LA MANO DEL ENFERMO POBRE

¿Una sola vez? ¡Habré ido al menos tres veces! ¿Tres? Cinco… no sé. ¿Por qué el hospital me impresiona tanto?

No tengo casa. No tengo a nadie.

Y además, con perdón, gastar dinero, teniéndolo, para procurarse un placer (yo nunca lo haría, porque mis placeres no los compro con dinero), vamos a ver, podría admitirlo. No admito, después de la enfermedad, después del sufrimiento de una enfermedad, tener que pagar, además, los medicamentos, el médico. Por otro lado, nunca he tenido dinero suficiente para disfrutar de los así llamados placeres de la vida, tal como los entienden los demás. Por tanto: derecho a recibir gratis la curación de las enfermedades que la vida me da.

Muchas, creo; es más, sin duda. Son la tarjeta de presentación, sin ella no me hubieran recibido. Y también tienen que ser buenas, por lo que parece; quiero decir, no pasajeras, aquí, no sé, en el corazón; en el hígado, en los riñones, no sé. Dicen que todo mi cuerpo está dañado. Será cierto, pero no me importa porque después de todo, si acaso —digo, si esto fuera cierto— no sería un gran problema. El verdadero problema es otro.

—¿Cuál?

¡Eh, queridos amigos, queréis saber demasiado! Lo opuesto de mí, que nunca quiero saber nada. Si tengo que deciros cuál es el verdadero problema significa que no lo advertís. ¿Y por qué tendría que decíroslo yo?

A los médicos que me han curado nunca les he preguntado acerca de la enfermedad que me afligía. Sé que a este pobre burro que me lleva lo he hecho trotar demasiado, y por ciertos caminos que a nadie se le hubieran ocurrido.

Solamente me ha molestado que los médicos, por esa razón, me consideraran un enfermo inteligente. Mi indiferencia por saber qué enfermedad me afligía ha sido interpretada por los médicos como confianza en su ciencia, ¿lo entendéis? Me han visto siempre obediente, sacar la lengua ante cada petición suya; gritar treinta y tres, cuatro, cinco, diez veces, soportando pacientemente la repugnancia de sentir sus orejas frías en mi espalda; abandonar los miembros, como si no fueran míos, ante los toqueteos demasiado confidenciales de sus manos bien lavadas, sí, pero, Dios mío, destinadas al asqueroso servicio público de todas las llagas humanas; soportar los golpes sólidos de sus dedos, los pinchazos de sus inyecciones, y tragarme todas sus porquerías líquidas o en pastillas, sin quejarme nunca por náusea o por fastidio: «Oh, Dios, doctor, ¿qué es esto? ¿Es amargo, doctor?», por tanto, ¿quién es más inteligente que yo? Un enfermo que sienta una confianza tan ciega en la ciencia médica tiene que ser, necesariamente, a su juicio, inteligentísimo.

Dejemos el tema. Me alegra veros reír. ¡Que os aproveche!

Será porque yo, propiamente, nunca he entendido qué gusto hay en dirigir preguntas a los demás para saber cómo son las cosas. Las dicen como ellos las saben, como a ellos les parecen. ¿Os contentáis con eso? ¡Muy bien! Yo quiero saberlas por mí, y quiero que entren en mí tal como a mí me parecen. Es por eso, ya lo veis, que todas las cosas están encima de nosotros, debajo, alrededor, con la manera de ser, con el sentido, con el valor que desde hace siglos los hombres les han otorgado. Como el cielo; como las estrellas; y el mar y las montañas, y el campo, la ciudad, las calles, las casas… Dios mío, ¿qué más queréis? Nos oprimen con el fastidio infinito de esta realidad inmutable, consensuada y convencional, que todos soportan pasivamente. Las rompería. Os digo que sentarme en una silla para mí se ha convertido en un suplicio intolerable. Para aliviarlo un poco, por lo menos tendría —¿me permitís?— que ponerla así, a lo largo, y sentarme como a caballo. ¡Tanto para decir! Pero ¿cuántos se esfuerzan por romper la costra de esta común representación de las cosas? ¿Por escapar al tedio horrible de los aspectos habituales? ¿Por despojar las cosas de las viejas apariencias que o bien por costumbre, o bien por pereza de espíritu, se han impuesto poderosamente ante todos? Sin embargo es raro que, al menos una vez, en un momento feliz, cada uno no haya visto de pronto el mundo y la vida con ojos nuevos; entreviendo en una súbita luz un sentido nuevo de las cosas; intuyendo en un instante qué relaciones insólitas, nuevas, imprevistas, se pueden establecer con ellas, así que la vida adquiere ante nuestros refrescados ojos un valor maravilloso, diferente, mutable. Ay de mí, se cae de nuevo, enseguida, en la uniformidad de los aspectos habituales, en la costumbre de las relaciones habituales, se acepta el valor habitual de la existencia cotidiana; el cielo con el azul de siempre os observa por la noche con las estrellas de siempre; el mar os adormece con su acostumbrado arrullo; las casas bostezan con las ventanas de las fachadas habituales y con el adoquinado habitual se alargan las calles bajo vuestros pies. Y yo paso por loco, porque quiero vivir allí, en lo que para vosotros ha sido un momento, un destello, un fresco y breve estupor de sueño vivo, luminoso; allí, fuera de cada traza acostumbrada, de cada costumbre, libre de todas las viejas apariencias, con el aliento siempre nuevo y amplio entre cosas siempre nuevas y vivas.

