LA MUERTE Y LA VIVA
La tartana, que don Nino Mo había bautizado como «Filippa», en homenaje a su primera esposa, entraba en el pequeño muelle de Porto Empedocle entre el llamear de una de aquellas magníficas puestas de sol del Mediterráneo que hacen temblar y palpitar la superficie infinita de las aguas en un delirio de luces y de colores. Los cristales de las casas multicolores dibujan rayos; brilla la marga del altiplano en que se adosa el gran burgo; resplandece como oro el azufre amontonado sobre la larga playa; y solo contrasta la sombra del antiguo castillo sobre el mar, cuadrada y oscura, al principio del muelle.
Al virar para tomar el camino entre los dos acantilados que, como brazos protectores, encierran el pequeño muelle Viejo, sede de la capitanía, la tripulación se ha dado cuenta de que todo el embarcadero, desde el castillo hasta la blanca torre del faro, estaba lleno de gente del pueblo, que gritaba y agitaba sobre las cabezas gorros y pañuelos.
Ni el patrón Nino ni nadie de la tripulación podía suponer que toda aquella gente se hubiera reunido para la llegada de la «Filippa», aunque los gritos y el movimiento continuo de pañuelos y gorros parecían dirigidos justamente a ellos. Supusieron que alguna flotilla torpedista había amarrado en el pequeño muelle y que ahora estaba a punto de zarpar, alegremente despedida por la población, para la cual la vista de una nave real y de guerra representaba una gran novedad.
Don Nino Mo, por prudencia, dio la orden de aflojar enseguida la vela, de arriarla a la espera del barco que tenía que remolcar a la «Filippa» para el amarre en el muelle.
Tras arriar la vela, mientras la tartana seguía avanzando lentamente, rompiendo apenas las aguas que, encerradas entre los dos acantilados, parecían un lago de madreperla, los tres grumetes, curiosos, treparon como ardillas, uno por las jarcias, otro por el árbol hasta el calcés, el tercero por la antena.
Y, con gran rapidez de remos, llegó el barco que tenía que remolcarlos, seguido por varios caiques negros, que por poco no se hundían debido a la cantidad de gente que se había subido en ellos y que estaba de pie, gritando y señalando descompuestamente con los brazos.
¿Era por ellos? ¿Todo el pueblo? ¿Toda aquella agitación? ¿Y por qué? ¿Acaso por una falsa noticia de naufragio?
Y la tripulación se extendía por la proa, curiosa, ansiosa hacia los barcos que se acercaban, para entender el sentido de aquellos gritos. Pero solo se entendía el nombre de la tartana:
—¡Filippa! ¡Filippa!
Don Nino Mo permanecía apartado: era el único que no sentía curiosidad, con el gorro de pelo calado hasta los ojos, con el izquierdo siempre cerrado. Cuando lo abría, se revelaba estrábico. En cierto momento se quitó de la boca la pipa de brezo, escupió y, pasándose el dorso de la mano por los híspidos pelos de los bigotes cobrizos y de la barbita en punta, se giró, brusco, hacia el grumete que se había subido a las jarcias, le gritó que bajara y que fuera a popa para hacer sonar la campanita del «Ángelus».
Había navegado toda su vida, comprendiendo profundamente la infinita potencia de Dios, que había que respetar siempre, en todas las ocasiones, con imperturbable resignación, y no podía soportar el ruido que hacían los hombres.
Ante el sonido de la campana se quitó el gorro y descubrió la piel blanquísima de su cráneo, velado por un vello rojizo y vaporoso, como una sombra de pelo. Se persignó y estaba a punto de recitar la oración, cuando la tripulación se le precipitó encima con rostros, furias, risas y gritos de locos:
—¡Zi’ Nì! ¡Zi’ Nì! ¡La gnà Filippa! ¡Su mujer! ¡Está viva! ¡Ha vuelto!
