellas pocas liras obtenidas de aquella manera. Lo decían claramente su gorro rojo y la expresión de su rostro y el sabor de sus palabras y el olor especial que exhalaba su persona; un olor casi exótico, de especias levantinas, quizás por unos saquitos de cuero y unas pequeñas urnas de madera que llevaba encima, o quizás por el humo de su tabaco turco, de contrabando, que conseguía en las naves que arribaban al puerto vecino, y con las cuales tenía comercios secretos, al menos según las palabras de muchos, que durante horas lo veían cada mañana con su gorro color fuego en la cabeza, mientras miraba, suspirando, el índigo del mar lejano, como si esperara ver en Punta Blanca el destello de una vela… Se había casado con una de los Dimìno, uno de los más ricos capataces de los alrededores, buenos capataces, a la antigua, que poseían tierras por donde se podía pasear un día entero sin ver el final. Y zi’ Lisciànnaru Dimìno y su mujer, aunque su hija después de apenas cuatro años de matrimonio había muerto, lo querían tanto que se desnudarían si él se lo pedía.

Calumnias, calumnias. Él era un apóstol. Trabajaba para la justicia. La satisfacción moral que obtenía del respeto, del amor, de la gratitud de los campesinos que lo consideraban su rey, le bastaba. Y los tenía a todos en un puño. La experiencia le había enseñado que, recogiéndolos a todos en un haz para que resistieran con justa pretensión a la avaricia prepotente de los amos, el haz, con una excusa o con otra, sería disuelto y los cabecillas serían enviados a la cárcel. ¡Con la justicia que se administraba en Sicilia! ¡Tampoco los señores confiaban en ella! Allí, en el almacén de San Gerlando, él administraba la justicia, la verdadera; de aquella manera, que era la única. ¿Los señores, propietarios de las tierras, querían obstinarse en pagar a tres tarines la jornada de trabajo de un hombre? Pues bien, lo que no daban por amor, lo darían a la fuerza. Pacíficamente, claro. Sin sangre ni violencia. Y con el debido respeto hacia los animales.

Bòmbolo tenía una carpeta que era como un libro de diezmos, donde, al lado de cada nombre, estaban apuntados los bienes y los lugares y el número de los animales grandes y de los pequeños. Lo abría, llamaba a consulta a los de mayor confianza y establecía con ellos quiénes de entre los señores tenían que «pagar la tasa» aquella semana, quiénes de entre los campesinos estaban designados al secuestro de los animales, por practicidad de los lugares o por amistad con los guardianes o porque eran de ánimo más firme. Y recomendaba prudencia y discreción:

—¡Lo poco no hace daño!

Esta era una de sus máximas favoritas. Se volvía terrible, pero de verdad, con los ojos inyectados en sangre y la baba en la boca, cuando se daba cuenta o se enteraba de que alguien de la Liga quería «ser un carroñero», es decir no trabajar. Lo asaltaba, lo aferraba por el pecho, le clavaba las uñas en el rostro, lo sacudía tan furiosamente que hacía que se le cayera el gorro de la cabeza y que la camisa se saliera de sus pantalones.

—¡Sinvergüenza! —le gritaba—. ¿Quién soy yo? ¿Cómo quieres que me conozcan? ¿Cómo me ves tú, pues? ¿Quieres que me vean como a un protector de ladrones y de vagabundos? ¡Aquí hay que sudar sangre, carroña! ¡Sudar sangre! ¡Aquí todos os tenéis que presentar el sábado por la noche con los huesos rotos por la fatiga! ¡O esto se vuelve un refugio de delincuentes y bandidos! ¡Si no trabajas, me como tu cara, te aplasto con mis pies! ¡El trabajo es ley! Solamente con el trabajo adquirís el derecho a coger por los cuernos a un animal de un establo que no os pertenece y a gritarle al dueño: «¡Me lo quedo si no me pagas como es debido mis sudores de sangre!».

Daba miedo en aquellos momentos. Todos permanecían mudos como sombras, lo escuchaban en el negro almacén, mirando la delgada llama de la vela que quedaba, recta entre la cera que se había derretido sobre la mesa sucia como una costra de queso. Y después de la fiera invectiva se oía el jadeo de su poderoso tórax, al que parecían contestar, desde la fría tiniebla de una cueva que se veía difuminada al fondo, los batacazos cadenciosos de un agua amarga, arenosa, que caían en una tina viscosa, donde a veces unas ranas croaban.

