EL ILUSTRE DIFUNDO

I

Sentado en la cama para que el asma no lo asfixiara, abandonado sobre las almohadas amontonadas, el honorable Costanzo Ramberti miraba, a través de sus párpados hinchados y entornados, el rayo de sol que, entrando por la ventana, se extendía en sus piernas y doraba la lana gris de un chal a cuadros negros.

Sentía que se moría. Sabía que no había remedio para él y permanecía encogido en sí mismo, impidiéndose incluso alagar la mirada más allá de los bordes de la cama, en su habitación, no ya para recogerse pensando en el final inminente, sino al contrario, por miedo a que, ampliando un poco el horizonte de su mirada, la visión de los objetos a su alrededor lo llamara con añoranza a las relaciones que todavía podía entablar con la vida, y que la muerte cortaría en breve.

Recogido, empequeñecido en aquel límite angustioso, se sentía más seguro, más resguardado, más protegido. Y, completamente concentrado en avistar los detalles mínimos —los hilos delgados, rizados y dorados por el sol en la lana de aquel chal—, saboreaba la longitud del tiempo, de todo su tiempo, que podía ser de horas o quizás de algún otro día, de dos o tres días, tal vez, como máximo de una semana. Pero si un minuto, entre aquellas minucias, pasaba tan lento, tan lento, ¡eh!, tendría también tiempo suficiente de cansarse —sí, de cansarse— en una semana. ¡Así una semana nunca tendría fin!

Pero el cansancio que advertía no era provocado por aquel tiempo inmortal en su chal de lana: era efecto del esfuerzo que se imponía a sí mismo para no pensar.

¿Y en qué quería pensar? ¿En su propia muerte? Más bien… podía dedicarse a imaginar todo lo que ocurriría después. Sí, sería una manera de impedir que, al menos en sus pensamientos perdidos, privados de cualquier consuelo religioso, la vida se volviera de pronto —en breve— nada; una manera de permanecer aquí, todavía, por poco tiempo, ante los ojos de los demás, pero ya no ante los propios.

Y —valiente— el honorable Costanzo Ramberti se vio muerto, como lo verían los demás; como él había visto a tantos otros: muerto y endurecido, en aquella cama, con los pies en los zapatos de piel brillante, el rostro céreo y helado, las manos casi petrificadas, compuesto y… sí, elegante, con su traje negro, con tantas flores en el cuerpo y en la almohada.

El frac tenía que estar allí, en el baúl; junto con el uniforme nuevo, el espadín y el falucho de ministro.

Mientras tanto, para hacer una prueba, se miró los pies. Sintió cosquillas en el vientre, levantó una mano y se alisó el pelo; luego se acarició la barba rojiza, repartida sobre el mentón. Pensó que, una vez muerto, le peinaría aquella barba y los pocos pelos de su cráneo su secretario particular, el caballero Spigula-Nonnis, que lo asistía desde hacía días, pobre hombre, con afecto devoto, sin dejarlo solo ni siquiera un momento, sufriendo, a los pies de la cama, por no poder aliviar su agonía de ninguna manera.

Sin embargo, aquel caballero Spigula-Nonnis lo ayudaba, sin saberlo; lo ayudaba a morir con dignidad, filosóficamente. Tal vez, si hubiera estado solo, se sacudiría, lloraría, gritaría con rabia desesperada; con el caballero Spigula-Nonnis a los pies de la cama, que lo llamaba «Excelencia», ni siquiera hablaba: miraba atento, un tanto sorprendido, ante sí, con los labios acariciados por una ligera sonrisa.

Sí, la presencia de aquel hombre delgado, enjuto, miope, lo mantenía mediante un hilo —ya delgadísimo— en el escenario, en su papel, hasta el final. La delgadez de este hilo exasperaba su angustia y su terror internos, porque no podía evitar percibir como vano (vano y desesperado) el esfuerzo con que su alma se agarraba completamente a él, esfuerzo parecido en todo al de un animalito agonizante, que tantas veces había observado con curiosidad cruel: un insecto caído en el agua, colgando de un pelo.

