EL GUARDARROPA DE LA ELOCUENCIA

Escuchando por la calle o en las casas de sus conocidos o en los lugares públicos las conversaciones de la gente sobre los acontecimientos del día, Bonaventura Camposoldani había intuido que sobre las necesidades materiales comunes y los casos cotidianos de la vida y las ocupaciones ordinarias gravita cierta atmósfera ideal, hecha de conceptos más o menos bastos, de reflexiones más o menos obvias, de consideraciones genéricas, de motes y proverbios y parecidos, a la cual, en los momentos de ocio, intentan ascender para tomar un poco de aire fresco todos los que suelen pasar el día entero bajo el peso de sus mezquinas existencias. Naturalmente, en esa atmósfera ideal se sienten como peces fuera del agua, se pierden fácilmente, asombrados por el destello de algún pensamiento imprevisto. Había que saber identificar este momento para que picaran el anzuelo.

Bonaventura Camposoldani se había entrenado hasta ser un maestro en ello.

Tener una idea «unificadora»; proponerla a una docena de amigos de cierta autoridad y de muchos contactos; convocar una primera reunión para el desarrollo de la idea y la demostración de las ventajas que se podían obtener y de los méritos que se podían adquirir; luego nombrar una comisión para redactar un estatuto: listo.

Tras nombrar la comisión, redactar el estatuto y convocar una nueva reunión para discutir y aprobar sus artículos y para asignar los cargos sociales, Bonaventura Camposoldani, que había tenido la idea y había encontrado la sede provisional sin concederse un momento de pausa, era elegido presidente por unanimidad. El círculo nacía y empezaba a morir enseguida por culpa de los socios, que no lo cuidaban. Seguía viviendo solo gracias a Bonaventura Camposoldani que —presidente, consejero, administrador, tesorero, secretario— el primer día de cada mes enviaba al recaudador a despertar con cortesía, por un momentito tan solo, a los durmientes, cuyo sueño, ligero el primer día del mes, se volvía poco a poco más profundo y finalmente se convertía en profundo letargo.

El recaudador de todos los círculos fundados por Bonaventura Camposoldani era siempre el mismo: un viejito que se llamaba Bencivenni. Delgado, pequeño y trémulo, sus ojos claros, celestes, perennemente anegados de lágrimas, emanaban una ingenuidad seráfica.

Hacía mucho, Camposoldani lo había apodado Geremia, y todos creían que se llamaba Geremia y que se apellidaba Bencivenni.

Camposoldani lo protegía porque de verdad el pobre viejo merecía ser protegido: superviviente de las batallas patrias, superviviente de Villa Glori43 y —por modestia— muerto de hambre.

Si se observa ese asunto, se constata que había sido también un poco tonto, para decir la verdad. Se había casado con la viuda de un hermano de armas que había muerto en Digione; había criado a cuatro hijos que no eran suyos; su mujer había muerto después de cinco años; los tres hijastros, apenas habían crecido, lo habían abandonado; y se había quedado solo, muy viejo, en la miseria, con su hijastra, a quien amaba como a una hija verdadera. De modo que, si lloraba siempre, Geremia tenía razones para hacerlo.

Pero Geremia no lloraba. Parecía que lo hiciera; pero no. Linfático por naturaleza, sufría constantes resfriados. Y no le goteaban solo los ojos, sino también la nariz, aquella pobre nariz delgada y palidísima, afilada, estirada a fuerza de sonarla para impedir cada vez lo peor: ciertas ráfagas interminables de estornudos muy cómicos, pequeños, rápidos, secos, durante las cuales parecía que, terriblemente irritado contra sí mismo, quisiera picarse el pecho con la nariz.

Mea culpa… mea culpa… mea culpa… —decía Camposoldani, imitando a cada estornudo las sacudidas del viejo.

De paseo durante todo el día, siempre llegaba muy cansado a las casas de los socios. Perdido en viejos trajes siempre pasados de moda, que había recibido en limosna o había comprado de ocasión, con sus pobres pies embarcados en unos zapatos atados con hilo bramante, entraba hablando en voz baja, casi para sus adentros, con una larva de sonrisa en los labios, una sonrisa razonable y sin embargo triste. Además movía la cabeza de una manera muy graciosa, y parpadeaba con filosófica indulgencia sobre aquellos ojitos claros, ingenuos y acuosos, de manera que la gente, al mirarlo, no sabía qué pensar.

Parecía que continuara un discurso para el cual le habían dado cuerda por la mañana, al salir de casa: un discurso que él quizás no interrumpía por la calle, subiendo o bajando por las escaleras. De hecho, entraba en las casas de los socios hablando, y hablando salía de ellas, sin callar ni un momento, ni siquiera mientras con su mano temblorosa escribía en el registro el recibo de la cuota mensual.

Pero nadie conseguía entender de qué hablaba.

Todos suponían que el pobre viejo se quejaba por tener que caminar demasiado, por subir y bajar demasiadas escaleras, con sus años y sus achaques. Pero, en aquel cuchicheo denso, entre una sonrisita triste y razonable y la otra, se adivinaba el nombre de un ministro o de este o de aquel diputado del Parlamento, o el titular de un diario. Y entonces todos se quedaban sorprendidos y trastornados mirándolo, sin entender qué tenían que ver aquellos nombres y aquellos titulares de diarios con sus quejas.

En cambio, tenían que ver, y mucho. Porque Geremia Bencivenni no se quejaba: quería conversar, así, en voz baja y casi para sus adentros. Tal vez creía que estaba obligado a hacerlo, acercándose a tanta gente de bien, y hablaba de política, de buenas leyes que se votan en el Parlamento, o comentaba un hecho de crónica social, o daba noticias del socio A, a cuya casa había ido poco antes, o del socio B, a la que iría ahora.

