JUVENTUD
Abandonada entre las almohadas, en aquel antiguo sillón de cuero que don Buti, el párroco, había querido enviarle a la fuerza desde la casa parroquial («inténtelo señora, y verá que se cumplirá el milagro de su curación»),51 la viejita pulcra y enferma, todavía muy hermosa con su blanco y ondulado pelo bajo la cofia de finos encajes, miraba los prados verdes que se extendían delante de la villa, limitados por altas filas de chopos delgados.
Toda Cargiore estaba ansiosa y apenada por su enfermedad. Los niños recogidos en el asilo de infancia, que ella había hecho construir y que mantenía a sus expensas, recitaban, pobres pequeñitos, mañana y noche, una elaborada oración compuesta por don Buti para su curación. En la farmacia (que era también droguería y oficina de correos) del severo monsü Grattarola, todos recordaban que madama Mascetti, que había nacido en Cargiore y que a la fuerza había tenido que casarse con un rico señor de Turín que se había enamorado de ella durante unas vacaciones de verano, después de cuatro años, se había quedado viuda y había dejado el precioso palacio de la capital para volver a Cargiore, para beneficiar a todos sus paisanos con los vistosos bienes heredados de su marido.
Solo monsü Grattarola hacía de contrabajo a aquellos patéticos elogios en forma de sonatas para violines, con duros y profundos gruñidos, pero nadie le hacía caso. Él solo defendía que la razón del regreso de la señora Mascetti a Cargiore se debía a la hostilidad implacable de los parientes de su marido, que le habían incluso quitado a su hijo para educarlo a su manera: el hijo que ahora era nada menos que agregado de la embajada en Viena. Los más viejos oponían que la razón era otra, más antigua: la animadversión de Velia por Turín (Velia: ellos la llamaban así, sin más) después de la boda forzada, que había provocado la muerte violenta de Martino Prever, quien se había matado por ella (el pobre) o más bien por la crueldad de los parientes de ella y que estaba sepultado en Cargiore. Y así se explicaba la protección de Mascetti hacia la familia Prever y especialmente hacia el joven Martino, sobrino segundo de aquel otro. Ahora, aquella querida Velia, estaba en manos de los Prever. Y el joven Martino, mientras ella estaba sentada en el sillón del párroco mirando los prados a través de los cristales de la ventana, se encontraba en la habitación contigua recuperándose de las largas vigilias.
Excepto una lamparita votiva, situada en una ménsula delante de un antiguo crucifijo de marfil, ninguna luz ardía en la habitación de la enferma, decorada con simplicidad exquisita y rara gentileza. Pero el plenilunio la alumbraba dulcemente.
Detrás de la cortina de la ventana, con la frente apoyada en los cristales, también la enfermera miraba hacia fuera:
—¡Qué luna! —suspiró de pronto en el silencio—. ¡Parece que fuera de día!
—¿Y si abrieras un poquito, Marietta? ¡Un poquito! —le rogó la señora Velia, con voz suave—. No podrá hacerme daño.
—¿Y el señor doctor? —preguntó Marietta—. ¿Qué dirá el señor doctor? ¿Sabe que ya hay nieve en Roccia Vré?
—¡Un poquito! —insistió la dueña—. ¿Ves? Respiro con mucha calma.
Marietta abrió un resquicio, al principio; luego, poco a poco, tras la insistencia de la enferma, la mitad de la ventana.
¡Ah, qué encanto! ¡Qué paz! Parecía que la luna inundara de luminoso silencio aquellos prados: un silencio atónito y sin embargo lleno de ruidos. Eran sutiles, agudos chirridos de grillos, risas de pequeños ríos por las vaguadas.
Para Marietta el encanto de aquella noche estaba todo allí, presente; pero a la viejita, que miraba absorta, le parecía que aquel silencio se hundiera en el tiempo, y pensaba en otras noches, remotas, parecidas a esta, vigiladas por la luna; y toda aquella fascinante paz asumía a sus ojos un sentido arcano, que la empujaba al llanto.