Todas aquellas cosas, con las cuales había llenado el vacío que volvía vana su vida, eran personificadas por el caballero Spigula-Nonnis: su autoridad, su prestigio, vanidades que estaban a punto de faltarle, que ya no tenían valor, pero que sin embargo en el vacío que se lo tragaría en breve resaltaban como larvas de sueño, apariencias de vida que todavía por poco —después de su muerte, según podía prever— se agitarían alrededor de él, de su cama, de su ataúd.

El caballero Spigula-Nonnis lo lavaría, lo vestiría y lo peinaría, amorosamente, pero con cierta repugnancia. Repugnancia sentía él también, por otro lado, pensando en que sus carnes, su cuerpo desnudo serían tocados por las grandes y huesudas manos de aquel hombre. Pero no tenía a nadie más a su lado: ningún pariente, ni cercano ni lejano. Moría solo, como siempre había vivido; solo en aquella amena villa de Castel Gandolfo, alquilada con la esperanza de que, después de dos o tres meses de reposo, recuperaría la salud. ¡Tenía apenas cuarenta y cinco años!

Pero se había matado él, bestialmente, con sus propias manos; él había cortado el hilo de su existencia, a base de trabajo y de lucha testaruda, tenaz. Y cuando finalmente había conseguido obtener la victoria, llevaba la muerte dentro, la muerte, la muerte que ya se había insinuado silenciosamente en su cuerpo, mucho antes. Cuando había ido a jurar ante el Rey; cuando, con aire de resignación afligida, pero con el corazón sonriente, había recibido las congratulaciones de colegas y amigos, llevaba la muerte dentro y no lo sabía. Dos meses atrás, por la noche, de pronto le había apretado el corazón y lo había dejado agonizante, con la cabeza caída sobre el escritorio de ministro en el Ministerio de Obras Públicas.

Todos los diarios de la oposición, que tanto habían criticado su nombramiento, calificándolo como ejemplo del abierto favoritismo del presidente del consejo, ahora, al anunciar su muerte prematura, tal vez tendrían en cuenta sus méritos, sus largos y pacientes estudios, su pasión constante, única, absorbente, por la vida pública, el celo que siempre había empleado en cumplir con sus deberes de diputado antes, de ministro después, por poco tiempo. ¡Eh, sí! Se puede consolar así a uno que se ha ido, y tanto más porque la amistad y la famosa protección del presidente del consejo no habían llegado hasta el punto de concederle el otro consuelo: morir al menos como ministro. Inmediatamente después de aquel síncope le habían dado a entender, por las buenas, que sería oportuno —oh, solo por respeto a su salud, no por otra razón— que dejara el ministerio.

Así que tampoco para los diarios amigos del ministerio su muerte sería «verdadero luto nacional». De todas maneras sería para todos un «ilustre difunto»: esto sí, sin duda. Y todos añorarían su «existencia interrumpida antes de tiempo», que «seguramente otros nobles favores hubiera podido rendir a la patria», etcétera, etcétera.

Quizás, considerada la cercanía y el breve tiempo transcurrido desde su salida del ministerio, Su Excelencia el presidente del consejo y sus colegas, los ministros y los subsecretarios de Estado, y los muchos diputados amigos vendrían desde Roma a verlo muerto, en aquella habitación que el alcalde del pueblo, en su honor, con la ayuda del caballero Spigula-Nonnis, transformaría en cámara mortuoria, con macetas de laurel y otras plantas y flores y candelabros. Entrarían todos con la cabeza descubierta, con el presidente del consejo de jefe; lo contemplarían un rato, mudos, consternados, pálidos, con aquella curiosidad refrenada por el horror instintivo que tantas veces él mismo había experimentado ante otros muertos. Momento solemne y conmovedor.

—¡Pobre Ramberti!