Si alguien le decía que no quería pagar porque no quería formar parte del círculo, Geremia hacía como si no hubiera entendido: arrancaba del talonario, como si nada, el recibo firmado como debido y lo dejaba en la mesa, como si solamente esta fuera su tarea y no tuviera que preocuparse de otra cosa, al menos mientras que hubiera socios que, para quitárselo de encima o por piedad o por simpleza, siguieran pagando.

Cuando luego Geremia, más cansando que nunca, volvía para anunciar que no quedaba nadie más que quisiera pagar y, como prueba, mostraba el forro de los bolsillos de su chaqueta, del chaleco, de los pantalones y también de su bisunto sombrero, Bonaventura Camposoldani se quedaba por un momento perplejo, pensando en si le convenía dispersar de un soplo aquel círculo incipiente del cual Geremia representaba la imagen, o si podía resucitarlo con un relámpago genial.

En el primer caso, tendría que volver a la fatigosa empresa de fundar otro enseguida. Le fastidiaba. Y además, era mejor no abusar. De modo que… un relámpago… un relámpago… ¿Qué relámpago?

Camposoldani contaba especialmente con dos factores: lo que él definía como la «elasticidad moral» del pueblo italiano y su pereza mental.

Martín Lutero hubiera pagado cien mil florines para no haber visto Roma.44

Martín Lutero era tonto.

Eso es: temperamentos según temperaturas. Había que considerar antes que nada la temperatura.

En Alemania hace frío.

Ahora bien, naturalmente, el frío, igual que congela el agua, entumece los espíritus. Fórmulas precisas. Preceptos y normas absolutas. No hay elasticidad.

En Italia hace calor.

El sol, si por un lado adormece los ingenios y entorpece las energías, por otro conserva las almas elásticas, encendidas, en continua fusión. Estiradas, las almas ceden, se alargan como pasta blanda, se dejan enrollar alrededor de un ovillo cualquiera, con tal de que se haga con cortesía, se entiende, y muy lentamente. Tolerancia. ¿Qué quiere decir tolerancia? Precisamente eso: pereza mental, elasticidad moral. Vivir y dejar vivir.

El pueblo italiano no quiere hacer el esfuerzo de pensar: confía a unos pocos la tarea de pensar por él.

Ahora bien, es necesario que estos pocos, seamos justos, estén bien nutridos, para poder pensar así, a lo grande, por todos, sin cansarse. Mens sana in corpore sano.45 Y el pueblo italiano los deja comer, con tal de que lo hagan siempre con cortesía, se entiende, y salven en cierta manera las apariencias. Luego aplaude, sin animarse demasiado, cada vez que sus pensadores designados consiguen por ventura procurarle alguna pequeña satisfacción.

Eso era: tenía que procurar una satisfacción a los socios del círculo moribundo para despertarlos de su morosidad.

Y Bonaventura Camposoldani lo conseguía siempre.

Lo que ahora lo ocupaba no era propiamente un círculo, sino una asociación nacional con un propósito eminentemente patriótico y civil.

Se proponía reclutar para su activo ejército, en cada provincia y municipio de Italia, a todos los que quisieran sanar por fin la vergonzosa llaga del analfabetismo y difundir, a través de lecturas y conferencias, el gusto por la cultura en el pueblo italiano.

En el fondo de su alma, Bonaventura Camposoldani consideraba una cualidad inestimable del pueblo italiano la constante aversión a todo género de cultura y de educación, como cualidades que, apenas conquistadas, reclaman la necesidad de tantas cosas que, para ser sabios de verdad, se tendrían que evitar. Pero no osaba decírselo ni siquiera in tacito sinu,46 ahora que setenta y cinco secciones contra el analfabetismo se habían constituido en menos de un año, de las cuales cuarenta y dos (¡síntoma consolador de saludable despertar!) se encontraban en las provincias meridionales. La nueva Asociación Nacional para la Cultura del Pueblo contaba ya con mil seiscientos socios. Sede central: Roma. Y el gobierno sabiamente había concedido, para constituir un necesario fondo de reserva, una lotería telegráfica, que había permitido conseguir la preciosa suma de cuarenta y cinco mil liras, poco más, poco menos.

La mayoría de aquellas setenta y cinco secciones las había inaugurado él mismo, improvisando un discurso de una hora, en cada ocasión, sobre los beneficios del alfabeto y las ventajas de la cultura. Solo cuatro o cinco, para no parecer demasiado acaparador, había dejado que las inaugurara un tal Pascotti, profesor de Historia en un liceo de Roma, vicepresidente de la sede central; un hombre guapo, aunque redondo, también en la voz: redondo y pastoso. Pobre hombre, había que compadecerlo: tenía la debilidad de creerse realmente un gran orador. Es cierto que tenía una gran facilidad de palabra, y hablaba de manera colorida, con frases pomposas y párrafos largos; asumía una actitud de orador como ni siquiera Demóstenes o Cicerón harían, y durante horas, sin concluir nada, se abandonaba feliz a la ola sonora que fluía de sus labios. Como si fuera pasta elástica, con las manos gorditas levantadas delante de su boca, parecía tocar su elocuencia y redondearla, convirtiéndola en una pelota, con su mirada voluptuosa. Por un momento todos lo escuchaban con placer, pero, luego, en las frentes, que se habían fruncido por el esfuerzo de atención, empezaban a levantarse poco a poco las cejas y los ojos se inquietaban, perdidos, buscando una posibilidad de fuga.

Indignado por el resultado de sus cinco discursos inaugurales, Pascotti había dimitido del puesto de vicepresidente y había desaparecido. Después de la lotería, tras apagarse el fervor inicial, la sede de Roma se había dormido profundamente. Trabajaban todavía con alacridad un poco preocupante las secciones, especialmente dos o tres, pero por suerte muy lejanas, en Calabria y en Sicilia.