Llegaba de lejos, continuo, profundo, como una admonición oscura, el gorgoteo del río Sangone en el valle, y más cercano un ruido, de vez en cuando, que la enferma no sabía identificar.
—¿Quién provoca ese chirrido, Marietta?
—Un campesino —contestó esta alegremente, asomada a la ventana, en el aire claro—. Siega el heno, bajo la luna. Está afilando su hoz.
Poco después, desde un lejano grupo de casas del pueblo esparcido por aquel llano prealpino, llegó dulcísimo el sonido de un coro de mujeres.
—Cantan en Rufinera —anunció Marietta.
Pero la enferma ya había inclinado la cabeza, ahogada por la emoción interna. Marietta no se dio cuenta: permaneció contemplando estática el espectáculo del plenilunio y escuchando el canto lejano. De pronto se sobresaltó. Su ama agonizaba. Asustada, cerró enseguida la ventana; se inclinó hacia la enferma, le levantó la cabeza, la llamó varias veces, en vano; desesperada, corrió a pedir ayuda a la habitación contigua:
—¡Señor Martino, señor Martino!
Y Marietta sacudió violentamente al joven que estaba durmiendo en el canapé demasiado pequeño para él.
—¡Ah, qué estúpida he sido! ¡Venga! ¡Venga! ¡Le habrá hecho daño el aire de la noche! —exclamaba Marietta, mientras el joven tenía dificultades para recobrar la conciencia.
Aferró la lámpara que ardía en aquella habitación y volvió a entrar en la habitación de la enferma, seguida por el señor Martino.
—¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme! Hay que volver a ponerla en la cama. ¡No ha querido quedarse allí y estas son las consecuencias!
—¡Tía Velia! ¡Tía Velia! —llamaba mientras tanto el joven con voz ronca, todavía soñoliento.
—¿Por qué la llama? ¿No ve que no oye? —le gritó Marietta, perdiendo la paciencia—. Ayúdeme a ponerla en la cama, y corra a buscar al médico. Pero despierte, ¿eh?, si no, de aquí a que usted vaya y vuelva con el médico, la pobre señora… ¡Ah, Dios, nunca se sabe!
—¿Se muere? —preguntó el señor Martino, advirtiendo por fin el estertor.
Ayudó a la enfermera a poner en la cama aquel cuerpo delgado y abandonado y se escapó a buscar al médico, que vivía en la urbanización de Ruadamonte.
—¡Qué luna! —exclamó él también apenas salió.
Menos mal; con toda aquella luz, podría correr más rápidamente por los difíciles caminos que discurrían entre los prados. Pero no se esperaba, Dios santo, que lo despertaran así, en el mejor momento. ¡Pobre tía Velia! Todo el día había estado mejor, mucho mejor. Pero con las enfermedades del corazón, a aquella edad, de un momento a otro… ¡eh, nunca se sabe! Se afligía mucho por ello el señor Martino, pero no podía evitar pensar que hacía ya demasiado tiempo que se preocupaba de no darle nunca razones a aquella viejita para quejarse de él, y quería soltar un largo suspiro de alivio desde el fondo de sus pulmones. No lo hacía porque, inmediatamente después, sentiría la picadura del remordimiento. Mientras tanto pensaba en el médico, que seguramente se molestaría por aquella llamada nocturna. Pero ¿qué podía hacer él? No podía asumir la responsabilidad de suspender aquellas inyecciones que mantenían artificialmente con vida a la enferma, ahora que su hijo, desde Viena, había mandado un telegrama con el anuncio de su viaje. Quién sabe si llegaría a tiempo, pero… Mejor, quizás… eh, sí, mejor no…
—¡Aufff! —resopló, en este punto, el señor Martino, dubitativo, interrumpiendo sus amargas reflexiones.