Y todos se retirarían a otra habitación, esperando que lo pusieran en el ataúd ya listo.

Valdana, su ciudad natal; Valdana que desde hacía quince años volvía a elegirlo diputado; Valdana, por la cual tanto había hecho, seguramente querría sus restos mortales, y el alcalde de Valdana acompañaría su cuerpo con dos o tres consejeros comunales.

El alma… ay, el alma, que se habría ido mucho antes, quién sabe dónde habría llegado…

El honorable Costanzo Ramberti cerró los ojos con fuerza. Quiso acordarse de una vieja definición de alma, que lo había satisfecho cuando todavía era estudiante de Filosofía en la universidad: «El alma es aquella esencia que en nuestro interior es consciente de sí misma y de las cosas que hay fuera de nosotros». ¡Ya! Así… Era la definición de un filósofo alemán.

«¿Aquella esencia?», pensó ahora. «¿Qué quiere decir? Algo “que es”, innegablemente, por lo cual yo, mientras esté vivo, difiero del que seré cuando esté muerto. ¡Claro! Pero ¿esta esencia en mi interior existe por sí misma o mientras yo sea? Dos casos. Si es por sí misma, y solo en mi interior es consciente de sí misma, ¿fuera de mí no tendrá conciencia? ¿Y qué será, pues? Algo que yo no soy, que no es por sí mismo, mientras permanece en mi interior. Cuando salga, será lo que sea… ¡mientras exista! Porque también se da el caso contrario: es decir, que el alma exista mientras lo haga yo; así que dejando de ser yo…»

—Caballero, por favor, un vaso de agua.

El caballero Spigula-Nonnis se puso de pie (era muy alto), recuperándose del entumecimiento; le ofreció agua; le preguntó, atento:

—Excelencia, ¿cómo se encuentra?

El honorable Costanzo Ramberti bebió dos sorbos, luego, devolviendo el vaso, sonrió pálidamente a su secretario, cerró los ojos, suspiró:

—Así…

¿Dónde había llegado? Tenía que partir hacia Valdana. El cadáver… Sí, mejor pensar solo en el cuerpo. Lo cogían por la cabeza y por los pies. En el ataúd ya había sido puesta una sábana mojada en agua bendita, que envolvería el cadáver. Luego el estañador… ¿Cómo se llamaba aquel instrumento ruidoso con una lívida lengua de fuego? Ahí estaba la losa de zinc que había que soldar sobre el ataúd, la tapa…

En este punto el honorable Costanzo Ramberti no se vio a sí mismo en el interior del ataúd: se quedó fuera y vio el ataúd como los demás lo verían. Una hermosa caja de castaño, en forma de urna, pulida, con tachones dorados. Los funerales y el transporte correrían seguramente a cargo del estado.

Y la caja era levantada, atravesaba las habitaciones, bajaba con dificultad por las escaleras de la villa, atravesaba el jardín, seguida por todos sus colegas, de nuevo con la cabeza descubierta, con el presidente del consejo al frente de todos; era introducida en el carro fúnebre del ayuntamiento entre la curiosidad temerosa y respetuosa de toda la población que había acudido para asistir al insólito espectáculo.

Aquí el honorable Ramberti dejó que se introdujera el ataúd en el coche y se quedó fuera, viendo el carro que, acompañado por semejante muchedumbre, bajaba lentamente, con solemnidad, desde el pueblo hasta la estación ferroviaria. Un vagón de aquellos con la inscripción Cavalli 8, Uomini 40 estaba listo, con las tablas dispuestas para recibir al ataúd. El honorable Costanzo Ramberti vio su propio ataúd que era extraído del carro y lo siguió al interior del vagón desnudo y polvoriento, que seguramente en Roma sería decorado con todas las coronas que el Rey y el consejo de ministros, el Ayuntamiento de Valdana y sus amigos enviarían. ¡Parte!