Si alguien se atrevía a levantar la mirada, veía en aquellos momentos, después del arrebato, un brillo de lágrimas, de lágrimas verdaderas en los ojos de Bòmbolo. Para él era una suprema vanagloria el testimonio que los mismos propietarios de tierras rendían unánimes: que nunca como en aquellos tiempos los campesinos se habían mostrado tan sumisos en el trabajo y tan obedientes. Solo con este reconocimiento podía ser purificada y santificada la obra que cumplía para ellos. Ahora bien, en aquellos momentos, veía comprometida de manera ignominiosa la justicia que él, en serio, sentía que administraba con santidad; comprometido su apostolado, su honor, por aquel único hombre que los podía infamar a todos. Entonces sentía enormemente el peso de su responsabilidad y cierta repugnancia por su obra, y desdén y dolor porque le parecía que los campesinos no le estaban suficientemente agradecidos por todo lo que les había conseguido, por aquel salario de tres liras que —insistía a diario— había conseguido arrancar de la avaricia de los señores.

Para él eran sagrados, y quería que lo fueran para todos los socios de la Liga, los que se habían rendido a su prédica constante, concediendo el salario justo. Si a veces faltaba dinero y, buscando y rebuscando en su carpeta, no se encontraba quien tenía que «pagar la tasa» aquella semana, alguno de los consejeros indicaba tímidamente a uno de aquellos; Bòmbolo lo fulminaba con la mirada, blanco por la ira. ¡Y aquellos no se tenían que tocar!

—Pues —saltaba Bòmbolo, tirando la carpeta por los aires—, pues, ¡desplumemos a mi suegro!

Y a dos o tres campesinos era asignado el encargo de ir por la noche a las tierras de Luna, cerca del puerto, para secuestrar seis o siete animales grandes a zi’ Lisciànnaru Dimìno, que sin embargo estaba entre los primeros que habían empezado a pagar a sus hombres tres liras al día.

Podía bastar esto para tapar la boca de los que calumniaban. Desplumando a su suegro, Bòmbolo se robaba a sí mismo, porque el único heredero de los Dimìno sería un día su hijo. Pero prefería robarse a sí mismo, a su hijo, que ofender a la justicia. Y qué dolor cada vez que su viejo suegro, que todavía vestía a la antigua, con los pantalones a media pierna, el gorro negro con la borla en la punta y los aros con forma de candado en las orejas, venía a verlo, apoyado en su largo bastón, desde las tierras de Luna, y le decía:

—¿Cómo, Zulì? ¿Así te respetan los tuyos? ¿Y qué eres tú? ¿Un brócoli?

—Escupa en mi cara —le contestaba Bòmbolo, chupando, con los ojos cerrados, la hiel de aquel reproche—. Escupa en mi cara, ¿qué puedo decirle?

No veía la hora de que salieran de la cárcel aquellos tres socios, Todisco, Principe y Barrera, para disolver por fin aquella Liga que se había convertido en su pesadilla.

El día de la excarcelación, en el almacén de San Gerlando, fue una fiesta: se bebió y se bailó. Luego Bòmbolo, radiante, pronunció el discurso de clausura, y recordó las empresas realizadas y cantó la victoria que era el premio para aquellos tres que habían sufrido la cárcel: el premio más digno, es decir, encontrar nuevas condiciones, un trabajo honestamente retribuido, y dijo finalmente que él ahora, una vez realizada su tarea, se retiraría en paz y contento, e hizo reír a todos anunciando que aquel mismo día enviaría su gorro rojo de turco a su suegro, que nunca lo había visto con buen ojo en su cabeza. Con aquel gorro deponía la soberanía y declaraba disuelta la Liga.

No pasaron ni siquiera quince días antes de que, balanceándose como siempre, con la empuñadura de marfil de su bastón de ébano sobre los agudos labios, se presentara en la cafetería el viejo marqués don Nicolino Nigrelli:

—Don Zulì, una gracia…

Bòmbolo se puso primero más blanco que el mármol de la mesa y miró con los ojos tan terriblemente abiertos al marqués, que este tembló por el miedo y, retrocediendo, cayó sentado sobre una silla, mientras el otro le gritaba, furioso, rugiendo entre dientes:

—¿Todavía?

Casi pasmado, intentando sin embargo sonreír levemente, el marqués le mostró cuatro dedos de su manita temblorosa y le dijo:

—Sí, señor. Cuatro. Como siempre. ¿Qué hay de nuevo?