¡Cómo se reía Bonaventura Camposoldani leyendo los informes redactados en estilo heroico por los presidentes de aquellas secciones, pobres maestros de primaria! Algunos incluso enviaban alegres y completos tratados de pedagogía. ¡Pero qué fatiga tener que bajar el tono, resumir, corregir un párrafo y buscar el sentido que había miserablemente naufragado en un mar de frases espumosas y superpuestas! Aquellos informes se tenían que imprimir en el boletín de la asociación, que había considerado oportuno publicar al menos una vez al mes, para que las cuarenta y cinco mil liras de la lotería dieran alguna señal de vida.

Y esta vez también había tenido que darle una sede estable a la asociación. Había alquilado un pequeño apartamento en la primera planta de una vieja casa de Via delle Marmorelle, dos habitaciones y una hermosa sala para las sesiones, si se daba el milagro de que los socios de Roma quisieran celebrar una.

Una mesa cubierta por una tela verde para la presidencia y el consejo, plumas y tinteros, unas cincuenta sillas, tres cortinas en las ventanas, cinco retratos al óleo de los tres reyes y de las dos reinas en las paredes, un busto de yeso bañado en bronce, indispensable, de Dante Alighieri sobre una pequeña columna de yeso tras la mesa de la presidencia, una bandeja con dos botellas de agua y cuatro vasos, una escupidera… ¿qué más? Ah, la bandera de la asociación: todo eso, en la sala de reuniones.

En una de aquellas dos habitaciones se había establecido él, Camposoldani, no para dormir, no: para trabajar desde la mañana hasta la noche, porque los consejeros electos y el secretario, como siempre, lo dejaban solo y tenía que hacerlo todo él, tanto que, en cierto momento, había considerado inútil seguir alquilando la habitación amueblada en Via Ovidio, al fondo del barrio de Prati, y por la noche, cansado por el trabajo de todo el día, dormía allí, vestido, en el sofá otomano, algunas horas.

En la otra habitación vivía Geremia con su hija. ¡Pobre Geremia! Por fin tenía una retribución fija, basada en el fondo de la lotería, y una casa. Podía decir que Italia, por la cual había sufrido y combatido, al final se había constituido y organizado. Como premio a las heroicas fatigas de su juventud, como compensación por las muchas dificultades que había sufrido hasta su vejez, se alojaba en la sede de una asociación nacional y Tudina, su hijastra, podía tender en las cincuenta sillas de la sala todos sus trapos para que se secaran, a veces también sobre el busto de Dante Alighieri, por ignorancia, cuidado, pobre Tudina, no por falta de respeto hacia el padre de la lengua italiana.

Dante Alighieri, para Tudina, estaba todo en aquella nariz desdeñosamente arrugada. Lo llamaba: Aquel hombre que huele mal olor.

Y Tudina no entendía por qué Camposoldani lo tenía allí, de jefe de la sala, detrás de la mesa de la presidencia. Tendiendo la colada en las sillas no podía soportar aquella cara de yeso que la miraba desde la columna con su ceño desdeñoso, y enseguida la tapaba con un trapo.

Tudina no era fea, pero tampoco era guapa. Bellos, bellos de verdad, tenía solo los ojos y el pelo. Negros, profundos y brillantes, los ojos; negro y rizado, el pelo.

Ya había cumplido veinticuatro años, pero parecía que no tuviera más de quince. En el aspecto, en el aire, en aquellos ojos brillantes, en aquel pelo rizado, siempre desgreñado, se había quedado niña, una niña medio salvaje, irreducible a cualquier principio de experiencia y de cultura.

De niña había ido a la escuela, a varias escuelas: había sido expulsada de todas. Una vez había pisado a una compñaera, y de milagro no le había arrancado los ojos; otra vez se había rebelado contra la maestra con actos de insubordinación no menos violentos. Nadie había querido tener en cuenta las razones de aquellos actos violentos: había asaltado a aquella compañera porque se había burlado de ella por haber dicho que les tenía miedo a los perros porque una gata, de pequeña, la había arañado. Aquella compañera no sabía que ella tenía amorosamente en brazos a aquella gata, que acababa de parir unos gatitos muy bonitos, y que un perro se había acercado amenazador, ladrando, y que entonces la gata había erizado su pelo y, no pudiendo arañar al perro, la había arañado a ella. De ahí, lógicamente, su miedo a los perros. Aquella maestra luego había querido obligarla a mojar la plumilla en el tintero, una hermosa plumilla, limpia y brillante, con forma de una mano con el dedo índice extendido, un primor de plumilla que a ella, por otro lado, le parecía un arma con la cual, enviándola a la escuela, la habían armado y que tenía que custodiar celosamente y conservar intacta.

Varias veces su padrastro, al volver a casa cansado, por la noche, antes y después de cenar, había intentado enseñarle con mucha paciencia un poco de alfabeto con el silabario.

El hecho de que b y a es ba, enunciado por el padrastro con su voz de mosquito y su habitual sonrisita triste y razonable, no le había parecido serio ni verosímil. Se había quedado mirándolo a los ojos con la boca abierta.

A menudo, aun ahora, permanecía largamente mirándolo así, por una razón que no podía ser más especial.

Tudina no estaba segura de que su padrastro fuera real, que fuera un hombre real, de carne y hueso como todos los demás, y que no fuera más bien una larva de hombre, una sombra que podría llevarse el viento. Lo veía hablar, sonreír, pero no entendía qué decía o por qué o de qué sonreía. No entendía por qué a veces sus ojos brillaban detrás del velo perenne de las lágrimas. Y no podía creer que los dedos temblorosos de aquellas manitas exangües tuvieran tacto para percibir las cosas que tocaban, o que él advirtiera el gusto de lo que comía, o que en aquella cabeza cándida se pudieran desarrollar pensamientos. Su padrastro le parecía alguien casi etéreo, un hombre que por sí mismo no tuviera nada suyo, a quien todo le llegara por casualidad, no porque él hiciera algo para obtenerlo, sino porque los demás se lo daban, para reírse, por el gusto de ver cómo se quedaba así, con aquella camisa, con aquel sombrero, con aquellos zapatos, con aquellos pantalones, con aquel abrigo: todo, siempre, demasiado grande, tan grande que él parecía perdido allí dentro.