Y el honorable Costanzo Ramberti siguió al tren, con su vagón-ataúd en la cola, durante un largo trecho, hasta la estación de Valdana, también atestada de gente: uno por uno, sus fieles y cariñosos amigos, consejeros provinciales y comunales, algunos un poco torpes con el insólito traje negro o con el sombrero de copa. Robertelli… ¡ay, sí!… Él, sí… el querido Robertelli… lloraba, se abría paso…

—¿Dónde está?

¿Dónde podía estar? Allí, en el ataúd, mi querido Robertelli. Eh, uno a la vez…

Pero el honorable Costanzo Ramberti veía aquella escena como si de verdad no estuviera en la caja que sin embargo pesaba, sí, sí, pesaba y lo demostraban claramente los ujieres del ayuntamiento, con guantes blancos y librea, que tenían dificultades para cargársela en los hombros.

Veía… uf, Tonni, que siempre, pobrecito, salía de casa con los minutos contados por su ferozmente celosa mujer, ahí estaba, inquieto, resoplaba, sacaba el reloj, maldiciendo el retraso de una hora con que había llegado el tren, y que ciertamente su mujer no se creería. ¡Eh, paciencia, querido Tonni, paciencia! Tu mujer montará una escena, pero luego os reconciliaréis. Tú estás vivo. En cambio, al otro mundo no se va dos veces. ¿Quisieras para tu amigo, que te hizo tantos favores, un rápido funeral? Deja que se haga con pompa y con solemnidad… ¿Ves? Ahí viene el señor prefecto… ¡Espacio, espacio! Uf, también está el coronel… ¡Ya! También le tocaba el acompañamiento militar. Y todos los alumnos, con las banderas de los diferentes institutos; ¡y cuántas otras banderas de sociedades! Sí, porque él, en verdad, aunque concentrado en los problemas más altos de la política, en las cuestiones más abruptas de la economía social, nunca había descuidado los intereses particulares del colegio, que tenía que estarle agradecido por tantos beneficios. Y quizás Valdana le demostraría su gratitud con algún recuerdo marmóreo en el jardín comunal o poniéndole su nombre a una calle o a una plaza, y mientras tanto, con aquellos funerales solemnes… Con el pensamiento vio la calle principal de la ciudad, llena de banderas a media asta:

VIA COSTANZO RAMBERTI

Y las ventanas llenas de gente a la espera del coche fúnebre tirado por ocho caballos de gala, cubierto con coronas; y muchas personas en la calle que señalaban con los dedos la del Rey, la más hermosa de todas. El cementerio estaba abajo, detrás de la colina, hosco y solitario. Los caballos avanzaban a paso lento, como para darle tiempo de disfrutar de aquellos extremos honores que se le dedicaban y que prolongaban todavía, por un breve trecho, la vida más allá del final…

II

Todo esto imaginó el honorable Costanzo Ramberti durante la vigilia previa a su muerte. Un poco por culpa suya, un poco por culpa de los demás, la realidad no se correspondió enteramente con lo que él había imaginado.

Murió de noche, no se sabe si durante el sueño; ciertamente sin que se percatara el caballero Spigula-Nonnis quien, vencido por el cansancio, se había dormido profundamente en el sillón situado a los pies de la cama. Eso hubiera sido un mal menor, en el fondo, si el caballero Spigula-Nonnis, al despertarse del susto hacia las cuatro de la madrugada y al encontrárselo ya duro y frío, no se hubiera quedado extraordinariamente impresionado, primero por un extraño zumbido en la habitación, luego por la luna llena que, declinando, parecía haberse detenido en el cielo para mirar a aquel muerto en la cama, a través de los cristales de la ventana que —inadvertidamente— se había quedado abierta. El zumbido era de un moscón, cuyo sueño había roto con su despertar repentino.

Cuando, al amanecer, llegó el alcalde Agostino Migneco, llamado con prisa por el sirviente, el caballero Spigula-Nonnis repetía:

—La luna… La luna…

No sabía decir nada más.

—¿La luna? ¿La luna?

