LA LIBRETA ROJA

Nisia. Pueblo grande y atareado, sobre una tira de playa del mar africano.

Nacer en un mal lugar no es solo un problema de los hombres. Tampoco los pueblos nacen cómo o dónde quisieran, sino allí donde por alguna necesidad natural urge la vida. Y si demasiados hombres, obligados por esta necesidad, convergen en aquel lugar y nacen demasiados y el lugar es demasiado angosto, necesariamente el pueblo tiene que crecer mal.

Nisia, para crecer, ha tenido que trepar —una casa encima de la otra— por las margas escarpadas del inminente altiplano que, donde acaba el pueblo, se desploma amenazador sobre el mar. Libremente hubiera podido extenderse sobre este altiplano amplio y aireado, pero entonces se hubiera alejado de la playa. Tal vez una casa, puesta allí arriba por necesidad, un día, bajo el sombrero de las tejas y encogida en el chal de su enlucido, bajaría a la playa como un pato. Porque allí, en la playa, urge la vida.

Los habitantes de Nisia han colocado el cementerio sobre el altiplano. El aire fresco está allí arriba, para los muertos.

—Allí respiraremos —dicen los de Nisia.

Y lo dicen porque, abajo, en la playa, no se puede respirar: en el tráfico tumultuoso y polvoriento del azufre, del carbón, de la leña, de los cereales y de las conservas no se puede respirar. Si quieren hacerlo, tienen que ir allí arriba; van una vez muertos y en vida se imaginan que entonces respirarán.

Es un buen consuelo.

Hay que ser muy indulgentes con los habitantes de Nisia, porque no es fácil ser honesto cuando no se está bien.

Aquellas casas oprimidas, más cubículos que casas, albergan un hedor húmedo y agrio, que con el tiempo corrompe cualquier virtud. Contribuyen a esta corrupción de la virtud (es decir, a aumentar el hedor) los cerdos y las gallinas y, no raramente, también algún burro que da coces. El humo no encuentra desahogo y se estanca en aquellos cubículos y ennegrece techos y paredes. ¡Y qué expresiones de disgusto asumen en las habitaciones ennegrecidas los santos protectores colgados en las paredes!

Los hombres lo notan menos, ocupados y afanados como están todo el día en la playa o en los barcos; las mujeres sí lo notan y se enfadan, y parece que combatan este enfado pariendo hijos. ¡Cuántos! Doce, catorce, dieciséis… Es cierto que luego no consiguen criar más que a tres o a cuatro. Pero los que mueren neonatos ayudan a aquellos tres o cuatro (no se sabe si más o menos afortunados) a crecer y a conseguir un estatus, porque cada mujer, tras la muerte de uno de aquellos hijos, corre al orfanato y adopta a uno para amamantarlo, con la escolta de una libreta roja que proporciona, durante varios años, treinta liras al mes.

Todos los marchantes de telas de Nisia son malteses. Incluso si han nacido en Sicilia, son malteses. «Ir a casa del maltés» quiere decir en Nisia ir a comprar tela. Y los malteses, con sus metros, realizan en Nisia grandes negocios: acaparan aquellas libretas rojas: por cada una dan a cambio doscientas liras de telas, un ajuar para novias. Las jóvenes de Nisia se casan todas así, con las libretas rojas de los huérfanos, a quienes las madres tienen que darles de mamar.

Es hermoso ver, cada final de mes, la procesión de los barrigudos y silenciosos malteses, en zapatillas bordadas y con gorra de seda negra, un pañuelo celeste en la mano y en la otra la tabaquera de hueso o de plata, desfilar por el Ayuntamiento de Nisia, cada uno con siete o diez o quince de aquellas libretas rojas de nodrizas. Se sientan en fila en el banco del largo y polvoriento pasillo donde se abre la ventanilla de la oficina de recaudación, y cada uno espera su turno, durmiendo pacíficamente o mascando tabaco o espantando a las moscas. El pago de las tareas de nodriza a los malteses ya es tradicional en Nisia.