Aquella ropa, aquel sombrero, aquellos zapatos conservaban todos algo de su procedencia; Tudina los reconocía como pertenecientes a Mengano o a Fulano, pero ¿quién era, qué consistencia tenía quien los llevaba?

¡Nunca una camisa suya, un par de zapatos hechos para sus pies! ¡Nunca un sombrero de su talla en la cabeza!

La miseria, la incertidumbre, el verlo siempre vagando por el espacio, perdido, detrás de tareas vanas, con aquel zumbido de palabras sin sentido en sus labios, entre las risitas y las lágrimas, le conferían no solo la idea de su irrealidad, sino también de sí misma y de todo en derredor. ¿Dónde, en qué podía tocar la realidad, en aquella perpetua precariedad existencial, si alrededor suyo y en su interior todo era inestable e incierto, si no tenía nada ni nadie en que apoyarse?

Y a veces Tudina saltaba de pronto para hacer trizas un papel o para romper un florero, un objeto cualquiera que, extrañamente, poco a poco, se volvía preciso ante sus ojos. Así, aparentemente por un ímpetu salvaje, pero en realidad por una necesidad instintiva, inconsciente, de eliminar de su vista y destruir ciertas cosas cuyo sentido y valor no conseguía entender, o de experimentar su presencia, su fuerza contra ella, por la molestia que le provocaban al verlas ante sí, como si ella no estuviera presente, como si ella, queriendo, no pudiera arrancarlas y romperlas. Aquel florero… sí, podía moverlo, y también lanzarlo contra la ventana y romperlo… así… ¿Por qué? Por nada… así… ¡porque le molestaba! En cambio, hacia otros objetos —tenues, frágiles, minúsculos, sin valor alguno—, como un pedacito de papel de seda o de cristal o un botón de falsa madreperla, mostraba protección, cuidado, delicadeza infinita: los alisaba con un dedo y se los ponía en los labios. Y algunos días no terminaba nunca de acariciar con los dedos sus densos y negros rizos, que envolvían su cabeza, estirándolos despacio y luego dejando que se enrollaran de nuevo, no por coquetería, sino por el gusto que le procuraba aquella caricia. Otros días, al contrario, se los arrancaba rabiosamente con el peine.

Bonaventura Camposoldani nunca se había preocupado por la hijastra de Geremia.

Las mujeres no entraban, sino por poco tiempo, de pasada, en su vida. Como máximo la mujer, así, en abstracto, la mujer como cuestión social, el problema jurídico de la mujer, sí, un día u otro podrían interesarle. Era un problema, una cuestión social como cualquier otra, para estudiarla, de la cual ocuparse, y podía entrar en el campo de su actividad: aunque no para resolverla, ¡Dios nos libre!

Si todos los problemas sociales, como poco a poco surgen en la vida y se imponen a la atención y al estudio de los pensadores, se resolvieran en un momento, ¡adiós profesión!

Es cierto, sí, que la vida es prolífica en problemas sociales y que si alguien de milagro resuelve alguno, surgen enseguida dos o tres nuevos, pero es fatigoso ponerse cada vez a pensar en un problema nuevo, cuando es tan cómodo acomodarse a los viejos, bastándole a la opinión pública que los problemas sociales se pongan de manifiesto y saber que hay quien piensa en resolverlos. Se sabe que es propio de todos los problemas sociales ser puestos de manifiesto y nunca ser resueltos. Los problemas nuevos, por otro lado, tienen esto de malo: que al principio solo son advertidos por unos pocos. Entonces no eran para él, que todavía no tenía un empleo fijo, retribuido de manera estable y con derecho a pensión, de modo que no podía darse el lujo de iniciar estudios cada vez más difíciles, de lentas y cuidadosas preparaciones. Él profesaba libremente, creando círculos, instituciones paralelas a las estatales, y por eso necesitaba problemas antiguos, cuya gravedad fuera ampliamente reconocida.

¡Ahora tenía uno entre manos, que necesitaría una vida para ser resuelto, pero que le daría tiempo de vivir diez vidas de noventa años cada una! El problema era que el dinero de la lotería, desgraciadamente, se reducía día tras día…

Se dio cuenta de la existencia de Tudina por aquel trapo mojado puesto a secar sobre el busto de Dante Alighieri. La primera vez que lo vio corrió a su habitación a regañarla, pero no pudo evitar sonreír cuando Tudina se mostró sorprendida de que aquel hombre con la nariz arrugada, como si percibiera un mal olor, mereciera tanto respeto.

Tudina interpretó su sonrisa como una concesión, y siguió tendiendo el trapo, no obstante los renovados reproches. Bonaventura Camposoldani interpretó esta protervidad de la joven como un arte para atraer su atención y, una mañana en la que estaba de buen humor, entró en la habitación de ella para tirarle de la oreja como a una niña vivaz e impertinente, y decirle que no tenía que volver a hacerlo o que si se atrevía a hacerlo… Pero Tudina se rebeló ante aquel tirón de orejas, rechazándolo vigorosamente; Bonaventura Camposoldani se sintió excitado por la lucha; la aferró; ambos lucharon, medio en serio, medio en broma, hasta que Tudina, al verse cogida por él como no esperaba ser cogida, se enfureció: gritó, mordió, arañó, primero; luego, sin querer ceder, se sintió no obstante obligada a ceder por su mismo cuerpo y se quedó estupefacta en la confusión.