—¡Una luna!… ¡Una luna!…

—Está bien, había luna… pero, querido señor, hay que enviar un telegrama urgente a su Excelencia el presidente de la cámara, otro a Su Excelencia el presidente del consejo; otro al alcalde de… ¿de dónde era diputado su Excelencia?

—Valdana… (¡Qué luna!)

—¡Deje en paz a la luna! Entonces al alcalde de Valdana: y tres, todos urgentes, para comunicar la infausta noticia a la ciudadanía, ¿me explico?, a los electores… ¡Aquel alcalde tendrá mucho que hacer! ¡Que se dé prisa, por caridad! Habrá que hacer abrir la oficina de telégrafos: hágase acompañar por un guardia, en mi nombre. ¡Y vuelva aquí, enseguida! Habrá que vestirlo cuanto antes. ¿Lo ve? El cadáver ya está rígido.

De milagro el caballero Spigula-Nonnis no puso en todos aquellos telegramas que lucía una luna magnífica.

En verdad, para ganarse el respeto de todos, el alcalde Migneco hubiera querido preparar una cámara mortuoria que dejara a todos boquiabiertos, con el catafalco y todo lo demás. Pero… pueblitos: no se encontraba de nada y faltaban buenos obreros. Había corrido a la iglesia para buscar unos paramentos. Todos damascos rojos con estrías doradas. ¡Si al menos hubieran sido negros! Cogió cuatro candelabros dorados, antiguallas del año mil… Flores, sí, y plantas: flores en el suelo, flores en la cama; toda la habitación a rebosar.

Mientras tanto, el frac no fue encontrado en el baúl y el caballero Spigula-Nonnis fue obligado a correr a Roma, al apartamento de via Ludovisi, pero tampoco lo encontró. Estaba en el baúl, al fondo, finalmente. ¡Aquel pobre hombre había perdido la cabeza de verdad! Oh, estaba tan encariñado… Lágrimas como una fuente. Pero tuvieron que cortar la parte trasera del frac (¡una lástima, era nuevo!) porque los brazos del cadáver no se movían. Y, apenas vestido, sí, señores, tuvieron que volver a desnudarlo y a vestirlo de nuevo porque desde el Ayuntamiento de Valdana (eso sí, como el honorable Costanzo Ramberti había imaginado) llegó un telegrama urgente, en el cual se anunciaba que la ciudadanía, afligidísima, reclamaba con voto unánime el cuerpo de su ilustre representante para honrarlo con un funeral solemne: un monumento… ¡también con un monumento! Grandes fastos y sí, precisamente una plaza, la de correos, bautizada con su nombre. Y un médico llegó desde Roma para inyectarle formalina, decía, al cadáver; «deformalina» hubiera dicho en cambio el alcalde Migneco, con el debido respeto; porque después de aquellas inyecciones… oh, el rostro céreo, la elegancia con que se había representado una vez muerto el honorable Costanzo Ramberti… le quedó una cara así de grande, sin nariz ni mejillas ni cuello ni nada; una pelota de sebo. Llegó a pensarse en taparle el rostro con un pañuelo.

Muchos más amigos diputados de los que el honorable Costanzo Ramberti sabía que tenía acudieron la mañana siguiente a Castel Gandolfo, junto con los presidentes de la cámara y del consejo y los ministros y los subsecretarios de Estado. También fueron algunos senadores, de entre los menos viejos, y un tropel de periodistas y también dos fotógrafos.

Era un día espléndido.

A gente oprimida por tantos y tan graves problemas sociales, entristecida por tantas preocupaciones cotidianas, tenía que producirle el efecto de una fiesta el frenesí azul del cielo, las deliciosas vistas del campo reverdecido, de los castillos romanos al sol, del lago y de los bosques en aquel aire todavía un poco cortante, pero donde ya se presentía el hálito de la primavera. No lo decían; al contrario, se mostraban compungidos y tal vez lo estaban, pero a causa de la secreta pena por haber consumido y por seguir consumiendo en luchas vanas y mezquinas su existencia tan breve, tan poco segura, y que sin embargo sentían querida, allí, en aquella fresca, aireada y encantadora escena.