—Marenga Rosa —grita el recaudador.

—Presente —contesta el maltés.

Marenga Rosa De Nicolao es famosa en el Ayuntamiento de Nisia. Hace más de veinte años que nutre la usura de los malteses con una serie casi ininterrumpida de aquellas libretas rojas.

¿Cuántos hijos neonatos se le han muerto? Ni ella recuerda el número. Ha criado a cuatro, mujeres. Tres ya se han casado. Ahora la cuarta está a punto de hacerlo.

Pero Marenga Rosa no se sabe si es mujer o trapo. Tanto que los malteses, a quienes se ha dirigido para las tres primeras hijas, no quieren darle crédito para esta cuarta.

—Señora Rosilla, usted no puede.

—¿Yo? ¿Que no puedo yo?

Se ha sentido ofendida en su dignidad de hembra, buena por raza y por leche durante tantos años y, como no se discute con los silenciosos malteses, ha gritado ferozmente delante de sus tiendas.

Si han confiado a un huérfano a sus cuidados, ¿no es señal de que han reconocido su posibilidad para criarlo?

Pero, ante este argumento, los malteses, en la sombra, detrás del mostrador de sus tiendas, han sonreído por debajo de la nariz, meneando la cabeza.

Se puede suponer que no tienen mucha confianza en el médico y en el asesor comunal encargados de vigilar a los huérfanos de la residencia. Pero no se trata de esto. Los malteses saben que a los ojos de aquel médico y de aquel asesor la tarea de una madre cuya hija tiene que casarse y no tiene otro medio excepto aquella libreta roja es mucho más grave y merece mayor consideración que la tarea de criar a un huérfano, que, si muere, ¿a quién daña? ¿Y quién se queja si sufre?

Una hija es una hija, un huérfano es un huérfano. Y si la hija no se casa, hay peligro de que también contribuya a acrecentar el número de huérfanos, de quienes tendrá que encargarse el ayuntamiento.

Pero si para el ayuntamiento la muerte de un huérfano es una suerte, para el maltés es por lo menos un mal negocio, incluso si consigue recuperar lo que ha adelantado. Por eso no son raras, a ciertas horas del día, las batidas de los malteses, enmascaradas como visitas de cortesía, como paseos, a aquellas callejas sucias, hormigueantes de niños desnudos, embarrados, quemados, de cerditos terrosos y de gallinas, donde de una puerta a la otra charlan —o más a menudo pelean— aquellas mamás de las libretas rojas.

Los malteses cuidan a los huérfanos como las mujeres a los cerditos.

Algún maltés, en el colmo de la consternación, ha llegado hasta a darle a un huérfano medio muerto un ración de leche de su propia mujer durante media hora al día.

Basta. Rosa Marenga ha encontrado al final a un maltés de segunda categoría, un maltesito principiante, que le ha prometido entregarle en vez de las habituales doscientas liras de tela, ciento cuarenta. El novio de su hija y sus parientes se han contentado, y se ha concertado el matrimonio.

Ahora el huérfano hambriento, en una especie de saco suspendido de dos cuerdas en un rincón del cubil, grita desde la mañana hasta la noche y Tuzza, la hija prometida de Rosa Marenga conversa con su prometido, se ríe, cose su ajuar y, de vez en cuando, tira de la cuerda atada a aquella cuna primitiva y la balancea:

—¡Oh, bonito, oh! ¡Madre Santísima, qué «retico» es este lactante!

«Retico» deriva de «herético» y significa inquieto, caprichoso, fastidioso, descontento. No se puede decir que no sea una manera blanda, para gente cristiana, de juzgar a los heréticos. ¡Un poco de leche y aquel niño se convertiría enseguida en un cristiano! Pero es que mamma Rosa tiene tan poca leche…

Es necesario que Tuzza se resigne a ir a casarse con aquella música de gritos desesperados. Si ella no hubiera tenido que casarse, esta vez mamma Rosa, en conciencia, no hubiera adoptado, para amamantarlo, a un huérfano de la casa. Lo ha hecho por ella; el niño llora por ella, para que ella pueda tener novio. Y el amor tiene tanta potencia que no permite que oiga los gritos del hambriento.