Pasaba por delante del cementerio. Entrevió, a través de una de aquellas ventanas de hierro, abiertas a lo largo del muro que lo ceñía, la tumba de su familia y, al lado, la de Mascetti. Correr, correr, afanarse por sí y por los demás, penar, para luego acabar allí, y saber dónde… ¡Mejor no saberlo! Mejor no construir aquellas tumbas con antelación… ¡Bah! Él era joven y fuerte…
—¡Qué hermosa luna!
Y suspiró, para alejar todos sus pensamientos.
Volvió a la villa casi dos horas después, con el médico. Marietta les anunció que la enferma, apenas la había puesto en la cama, se había agitado violentamente, luego —mediante señas— le había hecho entender que quería escribir algo.
—¿Cómo, cómo? —preguntó sorprendido, molestándose.
—Sí —continuó Marietta—, y lo ha escrito: la carta está allí, debajo de la almohada, tal como ha querido. Luego se ha puesto a delirar… Decía, no sé, que si la luna… que quería bajar al jardín… que si cantaban en Pian del Viermo y no en Rufinera… ¡Extravagancias! Luego ha empezado a llamarlo a usted, señor Martino…
—¿A mí? —preguntó sonrojándose, luego palideciendo, el joven—. Había ido a buscar al médico, ¿no se lo has dicho?
—¡Se lo he dicho, pero no lo ha entendido! —continuó Marietta—. Gritaba: «¡No, Martino! ¡No! ¡No!», toda asustada… Ahora, hace rato que está tranquila. Pero así… ¡Dios! Parece muerta…
El doctor Allais, alto, seco, con los bigotes todavía rubios y el pelo cano, muy corto, no se inmutó ante aquella narración de la enfermera: levantó un pie hasta una traviesa del sillón del párroco y se agachó para atarse un cordón de la bota de cuero que se había quedado desatada por las prisas de vestirse. Le importaba demostrar su rigidez impasible. Él también poseía una villa con un amplio jardín, tenía una simpática esposa que le había procurado una buena dote y seguía ejerciendo la profesión, por hacer algo. Tomó el pulso de la enferma, luego, sin revelarles nada a los dos que lo espiaban atentamente, preparó la jeringa para una nueva inyección.
—Podrá aguantar hasta el amanecer —dijo, despidiéndose—. Volveré hacia las cinco.
—Pero el hijo tendría que llegar por la mañana —suplicó, desanimado, el señor Martino—. ¡Si al menos pudiera aguantar hasta su llegada!
El doctor Allais se encogió de hombros.
—No depende de mí, querido señor Prever.
Y se fue.
Inmediatamente, el señor Martino asaltó con preguntas a Marietta sobre aquella carta misteriosa. Pero la enfermera no sabía leer y solo pudo decirle que la señora había escrito a lápiz en el reverso de una vieja receta del médico, porque ella no había podido encontrar otro papel en la habitación, que había escrito con dificultad y que finalmente había metido aquel pedazo de papel en un sobre del farmacéutico, de donde había sacado algunas pastillas y un papel de medicamento. Tras poner la carta debajo de su almohada, la dueña había mascullado:
—Después de la muerte.
El señor Martino se quedó absorto, sorprendido, consternado. Estaba muy seguro de que el testamento de la vieja contenía alguna disposición a su favor y a favor de su familia. Ahora esa carta lo inquietaba. Preguntó:
—¿Ha escrito mucho?
—Poco —contestó Marietta—. Un pedacito de papel, así… ¡Y su mano temblaba tanto!
—¿Sabes, Marietta? —continuó el joven, después de haber pensando un poco—. Corro a llamar a mis padres. ¿Has oído lo que ha dicho el médico?
—Sí —añadió Marietta—. Y al señor párroco también, si no le molesta. Vaya, vaya.
Marietta, que era y se sentía «una buena hija», al quedarse sola, meneó amargamente la cabeza. No consideraba malo a aquel ingenuo del señor Martino y tampoco consideraba interesado el afecto de la familia Prever hacia su ama, pero… eh, el dinero, el dinero les gusta a todos, y su dueña tenía mucho y su deseo de escribir algo en aquellos últimos momentos necesariamente tenía que despertar miedos o dar esperanzas.
