OTRA ALONDRA

Luca Pelletta no hubiera reconocido, en la estación de Roma, a Santi Currao, si este no se le hubiera acercado, llamándolo repetidamente por su nombre:

—¡Amigo Pelletta! ¡Amigo Pelletta!

Aturdido por el viaje, entre el gentío y la confusión de los pasajeros que le provocaban vértigos, se quedó mirándolo, sorprendido:

—Oh, ¿eres tú, Santi? ¿Y cómo? Así…

—¿Qué?

¡Quantum mutatus ab illo!36

—¿Qué abillo?37 ¡Son los años, amigo Pelletta!

Los años, sí, pero también… Luca lo observó a la luz de las lámparas eléctricas. ¿Los años? ¿Y aquel traje? ¿Un gran maestro de música, con aquella camisa, con aquella americana, con aquellos pantalones y aquellos zapatos? ¿Estaba en la miseria, pues? ¿Y aquella barba descuidada, ya casi gris, más larga en las mejillas que en el mentón? ¿Y aquel rostro pálido y graso? ¿Y aquellas ojeras hinchadas alrededor de los ojos acuosos? ¿Cómo era posible? ¿También era más bajo?

Ante los ojos tan estupefactos de Luca Pelletta, los labios de Currao se alargaron en una sonrisa muda:

—Tú eres rico, amigo Pelletta, y el tiempo no te deteriora. ¡Venga, venga! Pero con esta condición: ni una palabra sobre el pueblo donde tú y yo tuvimos la desgracia de nacer. Quien está vivo, está vivo; quien ha muerto, muerto está: no quiero saber nada. No hay necesidad de coger un coche: vivo aquí, al final del vial. Dame la maleta o la caja.

—No, gracias: las llevo yo, no pesan mucho.

—¿El equipaje lo dejas en la consigna de la estación?

—¿Qué equipaje? —dijo Luca Pelletta—. Solo llevo estos dos bultos: libros y ropa.

—¿De modo que te quedarás por poco tiempo?

—No, ¿por qué? He venido para quedarme, quizás para siempre.

—¿Así, con las manos vacías?

Caminaron un trecho en silencio.

—¿Tu señora? —se arriesgó a preguntar Luca, finalmente. Currao inclinó la cabeza y masculló:

—Estoy solo.

—¿Está fuera de Roma?

—Está en Roma, amigo Pelletta. Te lo contaré cuando lleguemos a casa. Ahora hablemos de ti. Pero solo lo estrictamente necesario y nada más. ¿Por qué has venido a Roma? Soy un animal. Olvidaba que tú tienes dinero para desperdiciarlo.

—Te engañas… —lo corrigió Pelletta con una sonrisa afable—. Llevo lo suficiente, es poco pero yo necesito poco. Nada que desperdiciar. Es verdad que, en compensación, ahora me he vuelto dueño de lo mío. Hemos estado a punto de caer, ¿sabes? De milagro la miseria no ha llamado a nuestra puerta. Pero, te repito, al menos ahora soy libre y dueño…

—… de lo tuyo. Está bien. Pero si ya no eres rico, ¿por qué has venido a Roma?

—¡Ya lo verás! —suspiró Luca, entornando de nuevo los ojos, misteriosamente—. Es mi ciudad. Siempre he soñado con vivir aquí.

—Amigo Pelletta, tengo una vaga sospecha —continuó Santi Currao—. Te huelo: apestas. Dime la verdad, ¿eres más miserable que yo?

—No, ¿por qué? —dijo Luca, instintivamente, luego se reanimó—. Tal vez no…

—Eso tuyo, dime, ¿cuánto es?

—Una pequeña renta, modesta pero segura: cinco liras al día. Me bastan.

Santi Currao rio fuerte, meneando la cabeza.

—¿Ciento cincuenta liras al mes? ¿Y qué haces con ellas?

Cuando llegaron al fondo del vial, Currao entró en el portón de su casa y, antes de subir, le dijo a Luca:

—Te ruego que hables en voz baja.

Una habitación pobre, sucia, desordenada, con una cama en un rincón, deshecha desde hace quién sabe cuántos días; una mesita rústica, sin alfombra, cerca de la única ventana; un perchero colgado en la pared; sillas de paja; un lavamanos.

Santi Currao encendió la lámpara de la mesita e invitó a su amigo a sentarse.

—Si quieres lavarte, ahí está lo necesario.

—Y… ¿no tienes espejo? —preguntó Luca, afligido e intimidado por tanta miseria, mirando las paredes polvorientas.