Por otro lado, el prometido, que es un descargador del puerto, llega por la noche, cuando ha terminado su trabajo y, si la noche es hermosa, madre, hija y novio se van al altiplano para respirar la claridad lunar, y el huérfano se queda gritando solo, en la oscuridad, en el cubil cerrado, suspendido en aquella especie de cuna. Lo oyen los vecinos, con fastidio y con angustia y, por piedad, de común acuerdo, le desean la muerte. Aquellos gritos continuos cortan la respiración.

Incluso molestan al cerdito que resopla y hociquea; y las gallinas, reunidas debajo del horno, se inquietan.

¿Qué farfullan las gallinas entre ellas?

Algunas han sido cluecas y han experimentado la angustia, alguna vez, de oírse llamar de lejos por un pollito suyo perdido. Aleteando, lanzándose con toda la cresta erguida, no se han calmado hasta encontrarlo. Ahora bien, ¿por qué la madre de aquel pequeño, que seguramente tiene que estar perdido, no acude ante sus llamadas desesperadas?

Las gallinas son tan estúpidas que también empollan los huevos de otras y cuando de estos huevos que no son suyos nacen los pollitos no saben distinguirlos de los que han nacido de sus propios huevos, y los aman y los crían con el mismo cuidado. No saben que a los pollitos humanos no les basta solo con el calor maternal, sino que también necesitan la leche. El cerdo lo sabe, porque también ha necesitado leche y ha tenido, ¡oh!, ha tenido mucha porque su madre, aunque cerda, noche y día le dio con todo su corazón, mientras que él quiso. Por eso no puede entender que se grite así por falta de leche y, moviéndose por el oscuro cubil, protesta con sus gruñidos de goloso contra el pequeño suspendido en su cuna, «retico» también para él.

Venga, pequeñito, deja dormir al cerdo gordo, que tiene sueño; deja dormir a las gallinas y al vecindario. Cree que mamma Rosa te daría leche si la tuviera, pero no la tiene. Si tu madre verdadera no ha tenido piedad de ti, ¿cómo quieres que tu madre adoptiva la tenga, cuando en cambio tiene que sentirla por su hija? Déjala respirar un poco allí arriba, después de un día de duras fatigas, y disfrutar de la alegría de su hija enamorada, que pasea bajo la luna, del brazo de su prometido. ¡Si supieras qué velo luminoso, punteado de rocío y sonoro de cantos plateados, ostenta la luna allí arriba! Y en aquel encanto delicioso florece espontáneo un deseo triste de bondad. Tuzza se promete en su corazón que será una madre amorosa para sus pequeñitos.

¡Venga, pobre pequeñito, usa un dedito como pezón y chupa, chúpalo y duerme! ¿Un dedito? ¡Oh, Dios! ¿Qué has hecho? ¡El pulgar de tu blanca manita se ha vuelto tan enorme que casi no puedes metértelo en la boca! Enorme solo aquel dedito, en la delgada, helada y arrugada manita, enorme solo él en todo tu cuerpecito. Con este pulgar en la boca, puro pellejo, hasta no dejar nada más que la piel sola alrededor de los huesos de tu esqueleto. ¿Cómo, dónde encuentras en ti la fuerza para seguir gritando así?

Milagro. De vuelta de la claridad lunar, madre, hija y novio encuentran, una noche, un gran silencio en el cubil.

—¡Silencio, por caridad! —le recomienda la madre a los novios, que quisieran seguir conversando delante de la puerta.

Silencio, sí, pero Tuzza no puede refrenar ciertas risitas ante alguna palabra que su novio le susurra al oído. ¿Palabra o beso? No se ve en la oscuridad.