Tuvo prueba de ello apenas llegaron, jadeantes por la carrera, los parientes del señor Martino y don Buti. Varias veces fue obligada a repetir todo lo que podía decir sobre aquella carta. Parecía como si quisieran leer a través de sus palabras. ¡Y qué expresiones de auténticos poseídos! Don Buti parecía dudar entre si se trataría de una amenaza para el asilo de infancia o de una promesa: tal vez la construcción de un Asilo para los ancianos o de un pequeño hospital, ¡quién sabe!, o de una capilla; alguna disposición, en suma, de beneficencia o a favor de la santa religión. Los Prever estaban trastornados y se enfadaban con Martino por no haber estado presente, ¡justo en aquel momento!
—¡Pero si había ido a buscar al médico! —se disculpaba el joven con su padre, que parecía el más contrariado.
Su madre sabía dominarse mejor: gorda, pálida, plácida, de habla lenta y gesto blando, le dirigía a Marietta preguntas tontas e inútiles.
La enferma, de vez en cuando, daba señales de reanimarse del estado comatoso. Entonces todos, por un momento, silenciosos y atentos, se acercaban a su cama.
Rompió el amanecer, al final. Cielo lluvioso. Entre las rocas de las ásperas montañas había velos de niebla hechos jirones. Volvió el médico, que no quiso contestar, como siempre, a las numerosas preguntas de los Prever y de don Buti, protestando:
—Déjenme auscultarla.
Le puso otra inyección, pero declaró que era inútil: la muerte ocurriría de un momento a otro por parálisis cardiaca.
Pero poco después de la partida del médico, la señora Velia se reanimó con un largo suspiro del profundo letargo en que parecía hundida y abrió los ojos.
Enseguida los Prever empujaron hacia la cama al joven Martino, sugiriéndole en voz baja:
—¡Llámala! ¡Llámala!
—¡Tía Velia! —la llamó el joven.
—¡Madama Velia! —la llamó al mismo tiempo, desde el otro lado de la cama, don Buti.
Pero la moribunda no parecía reconocer ni a uno ni al otro.
En aquel momento entró en la habitación, inadvertido, un señor de unos cincuenta años, bajito, acicalado, perfumado, con las patillas ya entrecanas y la calvicie apenas escondida por una mata de pelo peinado con sumo cuidado en la cabeza. Avanzó hacia la cama, con los zapatos chirriantes, apartó despacio con la mano enguantada al señor Martino, se inclinó hacia la moribunda:
—¡Mamá!
Los Prever, don Buti y Marietta se miraron a los ojos, apartándose; luego todos lo observaron con un aire de sumisión y de desconfianza.
La moribunda clavó los ojos velados en su hijo y frunció el ceño; agitó un brazo y escondió el rostro, balbuceando con expresión de terror:
—¡Que se vaya este!52
—¡Mamá, soy yo, sabes! ¡Soy yo! —dijo en voz baja, sonriendo, Mascetti, y se inclinó de nuevo hacia la moribunda.
Pero esta hundió más la cabeza, como si quisiera esconderla debajo de la almohada. Entonces el sobre que estaba escondido allí cayó en la alfombra. Los cinco Prever y don Buti lo miraron conteniendo el aliento, como si fueran perros de caza. El hijo no se dio cuenta de ello y se giró, dolido, para decir:
—No me reconoce.
Viendo todos los ojos clavados en el suelo, cerca de sus pies, se inclinó para mirar y vio el sobre.
—Será para usted —le dijo entonces Marietta en voz baja, señalándolo—. Pero la señora ha dicho: «Después de la muerte».
Mascetti lo recogió, y como su madre continuaba diciendo, ahogada: «¡Que se vaya! ¡Que se vaya!», se fue, angustiado, a la habitación contigua, seguido poco después por don Buti.