Suficiente, ¿eh? Paréntesis cerrado por Camposoldani o que se podría reabrir de vez en cuando, con comodidad, porque la joven vivía allí, en la habitación contigua. Pero era curiosa toda aquella resistencia después de que ella lo hubiera provocado… y luego, aquel susto… y ahora, ¿qué? ¿Lloraba? ¡Caramba, cuántas historias! ¡Basta, venga! ¿Por qué lloraba? Geremia podía llegar de un momento a otro, y por qué desagradarlo, pobre viejo, a lo hecho, pecho, y se podía ocultar y continuar a escondidas… ¿por qué no?, sin malas caras, con prudencia…

—¡Ah, bien! Así…

Tudina, como una tigresa, le había saltado al cuello y lo había abrazado frenéticamente, como si quisiera ahogarlo. Sentía tanta vergüenza… tanta… tanta… y quería que él reparara su vergüenza con tanto, tanto amor… siempre, porque si no, siempre, ella sentiría aquella vergüenza y moriría, sí.

Sí, sí… Pero ¿por qué temblaba así? ¿Por qué lloraba así? Silencio, calma, había que gozar, no morir… ¿Por qué aquella vergüenza? Nadie lo sabría… Le correspondía a ella preocuparse de que nadie lo supiera…

¿A ella? Eh, por lo que le correspondía a ella, pobre Tudina… Podía no hablar, Tudina, no hablar ni siquiera con él, pero, después de tres meses…

Bonaventura Camposoldani se rascó la cabeza durante más de cinco minutos… ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Un hijo… de aquella joven… en aquellas circunstancias… ¿Y qué haría ahora, qué le diría el pobre Geremia?

Camposoldani esperaba que cualquier día el viejo le preguntara la razón de aquella ignominiosa complicación de su alojamiento gratuito, con su hija, en la sede de la Asociación Nacional para la Cultura del Pueblo. Considerando inevitable un rapapolvo, hubiera querido que ocurriera lo antes posible, para quitárselo de encima y librarse de la incómoda situación.

Cada mañana entraba en la sala con el alma en vilo y consternada, se asomaba al umbral de la otra habitación, donde vivían el padre y la hija; los miraba a ambos, que lo recibían en desolado silencio e, irritado, con el ceño fruncido, preguntaba como para provocarlos:

—¿Nada nuevo?

Geremia cerraba los ojos y abría las manos.

Camposoldani lo habría aferrado por el pecho, lo habría sacudido, gritándole:

—¡Habla! ¡Reacciona! ¡Dime lo que tienes que decirme y acabemos de una vez!

Así que cuando, una mañana, ante su acostumbrada pregunta, «¿Nada nuevo?», Geremia, en vez de cerrar los ojos y abrir las manos, asintió varias veces con la cabeza, Camposoldani no pudo evitar resoplar:

—¡Ah, por fin! ¡Dime!

Pero Geremia, plácido, se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un folio doblado en cuatro y se lo dio.

—¿Qué significa esto? —dijo Camposoldani, mirando aquel folio arrugado, sin cogerlo.

Geremia se encogió de hombros y contestó:

—No hay nada más.

—¿De qué se trata?

—No lo sé. Lo ha traído un muchacho…

Camposoldani, el ceño fruncido, cogió rabiosamente el folio, lo abrió, empezó a leer; de pronto levantó la mirada para fulminar a Geremia:

—¡Ah! ¿Esto es lo que has hecho?

Era una solicitud firmada por veinticinco socios para que se convocara una reunión. El primero de la lista: el profesor Agesilao Pascotti.

Geremia se llevó las manos temblorosas al pecho y, abriendo sus labios delgados en la habitual sonrisita triste y razonable, suspiró con un hilo de voz:

—¿Yo? ¿Qué tengo que ver yo con eso?

—¡Pedazo de imbécil! —prorrumpió entonces Camposoldani—. ¿Y justo has ido a hablar con Pascotti?

—¿Yo?

—¿Qué te imaginas que ganarás ahora? ¿Quieren las cuentas? ¡Enseguida! ¡Mientras tanto, tú empezarás a responder por esto!

—¿Yo?

—¡Tú, tú el primero, querido mío! ¡Tú que hace años vas sembrando los recibos de las cuotas mensuales sin cobrar el importe! Pedazo de imbécil, estos firmantes son todos morosos, todos… Cardilli, Voceri, Spagna, Falletti, Romeggi… ¡Uno solo no lo es! Concetto Sbardi… ¿Dónde has ido a pescarlo? ¿Acaso no vive en Abruzzo? ¡El que escribe idega!47 ¿Está en Roma? Ah, ¿ha venido aquí? ¿Y has hablado con él?

Así interpelado, el pobre viejo había intentado interrumpirlo varias veces, con las manos extendidas, parpadeando continuamente sobre sus ojitos acuosos. ¡Parecía caído de las nubes! No sabía nada, nada… ¿Se enfadaba con él?

De pronto, entre los dos, se interpuso Tudina, que no podía más. Crecida, desgreñada, afeada, se levantó ante Camposoldani como la imagen viva de la infamia, del repugnante delito con que la había manchado. ¿Qué tenía que ver su padrastro con aquella solicitud? ¿Qué interés podía tener en poner a sus socios en contra de él?

—¿Por tanto? —dijo Camposoldani.

¿Cómo, de dónde había salido aquella instancia? ¿A quién se le había ocurrido? ¿Por qué, así, de repente? Gente que no pagaba, gente que había desaparecido…

Mesándose nerviosamente su hermosa y negra barba a la altura del mentón, Camposoldani se sumergió en la consideración de aquella instancia que, desde la primera firma, podía pensarse escrita toda por el propio Pascotti; leyó, leyó varias veces aquella lista de nombres; finalmente levantó el rostro sonriente hacia Geremia.

—¿Pascotti? —preguntó, casi a sí mismo.

Y de nuevo se puso a considerar las firmas. Una sola le llamaba la atención: la de Sbardi, el abruzzese. Este había pagado siempre, puntualmente. ¿Por qué se encontraba con los demás en la lista? Le causaba la impresión de un lobo en un rebaño de ovejas. Sí, el enemigo era él, sin duda… Había venido a Roma, había ido a ver a Pascotti, el vicepresidente, y ambos… ¿Qué querían de él? ¿Las cuentas? Muy bien, pero si Sbardi había ido a ver a Pascotti para nombrarlo comandante supremo de la batalla, era señal de que, por lo menos, no sabía hablar. Y si a él le faltaba el coraje de la acusación, ¿el orondo Pascotti tendría el coraje suficiente? ¡Vamos! Pascotti lo hacía reír.