Se me ha dañado el corazón, se me han consumido los pulmones, ¿qué me importa? Estaré loco, pero estoy vivo. No tengo casa, no tengo un estatus. ¿Voy al hospital? Os ruego creer que nunca he ido solo, por mi propio pie: siempre me han transportado los demás, en camilla, sin sentido. Me he encontrado allí y me he dicho enseguida: «¡Ah, aquí estoy! Ahora hay que sacar la lengua».

Y enseguida, voluntarioso y obediente, en lugar de quejarme, la he sacado a cada petición para salir pronto.

Qué curioso efecto provoca el rostro del hombre —médico o enfermero— mirado desde abajo hacia arriba, yaciendo en una cama, cuando lo veis encima de vosotros con los dos agujeros de la nariz y el arco de la boca que se mueve, sobre la bolita del mentón. Y cuando esta boca os habla, y veis la fila de dientes, la puntita en medio del labio superior y el principio del paladar: incluso sin oír lo que esa boca os dice, os aseguro que se pierde el respeto por la humanidad.

Pero yo os he prometido hablaros de la mano de un enfermo pobre.

La introducción ha sido larga, pero tal vez no del todo inútil, porque al menos vosotros ahora, así, no me preguntaréis nada de lo que quisierais saber para conmoveros como soléis hacer, es decir, los hechos:

a) quién era aquel enfermo;

b) por qué estaba allí;

c) qué enfermedad tenía.

Nada, queridos míos, de todo eso. No sé nada de nada, nunca me he preocupado por saberlo, quizás hubiera podido pedir información a los enfermeros. Solo he visto su mano y no puedo hablaros de nada más.

¿Os dais por satisfechos? Pues, aquí estoy.

Ocurrió en el hospital donde estuve la última vez. Pero no pongáis esa cara de imbéciles afligidos, porque no os cuento una historia triste. Entre el hospital y yo —aunque no soporte a los médicos ni su ciencia— siempre he sabido establecer relaciones dulces y delicadísimas.

Imaginaos que este hospital del que os hablo tenía la exquisita atención hacia sus pacientes de impedir que uno viera el rostro del otro, mediante una mampara, o más bien una suerte de telar, al cual se fijaba con unas estaquillas en los cuatro ángulos una cortina de muselina, que se cambiaba cada semana, lavada, planchada y siempre blanca. Algunos días, entre todo aquel blanco, parecía estar en una nube y, con la benéfica ilusión de la fiebre, navegar a vela en el azul que entraba por los cristales de los ventanales.

Cada cama, en el largo, aireado y luminoso pasillo, tenía a su derecha el resguardo de uno de aquellos telares, que no cubría más allá de la altura de la almohada. Por eso, del enfermo que estaba a mi izquierda no podía ver más que la mano, cuando sacaba el brazo de las sábanas y lo abandonaba en la cama. Me puse a contemplar con curiosidad amorosa aquella mano, y poco a poco hice que ella me narrara el siguiente cuento.

Me lo narró mediante las señales, se entiende, tal vez inconscientes, que de vez en cuando hacía; con las actitudes a las que se abandonaba, delgada, amarillenta, sobre la blanca sábana, en el dorso, con la palma hacia arriba y los dedos un poco abiertos y apenas contraídos, en acto de total resignación a la suerte que la clavaba, como en una cruz, a aquella cama; cerrando el puño por un denso e imprevisto espasmo o por un atisbo de ira y de impaciencia, siempre seguido por una relajación de mortal cansancio.

Comprendí que era la mano de un enfermo pobre porque, aunque cuidadosamente lavada como prescribe la higiene de los hospitales, todavía conservaba en la delgadez amarilla algo sucio, imborrable, que no es propiamente suciedad en la mano de los pobres, sino la pátina de la miseria que ninguna agua conseguirá eliminar. Esta pátina se observaba en los nudillos agudos y un poco ásperos, en los pliegues internos y cartilaginosos de las falanges, que hacían pensar en el cuello de una tortuga, en las señales marcadas en la palma que son, como se dice, el sello de la muerte en la mano del hombre.

Y entonces me dediqué a imaginar qué profesión ejercía aquella mano.

Seguramente no se trataba de una profesión ruda, porque la mano era delgada y fina, casi femenina, para nada deformada o arrugada, excepto quizás en el dedo índice, que parecía excesivamente tenaz en la última falange, y en el pulgar un poco doblado hacia dentro, y por el nudo de la articulación excesivamente desarrollado.