—¡Pobre, pobre Madama!
Y el párroco empezó a entonar, ante el hijo, el elogio de la madre.
—¡Gran benefactora!
Llegó, con aire perdido, Prever padre; luego llegó también Prever hijo, rojo como una gamba, evidentemente empujado por su madre y por sus hermanas.
Mascetti permanecía compungido y silencioso, de vez en cuando inclinaba la cabeza ante las palabras melosas del párroco, pero pensaba en la acogida que le había reservado su madre después del viaje tan largo y precipitado que había emprendido para volver a verla. Sí, sin duda: en la inconsciencia no lo había reconocido, pobre viejita. Estaba claro que lo había confundido con alguien odioso para ella, alguien del pueblo. ¡Era natural! ¿Qué recuerdos conservaba él de su madre? Casi tenía más noticias de su padre, muerto cuando él apenas tenía tres años, que de su madre, que aún vivía. Sus parientes, desde la infancia, le habían hablado mucho de su padre, mientras su madre se había retirado allí arriba y siempre había vivido lejos de él. Solía escribirle dos o tres veces al año, en las fiestas señaladas, para felicitarla, y ella le había contestado a veces, pero siempre con frases comunes y brevemente, sin ninguna efusión de corazón, nunca. La noticia de la enfermedad de ella le había llegado de pronto. ¡Bah! Su madre tenía que tener ya setenta y tres o setenta y cuatro años: ya había vivido su tiempo. Él, desgraciadamente, estaba a punto de cumplir cincuenta.
De pronto, desde la habitación llegaron palabras agitadas, luego un grito de madama Prever y dos gritos más, parecidos, de las solteronas. Mascetti se puso en pie.
—¿Ha muerto?
—¡Venga, señor! —le dijo Marietta, apareciendo en el umbral, con los ojos lacrimosos.
Muerta, y en aquella actitud de rebelión y de miedo que había asumido ante la aparición de su hijo. Lentamente Marietta le había puesto de nuevo sobre la cama el brazo que había levantado para esconder su rostro, pero nadie se atrevía a tocarle la cabeza.
Mascetti contempló a su madre, luego se puso una mano sobre los ojos. No conseguía llorar, sordamente irritado por el llanto de los demás, que para él eran extraños (¡ni siquiera conocía sus nombres!), pero que sin embargo mostraban tener una razón para llorar a su madre, más que él que era su hijo y que había sido recibido, en presencia de ellos, de aquella manera.
Don Buti se había arrodillado a los pies de la cama y recitaba la oración de los difuntos. También los Prever y Marietta se habían arrodillado y rezaban con él, entre sollozos. Mascetti se retiró a la habitación contigua.
La señora Velia había recibido los sacramentos tres días antes. Cuando terminó la oración, don Buti corrió a la iglesia para que sonaran las campanas y para dar las primeras órdenes sobre los solemnes funerales del día siguiente; las señoras Prever se pusieron a la disposición de Marietta para ocuparse del cadáver; el señor Martino fue enviado a buscar los cirios para el lecho fúnebre; y Prever padre, sin saber qué hacer, se fue a la habitación donde estaba Mascetti.
Aquella carta misteriosa permanecía en su mente como un clavo. «Después de la muerte». Tal vez su hijo, por curiosidad, ya la había abierto. ¡Qué estúpida aquella Marietta! ¿Por qué decirle a su hijo «será para usted»? Por la acogida de la moribunda se podía entender claramente que madama Velia no se esperaba volver a ver a su hijo, por tanto, al escribir aquella carta no había pensando en él.
Las mismas reflexiones ocupaban las mentes de las Prever en la habitación de la muerta, y la señora Prever, aunque con cortesía, no pudo evitar reprochárselo a Marietta. Y en aquella carta pensaban también el señor Martino, mientras buscaba los cirios, y don Buti, corriendo desde la iglesia parroquial al asilo para que se cerrara el portón en señal de luto y para comunicar allí también disposiciones acerca del funeral del día siguiente.