Recibían cierto consuelo pensando que todavía podían disfrutarla, aunque de manera fugaz, mientras que su compañero ya no podía hacerlo.

Y de hecho, consolados así, poco a poco, durante el breve trayecto, empezaron a conversar alegremente, a reír, agradecidos a las cinco o seis personas que, más sinceras que el resto, habían roto primero el aire de aflicción con alguna broma y ahora seguían actuando como bufones.

Sin embargo, de vez en cuando, como si de la puerta del vagón vecino asomara la cabeza de Costanzo Ramberti, las alegres conversaciones y las risas decaían. Y todos advertían una sensación de pérdida, una incomodidad fastidiosa, sobre todo aquellos que no tenían razón alguna para encontrarse allí, excepto la de hacer una excursión en compañía, notoriamente adversarios de Ramberti o difamadores suyos en secreto. Estos advertían que su presencia violentaba algo. ¿Qué? ¿La expectativa del muerto, la expectación de uno que no podía protestar echándolos, avergonzándolos?

Pero ¿era, sí o no, una visita fúnebre?

Si lo era, vamos a ver, no se va a visitar a un muerto así, conversando alegremente y riendo.

Todos aquellos colegas, amigos suyos o no, ignoraban la representación que de aquella visita el pobre Ramberti se había construido durante la vigilia previa a su muerte y, por supuesto, acerca del carácter que deberían mostrar, de tristeza, de añoranza, de compasión por él. La ignoraban; y sin embargo, por el simple hecho de que ahora se realizaba, no podían no advertir, de vez en cuando, que la manera en que se realizaba no era conveniente, y los que no eran amigos suyos no podían no advertir que sobraban y que cometían una afrenta.

Pero apenas bajaron del tren en la estación de Castel Gandolfo, todos se recompusieron, asumiendo de nuevo el aire grave y compungido, se vistieron de la solemnidad del momento luctuoso, de la importancia que les otorgaba la multitud respetuosa que asistía a su llegada.

Guiados por el alcalde Migneco y por los consejeros comunales, con los rostros acalorados, bañados en sudor, con los puños que se escapaban de las mangas y las corbatas que se escapaban de los cuellos, ministros y diputados fueron a pie, en fila, con los dos presidentes al frente, entre dos alas y una cola enorme de gentío, a la villa de Ramberti.

Esta llegada, este ingreso en el pueblo en luto, este cortejo, fueron realmente muy superiores a lo que Ramberti había imaginado. Pero, justo en el momento más solemne, cuando el presidente de la cámara y el del consejo, con todos los ministros y los subsecretarios y los diputados y la multitud de curiosos entraron en la cámara mortuoria con la cabeza descubierta, ocurrió algo que el honorable Ramberti no se hubiera podido imaginar, algo horrible en el silencio casi sagrado de aquella escena: un gorgoteo repentino, lúgubre, ruidoso, en el vientre del cadáver, que aturdió y aterró a todos los presentes. ¿Qué fue eso?

Digestio post mortem —suspiró, dignamente en latín, uno de ellos que era médico, apenas pudo recuperar el aliento.

Y todos los demás miraron desconcertados al cadáver, que parecía haberse cubierto el rostro con un pañuelo para hacer, sin vergüenza, tal cosa en presencia de las supremas autoridades de la nación, que salieron de la cámara mortuoria con el ceño gravemente fruncido.

Cuando, tres horas después, en la estación de Roma, el caballero Spigula-Nonnis vio con infinita tristeza que todos los que habían venido a Castel Gandolfo se alejaban, sin ni siquiera dirigir una mirada, una última mirada de despedida al vagón donde el honorable Ramberti había sido encerrado, tuvo la impresión de una traición. ¿Todo se había acabado así?