—Pago doce liras al mes, amigo Pelletta, y no soy respetado. Imparto alguna clase de música y no me pagan, llega final de mes y yo no pago, y mientras más sigo sin pagar, menos soy respetado. Tenía allí, cerca de la toalla para las manos, un espejo, si no me engaño. Se lo han llevado.

—¿Y cómo haces para mirarte? —preguntó Luca, consternado.

—¡Ni siquiera pienso en ello!

—¡Haces mal, Santi! Porque el cuerpo…

—¡El verdadero cuerpo es el pan, amigo Pelletta! —sentenció bruscamente Currao.

—Ah, lo niego, lo niego… —dijo Luca—. Non solo pane vivit homo…38

—Y mientras tanto —concluyó Santi—, lo primero que se necesita es el pan. No digas tonterías, y además en latín.

Permanecieron un rato en penoso silencio. Santi Currao se sentó cerca de la mesa, con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el suelo. Luca Pelletta, tieso, el ceño fruncido, lo examinaba:

—Por tanto… ¿tu mujer?

Currao levantó su gran cabeza y miró un rato a los ojos de su amigo—: ¡Y dale con mi mujer! —se descubrió la cabeza solemnemente, se golpeó varias veces la amplia frente alumbrada por la luz:

—¿Lo ves? ¡Soy un ciervo! —exclamó, y sus grandes y pálidos labios, alargándose en una sonrisa horrible, descubrieron los dientes apretados, amarillos por las largas ayunas.

Luca Pelletta lo miró perplejo, como si quisiera que la expresión del rostro de Currao le aconsejara si tenía que reírse o no.

—¡Un ciervo! ¡Un ciervo! —repitió Santi, confirmándolo varias veces seguidas con la cabeza—. ¡Y no la he echado yo!, ¿sabes? Ella se ha ido. Yo soy así —añadió, aferrándose con ambas manos la barba descuidada de las mejillas—, ¡pero mi mujer era una bellísima y respetabilísima señora! La pobreza, amigo Pelletta. Sin la pobreza, quizás no lo hubiera hecho. No era mala, en el fondo. Es verdad que yo siempre fui para ella un marido ejemplar: le entregaba todo lo que ganaba… excepto algo para mantener mi ojo vivo.39 Pero sin embargo es cierto que el hombre, por muy cerdo que sea, siempre vale mil veces más que cualquier mujer. ¿Dices que no, amigo Pelletta? Pues bien, quién sabe. Tal vez no. No se puede decir. La pobreza, ¿entiendes? ¿Qué hace el hierro ante el fuego? Se retuerce. Pues bien, y tú, marido, llegas hasta el punto de decirle a tu mujer: ¿me has puesto los cuernos? ¿Te han procurado pan? ¿Sí? ¡Pues has hecho muy bien! ¡Dame un pedacito a mí también!

Se levantó y se puso a pasear por la habitación, con la gran cabeza inclinada sobre el pecho y las manos tras la espalda.

—Y ahora… ¿qué hace? —preguntó tímidamente Luca.

Currao siguió paseando, como si no hubiera oído la pregunta.

—¿No sabes dónde está?

Currao se detuvo ante la lámpara:

—¡Hace de puta! —dijo—. ¡No gastemos petróleo inútilmente! Lávate, si crees que es realmente necesario. Y salgamos. ¿No quieres cenar?

—No… —contestó Luca—. He comido en Nápoles bastante bien.

—No me lo creo.

—Palabra de honor. Dime, ¿cómo me ves?

—¡Compasivo, amigo Pelletta!

—No, digo, ¿te parece que esté enfermo, por mi rostro?

—No: todavía no lo parece —dijo Santi.

—Eh, sí —afirmó Luca—, es lo que me procura comer poco. Pero tal vez esta noche estoy demasiado pálido, ¿no?

—¡Estás pálido porque eres pobre! —replicó Currao—. ¡Venga, salgamos! Seguramente querrás ver el Coliseo a la luz de la luna.

Luca aceptó la propuesta con entusiasmo y salieron en silencio.

Delante de la puerta de su casa, Pelletta retuvo a su amigo por un brazo, luego le dio una palmadita en el hombro y le dijo, entornando los ojos:

—¡Santi, resurgiremos! ¡Deja que yo me encargue!

—Calma… —gruñó Currao.

Y ambos se perdieron en la oscuridad.

36 Locución latina, extraída del libro II de la Eneida de Virgilio, que se suele citar ante personas que han cambiado de aspecto o de actitud.

37 Pirandello juega con el sintagma ab illo, para subrayar la distancia entre los dos personajes.

38 «No de solo pan vive el hombre»: cita del Evangelio de Lucas.

39 Expresión siciliana para indicar un estado de intensa conciencia, tanto mental como visual.