Solo Mascetti parecía haberse olvidado de la carta. Interrogaba a Prever sobre la vida de su madre y sobre Cargiore, para saber directamente entre qué tipo de personas se encontraba. Incluso tenía la duda de si serían lejanos parientes maternos, cuya existencia desconocía.
Prever se atormentaba. Le informó sobre sí mismo, sobre su familia, le habló de la antigua amistad por madama, pero sin mencionar el amor y el suicidio del tío Martino; y finalmente le habló de los grandes méritos de la difunta, de las obras de caridad, en parte cumplidas, en parte prometidas, para concluir diciendo que toda Cargiore estaba profundamente dolida y, al mismo tiempo, con ansia legítima por saber si…
¡Oh! Mascetti se apresuró a tranquilizarlo. Con todo el corazón cumpliría las promesas generosas de su madre, incluso si en el testamento no hubiera disposición alguna al respecto. Pero no parecía acordarse de aquella carta, debajo de la almohada. Y todo aquel día y hasta la mitad del día siguiente mantuvo en vilo a aquella pobre gente.
Don Buti, finalmente, cuando ya había llegado el ataúd, no pudo aguantar más. Se presentó ante Mascetti, seguido por los Prever, ceremonioso e incómodo, con la excusa de no querer incumplir alguna última voluntad, alguna disposición de la difunta acerca de los funerales o de la sepultura, probablemente expresadas en aquella carta.
—Si Su Señoría se acuerda…
—¡Ah, ya! —exclamó Mascetti, buscando en sus bolsillos.
¡Se había olvidado completamente! Todos lo rodearon, embargados por una ansia trepidante. El sobre, después de una larga búsqueda, fue encontrado en el fondo de un bolsillo de los pantalones. Mascetti lo abrió, sacó la receta que había mencionado la enfermera. La escritura a lápiz era casi indescifrable. Fue necesaria la ayuda de todos para la interpretación de ciertas palabras escritas o a medias de manera incorrecta en dialecto entre otras en italiano. Decía así:
Quien encuentre esta carta abra, por favor, el segundo cajón de la cómoda frente a mi cama, coja con sus manos un saquito que se encuentra al fondo, en el ángulo derecho, y póngalo debajo de mi cabeza en el ataúd.
Los Prever y don Buti se quedaron decepcionados, aturdidos, sin saber qué pensar.
—¿Un saquito? —preguntó madama Prever—. ¿Qué será?
—Lo veremos —propuso tímido don Buti—, mientras tanto estoy contento de que fuera una disposición, como había previsto.
Todos acudieron a la habitación de la muerta. La viejita, amorosamente arreglada por Marietta, ya había sido colocada en el ataúd, todavía abierto. Su hijo, siguiendo las indicaciones de la carta, abrió el segundo cajón de la cómoda y buscó en el ángulo derecho.
No había propiamente un saquito, solo un envoltorio de un recorte de paño turquesa, agujereado y quemado en una parte, como por una bala: había una cáscara de nuez, algunas flores secas, un mechón de pelo castaño y un pedacito de papel con estas tres palabras, ya desteñidas por el tiempo: «¡Noche de luna! 22 de octubre de 1849», y debajo, dos nombres, unidos por un guión: Velia-Martino.
—¡Se ha acordado de él! —se le escapó a Prever, sorprendido.
Mascetti, girándose para mirarlo, se dio cuenta de que don Buti le hacía señales para que se callara y entonces quiso saber de quién se había acordado su madre y qué significaba aquel recorte de tela agujereado así.
Cuando se lo dijeron, no pudo volver a tocar aquellos objetos, que pertenecían a la remota juventud de su madre, antes de que él naciera. Se apartó diciendo:
—Hagan su voluntad.
51 Pirandello redacta la frase en dialecto piamontés, señalando la localización geográfica del cuento.
52 En dialecto piamontés en el original.