Y se quedó, él solo, en la incierta luz del día que moría, debajo del alto tragaluz, inmenso y manchado por el humo, siguiendo con la mirada las maniobras del tren que se iba descomponiendo. Después de muchas maniobras por las intricadas líneas vio finalmente aquel vagón abandonado en una vía, al fondo, al lado de otro, donde ya había sido pegado un papelito con la palabra «Ataúd».

Un viejo mozo de estación, medio cojo y asmático, vino con el pegamento para poner el mismo papelito en el vagón del honorable Ramberti. El caballero Spigula-Nonnis se acercó para leerlo con sus ojos miopes. Más arriba leyó: «Cavalli 8, Uomini 40» y sacudió la cabeza y suspiró. Se quedó un rato más, un largo rato, contemplando aquellos dos vagones-ataúdes, uno al lado del otro.

¡Dos muertos, dos que ya se habían ido, que tenían que viajar!

Y se quedarían allí, solos, aquella noche, entre el ruido de los trenes que llegaban y partían, entre el andar apresurado de los viajeros nocturnos, allí, tumbados, inmóviles, en la oscuridad de sus ataúdes, entre el traqueteo incesante de la estación ferroviaria. ¡Adiós! ¡Adiós!

Y él también, el caballero Spigula-Nonnis, se fue. Se fue angustiado. Pero por la calle, tras comprar los diarios vespertinos, se consoló viendo las largas necrológicas que todos presentaban en la primera página, con el retrato del ilustre difunto.

En casa, se sumergió en la lectura y se emocionó con la mención que uno de aquellos diarios hacía de los cuidados, de la asistencia amorosa, de la devoción con la cual él, el caballero Spigula-Nonnis, había rodeado al honorable Costanzo Ramberti en los últimos tiempos.

¡Lástima que el Nonnis de su apellido estuviera escrito con una sola ene!

Pero se entendía que era él.

Releyó aquella mención al menos unas veinte veces y, cuando salió para ir a cenar a la taberna de siempre, antes que nada quiso comprar en un quiosco diez copias de aquel diario, para enviarlas a Novara, al día siguiente, a sus parientes, a los amigos, con el añadido de la ene, se entiende, y el párrafo marcado con lápiz turquesa.

Grandes elogios, grandes elogios pronunciaban todos del honorable Costanzo Ramberti: el pesar era unánime, y debidamente se habían evidenciado los méritos, el celo, la honestidad. Todo como el honorable Costanzo Ramberti se había imaginado. Estaba «la existencia interrumpida antes de tiempo» y también «los nobles favores que seguramente hubiera podido rendir todavía a la patria». Y los telegramas desde Valdana hablaban de la profunda consternación de la ciudadanía ante el funesto anuncio, de los extraordinarios e inolvidables honores que la ciudad natal le dedicaría a su Gran Hijo, y anunciaban que ya el alcalde, una representación del consejo comunal y otros egregios ciudadanos, devotos amigos del ilustre difunto, se habían ido a Roma para escoltar el cadáver.

Volviendo a casa hacia medianoche, en el silencio de las calles desiertas, vigiladas de manera lúgubre por las farolas, el caballero Spigula-Nonnis pensó en los dos vagones-ataúdes en la vía de la estación, que aguardaban. ¡Si aquellos dos muertos hubieran podido hacerse compañía, conversando entre ellos para engañar al tiempo! El caballero Spigula-Nonnis sonrió tristemente ante este pensamiento. Quién sabe quién era el otro y adónde iría… Estaba allí, aquella noche, sin sospecha alguna del honor de tener a su lado a un hombre que llenaba en aquel momento todos los diarios de Italia, y que al día siguiente recibiría una acogida triunfal por parte de la ciudad entera que lo lloraba.

¿Acaso podía ocurrírsele al caballero Spigula-Nonnis que el vagón-ataúd del honorable Costanzo Ramberti, hacia las dos, sería atado por unos mozos que se caían de sueño al tren que partía para Abruzzo, y que así se le robaría al ilustre difunto la acogida triunfal, los honores solemnes de su ciudad natal?