Al principio el patrón Nino se quedó perdido entre aquellos que lo asaltaban así y buscó, asustado, en los ojos de los demás la confirmación de que podía creer en aquella noticia sin enloquecer. Su rostro se descompuso, pasando en un instante del estupor a la incredulidad, de la angustia rabiosa a la alegría. Luego, feroz, a punto de ser atropellado por sus sentimientos, los apartó a todos, sacudió a uno con violencia por el pecho, gritando: «¿Qué dices? ¿Qué dices?». Y con los brazos levantados, como si quisiera detener una amenaza, se lanzó a proa hacia los ocupantes de los barcos que lo recibieron con un torbellino de gritos e invitaciones apremiantes con los brazos. Retrocedió, incapaz de aguantar la confirmación de la noticia (¿o el deseo de precipitarse abajo?), y se giró de nuevo hacia la tripulación como para pedir socorro o ser retenido. ¿Viva? ¿Cómo que viva? ¿Había vuelto? ¿De dónde? ¿Cuándo? Al no poder hablar, señalaba hacia el mamparo, que tiraran enseguida la silga, sí, sí; y como el cable de cáñamo fue calado por el remolque, gritó: «¡Cójanlo!», lo aferró con ambas manos, saltó y bajó por la silga como un mono, con la fuerza de los brazos, y se lanzó entre los que en el remolque lo esperaban con los brazos extendidos.
La tripulación de la tartana se quedó decepcionada, agitada, viendo que el barco con el patrón Nino se alejaba y, para no perderse el espectáculo, empezó a gritar como endemoniada a los otros barcos, para que recogieran el cable de cáñamo y al menos remolcaran la tartana hasta el muelle. Nadie se giró ante aquellos gritos. Todos los caiques arrancaron detrás del barco de remolque, donde entre la gran confusión don Nino Mo fue informado sobre el milagroso retorno de su mujer rediviva, que todos creían muerta tres años antes, cuando había ido a Túnez a visitar a su madre moribunda, en el naufragio de la lancha junto con los demás pasajeros. Y en cambio no, no, no había muerto: había pasado un día y una noche en el agua. Agarrada a una tabla. Luego había sido salvada y recogida por un buque ruso que iba a América. Pero loca, por el terror. Y había permanecido loca durante dos años y ocho meses en América. En Nueva York. En un manicomio. Tras curarse, había obtenido la repatriación del consulado y tres días atrás había llegado al pueblo, desde Génova.
Don Nino Mo, ante estas noticias que le granizaban por todas partes, aturdido, parpadeaba continuamente con sus ojos pequeños y estrábicos, por momentos su párpado izquierdo permanecía cerrado, como estirado, y todo su rostro temblaba, convulso, como aguijoneado por alfileres invisibles.
El grito de uno de los caiques, y las risas que recibieron este grito: «¡Dos esposas, zi’ Nì, alegremente!», lo despertaron del aturdimiento e hicieron que mirara con desprecio rabioso a todos aquellos hombres, gusanos de tierra que él cada vez veía desaparecer como si nada fueran, apenas se alejaba un poco de las costas hacia la inmensidad del mar y del cielo. Allí estaban, entre la multitud reunida para recibirlo, impacientes y gritones en el muelle, para disfrutar del espectáculo de un hombre que tenía a dos esposas en tierra; un espectáculo tanto más divertido para ellos cuanto más grave y doloroso era para él. Porque aquellas dos esposas eran hermanas, dos hermanas inseparables, es más, casi madre e hija porque la mayor, Filippa, siempre le había hecho de madre a Rosa. Después del matrimonio, él también la había acogido en casa como a una hija, hasta que, tras la desaparición de Filippa, viviendo con ella y considerando que ninguna otra mujer podría hacer de madre al niño que su esposa había dejado, aún bebé, se había casado con ella, honestamente. ¿Y ahora? ¿Y ahora? ¡Filippa había vuelto y Rosa estaba casada con él, y embarazada, embarazada de cuatro meses! Ah, sí, había de qué reírse: un hombre, así, entre dos esposas, entre dos hermanas, entre dos madres. ¡Allí están, en el embarcadero! ¡Filippa, ahí está! ¡Viva! Con un brazo le hace señales, como para darle ánimos; con el otro abraza a Rosa, la pobre embarazada que tiembla y llora y sufre por la pena y por la vergüenza, entre los gritos, las risas, los aplausos, el ondeo de sombreros de toda la multitud que espera.