De nuevo Camposoldani levantó su rostro sonriente hacia Geremia.

—Las cuentas… —dijo.

—¿Las… las cuentas? —balbuceó el viejo—. ¿De mí?

Camposoldani lo miró, como si aquella ingenua pregunta, que los socios quisieran las cuentas de él, de Geremia, hubiera hecho que se le ocurriera una idea.

—De ti… de mí… veremos —dijo.

Y se retiró a su habitación.

Más tarde Geremia fue enviado a distribuir las invitaciones a la asamblea de la noche siguiente. Estaba como trastornado y parecía que sus piernas se hubieran quebrado.

Camposoldani se quedó todo el día en la sede de la asociación para preparar su defensa. Había tenido la debilidad de pagar unas deudas que lo oprimían, y esta sustracción se podía enmascarar muy bien con el viaje que decía haber hecho a Alemania para estudiar el organismo de los Círculos de Cultura, muy desarrollados, como todos sabían, en aquel país. Luego estaban los gastos para la sede social, decoración, alquiler; los gastos para la publicación del boletín; el sueldo de Geremia… ¿qué más? Ah, los gastos de viaje para las inauguraciones… gastos que, sin el ingreso de las cuotas mensuales de los socios, naturalmente habían reducido el fondo de la lotería. Pero, sumándolo todo, ¿cuánto quedaba?

Camposoldani hizo la suma. Incluso si exageraba en los gastos, si redondeaba varias veces las cifras, la suma total estaba muy lejos del coincidir con el delgado y efectivo resto.

Perderse, no: no era hombre que se perdiera tan fácilmente, sobre todo ante aquellos veinticinco firmantes capitaneados por Pascotti. Pero las cuentas… no, tenía que encontrar la manera de no presentar las cuentas. Si luego… lo obligaban realmente… un relámpago, uno de sus acostumbrados y geniales relámpagos tenía que salvarlo… ¿Qué relámpago?

Camposoldani pensó en ello durante toda la noche y todo el día siguiente. Pocas horas antes de la asamblea, vio de pronto a Geremia, más que nunca, como una larva empujada por un soplo; entró hablando, como solía hacer, en voz baja, con un temblor más acentuado de la cabeza y de las manos, y con la sombra, apenas la sombra de su habitual sonrisita, triste y razonable.

—I… Italia… que… tantos sacrificios, tantos heroísmos… Italia que… Vittorio… Cavour… quién sabe qué… qué creían que… tenía que volverse… aquí está: mujer trivial… vergüenza… hijos bastardos… la de… la deshonra… se sabe… hermanos contra hermanos… la bala de Aspromonte…48 marcados por la infamia… patria de ladrones… ¡a la fuerza!… madre… de… de hijas rameras… ¡a la fuerza!… Italia… Italia… Italia…

Y, tras susurrar estas palabras, se fue.

Camposoldani se quedó aturdido, no encontró la voz para llamarlo, para saber qué quería decir.

¿Acaso Geremia había protestado de aquella manera contra la seducción y el embarazo de su hijastra?

En la asamblea, además de los veinticinco firmantes, participaron apenas unos veinte socios, que nunca habían puesto un pie en la sala de la asociación.

De los seis consejeros de la sede central de Roma nadie quiso presentarse. Por carta algunos declararon que, según el estatuto social, se consideraban ya cesados del cargo, otros declararon que también dimitían como socios por no haber pagado, otros incluso se sorprendieron de que la asociación sobreviviera todavía.

En la mesa de la presidencia se presentó solo, con la cabeza alta, Bonaventura Camposoldani. Con la cabeza más alta que la suya y con actitud más desdeñosa que la suya, se erguía detrás de la mesa presidencial alguien más: Dante Alighieri, en la pequeña columna de yeso.

Parecía que Dante Alighieri sintiera más hedor que nunca.

Era evidentísimo que antes de intervenir en la sesión aquellos treinta y siete socios habían acordado entre ellos un plan de batalla. Se leía claramente en los ojos de los más estúpidos, encogidos de hombros: otros, arrogantes o desdeñosos, con el labio hacia fuera y los párpados bajos, entreveían las sillas, las cortinas, las mesas de la presidencia, y al mismo Dante Alighieri, como con compasión.

Pascotti se sentó, en medio de la primera fila; Concetto Sbardi, en cambio, se sentó al fondo, apartado. Era un hombrecito achaparrado, híspido, ceñudo, que tenía continuamente una mano extendida sobre el mentón y se rascaba con las uñas curvas las mejillas afeitadas y estridentes. Muchos se giraban a mirarlo y él, fastidiado, se encogía de hombros. ¡Si ahí estaba Pascotti! ¿Por qué no miraban a Pascotti? ¡Qué estúpidos!

Camposoldani, un tanto pálido, con ojos graves, pero con una sonrisita irónica apenas perceptible bajo los bigotes, antes de abrir la sesión, llamó con una señal de la mano a Geremia, que se había sentado, nervioso, cerca de la puerta, y le dio una hoja para que los presentes la firmaran.

Cuando tuvo de vuelta la hoja firmada, tocó la campanilla y dijo tranquilamente:

—Señores, la asamblea estaba convocada para las 20 horas, ya son casi las 21. De esta hoja de asistencia se desprende que no llegamos al número necesario. Los socios inscritos en la sede de Roma son noventa y seis…

—¡Pido la palabra! —exclamó Pascotti.

—Adelante, profesor —continuó Camposoldani—, adivino lo que usted quiere decir: que de estos noventa y seis socios muchos tienen que considerarse dimisionarios, porque hace tiempo…

—¡Pido la palabra! —insistió Pascotti.