Pero el honorable Costanzo Ramberti, hombre político, ya en el poder y por eso consciente de «los secretos»; el honorable Costanzo Ramberti, que conocía todos los defectos de los servicios ferroviarios, hubiera podido prever fácilmente semejante traición. Dos vagones-ataúdes aparcados en una estación con tanto tráfico: no había nada más fácil y más obvio que uno fuera enviado al destino del otro y viceversa.

Encerrado, clavado en su vagón, ahora no pudo protestar contra aquel intercambio indigno, contra el modo en que los seis mozos bestiales arrancaban en aquel momento todos los adornos de luto con los cuales se arreglaba su Valdana aquella noche, para recibirlo solemnemente al día siguiente. Y en la cola de aquel tren que se iba a Abruzzo, casi vacío y que, con los frenos consumidos, acababa de destrozar los pobres, viejos y sucios vagones que lo componían, le tocó viajar el resto de la noche, lúgubre, lentamente, hacia el destino de aquel otro muerto, un joven seminarista de Avezzano, de nombre Feliciangiolo Scanalino.

Naturalmente el vagón-ataúd de este, a la mañana siguiente, fue decorado con magnificencia, bajo la vigilancia del mismo jefe de la empresa funeraria que había asumido el encargo del funeral a expensas del Estado. Paramentos riquísimos de terciopelo con flecos de plata, y velos y lazos y palmas. Sobre el ataúd, cubierto con una espléndida manta, solo la corona de flores del Rey; en los lados, las de los presidentes de la cámara y del consejo de los ministros; alrededor de setenta coronas fueron colocadas en el vagón siguiente.

Y a las ocho y media en punto, ante los ojos admirados de una verdadera multitud de amigos del honorable Costanzo Ramberti, Feliciangiolo Scanalino partió hacia los honores solemnes de Valdana.

Cuando, hacia las tres de la tarde, el tren llegó a la estación de Valdana, rebosante del pueblo conmovido, el alcalde, que había acompañado al cuerpo con la representación comunal, fue llamado misteriosamente a la sala del telégrafo por el jefe de estación, que temblaba, palidísimo. De la estación de Roma había llegado un telegrama que advertía del intercambio de los vagones mortuorios. El cuerpo del honorable Ramberti se encontraba en la estación de Avezzano.

El alcalde de Valdana se quedó pasmado.

¿Y qué hacían ahora, con todo el pueblo? ¿Con la ciudad de gala?

—Caballero —sugirió en voz baja el jefe de estación, poniéndose una mano sobre el pecho—, lo sé yo solo y el telegrafista, aquí presente; también en Roma y en Avezzano lo saben el jefe de estación y el telegrafista. Caballero, es de nuestro interés, de la administración ferroviaria, mantener el asunto en secreto. ¡Confíe en mí!

¿Qué se podía hacer en una situación como aquella? El inocente seminarista Feliciangiolo Scanalino recibió la acogida triunfal de la ciudad de Valdana, en el coche fúnebre que parecía una montaña de flores, tirado por ocho caballos; tuvo la corona del Rey; tuvo el elogio fúnebre del alcalde; tuvo el acompañamiento de una población entera hasta el cementerio.

Mientras tanto, el honorable Costanzo Ramberti viajaba, desde Avezzano, en el vagón desnudo y polvoriento Cavalli 8, Uomini 40, sin una flor, sin un lazo: pobre cuerpo echado, zarandeado por lugares tan lejanos a su destino.

Llegó por la noche a la estación de Valdana. Solo el alcalde y cuatro sepultureros de confianza lo estaban esperando. Y silenciosos, con el paso de los ladrones que sustraen una carga de contrabando a la vista de los aduaneros, arriba y abajo por caminos de campo a duras penas iluminados por una linterna, se lo llevaron al cementerio y lo sepultaron, suspirando largamente de alivio.