Don Nino Mo se sacudió todo, rabiosamente; deseó que el barco se hundiera y que aquel espectáculo cruel desapareciera de su vista; pensó por un momento en asaltar a los remeros y obligarlos a retroceder, para volver a la tartana y huir lejos, lejos, para siempre. Pero al mismo tiempo sintió que no podía rebelarse ante aquella violencia horrenda que lo arrastraba, la violencia de los hombres y del destino; advirtió una explosión interna, un aturdimiento, por el cual sus oídos empezaron a zumbar y su vista se ofuscó. Poco después se encontró en los brazos, sobre el pecho de su mujer rediviva, que le sacaba una cabeza, una mujer huesuda, con el rostro negro y fiero, masculina en los gestos, en la voz, en el porte. Pero cuando ella, tras romper el abrazo, allí, ante todo el pueblo que aclamaba, lo animó a abrazar también a Rosa —aquella pobrecita que abría como dos lagos de lágrimas sus ojos grandes y claros en el rostro diáfano— él, ante la visión de tanta miseria, de tanta desesperación, de tanta vergüenza, se rebeló, se inclinó con un sollozo en la garganta para coger en brazos a su niño de tres años y se fue, gritando:
—¡A casa! ¡A casa!
Las dos mujeres lo siguieron, y todo el pueblo se movió, detrás, adelante, alrededor de ellos, con gran algarabía. Filippa, con un brazo sobre los hombros de Rosa, la protegía bajo su ala, la sostenía, y se giraba para enfrentarse a las bromas y a los comentarios de la multitud, y de vez en cuando se inclinaba hacia su hermana y le gritaba:
—¡No llores, tonta! ¡Llorar no te hace bien! ¡Vamos, ánimo! ¿Por qué lloras? Si Dios lo ha querido así… ¡Todo tiene remedio! ¡Hay remedio para todo, para todo! Dios nos ayudará…
Lo gritaba también a la multitud y añadía, dirigiéndose a este y a aquel:
—¡No tengáis miedo! ¡Ni escándalo, ni guerra, ni envidia, ni celos! ¡Lo que Dios quiera! Somos gente de Dios…
Cuando llegaron al castillo las llamas del crepúsculo se habían ofuscado y el cielo, más que púrpura, se había vuelto casi ahumado. La multitud se disgregó, muchos cogieron el largo camino del burgo ya con las luces encendidas, pero la mayoría quiso acompañarlos hasta su casa, detrás del castillo, a las «Balàte»,35 donde aquel camino se dobla y se alarga con unas pocas casitas de marineros sobre otra ensenada de playa muerta. Aquí todos se detienen ante la puerta de don Nino Mo, esperando la decisión de los tres. ¡Como si fuera un problema que se pudiera resolver así, en un instante!
La casa tenía una única planta y recibía luz solo a través de la puerta. Toda aquella multitud de curiosos, atestada allí delante, volvía más densa la penumbra ya de por sí oscura y quitaba el aliento. Pero ni don Nino Mo ni su mujer embarazada tenían aliento para rebelarse: la opresión de aquella gente era la misma opresión de sus almas, presente y tangible, y no pensaban que, al menos aquella, se pudiera superar. Filippa se encargó de hacerlo, después de haber encendido la lámpara sobre la mesa ya puesta para la cena, en medio de la habitación. Se puso en el umbral, gritó:
—Señores míos, ¿todavía? ¿Qué queréis? Habéis visto, habéis reído: ¿no es suficiente? ¡Ahora dejad que pensemos en nuestros asuntos! ¿No tenéis casa propia?
Embestida así, la gente se retiró, lanzando las últimas bromas; sin embargo muchos se quedaron para espiar desde lejos, en la sombra de la playa.
La curiosidad era más viva porque todos conocían la honestidad escrupulosa, el temor de Dios, las costumbres ejemplares del patrón Nino Mo y de aquellas dos hermanas.