A modo de respuesta, Bòmbolo se arrancó de la cabeza el sombrero nuevo de forma cónica, se lo llevó a la boca y lo destrozó con los dientes. Se movió, víctima de un temblor convulso, entre las mesas, volcando las sillas, luego se volvió hacia el marqués, todavía sentado entre los clientes sorprendidos, y le gritó:

—¡No entregue ni un céntimo, por la Virgen! ¡No se arriesgue a dar ni un céntimo! ¡Yo me encargo!

¿Acaso aquellos tres, Todisco, Principe y Barrera, podían contentarse en serio con aquel «digno premio» que Bòmbolo había alabado en la última reunión de la Liga? Si Bòmbolo mismo, en los últimos tiempos, había permitido que desplumaran a su propio suegro, que sin embargo había sido uno de los primeros en conceder el salario de tres liras a los campesinos, ¿acaso ellos no podían, en nombre de la justicia, seguir desplumando a los demás propietarios?

Cuando, por la noche, Bòmbolo, que los había buscado en vano durante todo el día, por doquier, los encontró en las alturas de San Gerlando y los asaltó como un tigre, ellos se dejaron golpear, sacudir, morder, y es más: dijeron que si él los quería matar, era dueño de hacerlo, no moverían ni un dedo para defenderse, tal era el respeto y tanta la gratitud que sentían por él. Pero los mataría sin razón. Ellos no sabían nada de nada. Eran inocentes como el agua. ¿La Liga? ¿Qué Liga? ¡Ya no existía Liga alguna! ¿Acaso no la había disuelto él? Ah, ¿amenazaba con denunciarlos? ¿Por qué, por el pasado? ¡Pues todos a la cárcel, y él, el primero, como jefe! ¿Por aquel nuevo secuestro al marqués Nigrelli? ¡Pero si no sabían nada! Como máximo podrían preguntar a los picciotti, buscar por los campos, como él hacía antaño, durante dos o tres días, cabalgando también por la noche bajo la lluvia y bajo el cielo estrellado.

Al oírlos hablar así, Bòmbolo se comía las manos de la rabia. Dijo que les daba tres días de tiempo. Si en tres días, sin la compensación ni siquiera de un céntimo, los cuatro animales no eran devueltos al marqués Nigrelli… ¿Qué haría? ¡Aún no lo sabía!

¿Y qué podía hacer Bòmbolo? Los mismos propietarios de tierras, el marqués Nigrelli, Ragona, Tavelli, todos los demás, lo persuadieron de que no podía hacer nada más. ¿Qué tenía que ver él con lo que ocurría? ¿Cuándo había tenido algo que ver? ¿Acaso su ayuda no había sido siempre desinteresada? Pues entonces, ¿qué había de nuevo ahora? ¿Por qué no quería contribuir? ¿Dirigirse a la fuerza pública? ¡Sería inútil! No obtendría la restitución de los animales y tampoco el arresto de los culpables. Esperar que estos recondujeran los animales a los establos así, por amor al arte, sin obtener nada a cambio, vamos a ver, era de ingenuos. Ellos mismos, los señores, se lo decían. Algo había que pagar. Sí, como siempre… oh, sin pactos ni condiciones, ¡siendo él, Bòmbolo, el intermediario!

Y por el tono con que le hablaban, Bòmbolo entendía que aquellos consideraban una comedia su desdén, ahora, como antes habían considerado una comedia su piedad por los campesinos.

Se desahogó durante algunos días predicando que al menos volvieran a pagarles tres tarines al día, tres tarines, tres tarines, para darle a él una satisfacción. No los merecían, ¡palabra de honor! Ni siquiera aquellos tres tarines se merecían, ¡ladrones desvergonzados! ¡Hijos de perra! ¡Carne de prisión! ¿No? Ah, ¿entonces querían que le explotara la bilis en el hígado?

—¡Fuera! ¡Bah! ¡Pueblo de carroñeros!

Y envió a su hijo a casa de los abuelos, a las tierras de Luna, para que le dijera a su suegro que quería de nuevo, de inmediato, su gorro rojo. ¡Turco, quería volverse turco de nuevo!

Y dos días después, tras recoger sus pertenencias, bajó al puerto y se embarcó en un bergantín griego hacia Levante.

34 Los «picciotti» (picciottu, en dialecto siciliano, significa «pequeño») eran los hombres que siguieron a Garibaldi en su empresa siciliana. Pirandello utiliza aquí el término para referirse a «los chicos», «los bandidos» que han robado los animales.