Observé que a menudo este pulgar se sometía, como por costumbre, a la presión de la punta del índice, como si con aquella presión el enfermo inconscientemente volviera a una realidad lejana y la tocara allí, en aquel pulgar apretado: la realidad de su existencia, cuando estaba sano. Tal vez una tienda impregnada por el olor peculiar de las telas nuevas, dispuestas en recortes, con orden; una mesa para cortar con una tela encima y un par de gruesas tijeras; un gato gris, debajo de aquella mesa; los trabajadores sentados en fila, ocupados en hilvanar y en coser a máquina. Y él entre ellos. No le gustaba, tal vez, esta realidad; quizás él no se reconocía totalmente en aquella profesión suya, pero su profesión estaba sin embargo allí, en aquellos dos dedos, en el pulgar que, después de tantos años, por costumbre, se sometía a la presión del índice. Y aquí, ahora, para él la realidad era más triste: el vacío y el ocio doloroso de aquel pasillo de hospital, la enfermedad, la espera cansada y angustiosa, quién sabe, tal vez de la muerte.

Sí: sin duda, aquella era la mano de un sastre.

Por otra señal entendí luego que aquel pobre sastre tenía que haber sido padre recientemente, era probable que tuviera un hijo.

De vez en cuando levantaba una rodilla por debajo de las sábanas. La mano, al principio inerte, se levantaba con los dedos temblorosos y vagaba sobre aquella rodilla, en una caricia que seguramente no le estaba dedicada.

¿Para quién podía ser aquella caricia?

Tal vez llegaba allí, a la rodilla, la cabeza de su hijo y allí aquella mano solía acariciar el pelo fresco y suave como la seda de aquella cabecita.

Ciertamente los ojos del enfermo, mientras la mano ilusa, vacilante, reproducía la caricia encima de la rodilla, estaban cerrados; pero debajo de los párpados veían la cabecita y los párpados se anegaban de lágrimas calientes, que brotaban finalmente sobre el rostro que yo no veía. De hecho, la mano interrumpía la vaga caricia, desaparecía detrás del telar, después de haber subido la sábana. Y, poco después, el borde de aquella sábana era mojado por las lágrimas.

Por tanto, esperad: sastre y padre de un niño. Ahora veréis que la historia se complica un poco. Pero hablan siempre las señales y los gestos de aquella mano.

Una mañana, me desperté tarde de uno de los letargos profundos, plomizos, que suelen seguir a los accesos más fuertes de aquella enfermedad que quizás es la más grave de las que sufro.

Al abrir los ojos, vi alrededor de la cama de mi vecino a mucha gente, hombres, mujeres, tal vez parientes. Al principio pensé que había muerto. No. Nadie lloraba, nadie se quejaba. Hablaban con el enfermo y entre ellos alegremente, aunque en voz baja para no molestar a los demás pacientes.

No era día de visita. ¿Cómo y por qué, pues, había sido admitida toda aquella gente?

No oía, ni quería oír sus palabras. También su vista resultaba grave para mis ojos, en el aturdimiento en que me había dejado el letargo. Entorné los párpados.

El cuerpo de una vieja gorda, que me daba la espalda, cerca de la mampara, especialmente su enorme trasero, y su falda hinchada, de densos pliegues, a cuadros rojos y negros, me molestaba como una pesadilla intolerable. No veía la hora de que se fueran todos. Entre los párpados entornados me pareció entrever la figura alta de un cura; no le hice caso. Tal vez recaía, más bien seguramente recaía en el letargo durante largo rato. Los cuadros rojos y negros de aquella falda me tendieron una red, una rejilla de prisión con barras de fuego y barras de sombra, y las de fuego me quemaban los ojos. Cuando volví a abrirlos, alrededor de la cama de aquel enfermo no había nadie.

Busqué su mano. En el dedo anular un círculo de oro: una alianza. ¡Ah, eso era! ¡La boda! Aquella gente había venido para que se casara.

—Pobre mano, tú tan amarilla, tan delgada, con aquella señal de amor. ¡Eh, no! De muerte. En una cama de hospital, uno se casa en previsión de la muerte.

De modo que la enfermedad era incurable. Sí: me lo había dicho claramente la mano, demasiado insegura en el tacto, en los movimientos. ¡Con qué lenta tristeza, ahora, hacía girar con el pulgar aquel anillo demasiado grande alrededor del anular!

Y seguramente los ojos miraban lejos, pese a estar clavados en aquel anillo de oro tan cercano, y tal vez la mente pensaba:

«Este anillo… ¿Qué quiere decir? Estoy a punto de desatarme de todo y ha querido atarme. ¿A quién me ata? ¿Durante cuánto tiempo? Hoy me lo han puesto en el dedo; mañana quizás vendrán a quitármelo.»

La mano se levantó y se extendió ante el rostro. Más de cerca quiso ser mirada con aquel anillo de un día, que hubiera podido decir tantas cosas y solo una decía, triste, tan triste.

Pero tal vez luego pensó que, sí, aquel anillo algo ataba: ataba su nombre a la vida de su hijo. Había nacido antes de la boda, y todavía no tenía nombre: ahora lo tendría. Aquel anillo lo liberaba de un remordimiento.

Volvió a acariciarlo con el pulgar; luego la mano, cansada, cayó sobre la cama.

A mañana siguiente, no la vi: apenas la adiviné por un pliegue de la sábana extendida sobre toda la cama, resguardada de ciertas moscas que sienten la muerte a una milla de distancia.