Y ahora daban prueba de ello, aquella misma noche, dejando abierta la puerta de su casita. En la sombra de la playa, triste y muerta, que se alargaba en el agua rendida, grasienta, casi aceitosa, unos grupos de rocas negras, corroídas por las mareas, unas losas viscosas, cubiertas de algas, rectas y abatidas, entre las cuales alguna rara oleada se introducía a la fuerza, rebotando, y enseguida se hundía con profundos remolinos, durante toda la noche se proyectó el reflejo amarillo de la luz desde aquella puerta. Y quienes se quedaron espiando en la sombra, pasando delante de la puerta y mirando rápidamente, de soslayo, hacia el interior de la casita, pudieron ver primero a los tres sentados en la mesa con el pequeño, cenando; después, a las dos mujeres arrodilladas, encorvadas sobre las sillas y don Nino, sentado, con la frente sobre un puño apoyado en una esquina de la mesa ya limpia, que rezaban el rosario. Finalmente, vieron solo al pequeño, al hijo de la primera esposa, tumbado en la cama de matrimonio al fondo de la habitación y a la segunda mujer, la que estaba embarazada, sentada a los pies de la cama, vestida, con la cabeza apoyada en el colchón y los ojos cerrados, mientras los otros dos, don Nino y la gnà Filippa, conversaban en voz baja, plácidamente, a los dos lados de la mesa, hasta que se sentaron a la puerta para continuar la conversación en un susurro silencioso, al cual parecía contestar el chapoteo lento y leve de las aguas en la playa, bajo las estrellas, en la oscuridad de la noche ya cerrada.
Al día siguiente, don Nino y la gnà Filippa, sin confiarse a nadie, fueron a buscar una habitación de alquiler; la encontraron casi al principio del pueblo, por el camino que lleva al cementerio, elevado sobre el altiplano, con el campo detrás y el mar por delante. Hicieron trasladar allí una cama, una mesa y dos sillas, y cuando llegó la noche acompañaron allí a Rosa, la segunda esposa, con el niño; le hicieron cerrar la puerta enseguida y volvieron juntos, silenciosos, a la casa de las «Balàte».
Entonces en todo el pueblo se levantó un coro de compasión por aquella pobrecita así sacrificada, así apartada, sin más, echada, sola, ¡en aquel estado! ¡Piénsenlo, en aquel estado! ¿Con qué corazón? ¿Y qué culpa tenía la pobrecita? Sí, así quería la ley… pero ¿qué ley era aquella? ¡Una ley turca! ¡No, no, por Dios, no era justo! ¡No era justo!
Y muchos al día siguiente, decididos, intentaron comunicarle a don Nino (que había salido, más sombrío que nunca, a cargar la tartana para la próxima partida) la áspera desaprobación de todo el pueblo.
Pero el patrón Nino, sin detenerse, sin girarse, con su gorro de marinero calado hasta los ojos, uno cerrado y el otro no, y la pipa de brezo entre los dientes, truncó las preguntas y las recriminaciones en la boca de todos, contestando:
—¡Dejadme en paz! ¡Son asuntos míos!
Tampoco quiso dar mayor satisfacción a los que llamaba «jefes», comerciantes, almaceneros, agentes. Pero con estos fue menos duro y cortante.
—Cada uno tiene su conciencia, señor —contestó—. Son cosas de familia. Solo Dios lo sabe, y basta.
Y dos días después, cuando volvió a embarcarse, tampoco quiso dar explicaciones a la tripulación de su tartana.
Pero durante su ausencia del pueblo las dos hermanas vivieron juntas en la casa de las «Balàte» y tranquilas, resignadas y amorosas cuidaron de la casa y del niño. A las vecinas y a todos los curiosos que venían a interrogarlas les contestaban abriendo los brazos, levantando los ojos al cielo y con una triste sonrisa:
—Como Dios quiera, comadre.
—Como Dios quiera, compadre.
Juntas, con el niño de la mano, cuando llegó el día del regreso de la tartana, fueron al muelle. Esta vez en el embarcadero había pocos curiosos. Don Nino, tras bajar, ofreció la mano a ambas, silencioso, se inclinó para besar al niño, lo cogió en brazos y se encaminó hacia su casa, seguido por las dos mujeres. Pero, esta vez, cuando llegaron a la casa de las «Balàte», Rosa, la segunda esposa, se quedó con don Nino y Filippa y el niño se fueron tranquilamente a la habitación del camino del cementerio.