—¡La tendrá, pero antes déjeme hablar! —replicó Camposoldani con un tono firme—. Estoy aquí también para que se respeten los estatutos sociales, y les digo antes que nada que, perfectamente, hubiera podido no tener en cuenta su instancia, porque hubiera podido considerar a los veinticinco firmantes, excepto a uno, como por otro lado a la mayoría de los socios inscritos en esta sede, dimisionarios.

—¡No! ¡No! ¡No! —gritaron varios, al unísono.

Y Pascotti, por tercera vez:

—¡Pido la palabra! ¿Por qué dimisionarios, señor presidente? Yo (estamos en un círculo de cultura), con perdón, nunca utilizaría este término, desgraciadamente usual, ¡pero no nuestro! Pero digamos dimisionarios, porque de algo más que de palabras más o menos puras tendríamos que discutir esta noche. ¿Por qué dimisionarios? Pregunto, señor presidente.

—¡Claro! —lo interrumpió Camposoldani, señalando a Geremia al fondo de la sala—. Pregúnteselo a nuestro recaudador, egregio señor Pascotti.

Todos se giraron a mirar; dos o tres exclamaron:

—¿Y quién lo ha visto alguna vez?

—¡No digan eso! —exclamó entonces Camposoldani, golpeando la mesa con un puño—. Lo han visto muy bien, ustedes, señores, durante dos o tres meses, puntual. Y no solo lo han visto, sino que él ha dejado en sus casas el recibo de la cuota, confiando en que, quizás momentáneamente impedidos, ustedes, señores, vendrían después a abonar el importe aquí, en la sede social abierta durante todo el día, a su disposición. ¡A nadie se ha visto por aquí! Yo he estado trabajando aquí, manteniendo vivo el fuego de la asociación, de la cual ustedes, sin tener el derecho, vienen a pedirme cuentas. Sí, señores, sin tener el derecho a hacerlo. Porque de las dos alternativas solo una es válida: o no tienen que considerarse dimisionarios todos los que no están al día con los pagos, de modo que (hay poco más que decir) aquí no llegamos al número legal y yo no podría abrir la sesión; o tienen que considerarse dimisionarios, de modo que todos ustedes, señores, excepto uno, ya no son socios y por tanto pueden irse. Pero no, no, no, señores míos —se apresuró a añadir Camposoldani—, como ven yo he acogido su instancia, felicísimo de verles aquí, ¡por fin! Pocos, está bien, pero con la esperanza de que, desde esta noche en adelante, gracias al ejemplo de ustedes, nuestra asociación se despierte a la vida fecunda que estaba en mis propósitos al fundarla. ¡Imagínense si podía pasarme por la mente la idea de no aceptar su instancia! Yo estoy aquí, siempre he estado aquí, trabajando para todos, manteniendo una continua y atenta correspondencia con nuestras secciones, ocupándome de la publicación de nuestro boletín, que se difunde también en el extranjero. ¿Ustedes finalmente se han decidido a participar en la vida de nuestra asociación? Pero, imagínense, imagínense si yo, cansado como estoy, no les voy a abrir los brazos y a bendecirles.

Después de esta intervención, Camposoldani no se esperaba aplausos. Pero obtuvo el efecto deseado. Todos parecieron desconcertados instantáneamente, y de nuevo muchos se giraron a mirar al único que no tenía que sentirse fuera de lugar o admitido por indulgencia. Concetto Sbardi, esta vez, se sacudió rabiosamente y se levantó como para irse; al mismo tiempo cuatro o cinco se levantaron para retenerlo, mientras los demás gritaban:

—¡Que hable Sbardi! ¡Que hable Sbardi!

Camposoldani hizo sonar la campanilla, riendo:

—Señores míos, les ruego… ¿Qué ocurre?

—Hablaré yo —tronó Pascotti—. ¡Pido la palabra!…

—Hable… hable…

—… solo para decir —continuó el profesor Agesilao Pascotti, levantando majestuosamente un brazo—, solo para decir que en la condición en la que me ha puesto y nos ha puesto el señor presidente con su discurso prejudicial, amigos míos, aunque ha demostrado una cándida y, quisiera decir, apostólica condescendencia, yo considero y hago notar al egregio colega Sbardi que mi discurso dejaría de tener aquella eficacia que tendría que tener, que sería justo que tuviera, según nuestro entendimiento y nuestro acuerdo.

—¡Muy bien!

—¡Esperen! Razón por la cual yo ruego, yo ruego calurosamente, en nombre de todos los colegas aquí presentes y, dejen que lo suponga, también en nombre de todos los socios de nuestra sociedad por las tierras de Italia. (¡Muy bien!) ¡Esperen! Le ruego, decía, al profesor Concetto Sbardi que quiera contrariar su natural reticencia, su… un poco excesivamente rebelde modestia, y que hable él, que exponga él, con su acostumbrada y severa rigidez, las santas razones que nos han empujado, señores, a pedir esta solemne asamblea.

Estallaron aplausos y nuevos gritos: «¡Que hable Sbardi! ¡Viva Sbardi!».

—Señor Sbardi —dijo entonces Camposoldani con aire de desafío—, ¡contente a sus amigos! Yo también siento curiosidad por escuchar lo que tiene que decir usted, lo que se había propuesto expresar con la palabra decorada y elocuente el profesor Pascotti.

Concetto Sbardi apartó con los brazos a los que lo habían rodeado y avanzó para hablar. Con la cabeza baja, parecía un búfalo listo para atacar. Aferró con una mano el respaldo de la silla que tenía ante sí, con la otra siguió rascándose la mejilla, luego empezó:

—Agesilao… Agesilao Pascotti y todos ustedes, señores, no tienen razón de obligarme a hablar. Les había dicho… les había explicado que no sé hablar. Yo no poseo como el señor Camposoldani, como Pascotti, el… el… cómo se llama… sí, en suma, el don de la palabra… El guardarropa, quería decir, señores, el guardarropa de la elocuencia.