Mamma Rosa ha entrado en el cubil; se ha acercado a la cuna y aguza el oído. Silencio. Un rayo de luna se ha colado desde la puerta, por el suelo, como un fantasma, en la oscuridad, hasta el horno, donde están encaramadas las gallinas. Alguna se molesta y cloquea. ¡Maldita! Y maldito también el viejo marido que vuelve borracho como siempre del figón y tropieza en la puerta para evitar a los dos novios.

¿Qué? El niño no se despierta ante ningún ruido. Sin embargo, habitualmente su sueño es tan leve que basta el vuelo de una mosca para despertarlo. Mamma Rosa está consternada; enciende la luz; mira en la cuna; alarga cauta una mano hacia la frente del pequeñito y grita enseguida.

Tuzza acude; pero su novio permanece perplejo y consternado delante de la puerta. ¿Qué le grita mamma Rosa? ¿Que vaya a desatar una de las cuerdas que sostienen la cuna? ¿Y por qué? ¡Rápido! ¡Rápido! ¡Ella sabe el porqué, lo sabe mamma Rosa! Pero el joven, como helado de pronto por el silencio mortal del pequeñito, es incapaz de dar un solo paso, se queda mirando, turbio y oscuro, desde la puerta. Y entonces mamma Rosa, antes de que el vecindario llegue, se sube a una silla y arranca la cuerda, gritándole a Tuzza que aguante al pequeño muerto.

¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! ¡La cuerda se ha roto, quién sabe cómo! ¡Se ha desatado y el niño se ha caído de la cuna y ha muerto! ¡Lo han encontrado muerto, en el suelo, frío y duro! ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Toda la noche, también cuando las últimas vecinas que han acudido a los gritos se han ido a dormir a sus casas, ella sigue llorando y gritando y, apenas amanece, vuelve a contar aquella desgracia a cualquiera que asome por la puerta.

¿Cómo, ha caído? Aquel pequeño cadáver no tiene ninguna herida, ningún morado. ¡Solo una delgadez que provoca repugnancia, y en la manita falta aquel dedo, aquel enorme pulgar!

El médico que realiza la autopsia, después de la visita, se va, encogiéndose de hombros y haciendo muecas. Todo el vecindario confirma a una voz que el niño ha muerto de hambre. Y el prometido, sabiendo en qué estado de angustia se encuentra Tuzza, no se deja ver. En cambio llegan, frías, lentamente, con los labios cosidos, su madre y una hermana casada para asistir a la escena del maltés, del maltés principiante, que llega furibundo al cubil para coger la tela que había adelantado. Rosa Marenga grita, se tira de los pelos, se golpea el rostro y el pecho, se descubre el seno para mostrar que todavía tiene leche, e invoca piedad y misericordia para su hija, para que al menos le concedan una prórroga hasta la noche, el tiempo de ir a ver al alcalde, al asesor y al médico del orfanato, ¡por caridad! ¡Por caridad! Y se escapa, gritando así, desgreñada, haciendo aspavientos, acompañada por las bromas y los silbidos de los golfillos.

Todo el vecindario permanece, agitado, delante de la puerta, alrededor del maltés que vela por sus telas, y de la madre y de la hermana del prometido, que quieren ver cómo acabará aquella historia. Una vecina caritativa ha entrado en el cubil y con la ayuda de Tuzza, que se derrite en lágrimas, lava y viste al pequeño cadáver.

La espera es larga; el vecindario se cansa, se cansan los parientes del novio y todos vuelven a sus casas. Solo el maltés se queda de guardia, inamovible.

Al anochecer, todos se congregan de nuevo delante de la puerta, aguardando la llegada del coche fúnebre municipal, que trasladará el pequeño muerto al cementerio.

Ya lo han puesto en el pequeño ataúd de madera de abeto; lo levantan para introducirlo en el carro, cuando, entre los gritos de sorpresa y otras bromas u otros silbidos de la multitud, llega radiante y triunfante Rosa Marenga con otro huérfano en brazos.

—¡Aquí está! ¡Aquí está! —grita, mostrándolo de lejos a su hija, que sonríe entre las lágrimas, mientras el carro fúnebre lentamente se encamina hacia el cementerio.