Y entonces todo el pueblo, que antes había compadecido tanto el sacrificio de la segunda esposa, viendo que ahora no había sacrificio para ninguna de las dos, se indignó, se irritó fieramente por la pacífica y simple sensatez de aquella solución, y muchos clamaron al cielo. En verdad, al principio, todos se quedaron aturdidos, luego estallaron en una gran carcajada. La irritación, la indignación, surgieron después, y precisamente porque todos se vieron obligados a reconocer que, sin engaño ni culpa por parte de nadie, no se podía pretender la condena o el sacrificio de una o de la otra mujer —esposas ambas ante Dios y ante la ley—, y que la resolución de aquellos tres pobrecillos era la mejor que se podía tomar. Sobre todo irritaron la paz, el acuerdo, la resignación de las dos devotas hermanas, sin sombra de envidia ni celos entre ellas. Comprendían que Rosa, la hermana menor, no podía sentir celos de la otra, a quien le debía todo, cuyo marido —sin querer, es cierto— había cogido. Como máximo Filippa hubiera podido estar celosa de ella, pero no, entendían que tampoco Filippa podía estarlo, sabiendo que Rosa había actuado sin intención de engañarla y que no tenía culpa. Para ambas, además, existía la santidad del matrimonio, inviolable, la devoción por el hombre que trabajaba, por el padre. Él estaba siempre de viaje; desembarcaba solo por dos o tres días al mes; pues bien, porque Dios había permitido el retorno de una, porque Dios lo había querido así, una a la vez, en paz y sin envidia, cuidarían de su hombre, que volvía cansado del mar.
Todas buenas razones, sí, y honestas y tranquilas, pero precisamente por tan buenas y tan tranquilas y tan honestas, irritaron.
Y don Nino Mo, al día siguiente de su segunda llegada, fue llamado por el pretor, que le recordó severamente que la ley no permitía la bigamia.
Don Nino Mo había hablado poco antes con un forense y se presentó ante el pretor con su acostumbrada actitud: serio, plácido y duro. Le contestó que en su casa no se podía hablar de bigamia porque su primera esposa todavía figuraba en algunos documentos como muerta y siempre figuraría como tal en ellos. Por lo tanto, ante la ley él solo tenía una esposa, la segunda.
—Además, señor pretor, por encima de la ley de los hombres —concluyó— está la de Dios, que siempre he respetado, obediente.
La confusión se produjo en la oficina del registro civil, donde desde aquel momento en adelante, puntual, cada cinco meses, el patrón Nino Mo fue a inscribir el nacimiento de un hijo: «Este es de la muerta», «este es de la viva».
La primera vez, al inscribir el hijo que su segunda mujer estaba esperando cuando Filippa había vuelto, como esta no había comparecido ante la ley, todo fue bien, y el hijo pudo ser registrado regularmente como legítimo. Pero ¿cómo registrar al segundo, al cabo de cinco meses, hijo de Filippa, que figuraba todavía como muerta? O era ilegítimo el primero, nacido del matrimonio putativo, o era ilegítimo el segundo. No había una posibilidad intermedia.
Don Nino Mo se llevó una mano a la nuca, haciendo que el gorro saltara hasta su nariz; empezó a rascarse la cabeza, luego le dijo al empleado:
—Y… perdone, ¿no podría registrarlo como legítimo, como hijo de la segunda?
El empleado abrió los ojos sorprendido:
—¿Cómo? ¿De la segunda? Si hace cinco meses…
—Tiene razón, tiene razón —lo interrumpió don Nino, volviendo a rascarse la cabeza—. ¿Cómo puede remediarse, pues?
—¿Cómo puede remediarse? —resopló el empleado—¿Y a mí me lo pregunta? ¿Usted quién es? ¿Un sultán? ¿Un pachá? ¿Un bey? ¿Quién es? ¡Tendría que tener juicio, por Dios, y no venir aquí a confundirme los papeles!
Don Nino Mo retrocedió un poco, se apuntó el pecho con los índices de ambas manos y exclamó:
—¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo, si Dios lo permite?
Al oír nombrar a Dios, el empleado montó en cólera:
—Dios… Dios… Dios… ¡Siempre Dios! Uno muere: ¡es voluntad de Dios! No muere: ¡voluntad de Dios! Nace un hijo: ¡Dios lo quiere! Tiene dos esposas: ¡es por Dios! ¡Ya basta con este Dios! Que se vaya al diablo, pero venga al menos cada nueve meses, salve la decencia, engañe la ley, ¡y registro a todos sus hijos aquí, legítimos, uno después del otro!
Don Nino Mo escuchó, impasible, el rapapolvo. Luego dijo:
—No depende de mí. Usted haga como quiera. Yo he cumplido con mi obligación. Le beso las manos.
Y volvió puntual, cada cinco meses, a cumplir con su obligación, segurísimo de que Dios se lo mandaba así.
35 Término en dialecto siciliano, que indica rocas volcánicas o calcáreas.