Algunos aplaudieron ante esta frase para animar al orador, otros estallaron en carcajadas.

—Sí, señores —continuó Concetto Sbardi—. Yo lo llamo así… El guardarropa de la elocuencia… ¿Tienen ustedes un pensamiento tísico? Pues siempre se les quedará tísico, si no poseen el guardarropa de la elocuencia. Pero si tienen el guardarropa de la elocuencia, el pensamiento tísico saldrá de su boca relleno de tanta estopa de frases que parecerá un gigante, un Hércules, con la clava y la piel de león… ¿Tienen una idea sucia? Háganla entrar en el guardarropa de la elocuencia y el orador, Camposoldani, Pascotti, ¿qué hará? Hará que salga con el rostro limpio, peinado, alisado, con ciertos penachos de palabras, tan puntuada con comas y puntos y comas, que la idea sucia no se reconocerá ni siquiera a ella misma… Señores, yo no poseo el guardarropa de la elocuencia; ustedes me obligan a hablar; yo no tengo ni siquiera un trapo, un andrajo para vestir mis ideas y si hablo, aquí, esta noche, tengo miedo de que se me escape de la boca… no sé qué… pero algo que al señor Camposoldani, que también me desafía, no le gustaría… en fin, se lo digo, tengo miedo de que se me escape de la boca… de que se me escape…

—¡Pues deje que se le escape! —exclamó Camposoldani, palidísimo, golpeando de nuevo la mesa con el puño—. ¡Hable! ¡Dígalo! ¡Estamos aquí para hablar y para escuchar!

Entonces Concetto Sbardi levantó la cabeza, se quitó la mano del mentón y gritó:

—¡Señor Camposoldani, el ladrón desnudo!

¡Un pandemónium! Todos se pusieron en pie, y el primero Camposoldani: un salto de tigre, cogió la silla, se lanzó contra Sbardi. Muchos lo retuvieron, otros aferraron a Sbardi, todos gritaban con gran agitación entre las sillas volcadas. Pascotti subió a la mesa de la presidencia:

—¡Señores! ¡Señores! ¡Es deplorable! ¡Por favor, señores! ¡Escúchenme! ¡Hay un malentendido, por Dios! Señores… señores…

Nadie lo escuchaba.

—¡Señores! ¡Qué vergüenza! ¡Dante Alighieri nos está observando!

Camposoldani, desarmado de la silla, trastornado, jadeante, retenido por los brazos, dejó de moverse y dijo a los que intentaban calmarlo:

—Basta… basta… Estoy tranquilo… Déjenme. Señores, a sus sitios. Soy el presidente.

Fue hacia la mesa, todos se quedaron de pie y de pie él habló:

—No puedo esta noche, porque verdaderamente no esperaba semejante agresión. ¡Mañana! Conozco la manera, simple, digna, digna de mí, de devolver a la garganta de un inconsciente la ofensa que ha creído lanzarme. Vengan mañana por la noche, señores, ustedes y todos los demás: rendiré cuentas de todo, hasta el mínimo detalle, con los documentos en la mano. La asamblea se disuelve.

Sonó la campanilla y todos salieron de la sala en silencio.

Después de la medianoche Bonaventura Camposoldani, que había salido para tomar un poco de aire, conectar sus ideas confusas y disponerse, con calma, a recibir aquel relámpago genial que tenía que salvarlo, volviendo a la sede de la asociación, se quedó asombrado en el umbral de la sala.

Geremia, todavía con la luz encendida, estaba sentado a la mesa presidencial, con la cabeza apoyada en la tela verde.

Camposoldani pensó que tal vez el pobre viejo había querido esperarlo, después de aquella sesión tempestuosa, y que se había dormido allí.

A través de la puerta de la habitación se oía el ronquido cadencioso de Tudina.

Bonaventura Camposoldani se acercó a la mesa para sacudir al viejo y mandarlo a su habitación, pero cerca de la cabeza abandonada, en la cual la luz dejaba entrever el cutis rosado entre la fina canicie, divisó un sobre cerrado y se quedó pasmado.

El relámpago genial lo había tenido él, Geremia Bencivenni.

«I… Italia… vergüenza… hijos bastardos…»

Si su hijastra ya había comprendido que Italia estaba mal hecha, y a todos los honestos y los modestos que habían contribuido a hacerla no les quedaba nada más que servir a los ladrones, ¿qué necesidad había de él?

En el sobre había dos cartas. En una se acusaba a sí mismo de haberse aprovechado indignamente de la ciega confianza que el presidente de la asociación, su benefactor, había depositado en él durante tantos años, y de haber sustraído casi todos los fondos de la lotería. Decía haberlos desperdiciado en juegos de azar, y pedía perdón al presidente y a todos los socios.

En la otra, escrita solo para Bonaventura Camposoldani, decía textualmente:

¡En el guardarropa de la elocuencia viste tu hurto con mi camisa roja de garibaldiano, ladrón desnudo! Me acuso, me mato para salvarte, y te doy la tela para que tejas un magnífico discurso. ¡En compensación solo te pido que honres a mi pobre hija!

43 Colina a la izquierda del Tíber, donde el 23 de octubre de 1867 los garibaldinos Enrico y Giovanni Cairoli guiaron una insurrección contra el Estado Pontificio para la reconquista de Roma.

44 Pirandello se refiere a las declaraciones de Lutero en una Tischrede de 1537 sobre su viaje a Roma.

45 Locución latina, acuñada por Juvenal: «Mente sana en cuerpo sano».

46 En su corazón.

47 Pronunciación regional de «idea».

48 Lugar de la batalla del ejército italiano contra las tropas de Garibaldi, quien fue herido allí en una pierna por una bala que los médicos consiguieron localizar y extraer tres meses después.